Cuando era niño escuchaba a mi abuelo decir muchas buenas frases, algunos refranes o reflexiones que no entendía.
Hoy por la mañana, en el trayecto hacia el trabajo, abrumado por el exceso de obligaciones y por la vida de adulto que nomás no entiendo, mi cabeza divagaba. En un momento de lucidez, en los asientos de al lado escuché a una persona que en el dialogo con un niño me hizo viajar al pasado y sentirme como hace muchos años que no lo hacía.
-No dejes para mañana, lo que puedas hacer hoy- retumbó en mi cerebro y provocó un golpe de nostalgia, tristeza, enojo, ansiedad y otras cosas más.
No pude evitar voltear y ver la cara de los hablantes, el viejo, la persona que hablaba de lo que sabe, inspirado y con el cariño en los labios, le hablaba a un adolescente que solo veía el cristal y parecía no entender nada de lo que el hombre le revelaba.
Sonreí y pensé que yo fui así, que malgaste mil horas de consejos que pudieron facilitar mi vida, pero hoy, los entendía todos, un viaje en micro había abierto el cerrojo que marginaba mi vida.
Respiré profundo y sostuve mi celular mientras mandaba un mensaje a mi jefa; le decía que era un gusto haber trabajado para ella pero que si no quería que denunciara sus malversaciones y todo lo corrupto que había hecho, pensara bien en mi liquidación, me lo había ganado –en boca cerrada no entran moscas- o tal vez –a caballo regalado no se le ve colmillo- eso escuchaba en mi pensamiento.
Me levanté de golpe y en el mismo tubo que usé para sostenerme, apreté el timbre. Mi mano derecha se sentía viva, cargaba con la conciencia y la verdad, así que haciendo justicia le reventé un memorable zape a la mollera del joven, quien al voltear a verme le dije serena pero honorablemente: escucha bien las palabras de este sabio, te lo dice porque te quiere y porque sabe de lo que habla. Aprende de él.
Mientras caminaba a la puerta para bajar del autobús, agache mi cabeza para darle el respeto que el anciano se merecía, mi boca dibujo una pequeña sonrisa y me despedí del hombre sin dejar de mirarlo a los ojos. Nadie dijo nada.
Al bajar del autobús me sentía de lo mejor, como el justiciero que la vida necesita, hacer el bien produce buena suerte. No dejaba de pensar que ayudé a un ser humano para que su vida fuera mejor, más sabia. Respiraba tranquilo, me sentía vivo, había que celebrar. Mandé un audio a mi madre y le dije lo mucho que la quería, que llegaría a desayunar con ella, di indicaciones precisas para que preparara un buen café, yo llevaría el pan de dulce.
En mi cabeza se escuchaba una grave y nítida voz, la de mi abuelo: No dejes para mañana lo que debes de hacer hoy.
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