Sábado 31 de octubre de 2020
Cuando eran las 6:30 de la mañana, el ruido del despertador profanó la quietud del dormitorio de Carla. Sin hacer apenas ruido, se levantó de la cama y se dirigió al baño.
Un día más, el cansancio se apodera de ella. Se había instaurado de tal forma que, incluso recién despertada, Carla siente que le falta la energía. Sus movimientos son apáticos, se siente y actúa como un autómata. La rutina le resulta sofocante, pero ella, más que nunca, debe acudir a su puesto de trabajo. “Sus chicos”, como ella les llama cariñosamente, la necesitan.
Baja a la cocina y, mientras mira las noticias, su mirada navega perdida a través del tiempo. «¿Cuándo terminará todo esto?» se oye decir a sí misma.
Las imágenes del televisor muestran nuevas cifras representadas en trágicas estadísticas: número de muertos diarios, porcentaje de ocupación en las UCIS, datos sobre la Incidencia Acumulada, número de contagios, posibles efectos secundarios de las vacunas,… Sin apenas disfrutar del café, Carla apaga el televisor y sube para prepararse para el trabajo.
«Un día más en mi monótona existencia», se lamenta. La ducha no consigue devolverle la necesaria sensación de bienestar. Y otra vez, tiene que volver a empezar un nuevo día. «Me siento como…» , duda, no consigue recordar el nombre del actor…, cierra los ojos y busca en el interior de su memoria. “Por fin”, se dice a sí misma. «Bill Murray, en El día de la marmota».
Carla acude como todos los días a su habitual puesto de trabajo en el Hospital. Hoy es sábado y tiene guardia. Trabaja como supervisora desde hace cuatro años. En el hospital todo sigue igual. La gente, aparentemente, parece haber normalizado la situación, aunque ella sabe que no es así. Añora a los suyos, meses sin ver a sus padres, sin poder disfrutar de su familia, sin la presencia de esas risas, en estos momentos, tan necesarias, sin poder sentarse con sus amigos o con sus compañeros de trabajo alrededor de un café charlando de sus cosas. Las medidas sanitarias lo prohíben.
Antes de ponerse el uniforme, se mira en el espejo. Sólo ve sus ojos y el rostro medio escondido tras una FFP2. Su reflejo le recuerda a un fantasma, antaño una mujer joven de 40 años. Hoy se siente mayor, mucho mayor.
Mira a sus compañeros con sus rostros escondidos tras las eternas mascarillas. No recuerda sus caras. La tristeza se apodera de ella. «¿Cuándo volveremos a la ansiada «normalidad»? ¿Y eso qué es?», se pregunta, “acaso existe”.
Se dirige resuelta a realizar sus tareas. No puede mostrar debilidad, ellos se apoyan en su figura y debe transmitir seguridad, aunque en el fondo, en estos momentos, carece de ella. Durante su jornada, si quiere que todo funcione, debe superar esa sensación y no se le escapa ni una sola queja. Atiende todas las demandas con profesionalidad y con una sonrisa. Ellos no tienen la culpa de su estado anímico, es más, siempre arriman el hombro en los momentos más difíciles.
Pero la cruda realidad reaparece de nuevo «El señor de la 254, ha muerto» le dice una compañera de la planta COVID, “Uno más. Con éste llevamos cinco esta semana» le refiere la enfermera desanimada. “Pobre», logra articular Carla, pero inmediatamente se repone y le da palabras de ánimo a su compañera. Después sigue con su ronda habitual por el hospital.
Sabe que el miedo sigue presente en todos los trabajadores: miedo al entrar en las habitaciones, incluso vestidos con los EPIS, cual trajes espaciales de la NASA; miedo a llegar a casa e infectar a los suyos; cierto miedo a las vacunas, aunque necesarias, generan mucha incertidumbre; miedo a que las muertes no cesen; miedo a no lograr superar el día…
Los telediarios siguen nutriendo los titulares y sembrando el caos en una población cada vez más cansada. Incluso el aliento de aquellos que, al principio, agradecían a los sanitarios su labor aplaudiendo en los balcones, desaparece. Ahora se impone el malestar, el enfado permanente y reina la ira e indiferencia hacia el prójimo. La situación se enquista y se traduce en el comportamiento hostil de algunos hacia los profesionales de la salud.
Pasan los días, los meses, incluso los años desde el inicio de esta pesadilla.
Viernes 24 de diciembre de 2021
Pero hoy hay una nueva perspectiva. ¡Las primeras Navidades en familia, después de más de dos años!
Carla sólo quiere llegar a casa. Mira el reloj, son las 15:00, por fin su jornada ha finalizado. Hoy no han habido muertes en el hospital. La vacunación da sus frutos, las medidas restrictivas van cesando, la ocupación hospitalaria recupera cifras de años anteriores y se reducen el número de muertes. Un atisbo de luz se vislumbra al final de un largo túnel.
Llega a casa de nuevo pero, esta vez, el sonido de unas risas en el interior de su domicilio activan un sentimiento escondido en lo más profundo de su alma. Una sensación hermosa, tristemente olvidada.
–¡Mami! -grita su hija mientras corre feliz al encuentro de su madre.
Un grito, dotado de la felicidad más absoluta, y el sonido de esos pasitos acercándose por el pasillo, le alientan de la presencia en casa del centro de su existencia, “su tesoro”.
La pequeña Lucía se acerca con sus bracitos abiertos y se arroja con seguridad y calidez a los brazos de su mamá. Sus ojos son el reflejo del amor incondicional y la llenan de paz y de alegría.
–Mamá, -repite la niña -ha venido la yaya, el yayo y la tita Marina. -consigue decirle la niña llena de emoción.
Por un instante, el tiempo se detiene y a Carla se le olvida todo. Se refugia en la calidez que desprende su hija y un sentimiento de felicidad la inunda.
Coge a su pequeña en brazos y se adentra en el salón. Allí se encuentra toda su familia que le dan una calurosa bienvenida.
Su madre no puede evitar que las lágrimas mojen sus mejillas. Ambas se funden en un abrazo. “¡Llevaba tanto tiempo sin verla!”, se quejaba en el fondo la pobre mujer.
Carla no veía a sus padres y a su hermana pequeña desde antes de la pandemia. Viven en otra comunidad y, las medidas restrictivas de desplazamiento, no les había permitido verse hasta este día. Las risas y las lágrimas contenidas, por fin derramadas, acuñan el momento en sus recuerdos para siempre.
El ruido de la puerta les alerta de la llegada de alguien más que se suma a la escena. Es Núria, la pareja de Carla. Llevan juntas desde hace más de cinco años. Ella también es enfermera y se conocieron en el trabajo. Ambas, después de mucho empeño, cumplieron su deseo, ser madres.
Hoy cenarán todos juntos, reunidos por fin, después de tanto tiempo. Celebrarán la Noche Buena con total normalidad, como si todo formara parte de un sueño, una terrible pesadilla que esperan que nunca más se repita.
Carla mira a su alrededor, por primera vez, después de mucho tiempo, siente que todo no está perdido y recupera de nuevo la esperanza en un nuevo futuro.
“Para todos aquellos que, como yo, han compartido y sobrevivido a la misma realidad”.
“Vivid sin miedo”
“Por muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes”.
Khalil Gibran
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