EL MENSAJERO DEL VIENTO

La liga de la escuelita de futbol que jugábamos cuando era chico estaba llena de personajes pintorescos. De todos los colores. Uno de ellos era el padre de Sebastián; Se ponía como loco en cada partido, tenia una especie de complejo de Bielsa o algo así. Cada vez que jugábamos, el tipo se comía, por lo menos, cuatro o cinco advertencias del arbitro para que menguara su intensidad pidiéndole compromiso al equipo en la marca o lamentándose por alguna oportunidad perdida. Mi padre lo odiaba, pero a la vez le causaba muchísima risa. Él era así. Se divertía observando y este tipo de personajes le venían como anillo al dedo para sus pizpiretos comentarios. “A la mierda, pide mas que un ciego este” decía jocosamente a los otros padres mientras Roberto (el padre de Sebastián) sacudía el alambrado al grito de “No fue faul juez”. Yo lo entendía a la perfección a mi papa. Teníamos el mismo humor. Va, si es que a eso se le puede llamar humor. Era mas una picaresca forma de burlarse de las personas, pero sin mala intención. Después de cada partido o entrenamiento, recuerdo que nos íbamos caminando lentamente al auto comentando solemnemente lo que había pasado dentro de la cancha. Pero, una vez que entrabamos al auto, ambos nos mirábamos con cierta complicidad y uno de los dos arrojaba la primera piedra. Por lo general era mi viejo, que me miraba e introducía su burla con un “che” y luego de observar a los costados, cerciorándose de que no haya nadie cerca y menos la persona que iba a ser víctima de sus ocurrencias, ¿deslizaba un “vos viste como grito el gol el desquiciado de Roberto hoy?”. Y ambos reíamos. Nos pasábamos el camino entero de vuelta a mi casa comentando estas pavadas. El partido quedaba en un segundo plano. Quizá, uno de los mas hermosos recuerdos que tengo del futbol de la escuelita. Y el momento que mas disfrutaba de las noches de partidos.

El otro gran personaje era nuestro técnico: El gordo Emilio. Ya su aspecto indicaba que era una persona llamativa. Su prominente barriga y su enorme cabeza con forma de berenjena, adornaban a la perfección a un tipo con una forma de andar y de expresarse que era muy peculiar. Siempre con su cigarro en la boca, y con las cenizas aguantando hasta su ultimo suspiro en la punta del ya muy consumido tabaco, dirigía sentado y con los brazos cruzados y apoyados encima de la barriga. Vivía con la voz ronca, prácticamente no se le entendía nada. Había que acercarse a la raya para escuchar bien claras sus indicaciones, pero a su vez era un peligro. Porque, cuando ya uno se acercaba a la raya arrugando la cara y esperando que repita lo que ya había gritado 3 veces, podía venirse tranquilamente una puteada o hasta una amenaza de cambio. Era un tipo bravo pero ocurrente. Tenia un talento que también compartía con mi padre, era muy ingenioso para los apodos. La primera vez que vino a probarse Cristian, lo bautizo como “El morrón”. Al principio no entendimos bien porque, pero cuando nos explico como el cuerpo de Cristian coincidía casi a la perfección con el de un morrón maduro, las risas nos duraron meses. A su vez era un hombre muy sensible. El día que salimos campeones en cancha de “Nueve estrellas” en Morón, nos saludo a todos uno por uno y termino dando un discurso en donde su voz ronca fue vencida por las lagrimas y no pudo terminar. Lo fundimos en un fuerte abrazo grupal y nos agradeció a todos acariciándonos la cabeza en el tumultuoso abrazo. “Ustedes me dan vida, chicos. Yo sin esto no sé qué haría”, nos decía mientras lo apretujábamos entre nuestros escuálidos brazos de niños de 8 años.

Después con el tiempo uno se entera de cosas que de chico no sabe. O quizá, que no nota y por eso no le da mucha importancia. Pero Emilio había sufrido la perdida de su esposa un año antes del campeonato. Me quedo contento sabiendo que pudimos darle una alegría a aquel carismático panzón que no largo el pucho a tiempo y nos dejo hace algunos meses.

Pero hoy vengo a hablarles sobre un personaje distinto. El mas pintoresco que me toco cruzarme en los años que jugué para la escuelita de futbol llamada “Los duraznitos” (nos decían así por nuestro conjunto naranja y blanco. Hubiese preferido que nos apoden “La naranja mecánica” pero nuestro futbol no estaba a ese nivel). Hoy quiero contarles la historia de Cacho. Al que años después con los amigos que me quedaron de aquella infancia en la escuelita apodamos (como bien hubiese hecho Emilio) “El mensajero del viento”.

Todavía no recuerdo bien el primer día que apareció Cacho. No se si estuvo desde el principio y nunca lo notamos. O, simplemente, apareció justo antes de arrancar el campeonato que luego termino con nuestra coronación contra “Nueve estrellas” en Morón.

Cacho era un ser extraño, para variar. Andaba vestido con sus estropajos de siempre. Parecía lo que todos podríamos identificar como un vagabundo. Usaba una amplia remera de Queen, ya muy gastada, con un extenso tapado marrón que le llegaba hasta los pies. En la cabeza lucia un gorro como el del chavo, pero mas avejentado y con tono azulado (no como el del chavo que era verde). Sus zapatillas, unas Ombú de trabajador de fábrica, ya muy maltratadas y con los cordones empezando a perder la batalla por su supervivencia encima de la lengüeta de la zapatilla. Lo que si cambiaba era la bufanda, traía una de todos los colores distintos cada día. Los pantalones eran unos jeans rotos en la parte de la rodilla, que desteñían un poco su tono celeste para tornarse algo blancuzcos por el uso y el desgaste.

Pero lo mas llamativo era su rostro. Era viejo, entonces su prominente barba asomaba amenazante por encima de la bufanda y su pelo pulcramente blanco se escondía debajo de la gorra “del chavo”. Pero su rostro era compacto, uno podía identificar rápidamente que no había un gran espacio entre su nariz y su mentón, como que estaba todo muy amontonado y le daba poco espacio a su nariz. Nariz que, adoptada una forma puntiaguda y afilada, casi como la de una bruja, hasta la decoraba con una oscura y vellosa verruga en la punta. Cuando sonreía la cara se le alargaba de una manera extremadamente tétrica. Era como si su boca se metiera hacia adentro y su nariz tocara la punta del mentón. Al principio, bromeábamos con que su apariencia era la de un brujo. ¿Como íbamos a saber que ocultaba un poder tan magnifico?

Su tarea era simple. Se paraba una hora antes de que arrancaran los partidos de la categoría en la puerta de la canchita, y se encargaba de vender café y facturas a todos los que llegaran. Según mi viejo, le iba bastante bien. “No se iba a hacer millonario, pero se las rebuscaba” me decía casi como reconociendo la labor que desempeñaba en las previas de los partidos. Pero ese no era su poder. A pesar de que el café que preparaba era genial y que las facturas eran muchísimo mejor. Cacho tenia la capacidad para adivinar los resultados de los partidos.

Así como lo escucharon. El nos saludaba a todos y a cada uno de nosotros cuando llegábamos a la cancha de la mano de nuestros padres. “Suerte hoy, pibe” nos decía a cada uno y nos extendía la mano para que le chocáramos los cinco. Después se reía. La dentadura no era digna de admirar, al piano le faltaban varias teclas. Pero conmigo tenia una suerte de complicidad que nunca supe de donde fue que salió.

Todo comenzó el día que le ganamos a “Deportivo Mayun”. Ellos venían punteros y arrasando a cualquier equipo que le pusieran en frente. Nosotros veníamos mal. Habíamos perdido el anterior partido y veníamos de un empate paupérrimo, de esos que te dejan un sabor a derrota. Nuestras caras hacían notar nuestra preocupación. Íbamos preparados para lo peor, una goleada histórica en nuestra propia cancha. Cuando llegue a la cancha lo salude a Cacho como siempre, pero noto al instante mi desanimo y después del tradicional “Suerte hoy, pibe”, espero que haga unos pasos y me dijo: “Tranquilo, che. Que hoy ganan 4-2, y vas a hacer un gol”. Lo primero que atine a hacer fue observarlo y regalarle una sonrisa de compromiso. Pero por dentro pensé “¿Que carajos dice este viejo? ¿Acaso no ve como jugamos nosotros y como juegan ellos?” “Además, hace como 7 partidos que no meto un gol porque el técnico me pone de defensor”. Lo que no podía prever, fue que Cacho estuvo totalmente en lo cierto. Aquella noche ganamos por 4-2 y yo anote el último gol en el cierre del encuentro, para darnos la tranquilidad de la victoria y liquidar el partido. Lo hice de córner, anticipe el cabezazo y le cambie el palo al arquero que se quedo parado viendo como la pelota picaba y entraba despacito alojándose en la red. No lo podíamos creer, la alegría nos desbordaba por todo el cuerpo. “Al final, el viejo este tenía razón” pensé mientras me iba con mi papa hacia el estacionamiento.

Al pasar por la puerta, Cacho estaba ahí juntando los termos con el café y guardando las facturas que sobraron en la canasta. Entonces me anime, fui y lo encare. Le dije que había tenido razón y el se rio y me devolvió un “De nada, pibe.”, pero no me quede satisfecho y le pregunte como hizo para adivinar el resultado. Me esperaba una respuesta en joda, que me boludee o algo así. Pero me miro serio, relojeo hacia los costados y se acercó a mi despacio, como para decirme un secreto, y ahí me revelo la verdad. “Me lo dijo el viento”. Era obvio, me estaba boludeando. Le dije que sí, que estaba bien, como para sacármelo de encima, no quería seguir siendo el toro y que aquel viejo cafetero sea mi torero y me baile de aquí para allá. Le conté a mi padre, y Cacho fue el objeto de burla de la vuelta a mi casa de la cancha en aquella noche.

Al poco tiempo me tuve que tragar mis palabras. El próximo partido de local volvía a tener mi ida y vuelta con Cacho. Lo salude, me deseo suerte y esta vez fui yo quien le pregunto por el resultado. Ese día había un viento tremendo, entonces era una gran oportunidad para esperar que erre el resultado y preguntarle “Con lo que soplo el viento hoy, ¿no te pudo decir como terminaba el partido?”. Mi juego era rebatirle esa extraña teoría, creía que me había inventado un cuento para justificar su suerte y yo quería confírmalo. Entonces me respondió. Al instante y sin quitar los ojos del café que le estaba sirviendo al padre de Sebastián (terminaría en el piso a la primera que no nos cobren un penal). “Hoy ganan 2-0, pibe”. Y otra vez tuvo razón. Hasta me saludo desde la puerta que daba a la canchita mientras festejábamos el segundo. Se quito la gorra y me reverencio, como un mago que termina un brillante truco.

Durante todo ese campeonato, Cacho acertó a todos los resultados. En las ultimas fechas, hasta le agregaba algún que otro gestito sobrador a su elocuencia con la adivinación. Se chupaba un dedo y lo alzaba al viento. Arrugaba su compacto rostro y me miraba y me decía el resultado. “5-2 hoy, pibe”. Siempre acertaba. Hasta aquella vez que me dijo que lamentablemente iba a errar un penal. Desafié a su magia y tomé la pelota. Quise patear después de que uno de ellos me haya dejado la camiseta de sombrero en un córner. La tire arriba del travesaño. Me quede petrificado con las manos en la frente observando al arco inmóvil, que me devolvía la mirada decepcionado. “Ni siquiera me acertaste a mi” parecía decirme, y detrás de la red, veía a lo lejos la puerta de entrada. Cacho estaba ahí parado, y me abrió los brazos y gesticulo algo parecido a “Pero te lo dije, pibe”.

Lamentablemente, Cacho no pudo estar el día de nuestra coronación. Ya el partido anterior tampoco apareció. Jugábamos de local contra “Club Alsina”. Cuando llegué y vi que Cacho no estaba, la desesperación se apodero de mí. Busque por todos lados. Entre al bufet, di la vuelta a la cancha, hasta me fui a las canchitas del fondo que a esa hora están cerradas y todas las luces están apagadas. Cacho no estaba y el viento no soplaba. Perdimos 3-2. Un partido fácil que nos aseguraba que con un empate en la siguiente fecha éramos campeones. Lo perdimos jugando muy mal. Cacho se había vuelto nuestro amuleto de local, y ese día nos hizo muchísima falta.

Como ustedes ya conocen la historia. La victoria por 1-0 contra “Nueve estrellas” nos dio el campeonato. Después llego el verano. Cada uno se va a hacer su vida y no vuelve a rencontrarse con sus amiguitos de la escuelita hasta marzo. Algunos vienen iguales, otros cambian mucho en esos meses. Vienen más quemados, más altos, hasta con la voz mucho más gruesa. Algunos ni vuelven. Simplemente dejan de venir a jugar y nunca mas sabemos que es de su vida. Simplemente nos acordamos de ellos cuando uno lo nombra ocasionalmente y otro remata con un “Te acordaaaaaas” agarrándose lentamente la cabeza y paseándosela hasta la nuca. Recibiendo en coro un “Siiiii” de los otros chicos.

Uno de los que no volvió ese verano fue Cacho.

Hoy me vengo a enterar que fue lo que le paso a Cacho en esos meses donde la escuelita detuvo sus actividades. Se había ido a trabajar a Constitución, haciendo lo mismo que hacía acá. En realidad, lo hacia desde siempre. Por la mañana se iba a constitución y luego venia los días de partido a la noche a vender en la puerta de las canchitas. Pero ese verano fue complicado. Cacho era grande, y una neumonía le gano la pulseada. Murió unos días antes de el primer entrenamiento a mediados de marzo. A los chicos mucho no les importo. Simplemente se comento como una curiosidad el hecho de que “el viejo que vende café y facturas no está más”. Aunque debo confesar que sabia que algo había pasado aun a mi corta edad. Mi padre, que también había tomado un cierto afecto hacia Cacho por su cualidad de amuleto y adivinador, había preguntado a uno de los cuida coches que había pasado que no venía más. El hombre le contesto en voz baja, casi en el odio a mi viejo, como la vez que cacho me confeso su comunicación con el viento. Mi padre respondió con un “huu que cagada” y no me quiso contar nada a mí, me cambio rápidamente el tema y nunca me entere. Recién con los años, contando la anécdota de la aparición de este pintoresco sujeto, me entere de lo que ocurrió.

Al otro campeonato, ya sin la presencia de Cacho, nos fue mas o menos. No logramos ni por asomo tener el mismo nivel que habíamos tenido en el torneo del año anterior. Se nos habían ido algunos buenos jugadores y otros habían bajado su nivel. Terminamos sextos en la tabla y redondeamos un buen año. Sin sobresaltos. Ni para bien, ni para mal. Las costumbres también se mantuvieron. El padre de Sebastián volvía a vivir los partidos como un loco; Emilio seguía jugando con el equilibrio de su cigarrillo en la comisura de sus labios y no tenía pensado dirigir ningún partido parado; Y mi papa y yo seguíamos riéndonos a carcajadas de las boludeces que se ven y se viven en una cancha de futbol infantil.

Pero eso sí, el viento nunca volvió a soplar así de fuerte como el campeonato anterior. Por lo menos, no lo suficiente como para decirnos el resultado. Así de fuerte soplaba para Cacho nada más.

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