Recinto de Santos y Muertos. (EL Cuartito de los Santos)

Recinto de Santos y Muertos. (EL Cuartito de los Santos)

Encerrado, jadeando sin inhibirse debido a la ausencia de testigos, agachó para obrar en la sofocante atmósfera.

El profuso sudor de sus manos humedecía los palos de fósforos, hasta que finalmente logró encender uno, estando más agitado.

Dominado el estremecimiento acercó la llama al cirio que reposaba sobre la repisa, apagado.

Ignoro el motivo de la baja altura del velador, eran preguntas que no se hacían; siendo una mujer alta quien lo servía, ella misma lo dispuso a tan bajo nivel.

En estadios de consternación las razones de conveniencia se apartan; eso lo experimenté cuando penosamente discurría mi agonía.

El calor asfixiante y molesto que levanta las tardes de verano en tan reducido espacio, también lo sufrí en cuerpo; al igual que éste ser; ahora mirando la llama trasmitida a la vela que apagará antes de irse.

Aún no se por qué vuelvo a este velatorio, donde el interés de encender luces obedece algún tipo de comportamiento irracional. Aunque en nada eso me afecta, supongo me atrae un hálito de intimidad que se mantiene en el cuartito, acá encerrando restos de rezos y plegarias.

Donde ni pudiera decir que me hallo, por recóndito e imperceptible, no se contemplan nexos familiares o de otra índole; por tanto el adolescente quien actúa perdió esa afinidad.

De tiempos no lejanos en su espacio existencial, seguramente memoriza los ritos ancestrales de la anciana ausente y lo que hará a continuación no refleja una conducta aprendida.

Las diversas y rudimentarias ménsulas, dispersas en la corta pared, sólo sostenidas allí por ingenio; en su mayoría sin cumplir función a consecuencia de sus actos. Los anteriores ocupantes yacen despedazados en los rincones, donde cada vez el visitante inicia su extraño procedimiento.

Por mi condición no juzgo a los vivos. Aquí donde ya no existo, la maldad o bondad parten de las creencias sobre la vida y la muerte. Poco saben sobre la verdad y actúan a ciegas, tanteando entre destellos de inteligencia.

Al parecer memoriza cada fractura y de un intento logra acoplar los pedazos; piernas, cabeza, brazos y fragmentos del torso. Sin pegamento las partes apenas rozan, lo suficiente para identificar a San José sin el niño, al que no se logra encontrar entre restos dispersos de yeso.

Destrozar figuras de santos y vírgenes, lanzándolos a un rincón del piso de concreto, lo entretenía por entero, descuidando su entorno, tras paredes.

En mi esencia noté la comparecencia de otro ser; el adolescente lo percibió después de la calma que obtuvo al lanzar a san Benito y con ligereza se coló por esa pequeña ventana, por donde había entrado. Abandonando el cuartito, sin concluir el ritual.

A ese hombre no lo conocí, de su existencia comprendo cuando se instaló en mi habitación, en la que yo permanecía en cuerpo, cómo mi último espacio.

Ese cuarto se ha mantenido cerrado bajo llaves, mis pertenencias siguen allí. Antes de mí, fue habitado por otra persona que al dejar de existir me lo cedió automáticamente, de él quedan unas fotos en la pared.

En vida existe la creencia que los difuntos tienen una especie de convivencia en sociedades etéreas, no es así. No me reúno con otros o con alguien en especial, desconozco el paradero de todos; pero sé cómo actúan cuando asoman sus sombras.

El desconocido duerme en mi cama y tiene una llave que usa para entrar y salir. Es la primera vez que coincide con el adolescente.

Entre mi habitación y el cuartito de santos, sólo hay una pared, ambos saben que no están solos. Mi habitación tiene dos puertas, una con cerradura y otra que se abre o cierra desde adentro, por allí salió el intruso, para tocar la puerta de madera del cuartito de los santos.

Ni sonidos, ni olores que tronchen mi estatus; ser advertido por señales físicas es inoperante. Son las reacciones de los seres a esos estímulos, lo que me hace intuir para predeterminar.

El hombre olió la esperma de velas, con cautela desplazó el palo que sirve de travesaño y abrió hacia sí la puerta, retrocediendo por el calor.

El cirio encendido aumentó la llama; que hasta esa intensidad toleraba, si aumentara, mi equilibrio se comprometería y abandonaría ese ambiente.

“Un perverso velando muertos”.

Indagué en lo profundo de mi inexistencia, sin hallar discernir, algo me aturdía y a la vez embelesaba; acaso cobraba entidad.

La voz que irrumpió se notaba tan cercana, que presumí un estado de conciencia asociado a un nivel superior, por mi inexplorado.

“Me describen como loco aunque no lo estoy, llegaron a sembrar duda. Hoy descubrí que mi mente no tiene límites, puedo pensar contigo”

No descifraba la recopilación que interfería con mi sobreentender; la fuente estaba interiorizada; descartando un origen tangible.

“Estás aquí, lo siento. No sé cuanto dure esta alucinación, pero logré mi objetivo”

Era posible comunicarse mediante elementos espectrales que abordaban vehículos de escasa conciencia; era lo que ocurría.

El vehículo estaba allí; agachando la cabeza para entrar al cuartito.

Retrocedió y giró a la izquierda para colocarse detrás de la puerta de salida de la casa.

Con violencia abrió la puerta y corrió al patio, buscando algo.

Entró sin cerrar la puerta y lentamente caminó al interior del asfixiante cuartito.

Arrodillado ante la imagen del Cristo en la cruz, fue desvaneciendo hasta caer al suelo, arrastrando el cirio encendido. Allí lo vio el adolescente desde la puerta, parado sin actuar.

La llama se avivaba, alimentándose de pedazos de papeles con oraciones escritas a mano, cercanas a la cabeza del inmóvil vehículo.

Era momento de partir, llegaban sombras ávidas de candela y caos.

El adolescente entró al velatorio, recogió sus zapatos, con los que apagó las llamas.

Al salir cerró la puerta; colocando el travesaño, adentro quedó el desconocido inconsciente.

Las sombras se desvanecieron y el adolescente se marchó..

El crepúsculo de tarde veranera marcaba fronteras entre lo real y lo subjetivo.

La abstracción inherente a estados emotivos me hacía retornar a escenarios confusos, sumiéndome en un letargo.

Las luces que significaban liberación parecían no ser importantes. No me desplazaría en su persecución; algo me obligaba permanecer allí, junto al cuerpo del desconocido; experimentando sensaciones materiales.

Los difuntos carecen de sentidos materiales, inmediatamente después de la muerte se pierden esas facultades. Por lo tanto los muertos no hablan, no oyen, no palpan, no huelen y no ven. Desaparece el dolor, la ira, la alegría y cualquier otro tipo de sentimiento. Eso ocurre totalmente cuando atravesamos el umbral que separa la mente como energía imperecedera, ya desprendida de un cuerpo físico que la cultivó en vida.

Continúo aquí porque no he traspasado ese umbral, siendo ahora cuando comprendo mi asumida muerte.

Observo mi segunda agonía. Si, estoy viendo mi propia imagen avejentada. Antes sólo percibía seres.

Descubro que el intruso y yo somos el mismo individuo; no he sido un muerto integro, apenas comienzo la otra mitad del proceso.

En su agonía que no sufro; él sigue pensando conmigo, mostrándose más valiente al asumir la muerte, tan esperada para liberarse.

El accidente que provocó mi asumida muerte, fracturó mi cráneo. Fui consciente de la lesión, por dos días, al tercero me diagnosticaron muerte cerebral. Desde entonces estoy muerto. En contra de los pronósticos médicos, el cuerpo recobró funciones motrices y algo de destrezas asociadas a hábitos u otras conductas inconscientes que me permitieron una precaria independencia.

Aquí esperaré mi deceso y la rigidez de la muerte desde su instauración a su estado y resolución; es lo menos que puedo hacer por mi cuerpo que me permitió llegar a éste nivel.

Si acá encerrado, sin testigos que lo anuncien, comienza la fase de descomposición, que proceda. No estaré para ver, al aparecer la laxitud cadavérica expira mi vislumbre.

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