Cuando heredé la casa de mi tío Felipe me sentí muy agradecida, ya que veía muy lejana la
idea de poder al fin tener casa propia.
Me mudé de inmediato, su abogado me hizo firmar algunos papeles y me dijo que había una
cláusula importante: podía redecorar, llevar a quien quisiera a vivir conmigo, hacer lo que quisiera,
pero no debía tocar jamás el cuarto de las muñecas. Me dio un sobre y me pidió que leyera
detenidamente el contenido. Yo respondí que lo haría y corrí a ver al famoso cuarto. Había una casa
de muñecas, pequeños platillos por todos lados, y alrededor de cincuenta muñecas, todas muy
limpias, peinadas, como nuevas; incluso el aroma a perfume era hermoso. Algunas colgaban de la
pared, otras estaban sentadas en el sofá o sobre la alfombra, y unas pocas entre los libros de la
biblioteca. En esa biblioteca apoyé el sobre y, tras observar que los libros eran en su totalidad
infantiles, pensé en lo excéntrico que debería haber sido mi tío. Se me pasó la peor idea por la
mente, pero quise dejar de pensar mal de un hombre que a pesar de su discapacidad nunca pidió
ayuda.
Llamé a Nicolás para mostrarle mi nuevo hogar: estaba maravillado, incluso me dijo que
ahora teniendo casa podríamos fijar la fecha de nuestra boda, Le conté del cuarto y quiso ir a verlo.
Parado en la puerta, inmóvil, cruzando sus brazos, recorrió cada rincón con la mirada.
―Esto es raro, Maite.
―Un hombre adulto rodeado de muñecas. Prefiero creer que tenía un pasatiempo.
―No, es raro el ambiente. No me siento como en el resto de la casa, amor. Es como si este lugar
fuera más frío. A pesar del perfume y lo colorido, es tétrico.
―Son solo muñecas. Quizá con el tiempo las vendamos a coleccionistas.
―¿Que decía la carta, amor?
―No la leí.
Salimos del cuarto de las muñecas y Nicolás llamó a un delivery. Cenamos una pizza, vimos
una película, y le pedí que se quedara a dormir. Despertamos en la madrugada porque ambos
oíamos a un niño pequeño llorar. Lloraba con tal desesperación que nos angustió. Como no
conocíamos el barrio imaginamos que sería el hijo de algún vecino.
Cuando logré dormir, Nicolás me despertó jurando que escuchó pasos que iban a la cocina.
Ambos fuimos a ver y, si bien estaba vacío el lugar, un mueble tenía las puertas abiertas. Yo escuché
claramente que una voz infantil dijo mi nombre y salté a los brazos de Nicolás, que aseguró haber
escuchado lo mismo.
«¿Dónde está la carta que te dejó Felipe?», preguntó mi novio. Le dije que en la biblioteca del
cuarto de las muñecas. Entonces, tomó mi mano y me llevó casi corriendo al lugar. «Hay que
leerla», agregó. Fuimos a la biblioteca, tomé la carta y me senté en el sofá. Nicolás hizo lo mismo.
Comencé a leer la carta en voz alta:
«Querida Maite:
Cuando leas estas palabras significará que al fin dejé este mundo. Eres mi única heredera, por ello
quise dejar claro que deseaba que fueras dueña de todo lo que tuve, pero necesito que cuides de mi
mayor tesoro: el cuarto de las muñecas.
Cuando tuve el accidente, lo único que rondaba mi cabeza era por qué yo seguí mi vida pero tu tía
Irene y tu prima Noelia, no. Perder la capacidad de mover mis piernas fue poco castigo para el error
tan inmenso de dormirme conduciendo en plena carretera. Busqué ayuda espiritual por todas partes,
pero nada servía. Hasta que conocí a Ethel, ella había perdido a su hija, la cual se había confundido
por su edad y en lugar de irse al otro mundo con los demás espíritus se pegó a su muñeca favorita.
Entonces fue cuando busqué la muñeca favorita de Noelia, le pedí cada noche que me mostrara que
estaba ahí; hasta que sucedió. Me habló; no movía la boca, pero era su voz. Ethel enfermó y me dio
a la muñeca de su hija. Luego Noelia comenzó a pedirme que ayudara a otros niños. Comencé a
comprar muñecas. Noelia me decía lo que querían: que les leyera cuentos, que les diera golosinas,
que jugara con ellos… pero ahora sin mí, ¿quién mejor que su prima para ayudarla a ella y a sus
amigos? Gracias sobrina querida.
Con amor, tu tío Felipe».
La carta cayó de mis manos. Nicolás abrió la boca con la intención de decirme algo al respecto
cuando una sonora voz infantil interrumpió: «¡Maite!»
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