Diamantes no tienen fin

DIAMANTES NO TIENEN FIN

Carlos A. Peñalver

Primera Parte

Nota

Las referencias relacionadas a los pilotos,

y a la carrera, Buenos Aires—Caracas, se han usado

para la conveniencia del relato, sin que se intente referir

a ninguna persona verdadera viva o muerta. C. P.

«Hace falta oro para atrapar la conciencia

de los hombres. Así como hubo el misticismo

religioso y el caballeresco, hay que crear misticismo

industrial. Hacerle ver a un hombre que es tan bello

ser jefe de un alto horno como hermoso antes, descubrir

un continente. Mi político, mi alumno político en la

sociedad será un hombre que pretenderá conquistar la

felicidad mediante la industria.”

Los siete locos. Roberto Arlt.

I

La imagen del aeroplano no era romántica, como bien se podría imaginar. No era un biplano de color amarillo con motor radial. Era un piper P.A.-11 cub special de cabina cerrada; cuyo alabeo errático denotaba que los sesenta y cinco caballos de potencia que erogaba su pequeño motor, estaban en el límite de su resistencia. Podía llevar hasta tres personas como máximo: el piloto en el puesto de comando, más dos pasajeros apretados el uno contra el otro, a la par, en un asiento que se asemejaba a un diván de tamaño diminuto.

No se veía bien. Quien fuera que estuviera observando, aún el más ignorante, adivinaba que aquella avioneta se caía.

“El cálculo del peso fue la madre del borrego”. Repetiría Guido, a quien quisiera escuchar una de las razones de porqué se echó todo a perder.

El avión de color blanco, cortado por una franja roja y otra más gruesa azul, intentaba seguir el trayecto de la caravana de automóviles que habían partido la noche anterior, compitiendo por el “gran premio de las Americas”.

Guido Marini contaba con autorización para utilizar el plan de vuelo de otras dos aeronaves: una pequeña que informaba desde el aire para radio Belgrano, y la que iba al servicio del automóvil club argentino: una máquina importante, un Douglas Dakota en cuyo fuselaje se había estampado con letras grandes la leyenda: “Avión control gran premio América del sur”, justo debajo del rótulo de la aerolínea: “Zonda”, perdida hoy en el tiempo.

Con la condición de mantener una distancia prudente, de tiempo y espacio; ahí iba Guido Marini, orondo, acompañado por Bruno Antolin y Corina Medrano; era la mañana del veintiuno de octubre de mil novecientos cuarenta y ocho.

De acuerdo a la duración de las etapas, ellos despegarían evitando interferir en nada de lo que ocurriera con la vanguardia de la carrera. Cierto es que más allá de sus objetivos secretos y delictivos, la aventura en sí les entusiasmó más o menos a cada uno, desde la primera hora; aunque nunca imaginaron el terrible esfuerzo físico y el riesgo, que entrañaba un viaje de esa naturaleza.

Guido era un «aviador avezado», según sus propias palabras. Pero su experiencia no pasaba de ocasionales vuelos de fin de semana, en algún perdido club aéreo de la provincia.

Le alcanzó con eso para salir con unos precarios permisos, avalados por la fuerza aérea; donde por fortuna contaba con el “amigo justo”. El amigo que se encargó de poner la firma definitiva sobre el “salvoconducto de oro”; como le llamaba con sorna Guido.

No fueron más de veinte los minutos que pasaron, desde el momento en que la aeronave se elevó, hasta que dentro del habitáculo se escuchó una voz de alarma:

—¡Algo anda mal! —anunció con un grito Guido. Y desde la posición donde se encontraba, Bruno advirtió que su amigo cabeceaba de uno al otro lado, observando por la ventanilla; a la vez que el movimiento de los hombros permitía inferir, que sus brazos se empeñaban en realizar ajustes apresurados.

—¿Qué pasó? —se escuchó la voz chillona de Cora, mientras Bruno percibió una rigidez súbita en el cuerpo de la mujer. En los meses pasados cuando salían a volar, Bruno sentía miedo en el momento de aterrizar, al advertir la formidable velocidad que mantenían cuando tocaban tierra.

Pero ahora, con la tensión generada tras el aviso de Guido, el aullido agudo de Cora instaló una atmósfera que de continuar, se transformaría en un pánico explosivo.

—¿Qué pasó Guido? —gritó Bruno.

—No sé, no sé, ¡no sube, no sube! —y aunque la voz no sugería urgencia, Guido se sacudía, y los pasajeros detrás no podían siquiera observar el rostro del piloto, que por reflejo de su expresión, indicara qué tan grave era el problema.

El problema era que por virtud de la fortuna, habían despegado con esfuerzo y algunas condiciones ventajosas. Pero después de unos minutos, esas condiciones se encontraban alteradas, y, lentamente, la avioneta perdía altura. Cuando Guido intentaba aplicar potencia para revertir la situación, el propulsor no respondía, a lo sumo en medio de peligrosas vibraciones el aparato conservaba el mismo nivel. Pero eso no duró mucho y resignado al fin, Guido comprendió que dada la posibilidad que el motor se plantara por sorpresa, dejándolos sin alternativa, lo mejor era buscar una zona factible y aterrizar antes que se vinieran abajo.

Cuando Guido decidió esto, dijo a Cora y a Bruno que estuvieran tranquilos, que se recuperaba.

Siguieron en silencio.

Solo el ruido del motor, que ronroneaba.

Pero la pérdida de altura era cada vez más evidente, y cuando el aeroplano realizó un pronunciado giro, cambiando de dirección; Bruno comprendió que no iban bien. Se quedó callado porque notaba una tensión en el cuerpo de Cora, que requería no alterar la calma. Ahora entendía por fin, el volumen de espacio minúsculo en que se encontraban estos tres cuerpos humanos, inermes en el aire. Ante la silenciosa tensión, parecía que el pequeño habitáculo en cualquier momento, reventaría.

El ruido del motor se tornaba irregular, el terreno abajo se acercaba más y más. Guido se esforzaba por seguir adelante, dirigiéndose recto hacia el aeródromo desde donde habían partido.

Esto, hasta que les avisó con un grito:

—¡Compañeros, esta mierda se va a pique…!

… Y sintieron el vértigo de caer al vacío.

II

Seis meses antes.

—Subí, vamos —dijo Guido sin detener el motor del auto.

—Eh… piantao… ¿qué pasó? —preguntó Bruno, que salía por la puerta central del edificio de la aduana hacia la calle Azopardo.

—Vení, vení… —le llamó acompañando las palabras con un gesto, sin bajar del auto negro que brillaba, flamante, bajo el sol alto de la siesta.

—Epa che, ¿compraste coche?

—Compré coche, ¿qué te parece?

—Y…, como parecerme me parece fabuloso pero… ¿No era que estabas quebrado?

—Estaba Bruno, vos lo has dicho… estaba.

Bruno abrió la puerta y subió. “Mirá” —dijo Guido, señalando el cuenta kilómetros que apenas marcaba veintisiete, y le agrego: “lindo para la quiniela no”. Puso la primera marcha y aceleró, se sintió la fuerza de la maquinaria que lo impulsaba. Dentro del auto llamaba la atención un olor a cuero que no costaba adivinar de donde provenía: el tapizado de los asientos y la decoración en el interior, brillaban como un zapato italiano. Al magnífico aroma del cuero enseguida se sumó el que provenía desde el extremo de un enorme puro que Guido encendió no bien arrancaron; este preguntó:

—¿Tenés la tarde libre?

—Depende para qué.

—Esa respuesta significa si —dijo Guido.

—¿Y se puede saber a dónde vamos?

—Pasaremos a buscar a Cora y nos vamos a San Fernando.

Fueron por Azopardo hasta la calle Moreno, luego tomaron la avenida Alem, y siempre por el bajo, en pocos minutos se encontraban rodando por la ruta ciento noventa y cinco, junto a una larga cadena de automóviles que se escurrían bajo el sol.

Pasando la calle Austria, más adelante, se detuvieron en la nueva estación de servicio del automóvil club argentino.

—¡Vamos a meter nafta a este fierro… traga como un purasangre! —gritó Guido mientras bajaba del auto.

Pidió al dependiente que llenara el tanque y entró al establecimiento comercial que se erigía imponente recién inaugurado.

Bruno observó con atención el interior del automóvil: «Plymouth» leyó en las grandes letras que resaltaban en el centro del tablero junto a un reloj cuadrado ubicado a la derecha. Por demás curiosa era una radio vertical instalada justo al lado del velocímetro que marcaba cien millas de máxima. Algunas perillas nacaradas completaban el conjunto abigarrado.

Podía ver a Guido dentro del local, hablando por teléfono. Bruno se recostó en el asiento del auto, encendió un cigarrillo y después de aspirar una larga bocanada, se dijo en voz baja mientras lanzaba con suavidad el humo: «si hay miseria que no se note». Y quedó con la mente en blanco, esperando que Guido regresara y pudiera saber que es lo que tramaba. La posibilidad de conocer a Cora le entusiasmaba en secreto.

Regresó Guido, pagó por el combustible y subió al auto con el cigarro apagado. «Nos vamos solos» —dijo— «Cora no puede acompañarnos». Y Bruno tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntar que es lo que le ocurría a Cora y por qué, no podía «acompañarnos». Partieron de inmediato, el reloj del auto marcaba las tres y veinte de la tarde.

Viajaron en silencio, el automóvil parecía deslizarse, solo traspasado por el ruido del motor. Cuando ya corrían por Vicente López, Guido sorprendió a Bruno con un planteo extraño. Le miró con una cara muy seria y moviendo la cabeza como afirmando le dijo: “si…, claro Bruno…, vos lo has pensado y todos lo deben haber pensado; pero yo no…, yo no lo había siquiera imaginado…; que la noche llega desde el este, yo siempre había observado llegar la noche desde el atardecer, al oeste, cabal hacia donde se iba el día. Pero no, la noche viene desde el este, recién ahora he llegado a entender eso”. Bruno asintió con un gesto, y siguieron los dos callados.

Una hora después llegaron a San Fernando y fueron directo al Aeródromo donde esperaban a Guido. Mientras estacionaban el auto, Bruno reconoció con desagrado, y tan solo por el porte a: “la estampa y figura” de Artemio Godoy, el asistente “todo servicio” de Guido; un tipo sórdido, que Bruno detestaba.

No era sorpresa que en el momento menos pensado, apareciera Godoy rondando a Guido, eso era normal. Pero no quitaba la impresión que provocaba en Bruno: “un individuo despreciable” le decía a Guido toda vez que se presentaba la oportunidad.

Godoy era un sujeto que transitaba la mitad alta de los cuarenta años. Visto de lejos como cuando Bruno lo había divisado al llegar esa tarde, se diría que iba bien trazado, pero en la medida en que estuviera más cerca se podía verificar que era una persona poco aseada. Vestía un traje color crema prolijamente percudido, con sutiles lamparones añejos. Llevaba el pelo largo, blanco, con algunos mechones desencajados y siempre, una descuidada barba de días.

Frente a frente, Godoy mostraba unos ojos grises vivaces, que denotaban la astucia que Guido sabía administrar con maestría. Tenía la cara alargada, cejas tupidas blancas, la nariz chata, y unos labios estirados que cuando sonreían, dejaban asomar un diente de oro que no brillaba.

—¿Cómo le va muchacho? —le dijo a Bruno cuando se cruzaron.

—¡Godoy! —le soltó seco, Bruno, que nunca soportaba de este, más que indiferencia.

Godoy veía muy claro la percepción que se tenía de él, esto le divertía y con frecuencia se encargaba de acrecentar el encono.

Aquella tarde, estaba en San Fernando a pedido de Guido. Este siempre acudía a Godoy cuando se relacionaba con un artefacto mecánico o alguna menudencia brusca. A veces como en este caso, su presencia era innecesaria, pero ante el aviso de Guido, Godoy que por lo general siempre tenía su tiempo libre, no tardaba en estar allí donde fuera. Cierto es que en todos los casos y sin mayor regateo, Guido ponía unos billetes en las manos de Godoy, que eran más de lo que este necesitaba para su subsistencia.

Había otra curiosa particularidad que a Bruno repugnaba: Godoy olía a hidrocarburos. Podía ser nafta, queroseno o gas oil. Y en el peor de los casos, acompañaban el hedor, unas manos teñidas de aceite quemado que se empeñaba en extender a todo aquel que se le acercara. Esto se explicaba porque su oficio de mecánico a tiempo completo, hacía que no pasara ni un día sin que metiera las manos en algún cacharro. Bruno no intercambiaba más que saludos a distancia con Godoy, cuidando mantener un alejamiento que ni por asomo contemplara un apretón de manos.

Con constancia Bruno, no ahorraba palabras para transmitir a Guido la mala espina que aquel personaje le causaba. Guido lo defendía:

—Godoy es un tipo malo, pero a mí me respeta.

—Yo no me confiaría demasiado.

—Yo no me confío Bruno, pero te aseguro que es mejor tenerlo de amigo que de enemigo.

—Podrías directamente no tratarlo.

—Sí. —aceptaba Guido —eso sería fácil, y quizá no lo veríamos más.

—Creo que sería lo mejor. —insistía Bruno

—Pero te recuerdo algo Bruno, y respondeme: ¿cómo hubiéramos hecho nosotros para recuperar los caballos aquellos en Madariaga?

Y así terminaban por lo general, las diatribas que Bruno infundía en Guido contra Godoy. Aceptando a regañadientes las respuestas pragmáticas de Guido, que contaba con más de un episodio para recordar a Bruno, que Godoy era un matón natural, inofensivo para ellos vaya uno a saber por qué milagro.

—Nunca Bruno… nunca he pasado un sofocón con Godoy, y solo porque él está convencido que no le tengo miedo, así tiene que seguir.

Y Bruno se quedaba callado aunque su línea de pensamiento se mantenía indemne. Aquel día en el aeródromo se renovaron sus sentimientos.

Todos esperaban a Guido. Se saludaron y, acompañado por Godoy y dos hombres del aeródromo, ingresó a una casa ubicada junto al hangar principal.

Al mismo tiempo Bruno, se dedicó a observar las aeronaves que relucían bajo el sol. Era diferente ver estos artefactos en el aire, con sus movimientos suaves y seguros; en contraste con la fragilidad que evidenciaban cuando se los tenía cerca: armazones de madera, amalgamados con partes de aluminio, apenas recubiertos de tela y pintura.

Luego, pasados unos quince minutos, se presentó Guido ataviado al estilo aviador, junto a otro hombre vestido igual: «me voy a volar» informó Guido

—¿Pero vos estas loco? —dijo Bruno asombrado.

—Desde siempre amigazo… desde siempre… —contestó Guido y se reía a carcajadas.

III

Al regresar esa tarde desde San Fernando, Guido y Bruno se detuvieron en San Isidro; pasaron el resto de la tarde fumando, mirando el río y suspirando. Se aburrían.

Las aguas turbias derivando, parecían deslizarse con una calma pasmosa. Muy lejos, se divisaba una embarcación, pero la distancia impedía distinguir si era un buque, una lancha, o quizá un velero con el aparejo recogido. Era una tarde de abril cálida, el sol se perdía en el oeste y las luces de la tarde se tornaban ocres. Se percibía la noche.

Estos hombres se conocían desde muy jóvenes y aunque tenían cosas en común, la edad los separaba por algunos años. No era una gran diferencia, pero a medida que los años pasaban, se acentuaba el peso con que cada uno los percibía. Habían corrido un sin número de aventuras juntos, pero el tiempo se iba y su efecto tallaba distinto en uno y otro; el tiempo con sus consecuencias infinitas.

Bruno gastaba sus días en el tedio de una oficina de la aduana nacional. Una colocación que en el inicio, era el complemento perfecto para continuar con sus estudios de leyes en la facultad de derecho. Pero el hastío había trastocado sus planes y ahora, con treinta y tres años, su rutina en el edificio de la aduana era como una cadena a la que cada día a las ocho de la mañana, le incorporaba un eslabón más, para que no le asfixiara. Pero no se quejaba y no porque no quisiera, era más bien su actitud reservada y taciturna, la que elegía para curar su frustración y enrollarla dentro de él mismo.

Guido era más extrovertido por natural composición de su temperamento y porque su posición, se lo había permitido. Pero mientras su carácter era inmodificable al igual que el de Bruno, las condiciones en que se desenvolvía estaban cambiando de modo drástico: heredero único de una interesante fortuna, se había encargado con método de dilapidarla; con elegancia, aunque demasiado acelerada.

Al momento que le encontramos en esta historia, Guido disponía desprenderse de la propiedad con la que su abuelo paterno había fundado el capital que él se encargó de demoler; este último recurso era un pequeño campo en Coronel Suárez, que casi olvidado llegaba ahora como último salvavidas en el naufragio.

Bruno estaba por lo general al tanto de todo desvarío, se le ocurriese a Guido, pero no iba en su ánimo ser el consejero que intentara disuadirlo de algo impropio. Guido a su vez lo tenía en consideración a él, y más de una vez pedía opiniones que Bruno, no rehusaba dar, aunque sin comprometerse demasiado.

Aquella tarde en San Isidro, después de dejar el aeródromo de San Fernando tras concluir la práctica de aviador amateur, mientras observaban el inmenso río transcurriendo: Guido reveló por primera vez, que se avecinaba un suceso “que la providencia le proponía” (así lo enuncio) y no le dejaría escapar.

—Es Cora —le dijo Guido a Bruno —una mujer puede traer penurias pero también la fortuna.

—¿Cora?.

—Sí, Cora y su estrella tardía.

—Suena pretensioso —Bruno contestaba con ironía que no terciaba en Guido.

—No voy a abombarte con datos Bruno, pero preparate porque se avecina un suceso grandioso.

—Veo que tenés confianza, ¿vas gastando a cuenta? —dijo Bruno señalando el auto que resaltaba rutilante bajo la luz plana de esa hora

—Esto es poca cosa en comparación con lo que viene, el coche es material de trabajo.

—¡Un trabajo! —dijo Bruno, que sostenía una sonrisa dura mostrando los dientes amarillos bajo un bigote muy fino —suena serio.

—Es muy serio, no hay margen para otra cosa —por lo pronto ya es hora de volver —dictaminó Guido, poniendo fin a una conversación que no era infrecuente entre ellos, y por lo general no pasaba de ser solo palabras que al final en la mayoría de los casos, se traducían en resultados desastrosos para el patrimonio de Guido; y con mujeres dando vueltas las posibilidades se acrecentaban.

IV

En el principio Bruno no podía dar con la clave, por momentos parecía que era una broma que no pasaba de insinuaciones o comentarios. Pero cuando se revelaba un poco el hilo, Bruno dudaba. Dudaba porque se sucedían acontecimientos trastornados; en las palabras de Guido se intuía algo fuera de eje, pensaba en locuras.

Bruno sentía que tenía tiempo, mucho tiempo, hasta cruzaba por su cabeza regresar a la universidad el siguiente año y completar por fin los cursos interrumpidos. Sufría los días lunes cuando muy temprano en la mañana, bajaba el pie derecho y apoyado en el piso frío, iniciaba una semana que sabía bien, sería muy parecida a la que había pasado.

Había conocido tiempos mejores aunque los que corrían para él, no podían considerarse malos. Extrañaba a Eva, pero no sufría por ello. En cierta forma se alegraba de haber dejado morir aquel vínculo que con sus mieles, tenía también sus angustias. Se cruzaba todas las mañanas con ella y a veces hasta intercambiaban unas palabras, pero era definitivo, aquello estaba terminado para siempre y no lo lamentaba. Lamentaba sí, que su vida no tomara el giro que siempre estaba esperando. Al fin y al cabo, el derrumbe de la estructura que habían edificado con Eva, no había sido originado por otra cosa que la perspectiva de una vida común, con el futuro para siempre dispuesto de una forma clara y patente; solo interrumpida la rutina por alguna desgracia.

Pero no estaba seguro de nada, en ocasiones creía que estar solo podían ser estupidez y sentido común en medidas combinadas.

Entonces: ¡zas!…, después de unas semanas aparecía Guido, a la salida o en el ingreso de los lugares que Bruno frecuentaba, algo que no era difícil aunque a veces parecía que contaba con el arte de la magia. Guido sentía simpatía por Bruno, quizá la cualidad mejor que encontraba en él era la serenidad: una serena inteligencia. Guido escuchaba con atención a Bruno, en forma solapada, pero le confiaba y lo escuchaba; después, cuando tenía que deliberar sobre alguna acción, recordaba a Bruno y lo consideraba.

Bruno no tenía tan claro esto y la mayor parte de las veces que él opinaba, creía estar hablando en vano y no se imaginaba ni remotamente en que medida Guido le tomaba en cuenta.

Bruno sabía que Guido pasaba de una cosa a otra sin consistencia y en el último tiempo se le veía preocupado, cosa rara en él. Eran tiempos de vacas flacas y no se acostumbraba a eso.

Fue hacia el final del verano cuando Guido empezó a realizar esas preguntas retóricas, como si se las hiciese a él mismo, pero en presencia de Bruno. Este escuchaba, reía a veces, o callaba. Guido no era inocente, esperaba el momento oportuno para preguntar a Bruno que opinión tenía sobre sus elucubraciones.

“Contrabando” era la palabra que repetía la boca de Guido, con demasiada frecuencia. Apelaba a Bruno por confianza, y por los años que este llevaba en la aduana observando todos los vericuetos que escondía; el alcance real de los ilícitos: “los delitos aduaneros” voceaba y se reía Guido. Bruno, estaba en eso.

V

«No…, parece fácil, pero no lo es, salvo que pases por la frontera en un lugar inhóspito, en el norte, o cruzar la codillera hacia chile; todas las aduanas terminan revisando el equipaje que se traslade”.

Guido escuchaba con atención aunque por momentos bromeaba como si estuviera jugando con Bruno: pero no eran bromas y hubo una situación donde desde el misterio se pasó a una comunicación más directa:

—¿Qué te traes entre manos Guido? —le arrojó Bruno una noche, cuando cenaban en un bodegón de la boca, después de tomar una botella de vino bueno.

—No sé…, no sé si realmente existe algo para contarte —le aseguró Guido, asomando su cara redonda y roja envuelta en el humo espeso de su cigarro; los ojos azules brillando.

Pero Guido tenía una idea fija, compleja; elaboraba un plan para pasar de manos cierto objeto del que tenía conocimiento, objeto valioso cuya existencia se configuraba en la máxima: «ladrón que roba a ladrón» pero el éxito de la empresa consistía en sacar de Buenos Aires, un objeto muy valioso. En el sitio apropiado, aquel tesoro podría ser transformado en una suma millonaria depositada en una cuenta secreta de algún banco suizo; el propio Guido lo pensaba y se decía: «Guido, Guido, Guido»…, todavía no se le pasaba por su cabeza poner a Bruno en conocimiento de todo aquello que él sabía; pero era la única persona en quien confiaba; estaba seguro de que mantendría la boca cerrada.

Bruno observaba un comportamiento extraño en su amigo, por ello fue que decidió no insistir en que le revelara nada. Prefirió seguir el juego, era claro que Guido no estaba seguro de adelantar más que los discordantes indicios que le presentaba. Concluyó que las acciones que aquel fuera a llevar a cabo, eran inesperadas; él se enteraría en el momento oportuno de aquello que le correspondiese enterarse.

El martes veinte de abril, Bruno recibió una noticia que le dejó helado: Eva iba a casarse. Gómez, su compañero de oficina en la aduana, le dijo que Eva le había entregado una participación para su casamiento, del que distaban por lo menos tres meses.

Al principio sintió un horrible furor, un ardor que recorrió su cabeza dejándolo aturdido. Fue presa de la angustia y se preguntó varias veces por qué: ¿por qué el encargado de enterarlo era el insufrible de Gómez?, cuyo pasatiempo usual era el tráfico de información personal y con quien tenía que compartir horas todos los días; ¿por qué se casaba con Manuel Alfonsito?, un tipo al que conocía bastante y suponía que no era el hombre que convenía a Eva. Se preguntó además si había hecho bien en despreciarla, y más cuando ella en aquella instancia se había comportado de forma razonable, con entereza y resignación. En cualquier caso, el tiempo había pasado con su cadencia propia y poco a poco retornaba entre ellos un sistema de diálogo y compañerismo. Pero ahora todo eso terminaría; Eva se casaba, pronto estaría pariendo niños y transformándose en una mujer distinta a la que él había conocido. Se preguntó también, muchas veces, ¿por qué ella no le puso en conocimiento de lo que acontecía?; y otras tantas veces se contestó “cómo diablos” podía pretender que ocurriera cosa distinta de la que él, en forma vehemente y torpe, había propiciado.

VI

Cora era un estereotipo. Fue siempre un misterio para Bruno, si el lunar que tenía en la mejilla derecha, cerca de la comisura de sus labios, era real o ella se lo pintaba metódicamente.

Guido había empezado a introducir el nombre de Cora, y la frecuencia iba en aumento. Bruno sabía que eso era el prolegómeno de una exhibición, una más, como otras tantas. Lo había observado muchas veces en esos trances a lo largo del tiempo. Guido pasaba por esos estados: soledad, búsqueda, encuentro, hartazgo y descarte.

La tarde del veintiséis de abril, Guido ya lo esperaba cuando Bruno salió de su oficina en la aduana. Subió al auto. Eran los primeros días fríos, en el interior del coche la temperatura era óptima.

—Acompañame, voy a buscar a Cora, la vas a conocer.

—Parece que llegó el amor.

—Bueno…, no sé si el amor, pero tenés que conocer a esta muchacha.

Era una etapa intermedia de la secuencia clásica. Guido como un pavo real, decidido a exponer a la hembra. Bruno…, de los primeros; Guido encontraba en él, un espécimen para pavonearse sin riesgos, puesto que jamás lo sentía una amenaza como sí lo sería alguno de sus pares en otros ámbitos.

Una tarde pálida y desierta, despejada de nubes, reinando un sol pequeño muy bajo que dejaba incidir algunos listones blancos, dibujando largas sombras.

Surcaron algunas calles, Guido conduciendo el Plymouth despreocupado, fumando. Lo mejor no pasaba por estar caminando en las veredas.

Transitaban lentamente, los adoquines del pavimento ponían dentro del auto un poco de la realidad exterior en forma de vibraciones, que por momentos se perdían y se hacía un silencio solo traspasado a intervalos, por el ruido grueso del motor que les avisaba que andaban; sin decir palabra.

Doblaron por Azcuénaga y siguieron hasta la calle Juncal. Por fin, Guido estacionó el auto al frente de un pequeño hotel.

—Acá está… —dijo Guido señalando el edificio.

—¿Y quién es esta señorita? —preguntó Bruno, un poco por compromiso.

Se diría que estos hombres eran inseparables, al menos era la imagen que proyectaban, pero eso distaba mucho de ser real. Compartían tiempo juntos quizá un poco a causa de la costumbre o tal vez una combinación de caracteres que impedía algún choque fuerte de opiniones. Pero conservaban lugares estancos que no se permitían traspasar con facilidad.

Mientras esperaban, Guido habló de Cora: se conocían desde jóvenes; en un tiempo habían gestado un tórrido romance interrumpido cuando ella se había casado, «a duras penas para ambos» según Guido. Poco después, había partido hacia Europa, con su flamante marido, un ciudadano francés.

Al poco tiempo había perdido marido y el rumbo, que solo había podido retomar unos meses antes, para llegar a Buenos Aires escapando cuando la guerra en Europa se terminaba. “Se dicen muchas cosas Bruno, algunos dicen que ha sido una Mata Hari, pero son las voces de los perros, no más”.

—Lo cierto —dijo Guido —es que esta señora ha dejado atrás su pasado del que no quiero saber mucho y la providencia le ha puesto en mis brazos justo en este otoño triste.

—Y ahora los tórtolos retomarán el camino interrumpido —dijo con ironía Bruno, siempre en la línea que Guido solo admitía a su amigo y le toleraba porque este nunca se excedía.

—Umm… no creo…, no…, que se pueda retomar ningún camino, pero verás que Cora no es alguien para despreciar.

—Y…, ¿vamos a esperar toda la tarde? —preguntó un tanto ansioso Bruno.

—Con suerte quince minutos, una hembra de estas se hace esperar por lo menos treinta minutos, es por eso que llegamos con quince de retraso, ahora solo vamos a tener que esperar la mitad.

Permanecieron un largo rato en silencio.

—Ahí está —dijo Guido. Y para Bruno fue un momento decisivo, así lo comprendió en los primeros diez segundos y lo sufrió hasta el final de sus días.

La mujer salió por una puerta que alguien que no se podía observar, le abrió de par en par. Adelantó uno y otro de sus pies acogidos en botas de caña alta, y fue lo primero que el blanquecino sol otoñal, iluminó antes de enfocar la figura espléndida de Corina Medrano, que resaltó como una estrella: la cabellera dorada lisa, brillante; que se confundía con el abrigo, un tipo de piloto que Bruno no había visto antes. Entallado el cuerpo por completo, con un material sintético moderno de magnífico color crema, largo hasta las botas que eran de una tonalidad más oscura pero acorde.

Bajó Guido del auto con actitud galante. Ella observó desde la vereda y esperó. Guido cruzó y fue a su encuentro, se saludaron con cortesía. Bruno estaba sobresaltado; era una impresión nueva para él, sufrió una conmoción.

Después comprobaría de forma cabal, que sin todos los afeites que portaba en esa ocasión, Cora no era una mujer más bella que Eva. Pero esa tarde, para su repugnancia, como también después lo entendería, sintió un deseo de posesión por aquella mujer, que coqueteaba con Guido mientras cruzaban juntos la calle, y se hundió en él la semilla de un odio hacia su amigo que no comprendió hasta mucho después.

VII

—Es un lindo cuento —dijo Bruno.

—Sí, interesante, y créeme que la conozco bastante, no veo que me esté macaneando.

—¿Y entonces?.

—No sé, estoy pensando, vos sabés cómo están mis cosas. Siento la llegada de la providencia divina y no te olvides que yo creo en eso, alguna vez se tenía que dar.

—Si, algún día…

Guido empezaba a dejar caer el velo del misterio que venía asomando a Bruno desde antes de presentar a Cora. Bruno por su parte, sabía que Guido escondería lo que estimara necesario y eso lo hacía con gran habilidad.

Pero con el correr de los meses fue acercándose más y más al nudo de un plan que aún careciendo de datos ciertos (Guido argumentaba que el mismo no conocía todo), empezaba a revelar las características de algo fuera de la ley, pero de la clase de delitos que no ponen preso con facilidad. Todo indicaba que se trataba de realizar alguna clase de contrabando, pero Guido se cuidaba de soltar precisiones.

Nunca Bruno hubiese siquiera accedido a escuchar con interés planes de esa factura, no era la primera vez que Guido le tentaba con alguna idea extravagante. Pero en aquel momento, se había instalado una perturbación inaudita, el encuentro con Cora aquel día pasado, había derivado en otras reuniones que Guido propiciaba sin la menor sospecha de los sentimientos de Bruno.

Quien supo de inmediato la conmoción que escondía Bruno fue Cora, que acostumbraba ser el centro de la atención, pero mejor, sabía con peculiar intuición reconocer quien era vulnerable a su influjo.

Mientras tanto Guido y Bruno gastaban horas hablando con datos incompletos, aunque estaba claro que se empezaba a pergeñar una trapisonda.

—Yo creo que con un poco de astucia se trata de un mero trámite. —Guido era optimista.

Bruno se interesaba aunque con altibajos: —hay que saber más…, qué frontera…, qué clase de bulto…; siempre puede haber un despachante para comprar. O ver si se lo puede pasar en un buen escondite… pero… si no sabemos que es, no sabemos su tamaño y eso es lo más importante.

Guido no rompía nunca su juego pausado, con afán, pero sin hablar más de la cuenta.

Fue en aquella época de confusión cuando un frío intenso recorría los encuentros de Bruno y Eva que terminarían pronto, justo en los días cuando el plan de Guido empezaba a revelarse.

Solo en el futuro Bruno entendería quien había sido el titiritero de aquella historia. Pero hay un punto de partida en que los sucesos se aceleran. Pronto Bruno observa que los planes van en serio, cuando Guido realiza operaciones financieras de índole definitiva; liquida piezas últimas de su patrimonio. Es por esas fechas que surgen los eventos que Bruno apenas comprende, prácticas más frecuentes con la avioneta en San Fernando, la aparición reiterada de Godoy, Guido que anunciaba un posible viaje al interior del país y la sugestiva revelación acerca de su participación, como patrocinador, en la carrera de turismo que se realizaría en la primavera.

De forma repentina aquellas conversaciones de Bruno con Guido, donde se escuchaba la palabra contrabando, habían sido reemplazadas por la carrera de autos a Caracas.

VIII

Bruno llegó a la oficina en la mañana del viernes siete de mayo y Gómez le aguardaba con un recado: «te llamó el amigo tuyo ese… Guido»; Bruno no abrió la boca. A punto estuvo de arrojarle algún desafío a Gómez, por entrometido, pero por suerte observó que… «El infeliz este» no ha hecho nada malo.

«Bueno» contestó Bruno, que desde el momento de recibir la noticia que Eva se casaría con Manuel Alfonsito, dos semanas antes; había perdido la natural serenidad que era hábito en él. Su madre le había interrogado con insistencia, pero él, con astucia, había cambiado la charla por una aspirina y permanecido mudo.

Transcurrió la mañana y cuando se acercaba el mediodía: Bruno escuchó la campanilla del teléfono, al levantar el receptor sabía con seguridad que era Guido. Le dijo con voz seca:

—¿Qué hacés che?

—Cómo le va al señor —saludó Guido y con tono animado le dijo:

—Escuchame, viajamos a Mendoza, ¿Podes?

El ánimo de Bruno estaba por el piso, pero fue quizá la dificultad para escuchar con claridad la comunicación telefónica, o mejor, la posibilidad que Cora podía ser de la partida lo que le alentó:

—¡Vamos! —aceptó, considerando también la posibilidad de un cambio de aire.

—Muy bien señor, prepárese, salimos esta noche —Guido se escuchaba eufórico.

—Pará… pará… ¿Cómo que esta noche?

—Sí, cenamos en tu casa y salimos. Y Guido cortó la comunicación de modo abrupto.

Era frecuente que Guido cenara en la casa de Bruno. Cultivaba una estrecha aunque artificiosa amistad con “doña Olegaria”, que le conocía desde pequeño y lo apreciaba. Aunque la mujer tenía sentimientos contrarios. Creía que Guido era un tarambana, pero la simpatía de este, terminaba por conquistarla cada vez que se sentaba en su mesa, engullía con fruición aquello que le pusiera a degustar, y siempre elogiaba su mano como «de la mejor cocinera del mundo».

Esa noche cenaron algunos fiambres y el plato favorito de Bruno: parmigiana de berenjenas, que Guido se encargó de festejar con vehemencia.

Más tarde, tras unas tazas de café fuerte, se despidieron de Olegaria que puso el grito en el cielo: «¡cómo van a viajar de noche!». Pero se largaron dejando solo palabras.

Subieron al Plymouth y Bruno, empezó a fantasear con Cora; dijo Guido: «ahora vamos a buscar a… y en ese instante un gran trozo de ceniza del cigarro interrumpió las palabras de Guido que se sacudía el pantalón

—¿A buscar a quien? —preguntó Bruno, con ansiedad mal disimulada.

—A buscar a Godoy… que será el agente de asistencia para este operativo que llevaremos a cabo —la voz de Guido se escuchó entre risas porque intuía que no era lo que Bruno esperaba.

—¿A Godoy? —refunfuño Bruno.

—¿Y a quién creías que buscaríamos?.

—No… no pensaba que iría alguien más con nosotros —mintió Bruno.

Y estuvo a punto, pero no dijo nada.

La noche era oscura y dentro del auto solo brillaban las luces amarillas del tablero, la brasa del cigarrillo de Bruno, y más esporádica, la del puro de Guido que a menudo debía darle fuego.

Permanecieron en silencio; por la cabeza de Bruno cruzó Eva; Eva con marido; Eva con hijos; «adiós Eva». Los pensamientos se entremezclaban con un revoltijo de ondas de la radio del auto, que no llegaban a sintonizar algo limpio.

Recordó los buenos momentos que había pasado junto a Eva y sintió un latido de angustia que se desvaneció rápido. Pero en conexión a esas reflexiones, pensó en Godoy, a quien tendría que soportar por un par de días. De haber conocido que era este tipo quien los acompañaría, hubiese buscado alguna escusa para evitar estar donde se encontraba ahora, en el papel de un niño que ha creado una ilusión y de pronto se descubre abatido por el aburrimiento y la decepción.

Cuando llegaron al sitio de Godoy, este los esperaba fuera, nada más que con lo puesto y como curioso equipaje un bidón metálico de veinte litros que no bien se detuvieron, pidió a Guido guardar en el baúl del auto. “Lo vamos a necesitar”. —dijo Godoy

En completa oscuridad, quedó detrás de él la casa y dependencias, cuando el mecánico subió al automóvil por la puerta trasera izquierda.

—¡Che, tu casa es una boca de lobo! —criticó Guido mientras giraba y saludaba con un ademán de la mano que sostenía el puro.

—Si, mejor así… ¿Quién se mete en una boca de lobo? —y mirando a Bruno le desafió: —¡usted muchacho!, ¿se mete en una boca de lobo?

La quinta de Godoy comprendía un terreno extenso, poblado de árboles agrestes y matorrales. Hacia la parte frontal se emplazaba la casa de techos altos y ventanas con celosías siempre cerradas. A cierta distancia de la casa, el galpón: un taller donde se realizaban múltiples actividades. Se amontonaban motos arruinadas, automóviles destartalados y una lancha estragada. El área era lugar de reunión del hampa y era frecuente encontrar a la fuerza policial en tren de averiguaciones, cuando algún asunto turbio lo requería; o negociando un asunto turbio que le comprendía. También de forma esporádica (nunca regular), una pieza del fondo del galpón se convertía en un garito donde se apostaba fuerte.

Godoy les esperaba esa noche en medio de una oscuridad profunda, las estrellas de la vía láctea centelleando, parecían formar un extraordinario arco voltaico que recorría la totalidad del cielo negro. A primera vista, Artemio Godoy se presentaba un tanto mejor alineado que de costumbre, pero con el inconfundible olor a nafta que siempre le perfumaba. «Es mejor oler a nafta que a sobaco» le decía Guido a Bruno cuando este señalaba aquella desagradable característica del mecánico. Esa noche el olor persistía, pero vestía un traje negro, limpio, elegante en cierta forma.

Así fue el encuentro inicial de los tres hombres esa noche. Eran las once y treinta y cinco minutos. Guido aceleró de inmediato y ya estaban en viaje.

—Vamos a Mendoza, al sur de Mendoza, tenemos que arrancar desde Lincoln… creo —dijo Guido y continuó —tenemos que agarrar la ruta ciento ochenta y ocho, hay un mapa carretero en la guantera —indicó señalando con el cigarro.

—Dele joven, busque y páseme —le pidió Godoy a Bruno.

Godoy tenía cuarenta y ocho años aunque su cuerpo rechoncho y elástico no lo evidenciaba. Conservaba un buen estado físico merced a ejercicios metódicos que realizaba con clavas; esa práctica le mantenía los músculos de su cintura en un estado óptimo. Según decían, en su juventud había sido un buen boxeador. Pero de eso había pasado mucho tiempo.

Se detuvieron en una expendedora de nafta energina, completaron tanque y el bidón que había incluido Godoy.

Más tarde, cuando ya salían de la zona urbana y se adentraban en el campo oscuro, Guido decretó: «Godoy al volante». Y el cambio de comando ocurrió en una breve parada. A poco de esto, Guido suspiraba dormido, recostado en el asiento trasero del auto.

IX

Bruno entendió tarde que hacía él ahí esa noche, con Guido y Godoy a los que nunca llegaba a creer nada de lo que decían. Propio de Guido, conductas que Bruno conocía de sobra y toleraba porque por lo general, no las dirigía a él, salvo en contadas excepciones como esa noche, en que observó lo que había pergeñado. Una estrategia simple: mientras Godoy que era un calificado conductor (algo temerario para el gusto de Bruno que no sabía manejar), se hacía cargo del volante, Bruno oficiaría de vigía, que evitara alguna estupidez del mecánico. De esa manera Guido podría dormir todo el viaje sin tener que preocuparse de nada.

Así era Guido, o así había evolucionado. Igual que en esas películas de suspenso cuando parece que se sabe todo, pero no se sabe nada. Solía pasar una tarde entera, Bruno junto a Guido, y al final de esa tarde, quizá en el momento de despedirse: una frase o un mínimo gesto le hacía comprender a Bruno, que nada de lo que dijera o hiciera Guido era transparente; pero había un vínculo que les atraía a ambos, Guido encontraba en su amigo una bonhomía que ni en mil años encontraría en Godoy que ahora, aceleraba y se le veía disfrutar: «que maquina» decía en voz baja, a sí mismo, ignorando la presencia de Bruno a su lado. Y cuando un auto, de los pocos que cruzaban en aquellas rutas solitarias, iluminaba el rostro atento al camino, se podía observar una sonrisa instalada en la cara del mecánico, el diente de oro destacándose sin brillar.

Y en Bruno, en Bruno también existían razones que le acercaban a Guido; pero hoy, ahora, había solo una y sin comprender demasiado la intensidad de esa razón, era evidente que desafiaba su inteligencia: Bruno estaba esa noche ahí, por Cora.

Bruno era incapaz de traicionar a Guido, no era en eso en lo que pensaba cuando Cora atrapaba su pensamiento. Había conocido algunas de las mujeres que pasaban por la vida de su amigo y jamás una de ellas le había interesado. Y sí, que alguna de ellas se interesó en él. Pero no sintió nunca siquiera tentación ante alguna insinuación que hubiera recibido. Más ahora, ocurrían cambios. Era cierto que Eva iba a casarse y aunque sentía una sensación que mezclaba pena y alivio, también su vida estaba ante un giro del destino, podía encontrar allí, quizás, la razón de aquella atracción tramposa que estaba por encima de su proceder común.

Bruno dejó que Godoy avanzara, este observó el mapa de carreteras al comenzar el viaje, cuando Guido todavía manejaba. En cierto momento Godoy dijo: «listo… ya sé, ustedes tranquilos que este camino ya lo he hecho».

Esa noche, mientras los kilómetros de ruta quedaban atrás, Bruno dormitaba, confiando en que Godoy se orientaba con precisión. Pero no perdía la atención en el bamboleo del vehículo, el zumbido del motor; las vibraciones que en algún caso denotaran que Godoy, en un exceso de entusiasmo les estampara contra un poste. Ese era justo, el papel que le había destinado Guido.

X

Los kilómetros y las horas pasaban. Hasta Bruno tomó confianza y, acurrucado contra la puerta, se sumió en un leve sueño. Godoy parecía poseído por un demonio, no quitaba una sonrisa de su cara, cuya arquitectura empezaba a formar ángulos rectos. Se cuidaba de no exceder los noventa kilómetros por hora y de manera alguna mostraba signos de cansancio. Era seguro que el mecánico había advertido con antelación las intenciones de Guido, que mientras todo acontecía no paraba de resoplar, tumbado en el asiento trasero.

Más de una vez Godoy aceptaba este tipo de encomienda, merced a un nombramiento oficial. No había espacio en su temperamento para disponerse a actitudes erráticas o arbitrarias: cuando Godoy se hacía cargo del volante él era “el jefe” y lo mejor era dejar todo en sus manos. Era una suerte de perito de las rutas Argentinas. Su experiencia comprendía miles de kilómetros recorridos en infinidad de cachivaches, por los caminos más recónditos que alguien pudiera imaginar.

Se contaba que su gran pericia en materia cinemática, le había permitido proezas tales como las de coser el block de un Chevrolet de mil novecientos treinta y cinco, usando el alambrado del campo a la vera del cual, aquel motor se había rajado.

Sin olvidar que en esa oportunidad, junto a sus compañeros, habían cuatrereado una vaquillona que además de asarle sus mejores partes y degustado mientras trabajaban (jamás viajaba sin sal), el mecánico luego, había utilizado la grasa del vacuno como lubricante de emergencia para el motor (intención original del abigeato).

Su gran secreto era que cuando los años le pusieron el sueño como único impedimento, para manejar toda una noche, un siniestro amigo alemán, (avanzada de la ratline), le había revelado y proporcionado el tenebroso pervitin con el que podía pasar días enteros sin cerrar los ojos.

En medio de esa noche avanzaban y por cada kilómetro que se internaban rumbo al oeste, el camino se deterioraba más y más. A veces por efecto de las crecientes, en zonas bajas, la demarcación de la ruta desaparecía y era allí donde Artemio Godoy podía afinar otra de sus dotes peculiares: la de un topógrafo natural. De ser necesario, con solo poner un pie en el suelo podía por inclinación del terreno u otro detalle minúsculo, determinar datos que le ayudaban a orientarse. Aunque esa noche, no tuvo necesidad de detenerse. Bajaba la velocidad y apagaba las luces, adelantaba su cara hacia el parabrisas y, con la vista puesta en las estrellas, enseguida encontraba el punto donde la huella se hacía ruta de nuevo.

Los primeros kilómetros fueron una mezcla de tramos con asfalto y ripio consolidado, pero tras cruzar el meridiano sesenta y dos, la calzada trocó a una huella amplia, transitable pero salvaje. Godoy disfrutaba, sabía trucos que usaban en las carreras de turismo y los utilizaba. Se conocía que para ciertos tipos de terreno, había velocidades justas que permitían que el automóvil se comportara estable. Viajaban por un terreno duro y seco, se presentaban hondonadas continuas, superficie en la que Godoy establecía una velocidad exacta que permitía al Plymouth casi flotar mientras transitaba devorando kilómetros. Detrás se levantaba una polvareda sólida que cuando se observaba por el retrovisor, a la vez que tras apretar el pedal de freno se encendían las luces de stop, se revelaba una pared de color rojo difuso que suponía una imagen fantasmal.

Entretanto, Godoy intentó sintonizar la radio del automóvil, pero no se descubría más que un batiburrillo inaudible. Abandonada esa idea, se dedicó a tararear una melodía a la que a su tiempo puso palabras:

“¡Dinero, dinero, dinero!

Metal sin corazón

no compra lo que quiero.

Me niega la entrega

de un solo acento leal

de amor igual…

… ¡Dinero, dinero, dinero!

Volcando en este arcón su canto pasajero.

Maldito como el grito de desprecio

de quien tuvo, por tu precio,

que vender su corazón…”

Surgió cuando el tedio se acrecentaba, la tentación en medio de la travesía nocturna, por internarse en alguna senda extraviada arriesgando que serviría para acortar la distancia, pero prefirió no comprometerse y seguir por el camino real.

En un momento Bruno, sintió que la velocidad disminuía, el automóvil frenaba y pronto estuvo detenido. Godoy bajó de un salto dejando el motor en marcha y las luces encendidas. Bruno estiró el brazo izquierdo hasta la luz amarilla del velocímetro y vio que eran las 6:40 (el reloj del auto marcaba ocho minutos adelantados) Guido en el asiento trasero respiraba hondo, era evidente que estaba profundamente dormido.

Bruno bajó del auto y vio lejos, donde el campo se cerraba en un monte bajo, al mecánico que permanecía absorto con la vista clavada en el horizonte. Caminó hacia ese lugar y justo en el momento que llegaba a la par de Godoy, este levantó su brazo derecho, señaló un punto no muy elevado del cielo y dijo:

—Esa es la huella del choique.

Bruno, que no conocía mucho de astronomía, entendió sin embargo que se refería a la cruz del sur; y vio que ese grupo de estrellas bien podía interpretarse como la huella de cuatro puntos de un ave. Junto a esa formación que se recostaba hacia el horizonte, pudo apreciar otras dos, paralelas, acaso más importantes que las que comprendían la constelación de crux. Equidistantes en simetría hacia lo alto del cielo, centelleaban dos estrellas, las más brillantes. Y en el lado opuesto, más cerca del horizonte, una gran nube que parecía cargada de chispas se hundía en el fin del mundo.

Pero era hacia el pie de la cruz del sur, que se observaba invertida, donde algo perturbador se destacaba; un profundo cúmulo de oscuridad absoluta parecía absorber la vista con una atracción brusca.

Fue en el momento en que Bruno observaba esa región y como si sus pensamientos estuvieran sincronizados, que Godoy le dijo señalando con el brazo extendido: “Allá…, ese agujero oscuro… en Norteamérica le llaman el saco de carbón…; y dicen que en ese punto del cielo, existe una puerta que de poder traspasarla nos llevaría a otro universo igual a este en donde estamos”. Y Godoy siguió moviendo con lentitud la cabeza, como intentando ver más lejos. Terminó diciendo: “quién diría, capaz que de aquel lado usted y yo seríamos distintos aunque fuéramos los mismos”.

Permanecieron unos minutos más en silencio, el automóvil detrás continuaba con el motor en marcha; las luces encendidas plasmaban una imagen espectacular.

De pronto Godoy giró sobre sus pies. Caminó hacia el auto con paso enérgico y mientras se alejaba le dijo a Bruno: —vamos, no sea que lo deje acá abandonado.

Y en medio de esa inmensidad fulgurante, la idea de quedar solo, a la intemperie; hizo que por un momento la respiración de Bruno se acelerara, y apuró sus pasos para no dar la mínima posibilidad a Godoy de cumplir con su amenaza.

Al mismo tiempo cerraron las puertas del auto, y no pasaron minutos para que de nuevo el Plymouth se bamboleará en medio de la nada andando a la máxima velocidad que Godoy, consideraba que podían avanzar.

Detrás Guido, recostado en el asiento, seguía sumergido en un sueño intenso, sin enterarse de nada de lo que ocurría.

XI

Amanecía cuando de nuevo, el auto se detuvo, sorprendiendo a Bruno y Guido durmiendo; esta vez el motor quedó detenido. El cambio abrupto después de la marcha constante durante la noche entera les despertó en el acto. Todo en silencio; aumentado ese silencio por el grado de aturdimiento que tenían. Se desperezaban dentro del auto cuando escucharon el sonido de un grueso chorro líquido: Godoy orinaba como un toro; dijo:

—Atención caballeros, hora de mear.

—¡Si señor! —exclamo Guido, mientras iba estirando las piernas en el amplio habitáculo de la parte trasera del Plymouth.

Al punto que un minuto después Godoy subía su pantalón, a la vez que Guido y Bruno, imitaban con obligada naturalidad al mecánico, incorporando Guido el ruido de una extensa y nada sutil pedorrera, sin prurito, merced quizá a la autoridad que le confería ser el organizador de la travesía que realizaban.

—Estamos cerca de General Villegas —explico Godoy

—¿Ya estamos entonces? —Preguntó confiado Guido.

—No tanto, faltan como cuatrocientos kilómetros, pero hemos pasado la mitad del camino.

—Mm… queda un rato entonces…, pero bue…, ya estamos en Mendoza…

—Todavía en la provincia de Buenos Aires no sea bruto, y viene lo peor, a partir de ahora la ruta es una huella de carretas —dijo el mecánico exagerando.

—Bueno, bueno… es todo en Argentina —contestó Guido, poniendo en el tono de voz, un grado de autoridad ante el atrevimiento de Godoy, audacia que siempre mantenía agazapada.

Bruno permanecía de pie, extasiado, observando la salida del sol naranja cuyos rayos parecían entremezclar calidez y frío en forma secuencial. Era el momento exacto del amanecer, cuando el viento de la pampa se detiene por completo y el silencio es cortado por gorjeos estridentes, y zumbidos extraordinarios de las torcazas, que hienden el aire volando muy bajo.

Godoy sacó el bidón de nafta del baúl del auto, y se encargó con gran pericia de recargar el tanque que según informó, estaba a punto de quedar seco.

—Ahora hay que conseguir más combustible para estas máquinas —dijo Godoy, señalando el auto (cubierto de polvo gris), y su propio estómago.

—y…, démosle entonces —dijo Guido, que se instaló en el asiento del acompañante, considerando que quitar el volante a Godoy en ese momento, hubiese sido como robar el juguete de un niño.

Bruno se alivió un tanto de la pesadumbre que sentía, y se ubicó en el enorme asiento trasero del Plymouth, algo menor en tamaño pero no en comodidad que el sofá de una casa. Pero el tufo a combustible que cargó al habitáculo entonces, le provocó un rapto de furia silenciosa.

Avanzaron unos pocos kilómetros. Guido ojeaba el mapa un tanto por distracción que por verdadero interés, puesto que, como hacía siempre con quien él pensaba que era competente para tal o cual cosa, había dejado en manos de Godoy, la conducción y guía del viaje que realizaban.

Hasta ese momento nadie había dicho una palabra, ni preguntado ni respondido, sobre el cometido de la visita a General Alvear.

Por fin lejos, surgió en medio de la nada cuál si fuera un espejismo, una estación de servicio del automóvil club. Relucía bajo unos faroles que a pesar de la luz suave con que el sol incidía a esa hora, permanecían encendidos como toda la noche. Era lo único a la vera del camino, el pueblo de General Villegas, se encontraba a un par de kilómetros apartado de la ruta.

Las estaciones de servicio estaban marcadas en el mapa carretero, esto le permitía a Godoy definir los puntos donde podrían cargar combustible.

Se detuvieron. Se acercó sonriente un hombre joven, que a pesar de la hora se mostraba muy despierto. Le pidió Guido que completara el tanque (Godoy dispuso también el bidón) con el combustible de mejor calidad y limpiara parabrisas y la luneta trasera.

A la pregunta de dónde conseguir un «desayuno decente», el muchacho les indicó que debían ingresar al pueblo, y allí encontrarían un único establecimiento con gran cartel en que leerían: “confitería”.

El combustible fue despachado, el muchacho limpió cuanto le habían pedido y Guido, pagó por todo incorporando en el monto una generosa propina.

Entonces siguiendo las indicaciones del joven de la estación, ingresaron por un acceso que iba directo al pueblo que en aquella inmensidad se cobijaba.

«La confitería», era una extraña mezcla de almacén de ramos generales, ferretería, restaurante y para el caso de estos viajeros, cafetería. Un largo mostrador de madera oscura agrupaba a un par de paisanos que tomaban en vasos pequeños; tras el mostrador, un mueble alto hacía el lugar enorme, merced a un gran número de espejos biselados que multiplicaban caras y saludos. Acto seguido, una mujer de piernas gruesas les sirvió un desayuno abundante: una gran taza de café con leche, algunos pasteles dulces y unos bocadillos de jamón y pan casero que en silencio, engulleron como si no hubiesen comido nunca. Después, Guido dio fuego a su gran cigarro, causando curiosa impresión en los discretos parroquianos que se encontraban en el establecimiento.

Y así fue que comieron y pasmados quedaron, sentados en el lugar que transmitía una honda quietud.

Sin esperar, Godoy pidió a la mujer que preparará una docena de «sanguches de jamón», -dijo- «para comer en el camino y… una botellita de vino, ponga también señora»

Bruno permanecía en absoluto silencio desde un buen rato antes. Guido, se encontraba reflexionando con intensidad, mordisqueaba el puro y pensaba que se acercaban al destino y una vez allí, tendría que hilvanar una versión consistente para explicar las razones del viaje; trataba entonces de cuidar que esa versión ficticia no se contaminara con la verdad.

La verdad era que después de muchas idas y vueltas, se había decidido por uno de los inscriptos en la carrera a Caracas. Un candidato que cumplía con los requisitos que él precisaba; debía ser un corredor de trayectoria y regularidad, que garantizara el arribo a la meta de la competencia (algo que no era nada fácil) pero más difícil aún: era indispensable que no llegara entre los siete primeros. Esto era esencial. Y había más, debía conducir un automóvil Ford cuyos modelos iban equipados con un motor de ocho cilindros en cuyo interior Guido, planeaba instalar cuál si fuera una suerte de parásito, el objeto que pretendía sacar de Buenos Aires.

Esa era la verdad. Ahora Guido preparaba la versión que contaría a Bruno y Godoy; el cuento era más o menos así: el espíritu deportivo le había impulsado a apoyar a un, para muchos ignoto, volante mendocino llamado Víctor Martínez. Todos los indicios le indicaban que era un buen tipo, campechano y honesto; más siempre necesitado de apoyo para participar en las carreras a las que acudía. No había ganado todavía un gran premio, pero era un profesional del automovilismo. Aquella tarde, con suerte, iban a conocer a Víctor Martínez: “el as del sur mendocino”.

Bruno sabría muy bien que había algo más. A Godoy no le importaba nada y su aspecto después de estar toda la noche manejando, empezaba a adquirir los rasgos de un alienado; la desoxiefedrina, impedía que el sueño lo venciera, pero imprimía en su carácter, una aceleración que con gran pericia canalizaba hacia pensamientos introspectivos. Sin embargo, en algunas ocasiones se excedía con bravuconadas. En un momento, fue presa de su atención un jovenzuelo de unos quince años que leía absorto, sentado en una mesa del rincón más alejado de la confitería. Sin medir consecuencias les dijo a sus compañeros, señalando con un gesto de la cabeza: “miren, ese es el prototipo clásico de un maricón”. Las palabras resonaron fuerte dentro del salón. Guido esgrimió una sonrisa, como la de un adulto que soporta con paciencia la travesura de un niño. No obstante, masculló con voz serena: “No se pase Godoy, acá somos forasteros”. Bruno en cambio, realizó un gesto de desagrado que el mecánico ignoró por completo. Fue un misterio la razón por la que Godoy formuló aquel exabrupto.

XII

–Nos vamos –dijo Guido.

Y fue una tortura. Faltaban más de cuatrocientos kilómetros de una carretera primitiva en la que no se podía confiar. Por momentos parecía que se afianzaba, pero enseguida, grandes baches anunciaban la llegada de un tramo plagado de hondonadas, con partes consolidadas con ripio y cortes cuando el efecto del agua había socavado el pavimento.

Godoy era un conductor experto, eso se conocía, con buena vista y resistencia para transitar aburridos trayectos en que nada era peor que el tedio o, como en este caso, necesidad de imprimir la mayor velocidad posible sin arriesgar la sorpresa de un pozo artero, que les dejara a mitad de aquel desierto en que se habían aventurado.

Se cruzaban en el tortuoso camino, con conductores que viajaban muy lento, con una paciencia y perspectiva que Guido, observaba con inquietud. «Tranquilo Godoy», decía cuando algún golpe les señalaba con cuánta facilidad, el azar podía dejarlos en el borde del camino. Pero Godoy se mantenía imperturbable y pensaba para sí que… «Este tilingo no podría manejar ni un kilómetro por un camino como este».

Se desplazaban tan rápido como era posible. Bruno, sentado en el asiento trasero, trataba de dormir y permanecía con los ojos cerrados; pero imposible; al continuo vaivén que provocaban las aceleradas y frenazos del automóvil, se sumaban pensamientos sombríos: pensaba en Eva y lo hacía con cierto sentido de pertenencia, al fin y al cabo era la única mujer de la que había conocido verdadera intimidad. Hacía un pequeño esfuerzo, se desembarazaba de Eva y acudía Cora, y esto le exaltaba. Nunca antes una mujer de Guido le interesó, nunca; y había conocido a muchas. Pero Cora parecía estar debilitando algún pilar de su integridad; se preguntaba si Guido habría advertido lo que a él le ocurría, cuando esa mujer estaba presente, y en tal caso si esto a su amigo le importaba.

Cuando el sol se situó sobre sus cabezas, en el mediodía, se detuvieron a estirar las piernas y a engullir los oportunos bocadillos de jamón que Godoy, había hecho preparar en Villegas; nada fue más conveniente.

Sentían calor, pero una suave brisa llegaba del monte (ahora seco y bajo), con aromas delicados.

Entretanto, Godoy no resistía la curiosidad y levantando el capot, verificaba que el automóvil se encontraba en óptimas condiciones. Aprovechó también el mecánico en esa breve parada, para trasvasar el combustible desde el bidón hacia el tanque del auto, asegurando que no tendrían problemas para llegar, pero que en adelante no existía expendio de combustible, hasta el destino final.

—Sin el bidón no llegábamos a ninguna parte Marini —le espetó a Guido concediéndose importancia.

Continuaron con la monótona travesía. El calor les obligaba a llevar los vidrios de las ventanillas bajos y cuando el camino en mal estado les sorprendía, el polvo aparte de cubrir por completo el automóvil, del que estaba desaparecido su magnífico brillo, esa misma tierra blanca, también cubría a los tres viajeros que sintieron alivio al llegar a un puente que por fin los haría trasponer un límite interprovincial y pasar a Mendoza.

—Ahora sí, estamos en Mendoza —dijo Godoy.

—¡Oh, por fin, ya estamos! —Guido festejaba no sin un rictus de ansiedad.

—Este es el río salado, ahora nos quedan menos de cien kilómetros —Godoy se empeñaba en informar.

—¡Cien kilómetros! —se espantaba gritando Guido.

Mientras, Bruno puteaba por su suerte: -«qué…, mierda…, estoy haciendo acá» —se decía.

XIII

Más adelante, cuando el hastío les consumía con intensidad, se vieron sorprendidos pasando frente a un cementerio. Al momento, circulaban a paso de hombre, por las condiciones de la huella, y Godoy se detuvo sin manifestar escusa.

Era un pequeño campo santo emplazado en medio de la nada. Unas pocas tumbas raquíticas que a las claras indicaban un abandono absoluto, si no fuera porque algunas de las cruces que habían subsistido (cruces de metal torcidas), tenían descoloridas flores de hule entrelazadas en los vértices. Flores que algún día habían poseído colores brillantes, pero que ahora, esos colores estaban todos unificados en un tono pálido que no hacía más que reflejar, la tristeza y el olvido que allí se respiraba.

—Que espectáculo deplorable —se lamentó Godoy.

—Ahí vamos a terminar todos —ironizó Guido, con voz displicente, mientras oteaba el panorama fumando un cigarrillo, apoyado en el guarda fango del coche.

Bruno se internó a paso lento entre los promontorios hundidos. Un sembradío de sepulcros que se podían contar con los dedos de las manos. Solo dos o tres de ellos tenían alguna leyenda, que permitía identificar a quien ya no sería más que despojos.

—Para mí, fuego y cenizas —declaró Godoy.

—Pero te vas a quedar afuera del cielo Godoy —dijo Guido con una voz que incluía una sonrisa amplia.

—Yo no creo en eso, y quiero fuego —insistió Godoy con tono retórico —cuanto antes sea átomos más rápido estoy regresando.

—Yo quiero que me coman los gusanos —intervino Bruno desde lejos.

Entonces Guido se aclaró la garganta con un ruido estruendoso, escupió en la tierra seca, y dijo:

—Bueno, señores…, basta de chamullo…, arranquemos porque no llegamos más. Subió de un salto al vehículo cubierto de polvo gris y con un golpe de palmas, pretendió acelerar la salida.

Godoy se mantuvo en el mismo sitio un momento más, mientras Bruno se acercó cabizbajo, observando sus zapatos que se hundían en la tierra suelta.

XIV

Se dirigían decididos hacia el oeste, el sol les había superado por sobre sus cabezas y empezaba a incidir de frente en la cara de los tres hombres.

Observaron largas líneas amarillas y cuando pudieron divisar que eran álamos, llegaron al primer pueblo después de horas cruzando el desierto.

—Esto es Bowen —dijo Godoy y señaló a la izquierda con la mano, —ahora sí falta poco-.

Y así fue, el árido paisaje que dejaban se iba transformando en laboriosas fincas, enmarcadas por altas líneas de álamos jóvenes; que contenían cuadros de tierra trabajada en viñas y parrales. También, árboles frutales que Godoy arriesgaba a declarar que eran… «Durazneros, perales, olivos…».

—¡Allá, miren!… —gritó de pronto Guido entusiasmado —esa es la cuba de vinificación continua… al final era cierto; ese tipo es un genio tendríamos que conocerlo.

Guido hablaba, mientras a velocidad lenta el auto avanzaba cansado y ante la señal de Guido: Bruno y Godoy pudieron observar, iluminada por los últimos destellos de la tarde, una imponente construcción de cemento que se levantaba sobresaliendo a la derecha del camino, en el horizonte limpio; un llano formidable solo cortado por aisladas cortinas de álamos amarillos tocados ya por el otoño.

—Esa construcción —relató Guido, —es el diseño pensado por un tipo que vive aquí… ingeniero… creo que es; y se le ha ocurrido inventar la máquina de hacer vino continuamente… una idea genial ja, ja, ja… se imaginan, y lo mejor es que ya se hizo dueño de la patente mundial.

Y de observarse con sutileza, algo que Bruno hizo, en las palabras de Guido brilló una ambición legítima, que excedía los valores del metal: he aquí un hombre que en medio de la desolación del desierto argentino, tenía la fuerza y empeño para poner una idea en acción. Pero no cualquier idea, puesto que aparte del diseño y construcción del formidable artefacto de concreto, debía contar también con una producción de vides inmensa que permitiera alimentarlo. Era la epopeya para la que Guido no se sentía capaz, pero que hubiera dado todo lo que tenía persiguiendo un éxito de esa naturaleza.

—Bodega faraón…, se llama…, faraón…; es increíble…

Y quedó Guido con un semblante nostálgico, mirando hacia el frente; por donde el sol ya se escapaba y una agrupación de luminarias estridentes, eran el comité de recepción para estos tres tipos que llegaban agotados.

Estaban en el extremo oeste de la ruta ciento ochenta y ocho que no habían abandonado nunca desde la noche anterior.

En el final esta desembocó justo en la calle principal del pueblo, y siguieron hasta una encrucijada donde otra ruta se extendía de norte a sur tan recto como por la que llegaban: “esta es la ciento cuarenta y tres” dijo Godoy.

En ese punto neurálgico había una plaza circular que derivaba el tránsito de los dos caminos que se cruzaban. Este parecía ser el hito del pueblo. A mano derecha una gran tienda Galver era el inicio, siguiendo la misma dirección, de una avenida que se internaba en la zona central de aquel lugar del que jamás habían oído hablar antes.

Cinco cuadras adelante se detuvieron en la que era la plaza principal. Frente a esta se levantaban el edificio comunal junto a la comisaría, y hacia el poniente, una capilla blanca se ocultaba a esa hora en los primeros momentos de la noche.

Bajaron del auto y de inmediato percibieron que sus presencias no pasaban desapercibidas. Se acercó un hombre que con modo sencillo y vivaz, más el seguro afán de curiosear; entabló conversación con Godoy.

Una decena de minutos después, mientras Guido y Bruno se habían instalado de nuevo en el auto, regresó Godoy con todo lo que necesitaban saber: Unas calles hacia atrás estaba el hotel donde inevitablemente recalarían y Guido sonrió cuando Godoy les anunció… “Al gran hotel de los hermanos Boetto”

Sentían sus cuerpos agotados, un poco menos Guido que había dormido gran parte de la noche. Pero el viaje había sido largo y duro para todos.

Encontraron el hotel cerca. Consiguieron tres habitaciones individuales y sin muchas palabras, cada uno se perdió en el sitio que le fue asignado. El alojamiento resultó mejor de lo esperado, contaba con agua caliente y los ambientes se encontraban bien aseados.

Guido se higienizó concienzudamente y trajeado de la mejor manera a las nueve y media de la noche, ya estaba sentado en la cafetería del hotel.

Era tarde, pero por ser noche de un sábado consiguió que le sirvieran una cena frugal, que enseguida puso en orden su organismo; desvencijado por todo lo pasado. Se sentía aturdido.

Un rato después tomó una medida del único whisky que en aquel lugar tenían, e inició una sutil ronda de conversaciones: primero con el mozo que le atendía, luego con el encargado del hotel que más tarde, salió del establecimiento prometiendo «darle una mano», en respuesta a una inquietud que Guido le había manifestado.

Mientras tanto Godoy se derrumbó en la cama no más entrar a la habitación y roncaba de tal forma que Bruno, pared de por medio, sufría en su intento por pegar un ojo, después de lavarse y caer rendido entre las sabanas.

Llevaba Guido un par de horas sentado en el comedor del hotel, cuando vio que por la puerta principal del establecimiento, entró el gerente, con el que había entablado conversación antes. Este se dirigió directo hacia donde Guido permanecía con el cigarro apagado; llegaba acompañado de un hombre de elevada estatura, delgado; la cara con todos los rasgos finos: la nariz aguileña, orejas afiladas, la boca estrecha coronada con un minúsculo bigote recortado a la moda.

—Le presento al señor Víctor Martínez —dijo el encargado del hotel.

Martínez se acercó con una extraordinaria presencia. Guido se puso de pie y le estrechó la mano firme.

Aquel fue el primer encuentro entre estos dos hombres: Víctor Martínez, cargado de curiosidad, motivado por los dichos que le habían advertido que unos «porteños» estaban preguntando por él. En cuanto a Guido, se sintió satisfecho con su elección: el porte y la actitud que esa primera visión le presentó, le hizo pensar: «este hombre será capaz de llegar a Caracas»-.

Bruno admiraba las capacidades de Guido y no comprendía por qué no podía aplicar aquel talento en provecho de los derechos y responsabilidades que había heredado. Guido demostraba una gran determinación y capacidad como organizador, pero se inclinaba solo por las aventuras que le estaban llevando a la ruina.

Bruno y Godoy habían sido presa del cansancio y aunque hambrientos, no dejaron sus habitaciones y siguieron durmiendo toda la noche. Recién a las ocho de la mañana, quizá uno despierto por los ruidos del otro, dado que, aunque los cuartos eran individuales, el sonido se trasladaba de uno a otro con gran facilidad; despertaron y un rato después coincidieron ambos en el comedor del hotel.

Con pocas ganas, ocuparon una mesa juntos y se interrogaron mutua y simultáneamente sobre Guido, sin tener respuesta.

Los dos hombres desayunaron con gran apetito y fue el mozo quien les puso al tanto que Guido había estado reunido «hasta las cinco de la mañana y en este mismo lugar» con… Víctor Martínez, al que se habían sumado otras personas cuando Guido, a toda voz (lo que autorizaba al mozo revelar que hablaron), les había anunciado que llegaba hasta el sur mendocino con el propósito firme de patrocinar al piloto local en vista de la gran carrera a Caracas, que se avecinaba. Guido había mentido sobre la admiración que a Martínez le rendía, y Bruno bien lo sabía, pues apenas le conocía por ver su nombre en la clasificación general de alguna carrera.

Estas eran las razones de aquello que pensaba Bruno antes: apenas doce horas en aquel pueblo perdido en el desierto argentino, y era casi seguro que en ese momento Guido, ya dormía con placidez, satisfechos en parte, los objetivos que se había propuesto para el viaje que habían realizado.

El encargado del hotel les informo que “el señor Marini”, había solicitado que no le despertaran hasta la hora del mediodía.

Godoy, que aunque aseado vestía las ropas del día anterior sacudidas, conservaba aquel olor a combustible que Bruno aborrecía. Pasado un cuarto de hora el mecánico se levantó de la mesa y anunció que salía a caminar. Bruno ni se inmutó, pero sintió alivio de poder permanecer sin la presencia del tipo que tanto le alteraba.

XV

Doce y cuarenta minutos. Guido con una gran sonrisa, se acercó y sentó en una silla justo frente a la que Bruno no había abandonado en toda la mañana. Se mantenía absorto en la lectura de algunas revistas que por montones se apilaban en una esquina del comedor del hotel. Revistas de todo tipo que Bruno no conocía. Se encontraban ajadas, como si hubiesen pasado por miles de manos. Era evidente que en aquel lugar formaban parte de un pasatiempo importante, porque cuando Bruno le había pedido el diario al camarero, este le había contestado con cierto asombro que no era para nada fácil conseguir un diario y con seguridad imposible, uno de la capital aun si fuera del día anterior.

—Pero tenemos unas revistas que le van a interesar —dijo con confianza el mozo y señaló una gran cantidad de ejemplares, no del todo ordenados, que se encontraban en altas pilas sobre una mesa baja. Bruno las observó con desconfianza. El mozo se ofreció a acercarle alguna, algo que Bruno no aceptó decidido a ser él quien escogiera. «Seguramente debe ser basura» —pensó. Pero un rato después se encontraba inmerso en la lectura de extraños artículos, que tenían temas tan variados como inútiles, pero permitieron a Bruno pasar esas largas horas con la mente apenas ocupada; lo justo para no pensar en nada.

—¿Y Godoy?– Preguntó Guido, todavía bostezando, con ojos que se notaban cansados.

—Salió a caminar… hace como dos horas —contestó Bruno, con voz recta.

—¿Dónde se habrá ido este loco?, nos esperan a la una… ahora… para comer un asadito.

—¿Quién nos espera? —murmuro Bruno.

—Víctor Martínez y su gente, a quien tuve el gusto de conocer anoche.

—Ah…, sí… —dijo Bruno, con gesto adusto.

—¡Eh che!, arriba ese ánimo, ¿qué pasa?.

—¿Y cuándo volvemos a Buenos Aires? —preguntó Bruno, justo en el momento que entró Godoy por la puerta central, avanzó hasta donde estaban, y se sentó derrumbándose en una de las sillas. Con tono burlón, preguntó:

—¿Cómo les va a los señoritos?

Bruno no cambió la expresión, insistía con sutileza en mostrar que el mecánico no era de su agrado. Guido sonrió y con un pequeño vaso que contenía agua, le realizó a modo de saludo silencioso, un gesto de brindis.

Godoy dijo: —Ya recorrí de punta a punta el pueblo entero, hacia los cuatro vientos. Es por completo rectilíneo a excepción de una diagonal que se dirige al sureste…, creo que no hay más que saber aquí y espero que señor Guido haya podido terminar con sus trámites, para mandarnos a mudar cuanto antes.

—Así se hará señor —confirmó Guido —pero antes, tendremos que asistir a un almuerzo, ahora mismo, en el que seremos agasajados.

—¡No esperaba escuchar una noticia mejor! —festejó Godoy entusiasmado.

Bruno permanecía callado, escuchando con atención aunque manteniendo en sus manos una revista, y su vista fija puesta en ella.

Salieron del hotel, tomaron el automóvil, y siguiendo unas simples indicaciones, se dirigieron hacia un predio cercano. Poco después se encontraban en una larga mesa. Guido en una de las cabeceras era el centro de la atención, Godoy se dedicaba a comer como si fuera la última vez y Bruno, un poco más animado, respondía algunas preguntas de personas simpáticas que conformaban la peña que Víctor Martínez, por su actividad deportiva, había logrado aglutinar. Guido, expresaba su mejor perfil en aquel momento, muy lejos estaban sus gestos y palabras de denotar a un charlatán, y en cierto modo, no lo era.

XVI

El almuerzo fue ruidoso, las voces retumbaban en el galpón que por cierto era un hangar del aeroclub local. Se dispuso una mesa larga, y un gran asado de carne vacuna, empanadas y vino, todo organizado en forma urgente para convidar a Guido y sus acompañantes.

La mesa larga en el centro, rodeada de tres aeronaves; y un sinfín de anécdotas que desde la viva voz, se fueron aplacando en la medida que el festín, dejó a todos bajo el influjo de una digestión difícil.

Bruno observó que la confianza que en unas pocas horas de charla, había generado Guido, no podía estar basada en simples palabras; después supo que aquella noche pasada, tras explicar Guido sus intenciones a Martínez, le aseguró que tenía también, la encomienda de «gente del automóvil club» que anhelaba una amplia participación de pilotos del interior de la nación. Conoció además que mientras él y Godoy dormían, Guido le había extendido a Víctor Martínez un cheque al portador del Banco Nación Argentina. Una suma de veinte mil pesos que Martínez, precavido, había hecho verificar aquel mismo domingo en la mañana por el gerente de la sucursal local. El banquero, mediante algunas gestiones que el privilegio de su posición permitía, le aseguró a Martínez, que a todas luces el cheque tenía una firma segura. Bien valía el riesgo remanente que se diluiría el lunes, cuando tendrían la certeza de su posibilidad de cobro.

—Es un cheque de veinte mil pesos Martínez, bien vale el riesgo de gastar en un convite —alegó el gerente, que fue uno de los más entusiastas a la hora de comer.

Transcurrida la sobremesa, cuando algunos comensales se habían retirado, Guido junto a Godoy se dedicaron a observar con interés las aeronaves que habían sido testigo mudo de la gran comilona. Bruno por su parte, decidió salir solo y caminar. El aire se sentía fresco, observó el cielo celeste límpido, magnífico. El sol pálido se reflejaba en la tierra blanca. Hacia el suroeste, una colosal montaña situada a gran distancia, se podía apreciar nítida con su cúspide nevada. Bruno había registrado que al llegar al predio del aeroclub, habían cruzado un puente sobre el río que se encontraba muy cerca. Preguntó a un joven que por ahí estaba y este le indicó que debía rodear el hangar y siguiendo un sendero, tras caminar unos pocos metros, allí lo encontraría: –es el río Atuel– informó el muchacho.

Siguió las indicaciones, y a poco de andar, se encontró con la orilla de un río suave, de aguas oscuras aunque límpidas; aguas que corrían veloces mientras emitían un sonido de preciosa musicalidad. Sentado bajo un sauce llorón cuyas ramas alcanzaban a rozar el agua, quedó en blanco, ocupada su mente en percibir la naturaleza de un modo inminente. Sintió sueño. Recostado en el tronco del sauce cerró los ojos y se abandonó al descanso: de súbito ante él surgió la figura de Eva que le miraba inmóvil, con la cara ocupada por un gesto muy serio; los ojos oscuros fijos en él. Eva con una expresión firme, de pie, que permitía observar su cuerpo entero, que Bruno conocía en detalle. Un sueño sobrecogedor por la lentitud, y porque la imagen no variaba, estaba del todo quieta. Y él sabía que no podía tocarla.

El sueño más intenso que jamás había experimentado.

Le despertó el ruido de una bocina de automóvil, abrió los ojos y se sorprendió al pensar que había dormido mucho tiempo, pero el reloj que llevaba en la muñeca desmintió esa percepción. «Ya es hora» dijo en voz baja, y rompió el silencio que lo rodeaba; regresó apurado al hangar.

Aturdido por el sueño vívido que acababa de experimentar, Bruno encontró a Guido, café de por medio, sentado en la mesa del hangar. Ahora ocupada por Víctor Martínez, su compañero Hilario y la Comisión directiva en pleno del aeroclub. Al momento, toda la retórica de Guido apuntaba a interesar a los jefes del club, en que bien podía uno de los aviones que allí atesoraban, ser parte de la aventura en la que se embarcaba Víctor Martínez.

Estos hombres desconfiados le escuchaban con recelo aunque con total interés, ya que Guido les aseguraba con aplomo, que era piloto acreditado, con las horas de vuelos regulares; y les ofrecía una suculenta suma en alquiler. Guido comunicaba sus ideas con ostentación controlada, como si estuviera ofreciendo un favor, apuntaba a que se le proporcionara el Piper pa- 11 Cub Special, del que Guido no había siquiera reparado hasta que Godoy se lo había señalado.

—Este es “él” avión —le había indicado Godoy —evolución del J-3 que estás volando en San Fernando, una máquina fabulosa.

Guido había visto en el acto, la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro. El avión era flamante y los números que Guido esgrimió, representaban un monto mayor que el de las deudas que por esa adquisición el club tenía. La conversación no se extendió demasiado, fue evidente cuál era el propósito de la oferta y su resolución no requería de una respuesta inmediata. El lunes por la mañana, cuando el cheque de Guido fuera cobrado, entenderían que la propuesta de alquiler del avión, al monto que se les ofrecía y, si se completaban los requisitos legales, era una opción que no podían dejar escapar.

El cielo se tornaba azul oscuro cuando se despidieron los tres hombres de tan obsequiosos anfitriones. Insistió Víctor Martínez en acompañarlos al hotel, donde por fin se separaron. A excepción de Guido que siguió reunido con Martínez, anotando direcciones y números para coincidir cuanto antes en Buenos Aires, en el inminente viaje que el mendocino realizaría a la capital.

Bruno y Godoy ocuparon sus respectivas habitaciones repitiéndose en cierta forma, la secuencia de la noche anterior. Godoy desparramado sobre la cama, roncando ruidosamente; Bruno ordenando su equipaje mientras escuchaba a Godoy pared de por medio.

Es en esa amarga habitación de hotel, donde Bruno experimenta por primera vez, sentimientos perturbadores. Por momentos le inquietan porque no puede comprender en forma cabal su naturaleza. Se produce una transformación inesperada en el estado de su ánimo. Se descubre riendo a carcajadas, es algo que le asalta por sorpresa: ríe y se pregunta si en realidad está llorando, pero no… es risa… está tentado…, se le ocurre que podría entrar en la habitación de Godoy, y romper esa cabeza grande que tiene, con un cenicero de mármol que está ahí, disponible al alcance de su mano en la mesa de noche. Se sorprende con semejante pensamiento, pero no puede parar de reír. Siente que le sobreviene algo anormal. Y ese análisis se interrumpe cuando le asalta la idea de estrangular a Guido, con sus propias manos, confiando en la fuerza de un loco que para tal efecto, podría adquirir con facilidad.

En ese instante escucha unos golpes suaves en la puerta de su habitación. Abre, y ahí está Guido, con una sonrisa ancha, el cuello grueso ahí, al alcance de sus manos y seguido, dice Guido –“salimos a las siete, dejé encargado que nos llamen un rato antes”–

Bruno siente que le tiemblan las manos.

A Guido Se le ve exultante, como si cada una de las intenciones que se ha propuesto las ha cumplimentado.

—Bue…, bien…, hasta mañana –contesta Bruno, asombrado por los pensamientos y sensaciones que acababa de experimentar.

XVII

En la mañana siguiente Bruno escuchó que llamaban, primero a Godoy, en el cuarto del lado; luego golpearon en la puerta de su habitación:

—¿Quién es? —preguntó Bruno.

—De conserjería… son las seis y treinta.

Había dormido toda la noche de un tirón, sin interrupciones.

Godoy se levantó, pero él, cerró los ojos un momento más y se volvió dormir. Pocos minutos después despertó sobresaltado, Godoy ya no se sentía. Debían estar esperando. Con prisa ordenó sus pertenencias y cuando de un vistazo estuvo seguro de no olvidar nada, se dirigió al comedor del hotel.

Guido junto a Godoy habían terminado de desayunar, y tomaron con humor la tardanza de Bruno.

—¿Ya despertó el muchacho? —dijo entre sonrisas Guido que no era de perder la paciencia con facilidad.

Godoy permanecía inmóvil en el proceso de asimilar el copioso desayuno que acababa de ingerir. Le sirvieron a Bruno; pidió que le disculparan por la tardanza. Tomó el café sin apuro mientras Guido anotaba en una libreta algunos detalles; y Godoy, a duras penas salió hacia donde se encontraba el Plymouth estacionado.

Cerca de las ocho de la mañana, se despidieron del personal del hotel. Guido pagó las cuentas totales de la estadía, una suma irrisoria comparada con gastos de esa índole en la capital. Luego salieron a la calle donde Godoy les esperaba con el auto en marcha listo para partir.

Al comenzar el viaje de regreso, Guido tomó el volante con las manos enguantadas; Godoy en el asiento del acompañante. Bruno detrás. Todos en silencio. Se produjo una clase de letargo dentro del automóvil, como ocurre cuando después de una emoción fuerte, el cuerpo humano se relaja de forma indefectible.

Ahora el camino obligaba a dirigirse siempre hacia el este, desde donde un sol rojo gigante, emergía directo hacia las caras de estos hombres. Bruno, observaba a contraluz las cabezas de Guido y Godoy y de nuevo tuvo esos inquietantes pensamientos de la noche anterior: se sintió capaz de destrozarles la cabeza a uno y a otro, sin miramientos. Procuró dilucidar de donde provenían ideas tan insólitas, «eso no está en mi naturaleza», pensó y de nuevo sintió ese impulso por reír y tuvo que reprimir una carcajada.

Buscó explicaciones en la extenuación que tan frenético viaje le había causado, el cambio de aires; al fin, no era poco pasar de un extremo al otro del país en apenas dos o tres días. Cayó en la cuenta de no haber pensado todavía qué explicación emplearía para justificar su ausencia en la oficina. En eso estaba cuando Guido dijo:

—Vamos a meterle pata, esta noche quiero dormir con Cora.

Y solo fue la expresión de un deseo incierto de Guido. Lo posible era que con suerte estarían en Buenos Aires recién al despuntar la madrugada del día siguiente. Pero a Bruno esas palabras le enervaron los nervios, sintió un calor que perturbó todo su cuerpo. Entonces entendió la razón de su estado de ánimo: la razón era Cora. Cuando la frase llegó a Cora, fue la explosión. Esa mujer, a la que había visto en contadas ocasiones, se había instalado en su pensamiento profundo y como ocurre en esos casos, se estaba transformando en un monstruo al acecho; Godoy no era más que un efecto colateral. La furia se concentraba en Guido, y Godoy, a quien despreciaba desde el primer día que le vio, no hacía más que alimentar esa compresión insana que se estaba incubando en él, desde la noche cuando habían partido.

—El camino de vuelta siempre se hace más rápido —reflexionó Godoy.

No pasó mucho tiempo para que Guido cediera el volante de nuevo al mecánico, y enseguida se vio claro que esto era conveniente. Godoy se mostraba práctico a la hora de intuir cuándo se podía acelerar, adelantando grandes distancias, y cuándo era necesario llevar un ritmo lento, para no verse sorprendido por un pozo traicionero que rompiera un neumático o la suspensión. Incidencias que bien podían provocar un vuelco.

Pero era cierto, tal como había dicho Godoy, que el camino de vuelta quedaba atrás con una mejor sensación y así fue cómo cuando el sol apenas se había elevado lo suficiente para no molestar de frente, ya estaban cruzando el límite inter-provincial.

No se habían detenido todavía, entonces Godoy inició una queja por no haber previsto cargar algunos víveres ahora que conocían el camino desolado.

Y Guido que pensaba que siempre iba a existir un cafetín a la vuelta de cualquier esquina, le dijo que “para que afligirse”, pronto llegarían a Villegas y ahí almorzarían. Pero el pronto se extendió por largas horas en que los tres tipos se hundieron en sus pensamientos mientras veían pasar ante sus ojos el inmenso territorio de la pampa.

Recién cerca de las cinco de la tarde entraron a la “confitería” de Villegas, cuando el hambre y la sed estaban tornándose insoportables.

No perdieron mucho tiempo, compraron bocadillos para llevar; pidió Godoy una botella de vino rosado, y Guido, subió al auto tomando una cerveza fría.

Salieron a la ruta, llenaron el tanque de combustible en la misma estación de servicio que en la mañana pasada, y siguieron en marcha cada vez más rápido. Bruno se acomodó en la parte trasera del auto y se fue quedando dormido.

XVIII

Sobresaltado despertó Bruno por una fuerte explosión. Estaban detenidos a un costado de la ruta completamente desierta. Había pasado más de una hora desde que salieran de Villegas… Otra explosión: se incorporó Bruno y cuál sería su sorpresa cuando descubrió a Guido y Godoy, realizando disparos a una señal de tránsito. Con grandes risotadas. Parecían dos niños jugando cada uno con un revolver en la mano.

Bruno sabía que Guido llevaba un arma en la guantera del auto, pero jamás había visto que saliera de su escondrijo, más aún, nunca en años había hecho referencia a ella. Como si fuese un adminículo más que se lleva, para nunca ser utilizado.

Pero en esa tarde de sol pleno, mientras regresaban por la ruta ciento ochenta y ocho hacia el este, se habían detenido y quién sabe cómo habían caído en la tentación de extraer las armas, y comenzar a disparar. La señal de tránsito, ahora con algunos magullones y otros agujeros, respondía con un ¡tac! Instantáneo, a cada una de las explosiones acompañadas de una pequeña nube de humo blanco, que desataban cada uno a su vez. Los hombres afuera estaban por demás entretenidos. “Dos mocosos», pensó Bruno, que tuvo tiempo entonces para recuperar la vigilia, sin que los que disparaban sus armas, repararan en él.

Y el tiempo entre los disparos hasta el momento en que se percataron que Bruno les observaba, fue suficiente para que este, sufriera una suerte de shock de realidad: unas horas antes fantaseaba con matar a estos dos tipos y ahora, comprendía toda la impotencia de la que era presa. Cada uno de los disparos provocaba un sobresalto en el cuerpo de Bruno, que observaba la soltura, desparpajo y… ¡Puntería! Con que Godoy, si no daba en el centro, siempre al menos acertaba en el cartel. Comprendía que de haber intentado asesinar a Godoy con el cenicero de piedra, como pretendía la noche anterior, este le habría guardado antes, tres plomos en su cabeza.

En eso estaban cuando Guido observó que Bruno se hallaba despierto. Dijo:

—Epa, se despabiló el muchacho —y se reía a carcajadas.

—¡Eh… vamos… arriba… venga a probar puntería! —le invitó Godoy y con un gesto le ofreció un revólver que a diferencia del que portaba Guido: con brillo de níquel; este otro, era un revólver gastado como si hubiese pasado por una guerra, aunque ese mismo aspecto le otorgaba una fiabilidad superior al que no era más que pintoresco. Bruno bajó del auto, se sirvió de su apariencia soñolienta para permanecer callado y pensar no por mucho tiempo que… o rompía a llorar de miedo en ese instante o realizaba un paso adelante y tomaba el arma que le ofrecía Godoy, sin la menor idea de lo que tendría que hacer después.

Bruno avanzó, y tomó el arma que Godoy cedió con una sonrisa de satisfacción

—¿Ha tirado antes?

—Alguna vez, hace mucho —mintió Bruno; que nunca antes había tomado un revólver con sus manos.

Al momento, Guido realizó otro disparo y el susto que provocó a Bruno, estuvo a punto de hacer caer de su mano el revólver de Godoy que pesaba más de lo que se hubiese imaginado. Godoy sin esperar, tomó la mano de Bruno y el revólver a una vez, dentro de su puño derecho, hizo retroceder hasta el tope el martillo percutor dejando el arma lista para disparar: —es muy celoso ese gatillo— avisó Godoy.

—Celoso —murmuro Bruno.

—Sí —se entusiasmó Godoy —apenas usted apriete se va a disparar.

Bruno observó por el rabillo del ojo la postura que adoptaba Guido para tirar; la imitó, cuando estuvo en posición, intentó apuntar al cartel. Alineó el caño con el objetivo. Empezó a acercar el dedo al gatillo y, cuando por fin sintió el metal en su dedo índice, de manera inesperada, el revólver se disparó: ¡pum! Provocando un ampuloso movimiento del brazo de Bruno, que ocasionó la algarabía de los otros dos tipos. Que por cierto se encontraban levemente beodos, ya que previo a esgrimir las armas, habían merendado los bocadillos de jamón y gran parte de la botella de vino rosado.

Bruno quedó perplejo, también ensayó una risita para ocultar el pánico que se estableció en su pecho.

Con el revólver en la mano, se preguntó si podía ser capaz de matar a Godoy y Guido en ese mismo instante. Vio que el revólver había quedado en posición de un disparo inminente, el tambor permitía observar que estaba cargado de balas y no era difícil intuir que no todas habían sido detonadas… pero no, de ninguna manera, no tenía agallas para semejante cosa. Ni siquiera pensaba en consecuencias ulteriores, sino en el acto liso y llano que tendría que ocurrir allí mismo. No era posible.

Después pensó siempre que aquel había sido el momento. Hacer pasar todo como una disputa entre estos tipos que se conocían. Muertos por sus propias armas, descontrolados por el alcohol en medio de la nada con él solo como testigo. Los dos ebrios se habrían tiroteado por cualquier estupidez y Bruno solo habría padecido la tragedia. Conocía los principios del derecho penal básico que hubiera debido observar para que la disposición de las pruebas no lo involucrara. Contaría con todo el tiempo que quisiera. Los antecedentes de Godoy, la vida disipada de Guido: contrastarían con su curriculum vitae para obturar cualquier sospecha. Pero era fácil pensar todo eso después, cuando lo que se requería era una disposición de temperamento que le era ajena. Misma disposición que le retenía para declarar a Cora lo que sentía y que remordía su ansia.

XIX

Por fin, luego de no pocos pesares e innumerables sucesos de un viaje tan frenético como el que habían hecho para llegar a Mendoza, justo a las cuatro de la madrugada del once de mayo, Guido y Bruno dejaron a Godoy en la quinta de Temperley; y enfilaron hacia la capital, extenuados.

En las siguientes dos semanas Guido permaneció desaparecido y Bruno retomó sus rutinas habituales. Recién el veinticinco de mayo, día patrio, se reunieron en el bar británico. Los diarios llenaban sus portadas con noticias extranjeras. Se mataban en Jerusalem. Y en Berlin decían que el pesimismo aumentaba en las entrevistas entre potencias occidentales y el canciller Molotov.

Pero a Guido le importaba poco la política, siempre que no pudiera usarla para su propio beneficio. Bruno no ahorraba interés en observar las noticias de aquello que ocurría en el mundo y también las marrullerías que se imprimían en los diarios de la nación, pero limitaba al máximo el compromiso de su pensamiento. Los dos amigos llevaban visiones no tan opuestas como las que dividían a los ciudadanos en esos años. Pero el mejor recurso del que hacían uso era no entrar en detalles. Guido decía:

—Y… que te parece cómo van las cosas… el generalito… je, je, je… nos va a dejar la patria de poncho.

Bruno refunfuñaba molesto:

—No Guido, no quiero que entremos en eso… a mí…, la verdad…

—Bueno Bruno, no hablemos de política… mejor… pero decí algo ¡cheeee! ¡No estamos de velorio!

—Tampoco estamos de fiesta.

En Guido la euforia empezaba a crecer.

—Tenemos noticias…, cobraron el cheque en Mendoza, las cosas están empezando a ir sobre ruedas…

Los dos tipos eran un par extraño, permanecían juntos durante horas, a veces muchas de estas en silencio. El bullicio animaba esa tarde, sentados junto a la ventana que se orientaba hacia la calle Brasil, veían pasar niños con banderas en las manos. Y pronto por la vista del parque, observaron que el cielo perdía brillo, desde el río llegaban nubes plomizas con filos anaranjados. La noche se aproximaba inexorable.

Antes que terminara mayo se les vio juntos en el hipódromo de Palermo: a Cora, Guido y Bruno. El evento hípico al que Guido nunca se permitía faltar. Como todos los años una multitud se apiñaba para apostar en el gran premio de la república. Vieron ganar a Penny Post hijo de Embrujo, que hundió al resto del lote bajo varios cuerpos de ventaja. Muertas quedaron las esperanzas de Guido, que arriesgó diez mil pesos en una apuesta exacta a la cabeza de unos matungos que no salieron nunca del montón.

“Se paga” escucharon por el altavoz, y una mueca de Guido dejo ver el desencanto que le invadía. Fue una tarde para olvidar.

“La ruina del hombre: caballos lentos y mujeres rápidas”. Recordó Bruno.

Llegó junio y pasaba rápido. Los días de aquel invierno fueron todo lo grises que pudieron ser. Como si se esforzaran.

Hacía frío, y hubo algunas semanas en que se perdieron las noticias de unos, y de otros.

El lunes catorce en la tarde, se encontraron de nuevo en el Británico; Bruno y Guido, que tenía novedades.

—Todo encaja Bruno, parece como si fuera de dios —dijo al par que se puso de pie y estirando las páginas del diario el Mundo y la sexta de la Razón, leyó en voz alta: “Las elecciones presidenciales de Cuba se han llevado a cabo el domingo trece de junio. Carlos Prio Socarras ha sido electo presidente de la república para el período mil novecientos cuarenta y ocho mil novecientos cincuenta”. Guido se sentó de nuevo y declaro: —Este nombre denomina una situación política en Cuba, y esa situación política es la que necesitábamos para concretar nuestros planes.

—¿Y cuáles son esos planes Guido?, porque yo no sé de qué estás hablando —largó Bruno, mientras sorbía el último trago de un café ya frío.

Guido no dijo más, solo le aseguró a Bruno que muy pronto estarían todas las cartas echadas sobre la mesa.

Víctor Martínez llegó a Buenos Aires el veintidós de junio, para iniciar la organización de los pormenores que por cierto eran numerosos. Y todo el tiempo de Guido estuvo dedicado a ello: los pedidos del mendocino. Consultas en el automóvil club.

Cora junto a Guido, deslumbrando ella, allí donde llegara. Y por supuesto Bruno, que se mantenía cerca y contaba los minutos para ver a la mujer.

Bruno entendió que debía resignarse a esperar, que lo que fuese posible saber, en su momento lo conocería, pero si quería forzar la situación, estaba fuera. Guido y Cora parecían compartir un secreto y la complicidad los hacía brillar; pero Cora reservaba gestos hacia Bruno, que le impulsaban a adoptar una disposición de ánimo donde no iba a existir la posibilidad de detenerse. Y más que un metejón infantil, Bruno sentía que se acrecentaba en él, una actitud que enfrentaría por fin el pusilánime carácter del que se sentía presa.

A menudo también surgía la cara de Godoy. Y era inevitable, ya que sería en la quinta de Temperley, donde se montaría el taller para guardar y poner a punto el Ford de Víctor Martínez. Que pronto llegaría, trasladado sobre un gran camión, desde el sur de Mendoza.

XX

Fue por aquella época cuando por fin un día, Guido relató a Bruno todo, desde el principio hasta el final. Previo a esto Bruno había observado algunos cambios en el ánimo de Guido, un grado de incertidumbre que se entrelazaba en sus palabras. Ese estado de ánimo seguro influyo para que una tarde que caminaban por plaza Francia, Guido se sincerara y abriéndose, le dijo que lo necesitaba, que solo en él podía confiar.

—Vamos a contrabandear una joya —le dijo —sospecho que es un diamante, eso es; es algo pequeño, pero tan valioso como no podrías imaginarlo. Cora lo tiene en su poder, pero necesitamos llevarlo a Centroamérica.

—¿A Cuba entonces? —preguntó Bruno.

—Cuba es una posibilidad, es donde se puede convertir en plata, y es mucha plata Bruno. Esto no puede esperar, Cora está muerta de hambre, estoy pagando su estadía y los mínimos lujos que ya no puede permitirse perder.

Por primera vez en mucho tiempo, Bruno percibió el ánimo de Guido algo desgastado. Este siguió —No he visto la joya o diamante, que es lo que infiero es, pero creo en Cora, la conozco, sé cuándo miente. Yo sé a quienes ha frecuentado todos estos años y la historia que relata es coherente. No quiero decir mas porque pronto voy a saber exactamente qué es lo que esconde y cuál es el valor real.

Bruno solo murmuró algo inaudible, se sentía aturdido pero también aliviado en cierta forma.

—No es extraño para mí, yo sabía que Cora paseaba su gracia por lugares que no es fácil imaginar… políticos, militares, aristócratas rancios y todo aquello en medio de la guerra.

—¿Entonces el lío de la carrera es para eso? —preguntó Bruno.

—Hay que llevar lo que sea que sea, hasta Centroamérica, antes que termine el año.

—Pero Guido, ¿y si todo esto es una patraña?.

—No lo es —dijo con firmeza —aunque por otra parte… —y Guido sonrió, puesta su mirada en los ojos oscuros de Bruno —perdido por perdido.

Siguieron andando en silencio un largo rato, el sol bien alto hacía que brillaran sus cabezas que relucían como si estuviesen encendidas; en el golpe rápido de la vista de un observador lejano, el brillo de esas cabezas se aunaba con el lustre de los zapatos de ambos, que centelleaban alternativamente a cada paso.

—¿Por qué me lo decís a mí Guido?.

—Porque necesito que me acompañes, esta es mi última jugada, si sale bien será algo grandioso, si sale mal no tengo más resto.

—Pero yo…

—Vos sos el único en quien puedo confiar Bruno.

—¿Y Cora?.

—Creo en Cora, sé que tiene algo que vale millones, pero cuando estemos cerca de esos millones, en los que creo, no sé si voy a poder confiar en ella. Creo en Cora, pero no sé si confío en ella —dijo con la vista puesta lejos, y se hizo un silencio.

Continuaron caminando con lentitud.

—Esto es una estupidez, un juego de palabras —afirmó pensativo Bruno.

—Yo confío en vos Bruno.

—¿Y Godoy?.

—No estarás hablando en serio…, Godoy es un delincuente.

—¿Y cómo dejas que husmee en todo esto?.

—Godoy por ahora es útil, no más que eso.

—¿Y hasta cuando voy a ser útil yo, Guido? —preguntó Bruno animándose a más, dejando correr palabras que antes nunca se hubiera atrevido.

—Nos conocemos hace mucho tiempo Bruno, decí una vez que te haya dejado en la estacada.

Eran las siete de la tarde cuando llegaron a la avenida Pueyrredón, y cada uno tomaba una dirección distinta. Guido se despidió con una sonrisa, dio unas palmadas en la espalda de Bruno y le dijo que pensara, que todavía no estaba nada dicho: «si no lo veo no lo creo», cerró la charla con un tono en la voz, que buscaba desdramatizar.

Bruno saludó más serio, y se fue pensando en Cora.

XXI

Dos días después Guido ya sabía el resto.

—Un diamante —dijo Guido —y no tuve tiempo de expresar asombro Bruno, no tuve tiempo; en medio de una conversación trivial: Cora se quitó una pequeña bolsa de terciopelo que atesoraba entre los pechos… ¡Sí Bruno!, entre las dos tetas lo lleva escondido, yo le miraba incrédulo…, me dijo que tenía un tesoro y yo pensé… claro, dos tesoros —Guido sonreía —pero no…, se trataba de otro tesoro y desde dentro de esa diminuta bolsa extrajo una gema, un diamante.

—Muy interesante —intercaló Bruno, quitando de su voz todo interés.

—Pará… pará… he visto diamantes Bruno y su aspecto es asombroso, pero este es magnífico.

—Valioso supongo.

—¿Valioso?, es algo que está fuera del alcance de la gente común.

—¿Y lo lleva Cora entre sus pechos? —dijo Bruno burlón.

—Ahí lo lleva.

—¿Y qué quiere?.

—Plata, por supuesto.

—¿Quiere que se lo compres?.

—No Bruno, no hay nadie en esta ciudad que pueda comprar eso, pero Cora dice que sabe a quién acudir para hacerlo plata.

—¿Y cómo lo consiguió Cora?.

—Eso no es fácil saberlo, solo puedo repetir la historia que ella cuenta sin dar más detalles. Cora dice que un señor cuya nacionalidad no importa, se lo puso una tarde en las manos para agradecerle compañía y amistad; en un principio se rehusó a recibirlo, pero que ante la insistencia, ella por fin aceptó; junto a la recomendación de ser muy cuidadosa.

—Lindo cuento —murmuró Bruno irónico.

—Sí, lindo, hasta ese momento. Algunos días después, ya enterada de que su beneficiario y anciano amigo había muerto, recibió en el hotel donde se hospedaba en París, la visita de un hombre que previo interrogarla respecto a cierto regalo que sabían que ella había recibido, y ante la negativa que ella esgrimía, este hombre amable, sin mediar más palabras, le efectuó dos disparos que Cora todavía no sabe cómo fue que no dieron en ella; lo cierto es que esa misma noche durmió en la embajada de la nación en París. Y de forma providencial, pudo llegar a Buenos Aires algunos días después vía Madrid, en el avión de Iberia.

—Vaya historia —la atención de Bruno iba en aumento.

—Sí Bruno, una historia absurda, pero Cora se cuidó bien de relatarla después de exhibirme el diamante; y el diamante es auténtico y es descomunal.

—¿Y cómo sigue todo esto?.

—Cora asegura que la salida tan precipitada del viejo mundo, a instancias del tiroteo que le despidió, le permitió llegar a salvo. De haber permanecido más tiempo en París no lo estaría contando.

Ahora, aunque no está segura, asume que el peligro ha pasado, cree que lo más difícil lo ha realizado de forma inconsciente.

—¿Lo más difícil?.

—Sí, sacar el diamante de Francia Bruno, eso era lo más difícil y Cora lo hizo sin darse cuenta cuando corría por su vida.

—¿Y ahora?.

—Ahora hay que hacerlo plata.

—¿Eso…, en Cuba?.

—Es una posibilidad… hay que llevarlo a un lugar donde alguien lo pueda pagar. Nadie va a venir a buscarlo, salvo los que dicen ser los dueños.

—Una novela Guido…, ¿y vos en que encajas ahí?.

—Nosotros Bruno, nosotros… Somos socios de Cora ahora…

El caso es que el ataque recibido puso a Cora en fuga de forma decidida, y no reparó en que cruzar fronteras con una gema de tal importancia era algo muy difícil. Había ocurrido sin problemas porque la naturalidad que da la ignorancia, le proporcionó el salvoconducto que permitió superar cada punto de control, desde que salió de Europa hasta estar alojada en el hotel de la calle Juncal en Buenos Aires.

Luego, con la mente fría, comprendió que para convertirlo en dinero debía llevarlo a las manos de un capitalista. Pensó en la posibilidad de que tal operación ocurriese en Buenos Aires. Pero pronto supo que eso no iba a ser posible.

Para el momento en que verificó que tenía en su poder una piedra de extremo valor; y sus indagaciones le indicaron que la alternativa que evitaba el imposible regreso a Europa, era llegar al Caribe, entendió que no podría llevar la joya tal como la había traído.

Fue entonces cuando se arriesgó y contactó a Guido. Perdida por perdido, decidió confiar en él.

—Ella estaba sola —Guido intentaba justificar por qué lo había elegido a él —no tenía a nadie en Buenos Aires y ciertamente, casi no tenía para subsistir.

—¿Y quién más sabe de esto? —Bruno dudaba.

—Cora dice que solo quienes la seguían en París.

—¿Y aquí nadie más que nosotros?.

—Eso es lo que ella asegura.

—¿Y cuál es el próximo paso?.

—El próximo paso es encontrar un comprador que por supuesto no es un individuo común y corriente.

—Claro… común y corriente.

—No va a ser fácil.

Cora y Guido habían observado la gema con precisión. Consultado catálogo con información acerca de diamantes magníficos, pero ninguno se le parecía. Guido interrogaba a Cora para conocer el origen, pero la historia que ella contaba estaba plagada de puntos oscuros que cuando se le señalaban, rehuía clarificar.

Nada se podía descartar, pero Guido le aseguraba a Bruno, que era cuestión de tiempo, ella largaría todo una vez que tuvieran en claro que es lo que tenían entre manos, lograran conocer su valor y quién y dónde podría pagar por recuperarlo.

Era difícil imaginar en ese momento las vicisitudes que depararía el transcurrir de los meses que venían.

—Socios Bruno, esa es la propuesta de Cora, socios mitad y mitad.

—Un buen arreglo.

—Sí, es un buen arreglo, y yo quiero proponerte que seas socio de mi mitad.

—Es un disparate.

—¿Por qué?, Yo no puedo hacer esto solo.

—¿Y qué podría hacer yo? —Bruno desconfiaba. Más de una vez había observado a Guido sumergirse en extrañas situaciones que no terminaban bien.

Había que entender también, que quienes habían intentado eliminar a Cora en París, tarde o temprano estarían pisándole los talones de nuevo.

XXII

El jueves 15 de julio, después de las tres de la tarde fueron al aeródromo de San Fernando, Guido realizaría su práctica de vuelo.

En el camino de regreso, se detuvieron en un club que había junto a la estación de La Lucila. Tomaron un vermut mientras Guido desplegó papeles cuyo contenido fue detallando. Se trataba de un pliego doblado en varias partes y una página arrugada del diario Le Monde de la capital de Francia; hacia la parte baja había un pequeño artículo señalado con tinta. —Como mi francés no es muy bueno —bromeó abriendo grande los ojos y sonriendo Guido —acá tengo la traducción. Y acto seguido desdobló el pliego mecanografiado donde se transcribía al castellano el artículo completo que estaba impreso en el diario.

Guido leyó:

“Un diamante legendario. “El Florentino”. Nuevamente desaparecido.

Un rumor corre en el círculo de los especialistas. La turbulenta historia de un diamante cuyo origen sigue siendo hipotético, de nuevo está en la picota a causa de su desaparición. Llamado sucesivamente el «Florentino», el «Toscano», el «Gran Duque de Toscana», la leyenda dice que habría pertenecido a Carlos el Temerario Duque de Borgoña. Diamante amarillo pálido de 137,27 quilates, cortado por el célebre tallador Lodewyk van Bereken en forma de rosa doble de 126 facetas sobre nueve costados y que Carlos el Temerario, habría usado durante la batalla de Nancy donde encontró la muerte en 1477. Un hombre habría tomado la piedra creyendo que se trataba de vidrio y la habría vendido por un florín a un sacerdote… Hasta aquí la leyenda”.

—Eso es esta parte aquí, si mirás con atención se entiende todo —dijo Guido señalando el artículo que Bruno curioseaba mientras escuchaba.

Guido siguió leyendo: “La historia conocida de «el Florentino» comienza con su pertenencia a la familia de los Médicis de Florencia. En 1665, es descrito por Jean Baptiste Tavernier en su libro Los Seis Viajes: «El diamante del Gran Duque de Toscana pesa 137 quilates, parece puro y está facetado, su color recuerda el color del limón». Según el explorador, «el Florentino» es reconocido en su época como el diamante más grande de Europa y su corte se parece al de los diamantes de la India… lo que hace que sea no muy creíble la pertenencia a Carlos el Temerario. Sea lo que fuere, —siguió leyendo Guido —«el Florentino» se va del Gran Ducado de Toscana de Florencia, en 1743 para ir a vestir la corona imperial de Francisco 1.º. de Austria. Queda como propiedad de los Augsburgo hasta la caída del imperio Austro-Húngaro. Después de la Primera Guerra Mundial, la familia imperial se exilia en Suiza y confía en compromiso «al Florentino» al Barón Steiner de Valmont quien desaparece en 1922. Luego el gran diamante, permanece inhallable, ¿habrá realmente existido?. En el mundo de los tratantes, se corre el rumor de su segura existencia y reciente robo. Todo un misterio.

Guido dejó la hoja sobre la mesa y tras apurar el último trago de su vaso dijo.

—Fijate la fecha del diario, Cora dice que esto, es un mensaje para ella.

Bruno tomó la traducción del texto y lo examino nuevamente.

XXIII

La idea de Guido era buena, aunque dependía de muchas concordancias. Pero ese era el estilo de Guido, una vez que creía tener una fija, iba directo al fondo. Ahora ya estaba todo dispuesto y los enormes gastos estaban hechos.

Víctor Martínez no dejaba de asombrarse por tan fabulosa suerte y con tanta estrella, en su sentir íntimo, soñaba con llegar a Caracas entre los primeros. Pero por natural humildad y para tranquilidad de Guido, le repetía a este, que su objetivo de máxima era entrar entre los primeros cincuenta, de los más de ciento cuarenta inscriptos.

El tiempo corría y fue momento de otra revelación sorprendente que a Bruno se le había escapado por completo: Guido le adelantó que se preparara porque la aventura iba a ser «de película», esa expresión usó, y estuvo Bruno algunos días enredado en eso, hasta que Guido explicó a qué se refería con tal dicho.

—Nosotros vamos en avión Bruno. —le dijo una esas tardes en que iban a Temperley a poner el ojo en Godoy, y lo que ocurría en el taller.

—Nosotros, Cora vos y yo, nos vamos en la avioneta del aeroclub de General Alvear, eso ya está todo arreglado.

—¡No…!, ¿pero estás loco vos?.

—Un poco, Bruno, pero es la única manera de adelantarnos.

—¡Nos vamos a matar!.

Guido tenía todo diagramado, incluido un plan de vuelo aprobado por las autoridades. Bruno siempre había estado intrigado por la reunión en Mendoza y por tanta dedicación que ponía en «sumar horas» según decía Guido.

No tendrían que salir desde General Alvear, se había convenido que la avioneta llegaría volando desde Mendoza a San Fernando y desde allí despegarían ellos con el mismo plan que utilizarían otras dos aeronaves.

Pero es cierto que Bruno solo exclamo el temor, por reflejo; el entusiasmo siguió intacto. En aquel momento no pudo imaginar nada del miedo auténtico que sintió, la mañana en que se sentó en la enclenque aeronave forrada de tela, pensando que moriría.

Bruno estaba decidido, y la decisión se anclaba en Cora, allí donde ella fuera, él iría.

En esos días, con frecuencia se encontraban los tres. Guido ensimismado en sus pensamientos. La mujer en su papel habitual. Pero las expectativas de Bruno se esfumaban, había una distancia entre él y Cora que no podía romper. Ella, salvo excepciones minúsculas aunque poderosamente sugestivas, no lo miraba. Bruno repetía un ejercicio al que llamaba juego de triángulo, con el que pretendía saber si Cora ponía los ojos en él. Lo lograba de una forma ingeniosa: cuando se encontraban en alguna circunstancia trivial, él insistía en buscar su mirada y ella lo rehuía con indiferencia.

Entonces aplicaba el truco: fijaba Bruno la vista en un lugar distante realizando un sutil gesto de asombro como si estuviese observando algo digno de ser visto, entonces en el mismo instante, con rapidez, buscaba la mirada de Cora y estudiaba cuál de tres circunstancias encontraba: una, podía ser que estuviera mirando a Guido u otra cosa; la segunda, el típico gesto de quien es sorprendido in fraganti, mirándolo a él, algo difícil en Cora; la tercera opción era el éxito de su técnica: que Cora se encontrara dirigiendo la vista con interés hacia el lugar aleatorio donde Bruno había puesto su mirada asombrada, lo que le revelaba con claridad que en aquel instante en que él observaba con asombro imaginario, ella lo había mirado con discreción y la curiosidad al observar su gesto le había dirigido también a ella, hacia aquel punto distante. Ella disimulaba muy bien, pero Bruno sabía que no pasaba desapercibido.

De tales trucos hacía uso Bruno, en un regreso fuera de tiempo a su época de adolescente. Bruno, que jamás juntaría el valor de afrontarla, a todo o nada, e intentar tomar esos encantos que deseaba por vía de la acción directa.

Es probable que Cora, ante tal determinación no se hubiese resistido. Pero esa actitud estaba muy lejos de él y era por cierto, el estilo de Guido, que Bruno admiraba desde siempre. Aunque ahora, tal admiración se había tergiversado en sentimientos que le inquietaban.

XXIV

«Vaya estupidez todo esto» se decía en voz baja Bruno, para que la voz interfiriera en el flujo de pensamientos cada vez más densos y confusos.

Se sentía solo, empezaba a pensar en su destino. Hasta los días que corrían, el futuro era algo muy lejano, que tardaría un tiempo interminable en llegar. Pero ahora algo se había descompuesto, la rutina en la oficina no le pesaba, estaba habituado, aunque era evidente el rumbo de muerte que representaba; lo observaba cada día en la cara de Gómez, que se iba transformando en algo inerte: apenas sonreía… como él.

En Ocasiones, se veía con Eva, pero iba produciéndose aquella situación que ocurre en las novelas o en las películas, donde todos observan que en la escena, se encuentra lo mejor, lo más adecuado, pero lo que sea, se desnaturaliza y se va hundiendo a ojos vista.

Eva desaparecía de su pensamiento y sabe dios por qué razón, como si fuese un balanceo, Cora aumentaba su presencia de modo persistente. Por las noches experimentaba algunos sueños explícitos que lo dejaban perturbado.

También cuando con mayor frecuencia se encontraba con Cora, siempre en presencia de Guido, Bruno percibía insinuaciones que aumentaban sus fantasías.

En cualquier caso, el rompecabezas en el que Guido lo había incluido, confluía con fatalidad en líneas de pensamiento que no le abandonaban: Cora y la necesidad de dar un giro aunque sea momentáneo a la cuesta abajo del camino de su vida.

Llegaba a su casa por las noches. Y sería difícil creer, cuando Bruno se sentaba en la mesa, bajo la luz de un foco que colgaba desde muy alto. Mientras la madre, tejía sin terminar nunca, cerca de una estufa de queroseno. Sería difícil creer en medio de aquel silencio, la cantidad de palabras que fluían en sinfín irreductible, rodando en las cabezas de los dos: madre e hijo. Y lo peor es que no era posible, el recurso extraordinario de expresar cuanto menos una pequeña frase, en voz baja, que ordenara el torbellino de palabras que solo el sueño, de poder conciliarlo, lograría detener.

Bruno intentaba reproducir el mismo conflicto una y otra vez para conocer dónde estaba la mentira y si esa mentira partía directo de la boca de Guido, puesto que era solo la persona interpuesta. Era el deseo de cambiar el rumbo hacia cualquier otro sitio el que lo disponía a pensar en algo que en otras circunstancias hubiese descartado de plano, por desatinado e inútil.

Se sentaba en la mesa de un cafetín, al borde de la vereda. Vidriera de por medio veía pasar la gente con sus distintas actitudes: algunos alegres, otros apurados, aquel por completo ensimismado; caminando lento un hombre mayor con bastón. Y le intrigaba el pensamiento hondo de esas personas: ¿qué llevarían en el centro de su deseo y padecimiento?.

La tarde del dos de agosto se encontraba en una de aquellas pausas, lejos, en otra punta de la ciudad, cuando con sorpresa vio pasar a Cora, por la vereda en la que él tenía puesta su mirada.

Fue un paso fugaz y de electricidad quedó el aire cargado, como si un demonio hubiese pasado. Llevaba anteojos con montura de carey ocultando sus ojos. Pensó en salir a la calle y seguirla, conocer cuál era su destino, pero usó la prudencia para serenarse y esperar que la ansiedad se diluyera.

No fue obstáculo el paso presuroso, para observar su cabello brillando bajo la tenue luz del final de la tarde. Vestía un atuendo de tonos suaves y el porte poderoso de sus pasos se sucedían con regularidad majestuosa. En el cuello, un hermoso pañuelo de seda con vivos dorados, unía varios colores. Calzaba unas «Invisibles» de ferragamo, que dominaba con soltura. El pie encantador. El tobillo escondido en la bota manga de pantalones que se ajustaban hasta la cadera, aunque dejando la holgura, que permitía presagiar un cuerpo que mantenía una forma excelente. Todo el atuendo desde la paleta de los colores tostados, hasta el dorado. Una blusa de raso color crema era el centro del conjunto: apenas transparente, permitía vislumbrar un elegante sostén que donde el pecho, se escondía bajo la sombra del pañuelo de seda.

El gesto serio, imperturbable, la mirada puesta lejos, en el punto de fuga de un cuadro cuyo protagonista excluyente era ella, nada más que ella; entre todos los elementos aleatorios que sucedían a sus movimientos en la medida que avanzaba.

Bruno dejó pasar el tiempo hasta que, confiado en que la mujer ya no estaría cerca, pagó la adición y salió a la calle. Y aunque el chaflán del establecimiento le permitía distintos destinos, eligió sin pensar justo el que se había llevado a Cora.

Y por lo mismo fue que cuando había desandado un cuarto de la cuadra seiscientos de Riobamba, casi al llegar a Viamonte, escuchó la voz conocida de una mujer.

XXV

—Hola —saludo Cora (se había quitado los anteojos).

—Hola… —balbuceó Bruno que se vio estúpido y sorprendido.

Ella se acercó y le tendió la diestra. Respondió Bruno y la suavidad de la piel que sintió al tomar esa delicada mano le estremeció como siempre.

—Que hacés por acá —le tuteo ella con confianza.

—Camino…, me gusta, y a veces mi caminata se extiende sin saber siquiera dónde estoy.

—Es bueno para mantenerse en forma… dicen.

—Si, eso dicen.

Bruno también se preguntó que estaría haciendo Cora por allí, pero muy lejos estuvo de pretender averiguar.

—Esta noche cenamos con Guido ¿por qué no venís? —dijo Cora entusiasmada, mirando con certeza los ojos negros de Bruno.

—Esta noche será imposible, pero la próxima, me encantaría —contestó Bruno en un intento audaz.

—Cuando quieras —le alentó Cora con gesto amistoso, mostrando una sonrisa suave.

—Bueno…, sigo mi camino. —dijo él y ella asintió con un movimiento de la cabeza.

Se saludaron de nuevo con la mano. Bruno tras esto continuó con su marcha a la vez que Cora le dijo: “me voy a tomar un taxi, nos vemos prontito”.

Él siguió caminando por la vereda, pero quedó instalado en su imaginación el rostro fabuloso de Cora, los ojos azules, la potencia de la mirada; sintió que un perfume le perseguía y al acercar la mano a su cara entendió la razón, ahí se había establecido fijo en su palma, el perfume que como un halo envolvía a Cora en el momento que habían estado hablando un minuto antes.

No era fácil cruzarse con personas conocidas en la urbe repleta de individuos, a menos que fuera en zonas definidas. Se sintió extrañado entonces de encontrar a Cora.

Al alejarse había observado que tras despedirse, ella había abordado un taxi y hasta habían vuelto a saludarse cuando pasó a su lado mientras él seguía por la vereda. Atento a ello y todavía con la mirada de Cora gravitando en su imaginación, decidió volver sobre sus pasos e intentar deducir de donde salía ella cuando la había encontrado.

Le tomó menos de un minuto retornar y cuál fue su sorpresa cuando al acercarse al lugar donde presumía se había dado el encuentro, en el mismo punto donde Cora había esperado para llamar su taxi: parado en el borde de la calle estaba Artemio Godoy.

Congelado quedó Bruno y como pudo, con un movimiento rápido, logro escabullirse en un escaparate que a través de la vidriera, le permitió observar sin ser visto. “Godoy donde Cora” pensó asombrado Bruno. El mecánico permanecía de espaldas, llevaba un periódico enrollado en su mano derecha con el que daba golpecitos nerviosos en la otra mano. Sin la misma suerte que Cora, hacía señas a cada taxímetro que pasaba sin detenerse. El sentido de la calle Riobamba le aseguraba a Bruno qué Godoy permanecería siempre de espaldas, aunque realizaba un leve giro cada vez que seguía con una mirada furibunda, algunos de los taxis que aunque libres pasaban sin frenar.

Finalmente uno de estos se detuvo y Godoy subió con agilidad, poniéndose en marcha de inmediato hacia el sur de la Ciudad.

El episodio tuvo una impresión controvertida en Bruno, por un lado podía ver todavía los ojos hermosos de Cora y sentir su perfume en la mano, y por el otro intentaba racionalizar la impactante casualidad o causalidad de la que había sido testigo.

Lo peor era que le ponía en la aborrecible obligación de llevar la noticia de lo observado a Guido, aunque sin el menor atisbo de certeza, puesto que de ningún modo podría asegurar que había visto reunidos a Cora y a Godoy

Regresó a su casa, encontró la misma escena de siempre, el mismo ambiente. En la mesa, como todas las noches, sintió rondar los pasos livianos de Olegaria; juntos luego se sentaron a escuchar el «Noticioso Mobil Oil» mientras el pensamiento de Bruno se aceleraba buscando combinaciones, que dieran explicación a los sucesos que había observado aquella tarde. Por último, dio un beso en la frente de su madre y se fue a la cama.

Al intentar conciliar el sueño, ahí estaban los ojos azules de Cora que permanecían omnipresentes.

XXVI

Decidió quedar callado hasta que la oportunidad lo requiriera. Relatar aquel encuentro a Guido generaría mayor incertidumbre; le informaría, pero cuando alguna duda surgiera y valiera la pena.

El martes diez de agosto, Guido le puso al tanto del estudio pormenorizado que realizaban con Cora para determinar cómo podían convertir en valores monetarios la gema. Claro que cualquier intento por conseguir datos al respecto se dificultaba, y es que allí donde se intentara obtener información cierta, que sirviese para algo, de inmediato saltaban alarmas. Un diamante de esas características dejaba un rastro imposible de borrar, a punto tal que Guido sentía que todo comerciante de gemas en la Ciudad sabía por una u otra fuente que el “florentino” estaba en Buenos Aires. Por fortuna, como toda noticia improbable no otorgaba siquiera una hipótesis de quién podía ser el afortunado que lo poseyera.

El revuelo le permitía a Guido, obtener datos en forma genérica. Entonces, en alguna mesa de monte en la que se sentaba vez en cuando, u otra tertulia de las que acostumbraba acudir, proponía “acertijos” del tipo: “pero el que tenga esa cosa, ¿qué puede hacer?, se tiene que pasar la vida mirándola escondido”. Y al momento no faltaba alguien que con suficiencia, resumía algún sistema que permitiera convertir en una divisa fuerte, una joya de esa magnitud: Guido agudizaba su percepción cuando se disparaban las hipótesis más variadas, sopesando al interlocutor, que los había para todos los gustos.

Pero algo quedaba claro siempre, no había posibilidad de realizar una transacción de esa naturaleza en la ciudad de Buenos Aires. Todas las voces coincidían también que el manejo de un diamante de esas características, acarreaba los peligros de un objeto valioso, sumados a aspectos humanos que iban más allá y donde el asesinato, la tortura, y otras menudencias imaginables tallaban con suficiencia. “No es un juego de niños lo que tiene entre manos el que lo tenga si es que es cierto lo que se dice” dijo Francisco Burgos, y Guido guardo con celo aquella afirmación. “Es la codicia” dijo otro.

Era seguro entonces que había que sacar el diamante del país, ese era un primer paso inevitable y materia para abordar de inmediato, después seguiría saber cuál podía ser el destino, que no podía ser un lugar transitorio: debía ser el punto final.

Cierto es que la vida continuaba y Bruno elegía mantenerse sereno, estudiando también con paciencia todas las normativas que regían el movimiento de mercaderías que entraban y salían por las aduanas del país, buscando el resquicio que permitiera que un pequeño objeto pudiera salir sin control y en tal caso, los destinos asociados a esa posibilidad.

Fue a base de esos estudios de Bruno y las charlas “casuales” de Guido en sus reuniones “sociales”, que concluyeron en definitiva que el plan que estaba en marcha era el correcto. Primero la salida. Y luego “el Caribe”, como la fase dos del dilema: el destino.

XXVII

Hubo fechas concretas, una cuenta atrás, el plan se podía inferir en totalidad, pero Guido no soltaba más de lo necesario. Bruno se sentía enérgico, toda vez que podía caminaba por las veredas de las calles y esto le permitía elaborar mejor de qué manera iba a afrontar el momento de dejar Buenos Aires con Guido y con Cora. Su trabajo en la aduana podía concederle una licencia y es lo que haría, eso estaba decidido de esa manera; no quemaría ningún puente que le impidiera regresar.

¿Qué le diría su madre? Eso incrementaba su incertidumbre. La mujer se sorprendería con aquella repentina conducta. Era la costumbre lo que repercutía en su nerviosismo y que no se trataba de un viaje inocente; se desarrollarían sucesos inesperados y en una oscura profundidad veía un horizonte de tormentas en el trío que conformarían con Cora y con Guido. Bruno no estaba seguro de entender con claridad la potencia de sus instintos. Se estancaba en su cuerpo, por momentos, la misma sensación de calambre en la boca del estómago, experimentada la tarde en que Guido y Godoy le despertaron disparando sus revólveres.

El cinco de julio recibió aviso de Guido: por la tarde iban a Temperley; el auto de Víctor Martínez ya estaba en la quinta de Godoy.

Había corrido mucha agua debajo del puente, «idas y venidas». No era demasiado el trabajo que restaba: algunas modificaciones técnicas relacionadas con las extraordinarias distancias que recorrerían y la puesta a punto final.

Junto al auto que había viajado en un camión, llegó un hombre de Víctor Martínez y como tal lo convenido, se instaló en una pieza que el galpón de la quinta de Godoy tenía. Pronto se trabajaba febrilmente para ordenar los distintos repuestos, los neumáticos, las herramientas.

Fue lo primero, y cuando aquel día Guido llevó a Bruno a observar esos preparativos, sintió que no había vuelta atrás, que acompañaría a Guido hasta donde llegara, que seguiría a Cora; y un enorme alivio quitó de un golpe toda ansiedad.

Para aplacar la curiosidad de todos, el automóvil recién llegado fue puesto en marcha por el delegado de Martínez. Requirió unos leves ajustes, se le dio gas, y después de varios intentos, entre algunas explosiones, se escuchó el bramido del poderoso motor de ocho cilindros.

Esto dio a Bruno una revelación más: la violencia contenida de aquel motor que después de unos minutos en marcha irradiaba un temible calor, la vibración que se percibía en todo el cuerpo, le insufló una determinación que acaso en el momento Bruno, no pudo reconocer; como toda revelación que requiere de un tiempo hasta que muestra su verdadero alcance.

—Ya está —dijo Guido cuando regresaban solos en el auto —esto me deja tranquilo, ahora no nos para nadie.

—¿Cómo seguimos ahora? —Bruno se entusiasmaba dejando las dudas atrás.

—Ahora si…, ahora hay que instalar el «paquete» —dijo Guido, mirando la calle vacía —en el motor.

—¿Cómo…, dónde?.

—Todo a su tiempo Bruno, todo a su tiempo.

Y Bruno con algo más de templanza le advirtió.

—Yo no estoy ansioso, pero atenti, no sea que se te escape la liebre Guido…

Y Guido se reía entre dientes.

XXVIII

Pronto los acontecimientos se aceleran. Era natural que a la par que el auto de Víctor Martínez recibía la atención que necesitaba, el dinero que tales trabajos demandaba y que en gran parte iba desembolsando Guido, solo sería suficiente para los preparativos de la partida. A Bruno que conocía de primera mano que Guido estaba liquidando todo lo que tenía, le quedaba claro que era una apuesta a todo o nada.

Partirían con la esperanza de llegar a Caracas con éxito y todavía no era seguro si la concreción de la transacción podía llevarse a cabo en Venezuela o tendrían que pasar a Cuba, el destino que Guido inicialmente había mencionado.

Por aquellos días fue cuando Guido explicó a Bruno el por qué de la elección de Víctor Martínez y no otro, cuando había más de cien anotados. El plan era ingenioso y complejo: el hecho de que la carrera se iniciara en Buenos Aires y que Martínez proviniese del sur de Mendoza, aseguraba que existieran más posibilidades de tener el automóvil en un lugar al que Guido tuviera acceso y control. Eso ya lo había logrado con ayuda de Godoy que estaba siempre dispuesto a cualquier improvisación que le presentara el camino. Ahora el taller de Temperley ocupaba el centro de todos los planes que se estaban llevando a cabo para unos y para otros.

Por otra parte, en el momento oportuno sería el mecánico el que de alguna manera instalaría el diamante en el auto. Guido confiaba en el instinto criminal de Godoy para que dicha instalación pudiera llegar segura y oculta hasta su destino.

Guido había concluido que esa era la mejor manera de trasladar el diamante.

—¿Y por qué Martínez y no otro?.

—Es parte del plan…, Víctor Martínez no gana carreras, ni siquiera entró nunca entre los veinte primeros, pero Víctor Martinez siempre llega. Como pudiste observar es un hombre sereno y prolijo, pero además su acompañante, de nombre Hilario García es un mecánico sin par, capaz de resolver cualquier problema —Guido hablaba con entusiasmo y evidenciaba estar al tanto de cada pormenor —Hilario conoce el automóvil en perfecto detalle lo que por cierto no deja de ser un problema, porque estos autos están absolutamente pelados para quitar peso, y eso dificulta esconder algo.

—¿Y Godoy está al tanto de todo?.

—Godoy está al tanto de partes, no te preocupes por Godoy —y en esas palabras Bruno reconoció uno de los puntos flacos que acarreaba el plan de Guido.

—Hay algo más —siguió Guido —es imprescindible que Martínez llegue a la meta…

—Y…, si… —interrumpió con sorna Bruno.

—Pero… pará, pará…, tiene que llegar, pero no entre los siete primeros de la clasificación general.

—¿Los siete primeros…, por qué?.

—Sería un milagro Bruno, corren los Gálvez, Fangio y muchos otros campeones, pero de lograrlo debería pasar por una verificación técnica que podría ser la catástrofe para nosotros; séptimo o más adelante sería una verdadera catástrofe, eso no lo sabe Cora, por el momento.

—¿Y si el auto se rompiera y nada ni nadie pudiera ponerlo a andar, o si volcara? —Bruno preguntaba preocupado.

—Si ocurriera que no llegara a la meta, o el auto se destruyera, todavía tendríamos recursos para destriparlo allí donde quedara.

Guido hablaba con Bruno a la vez que instalaba las ideas de lo que pudiera surgir y buscaba soluciones.

—Pero lo peor —siguió Guido, —es que ocurra el milagro de entrar entre los siete primeros en la clasificación general, ahí de inmediato pasa a parque cerrado y cagamos fuego.

XXIX

Ahora estaban buscando la oportunidad de instalar el diamante en el auto de Víctor Martínez. Pronto no quedaría margen para tener posibilidades de acceder al bólido. En la medida que fuera llegando la gente de Mendoza todo se complicaría. La ebullición que precedería la largada, haría imposible la intrusión que planeaban.

Entonces tuvieron un súbito golpe de suerte. El veintiocho de septiembre llegó un aviso de Martínez, que pedía a Guido, le proporcionarán medios al «negro Olivera», el hombre que permanecía al cuidado del auto en el galpón de Godoy, para que viajara de inmediato a la capital de Mendoza, por un asunto de familia.

En esa altura de los acontecimientos, la confianza de Víctor Martínez era plena. Quedó Godoy al cuidado de todo, mientras Olivera, partió esa misma noche en el expreso el libertador, con destino a la estación Mendoza del Ferrocarril General San Martín.

Era el momento, faltaban veintidós días para el lanzamiento de la carrera, el auto estaba listo, no se desarmaría nada más, por cuanto era urgente desarrollar el plan de instalación que se encontraba perfeccionado, a la espera de una oportunidad.

La hora había llegado.

Guido revelaba parte de los planes a Godoy y este no preguntaba más que lo imprescindible. Aunque no era de fiar, siempre que se lo tuviera a la vista, Godoy era un tipo eficiente y cuando le convenía, silencioso.

Claro que Bruno preguntó a Guido ¿por qué no ocultar el diamante en el Plymouth y llevarlo ellos?, como a cualquiera se le podía ocurrir. Y Guido fue categórico: la fuerza material y humana que desarrollaba la carrera, arrasaba con todas las fronteras que de una u otra manera detendrían una acción individual.

El mayor riesgo era impulsado por quienes habían desatado una cacería, cuyo inicio lo constituían las sibilantes balas que partieran de una parabellum, buscando el cuerpo de Cora en aquel hotel de París. Asesinos de temer que no se podía saber cuando y donde entrarían de nuevo en escena. Es posible también que Guido estuviera fascinado con su creatividad, que para mayor aliento era compartida por Godoy.

La suerte de cofre que utilizarían para la inserción del diamante en el motor, se encontraba ya moldeado, era un pequeño tubo de bronce bloqueado por un lado, provisto en el extremo opuesto de una tapa de rosca que permitía abrir y cerrar fácilmente. Las medidas exactas habían sido proporcionadas a Godoy por Guido. Dentro del caño, entre unas fibras de asbesto depositarían la gema. El caño se soldaría en el interior del motor Ford.

Godoy insistió en eso. De querer esconder algo, “lo ideal es un Ford ocho” le había dicho, bastante tiempo atrás, cuando Guido iba insinuando que se proponía contrabandear algo que no era de gran tamaño y pensaba que el interior de un motor sería un buen lugar. Godoy no preguntaba, pero intuía que debían ser joyas o algo por el estilo. Cuando Guido le explicó que la idea era usar uno de los autos de la carrera a Caracas, Godoy fue categórico:

—Un Ford ocho garantiza que si lo maneja un buen piloto no hay riesgo de rotura y el tamaño de esa mole permite esconder cualquier cosa—.

Entonces la marca del auto, fue el principal factor que sopesó Guido a la hora de elegir a Víctor Martínez. También barajó otros nombres: un tal Julián Helgueta de Chacabuco que corría con un Ford fue la primera opción. Pero a la larga fue elegido el mendocino porque reunía mejores condiciones. La historia lo demostraría.

Por fin en la noche del jueves treinta de septiembre de mil novecientos cuarenta y ocho, bajo la mirada atenta de Guido y Cora, que por primera vez pisaba el taller, Godoy bajó el depósito de lubricante del motor. En un recodo del block, soldó con una autógena el pequeño artefacto en el que solo a la vista de Guido, Cora depositó el codiciado tesoro, no más grande que una nuez, de un deslumbrante color verde limón.

Pasaron la noche observando cómo Godoy realizó la soldadura del tubo en el interior del motor, dispuesta de tal manera que fuera fácil extraer, limando luego las aristas hasta dar el aspecto de algo propio de un auto estándar, que era una condición reglamentaria (Godoy advirtió sin embargo, que de ser revisado por un fiscalizador del ACA, el tubo sería descubierto).

Luego hubo que ubicar el cárter de nuevo en el lugar del motor que correspondía. Godoy necesitó asistencia, dado que era imposible realizar el montaje sin ayuda. La instalación de la junta que impedía fugas de lubricante, debía quedar dispuesta como la habían encontrado; de esto dependía que el impulsor no sufriera alguna avería y también que el ojo celoso de algún hombre de Martínez, no fuera a notar cambios que llevaran a desarmar algo por seguridad.

Así fue que Guido, se calzó un mameluco sobre sus ropas, y codo a codo con Godoy, dejaron el cárter instalado de forma correcta.

Con las primeras luces de la mañana, la tarea había terminado. En los días siguientes se realizaron distintos arreglos en el auto, y hasta se reajustaron los veintidós tornillos que aseguraban el cárter, pero nada se movió de su lugar.

Sabían que en el fragor de la carrera el motor sería desmontado en parte, pero confiaban en que después de andar cientos de kilómetros, el aspecto del caño soldado se haría homogéneo y sería más difícil detectarlo.

XXX

Los días se precipitaban y entre las previsiones a las que se avocaban; Guido y Bruno pasaban por Temperley, a extasiarse observando el poderoso Ford que realizaba pruebas por los caminos cercanos.

Al comando de Martínez (ya instalado en Buenos Aires), acompañado por Hilario Garcia, se dedicaban a «hacerle kilómetros», controlando que el «forcito» tal como le llamaba Martínez, estuviera rápido pero también confiable.

Olivera, que estaba de vuelta en Temperley y dos ayudantes, llegados de Mendoza, se mantenían ocupados en alistar una pickup Dodge, que serviría de vehículo de auxilio. En esa camioneta, aparte de los mendocinos, se reservaba un lugar para que Godoy estuviera siempre cerca del Ford.

Llegaban al taller y lo primero era mirar al mecánico, para que con una seña confirmara que no se había tocado nada de lo que no se tenía que tocar, y que tampoco había planes para hacerlo.

Regresaban al centro una de esas tardes y Bruno habló en voz alta, suficiente para que Guido escuchara: —Si es cierto lo que dice Cora, el auto de Martínez lleva un tesoro en su interior, ¿y si no es cierto?.

—¡No lechucies Bruno!, delante de mis ojos Cora puso el diamante dentro del tubo.

—¿Y si no es un diamante?

—Sé distinguir un diamante de un pedazo de vidrio; lo he observado en detalle.

—¿En el momento de ponerlo en el tubo?

Guido detuvo el auto en el borde del camino, encendió el cigarro y con serenidad agregó lo que sigue: “hace meses que estoy con esto Bruno, elegí que me acompañaras porque confío en que no me traicionaras y también que sos un hombre de juicio, es extraño que faltando tan poco siembres estas dudas, las hubiese necesitado antes, apenas estuviste enterado, por suerte no son preguntas que no me haya hecho, por suerte”.

—Yo solo digo…, es todo tan estrafalario.

—Mientras no digas a otros, está bien que digas Bruno, el secreto es la garantía de todo esto.

—¿Y Cora?, confiás en Cora —insistía Bruno.

—Confío en que Cora necesita que esto se haga; pero más vale que he dudado… desde un primer momento de todo. Pero para convencerme he cumplido con lo que la intuición me ha impuesto: he hablado con personas que no se conocen entre sí, y que de distinta manera me confirmaron que un diamante se ha perdido en Europa; uno de los tres, es un perdiguero de la federal que dijo que es posible que alguien lo haya puesto en Buenos Aires. Los otros dos, por un lado y por otro, me han confirmado con total certeza que uno de los más fabulosos diamantes ha desaparecido en Europa, aunque uno de ellos, sugirió que es tal el valor… y la importancia que tiene esa gema, que difícilmente haya salido del país donde se encontraba; aún en el caos en que ha estado Europa en estos años. Ese último testimonio confirma la regla: solo Cora pudo traerlo. No hay un solo dato que contradiga de plano lo que conocemos.

Así era como Bruno completaba con el relato de Guido los baches de la historia: Guido no hubiera avanzado en una aventura tan arriesgada sin tener fuerte certeza de que jugaba sobre seguro y Bruno sospechó que Guido poseía mayores confirmaciones. Bruno se preguntaba quién podía comprar una cosa así. Con el tiempo comprobó que no había nada improvisado y que el faro que dirigía a todos estos navegantes era Cora, que en definitiva urdía la trama de su vida.

XXXI

La tarde del veinte de octubre de mil novecientos cuarenta y ocho, en las adyacencias del edificio del A.C.A., era todo emoción. Una multitud estaba congregada para ver partir a los corredores. La atención se centraba en los grandes nombres que convocaban a cientos de seguidores: Juan Fangio, de Balcarce, los hermanos Gálvez, Onofre Marimon y otros más; que eran figuras rutilantes.

Desapercibido por estar lejos de su gente, Víctor Martínez y su grupo de apoyo, esperaban alegres en medio de bromas el momento de la largada.

Guido y Bruno se paseaban entre la multitud, y se les veía sonrientes, como dos niños que estaban a punto de iniciar un juego. Cora los esperaba en el hotel; la recogerían en la mañana siguiente muy temprano. De allí al aeródromo de San Fernando donde la avioneta ya estaba lista para despegar. «Nos vamos a matar» pensaba Bruno, pero a la vez y ya en los últimos vuelos de ensayo, había desaparecido el rasgo de pesimismo y se había entusiasmado al comprobar que mientras Guido pilotara el aeroplano, Cora y él (que todavía no habían volado juntos), se tendrían que acomodar ajustados, en un pequeño asiento dispuesto detrás del de Guido. No iba a ser incómodo, pero obligaba a esos dos ocupantes, viajar en una proximidad que para el hechizo del que era preso Bruno, conformaba una tentación ineludible.

Mientras recorrían los improvisados vivacs, Guido saludando a infinidad de conocidos, en cierto momento y por sorpresa, tomó del brazo a Bruno y le dijo en voz baja:

—Tenemos que buscar a Godoy.

—¿A Godoy? —preguntó Bruno, sorprendido.

—Sí, quedé en ir a buscarlo a Temperley.

—Pensé que ya estaba con la gente de Martínez.

—No, él se va a unir acá, quedé en ir a buscarlo.

Llegaron hasta el lugar que ocupaba Martínez, el Ford, el pickup dodge y sus ayudantes. Se saludaron todos.

Luego, sin decir palabra, se separaron de la multitud y buscaron el Plymouth que estaba estacionado a unas pocas cuadras.

Viajaron hasta Temperley en silencio, sus pensamientos parecían no estar coordinados ahora; Guido manejaba rápido y Bruno, falló en comprender cuál era la razón por la que sobre la hora se dirigían a buscar a Godoy, cuando lo natural hubiese sido que ya estuviera junto a los hombres que acompañaban a Víctor Martínez, tal como había sido programado.

Llegaron a la casa de Godoy y encontraron no el taller, cargado de actividad, sino la vieja quinta que parecía abandonada, como antes.

Estaba cerrado el portón del galpón con cadenas y candados; y la vieja casa tenía las celosías atrancadas. De nuevo la finca había adquirido la apariencia de una boca de lobo.

Guido y Bruno bajaron del auto y avanzaron por un pasillo lateral que se dirigía a una puerta trasera. Al llegar al fondo, por uno de los seis vidrios repartidos en esa puerta, observaron a Godoy que, sentado en una mesa, sorbía de una gran taza de loza.

—¡Epa! —Saludó fuerte Guido mientras daba unos golpecitos en la puerta.

—Adelante, ya casi estoy listo —contestó Godoy invitándolos a pasar, estaba abierto.

«Sí que estás listo» —alcanzó a escuchar Bruno, que dijo Guido mientras cruzaba el umbral de la puerta.

Sucedió todo tan rápido que Bruno casi no comprendió: Guido se acercó al mecánico que estaba sentado de espaldas, extrajo del bolsillo de su saco el revólver, y lo arrimó a la cabeza blanca de Godoy que se veía enorme: realizó un solo disparo, desde muy cerca. Una acción tan inesperada, que recién cuando se disipó el humo blanco de la pólvora, Bruno vio la cabeza de Godoy sobre la mesa y cómo la sangre, empezaba a derramarse.

Allí entendió qué había pasado. Guido se veía muy tranquilo. «Era él o nosotros» dijo, mientras buscaba y, desde la cintura de Godoy, extrajo el revólver plateado de Guido, a la vez que con absoluta sangre fría, instaló en la mano muerta del mecánico, el arma que Bruno conocía desde aquellos disparos a la vera de la ruta ciento ochenta y ocho: el revolver de Godoy.

Cuando se situó, Bruno observó que apenas había alcanzado a trasponer el paso de la puerta; Guido se alejó caminando hacia atrás y le indicó, con una seña, que saliera. Escucharon por último, un ruido desagradable, como si Godoy se desinflara.

Sin mediar una sola palabra salieron por el mismo camino que al entrar; por el pasillo al costado de la casa, llegaron a la calle, subieron al auto y, sin esperar un instante, se largaron de vuelta hacia el centro a toda velocidad.

Bruno estaba paralizado. ¿Qué decir? Guido sostenía en el rostro un gesto de resignación, como si hubiera realizado un acto inevitable y así fue como en el momento oportuno, justificó su acción que sin dudas, había sido premeditada.

XXXII

Mientras tanto ocurría…, andaba por allí, un niño de Temperley

El sonido de la explosión le alertó para poner la vista en la casa de Godoy. Fue moviéndose con lentitud gatuna. Era frecuente que se internara en los terrenos de las quintas, cazando torcazas y ver correr liebres con la esperanza de atrapar alguna un día. Estaba a unos cuarenta metros, cuando sintió el ruido seco de un disparo cuyo proyectil no recorre distancia. Adivinó que era de un revolver porque conocía bien el estruendo de una escopeta o un rifle. Y lo primero fue agazaparse más. No era la primera vez que alguna bala zumbaba cerca de él y aunque este no fuera el caso, su instinto lo puso cuerpo a tierra casi en simultáneo con la detonación.

Quedó a la vista nítido, el fondo de la casa de Godoy. Era el atardecer, la penumbra se cortaba en una puerta que por sus vidrios repartidos dejaba salir una luz amarillenta desde el interior.

Acto seguido, por esa puerta salieron dos tipos que se largaron por el pasillo al costado de la casa, yendo hacia el frente.

El niño permaneció inmóvil. Escuchó luego que el motor de un automóvil se ponía en marcha y, de inmediato, arrancó sin esperar un instante.

Hubo un momento de pánico, pero solo eso, un momento. Sintió esa sensación pero fue pasajera. Enseguida estaba más tranquilo y al impulso inicial de correr sin mirar hacia atrás, le siguió el acicate punzante de la curiosidad que le mantuvo quieto donde estaba. El silencio era casi total, apenas ruidos lejanos y su respiración que se normalizaba.

Pensó en los cerdos que su familia sacrificaba en cada invierno. Y cómo, la impresión que le causaban aquellos animales chillando, trocaba en silencio y una desnaturalización total.

Sí, pensó en los cerdos, al ver a través de los vidrios sucios de la puerta, el cuerpo de Godoy recostado sobre la mesa, junto a un espeso charco de sangre oscura que se escurría sobre un mantel de hule amarillo, estampado con flores marrones. De la mesa chorreaba al piso de mosaicos, ahí empezaba a coagular.

Recordó a su abuela cuando le decía que no había que temer a los muertos. “A los vivos tenle miedo”, le decía. Y estaba más que claro que Artemio Godoy ya no estaba entre los vivos. Fue por eso que aguzó más el oído, confirmó el silencio y, empuñando el picaporte comprobó que la puerta estaba abierta.

No podía detenerse, abrió y avanzó confiado. Sintió en el ambiente una convención de olores: pólvora el principal, disipándose por una leve corriente de aire; y también el aroma vaporoso que subía desde una taza de café intacta, muy cerca de la cabeza muerta del mecánico. Una fetidez complementaria le indujo a taparse la nariz con los dedos de su mano derecha. La escena estaba iluminada por un único foco de luz amarillenta que colgaba muy alto desde el cielo raso de aquella sala descuidada.

Godoy se disponía a viajar: una valija de cuero marrón esperaba cerca de la puerta; sobre esta, un bolso mensajero de color negro se encontraba alistado.

El niño permaneció quieto, solo sus ojos se movían recorriendo el lugar en detalle: el revolver… “Magnifico”, pensó. La cafetera tiznada sobre una cocina económica. En un rincón hacia el frente, una desconchada palangana gris donde se lavaba la vajilla. Una puerta oscura que se dirigía al centro de la casa permanecía cerrada, pero era imposible no pensar que se abriría en cualquier momento.

Sintió que no podía estar más tiempo en el lugar; algo inexplicable le indicó que se tenía que ir en ese instante. Razonó que lo que había allí era de Godoy y este ya no necesitaba nada del mundo. El revolver fue su máxima tentación, pero no se animó a tocar la mano muerta, imponente, renegrida.

Se dio la vuelta para salir y entonces, al pasar junto a los bultos que había visto cerca de la puerta, algo tenía que tomar y lo hizo, sin pensar demasiado; después con un salto, se internó en el bloque de oscuridad sólida que comenzaba en el umbral de la puerta.

No fue hasta la mañana siguiente cuando despertó, que relató a su madre parte de lo que había visto. Allí se inició la concatenación de sucesos que terminaron en el descubrimiento del cuerpo de Godoy por parte de la policía. El resto es historia conocida en Temperley, una historia más.

Segunda Parte

XXXIII

—¿Y…, nos vamos a soportar los dos juntos ahí atrás? —le dijo Cora a Bruno esa mañana, cuando viajaban en el Plymouth hacia San Fernando, al aeródromo, para iniciar el vuelo.

Bruno permanecía estupefacto por los sucesos de la tarde pasada, pero la intención que habían adquirido sus decisiones no le permitieron dudar un instante de continuar, sin mirar atrás.

Con Guido habían cruzado solo las palabras que eran esenciales, como si nada hubiese ocurrido. No obstante esto, Cora les había puesto en la realidad cuando al recogerla esa mañana, les dijo en voz alta al subir en el auto: —¡Che!, ¡qué caras!, parece que han visto al mismísimo diablo.

Entonces al unísono cambiaron de actitud; Guido dijo: “Dele mujer, estamos atrasados”. Y esa voz sonó como siempre, llena de optimismo y confianza.

Bruno permanecía callado, pero reafirmó en su pensamiento que no era cómplice más, que de mantener el silencio. Él no era un asesino; ya tendría oportunidad de escuchar las razones de Guido para justificar el crimen que había cometido.

Cora, que llevaba un pañuelo cubriendo su cabeza, y vestuario de estilo safari, subió, y sentada en el centro del asiento trasero, estuvo en silencio hasta que sintieron el movimiento del auto. Luego, mientras Guido manejaba con gesto concentrado, Ella se acercó hacia Bruno y le dijo.

—¿Y, nos vamos a soportar los dos juntos ahí atrás?

—Yo no tengo problema. —contestó Bruno con fingida suficiencia.

—No se aflijan, se va a pasar volando. —intervino Guido riendo, con las manos aferradas al volante del Plymouth, el puro apagado entre los dedos de la mano izquierda, la mirada fija puesta en la ruta.

Cuando llegaron al aeródromo, El avión del automóvil club argentino había despegado y el de radio Belgrano estaba a punto; los esperaban a ellos.

Se presentaron problemas. Guido había avisado que solo podrían llevar un pequeño bolso de mano cada uno. Pero el de Cora, que había pasado desapercibido hasta el momento, resultó ser demasiado grande y pesado, cuando fueron a cargarlo en la avioneta.

El resto del equipaje, principalmente el de Cora, que consistía en una gran maleta de cuero, había sido instalada en la pickup que viajaba en caravana detrás de los autos de carrera, en la que seguro Godoy ya no seria de la partida. La presencia de Godoy en el viaje siempre había sido condicional. Fue por ello que Víctor Martínez no había encontrado nada extraño en el aviso de Guido la noche anterior; que Godoy no iba a viajar, pero que el equipaje incluido en la camioneta de auxilio, continuara como habían convenido.

La primera etapa finalizaba en Salta, allí podrían reunirse con sus pertenencias, y así en lo sucesivo por el resto del viaje.

Pero había algo más serio que atender: las autoridades del aeródromo advirtieron a Guido que los papeles que se ufanaba haber conseguido por «altas influencias», no eran aptos para salir del país. Podían viajar hasta Salta realizando las dos escalas previstas, pero desde Salta hacia Bolivia no podrían continuar a menos que realizaran un vuelo ilegal.

A Guido esto no le preocupó demasiado, “en Salta voy a pensar en algo» le dijo a Bruno, que por su parte iba desligándose de pormenores, abandonándose a la suerte. «Esto es lo que siempre he querido» se decía para dar fuerzas a su ánimo cambiante.

Se ultimaron los preparativos, el bolso de Cora sufrió una drástica supresión que se depositó en el maletero del Plymouth.

Más tarde, con el motor del avión ya en marcha, surgió algo más: Guido entregó las llaves del auto y pidió a Bruno que retirara “el bufoso” de la guantera, junto a la caja de balas, y lo escondiera entre sus ropas. Le indicó también que dejara esas llaves a los responsables del aeródromo. “Dale, metele Bruno” le pidió apurado.

XXXIV

Así fue como Bruno, por segunda vez en su vida, sintió el metal frío de un revólver en la mano. Recordó el día en que Godoy le había obligado disparar con aquel mismo revólver que Guido había utilizado para matarlo. Sus razonamientos se tornaron vertiginosos y, mientras completaba lo encomendado, se preguntó por qué habría ocurrido aquel intercambio de armas de Guido con Godoy moribundo: ¿sería un ardid de Guido, con la intención de hacer pasar el asesinato por un suicidio?. En el torbellino de representaciones, pensó además que sus huellas digitales podrían estar en el revolver de Godoy desde el viaje a Mendoza; e intentó precisar si a la hora de disparar contra el mecánico, Guido llevaba o no, los guantes de cuero negro que solía usar para manejar.

El avión estaba con su motor en marcha, se producía con el giro de la hélice, esa ilusión óptica que proyectan los movimientos de las aspas, cuando por momentos parece que se detienen.

Bruno había dejado las llaves del auto donde le indicara Guido y caminaba apurado, sintiendo el peso del revólver y las balas entre sus ropas; de cerca, le seguía un hombre del aeródromo que antes había asistido a Guido para poner en marcha el motor de la avioneta: ahora se encargaría de cerrar con precisión la puerta única por donde ascendían y descendían.

—Van a ir medio apretados amigo. —dijo este hombre.

—Así parece. —contestó Bruno, que en el trayecto que faltaba para llegar y abordar, advirtió pensamientos espesos que se aglomeraban, tal vez la hélice girando se los indujo: era una locura, con esa avioneta no podían llegar a Salta, y menos aún continuar hacia Venezuela; recordó que en los vuelos que habían realizado a modo de prueba (nunca los tres juntos todavía), la aeronave apenas podía elevarse después de una larga carrera. “El tanque lleno de combustible, los bolsos de mano”. Pensó en eso y sonrió: “será imposible despegar”. Sintió que hiperventilaba.

¿Por qué Guido había decidido tal desatino?, ¿Es que quería impresionar a alguien?, ¿A Cora?, ¿A él mismo se quería impresionar Guido?

Saltó dentro del pequeño habitáculo junto a Cora, se les asistió para cerrar la endeble puerta de la aeronave, y después de unas señales que le realizaron, Guido enfiló hacia el punto desde donde la pequeña avioneta carretearía, no esta vez para dar una vuelta de quince minutos; se disponían a volar durante unas tres horas y el destino final de la aventura que iniciaban, estaba lejos por demás, de tener alguna certeza en ese momento.

Guido se detuvo en la cabecera de la pista. Realizó un intercambio por radio con la raquítica torre de control del aeródromo, donde un personal de la fuerza aérea, oficiaba de controlador.

Dedicó varios minutos a repasar una ficha que ordenaba los ítems que debían verificarse antes de iniciar el vuelo. Pidió una vez más instrucciones por radio y por fin, fue autorizado a salir.

El motor empezó a zumbar, se sintió la vibración en toda la estructura de la nave: «allá vamos» dijo Guido en medio de un ruido que iba en aumento. Percibieron las ondulaciones del terreno; pronto la velocidad y por fin, la pequeña aeronave consiguió con lentitud tomar altura tras carretear cientos de metros. Entonces el territorio abajo, empezó a transformarse.

Bruno sintió alivio, porque lo que más quería en ese momento era estar sentado junto a Cora y sentir por fin el contacto con su cuerpo. Cora y Bruno encontraron que la perspectiva de ir apiñados como lo estaban era por cierto inquietante. Cora sumida en el deseo de que todo terminara lo más rápido posible. Por su parte Bruno sentía la contradicción que le provocaba el roce con el cuerpo tibio de Cora, integrado al suyo, (por momentos Cora pasaba el brazo por encima del hombro de Bruno) pero a la vez, en la zona donde el contacto era constante, desde la cadera hasta las rodillas de uno y otro, se presentaban hormigueos y el principio de calambres que no tenían posibilidad de ser contrarrestados.

Eran las once y cuarenta y dos minutos.

Una vez que el avión llegó a la altitud que Guido pretendía, el motor empezó a serenarse y junto a ello fue desapareciendo la tensión que existía en todos al momento de despegar.

Bruno y Cora se encontraban embutidos en el pequeño asiento doble que ocupaban junto a los bolsos que se ubicaron hacia la cola, con técnica para distribuir el peso, uno de ellos, el de Guido, debajo del arco que formaban sus piernas.

Progresaban, todos en silencio, hablar implicaba levantar la voz y por el momento no había nada que decir. Guido se encargaba de mantener el rumbo, y aunque Bruno había ofrecido su ayuda, Guido se orientaba con una carpeta que su instructor de vuelo había organizado para la navegación hasta la primera posta. Cierto es que a Guido se le había advertido que una vez en la frontera del país, le sería imposible continuar, pero él confiaba en conseguir la documentación necesaria, recurriendo a los pilotos de las otras aeronaves.

Cora permanecía distendida, por momentos cerraba los ojos y se inclinaba hacia su compañero de viaje con suavidad. Bruno contabilizaba punto por punto cada centímetro del contacto que mantenían sus cuerpos.

Como broma del destino, Bruno recordó que merced a un estúpido accidente ecuestre, Guido tenía un punto muerto en el cuello que disimulaba con astucia. Más allá de cierto ángulo a izquierda o derecha, no podía girar la cabeza; en condiciones normales esto lo suplía con un leve movimiento del torso que incluso daba más prestancia a su estampa. Pero las reducidas dimensiones del asiento que ocupaba y la posición de sus piernas, impedían a Guido realizar el movimiento supletorio, por cuanto estaba condenado a no saber que es lo que ocurría detrás de él mientras volaban.

Esta situación y el ruido del motor que por la cercanía incidía en los oídos de Guido más que en los de los otros ocupantes, sembró en su espíritu una minúscula inquietud, que desestimo cuando recordó que traer a Bruno era la mejor de las ideas que había decidido. “Debe estar cagado de miedo” pensó.

En tanto, Bruno sí empezaba a girar su cabeza hacia la izquierda, y observaba a Cora: parecía dormir; detallaba el rostro que a tan corta distancia se transformaba. Levemente maquillada, sobresalían aquellos rasgos que hacen hermosa a una mujer, pero que de cerca se le antojaban un tanto desproporcionados: la gran mandíbula, los labios secos pintados, coronado el superior con una fina vellosidad, el lunar enigmático; la nariz generosa aunque ajustada con el resto de la cara, la frente lisa con algunas gotas minúsculas de sudor. Los ojos cerrados. Una línea de pestañas negras y arqueadas. El cuello blanco que descendía hasta que un botón de la camisa color caqui, dejaba cualquier otra imagen librada a la imaginación.

—¡Aquel… aquel es el río Paraná! —gritaba Guido señalando.

Y Bruno se esforzaba por contestar de alguna manera:

—¿Va todo bien?

—Sí…, sí…, todo bien —vociferaba Guido sin poder más que hacer señas con la mano.

Cora se mantenía en silencio.

—¿Y la señora, cómo viaja? —gritaba Guido.

—Bien, bien —contestaba Cora con voz chillona.

Es difícil comprender las diferencias de percepción: mientras cada movimiento de Cora repercutía en Bruno milimétricamente, para Cora la presencia de Bruno a su lado era una circunstancia que por momentos le divertía si es que a su ánimo no le interrogaba un “¿cuándo acabará este suplicio?” Las extremidades se les entumecían, la incomodidad era evidente.

No obstante, el tiempo pasaba rápido, Cora dormitaba, Guido iba concentrado en el comando y la dirección. Y Bruno, se deleitaba apasionado por la cercanía de Cora, disfrutando el momento como pocas veces le ocurría.

XXXV

Pero aquel estado de situación no se prolongó por mucho tiempo. No fueron más de veinte los minutos que pasaron hasta que dentro del habitáculo se escuchó una voz de alarma:

—¡Algo anda mal! —anunció con un grito Guido– Y desde la posición donde se encontraba, Bruno advirtió que su amigo cabeceaba a un lado y al otro, observando por la ventanilla, a la vez que el movimiento de los hombros, permitía inferir que realizaba ajustes apresurados.

—¿Qué pasó? —Se escuchó la voz chillona de Cora, mientras Bruno percibió una rigidez súbita en el cuerpo de la mujer. En los meses pasados cuando salían a volar, en el momento de aterrizar Bruno sentía temor al advertir la formidable velocidad que mantenían al tocar la tierra. Pero ahora, con la tensión generada tras el aviso de Guido, el aullido agudo de Cora instaló una atmósfera que de continuar, se transformaría en pánico.

—¿Qué pasó Guido? —Gritó Bruno.

—No sé, no sé, ¡no sube, no sube! —y aunque la voz no sugería urgencia, Guido se sacudía, y los pasajeros detrás no podían siquiera observar el rostro del piloto, que por reflejo de la expresión, indicara qué tan grave era el problema.

El problema era que por virtud de la fortuna, habían despegado con esfuerzo y algunas condiciones ventajosas. Pero después de unos minutos, esas condiciones estaban alteradas, y, lentamente, la avioneta perdía altura. Cuando Guido intentaba aplicar potencia para revertir la situación, el propulsor no respondía, a lo sumo en medio de peligrosas vibraciones el aparato conservaba el mismo nivel. Pero eso no duró mucho y resignado al fin, Guido comprendió que dada la posibilidad que el motor se plantara por sorpresa, dejándolos sin alternativa, lo mejor era buscar una zona factible y aterrizar antes que se vinieran abajo.

Cuando Guido decidió esto, dijo a Cora y a Bruno que estuvieran tranquilos, que se recuperaba.

Pero la pérdida de altura era cada vez más evidente, y cuando el aeroplano realizó un pronunciado giro, cambiando de dirección; Bruno comprendió que no iban bien. Se quedó callado porque notaba una tensión en el cuerpo de Cora, que requería no alterar la calma.

El ruido del motor se tornaba irregular, el terreno abajo se acercaba más y más, Guido se esforzaba por seguir adelante directo hacia el aeródromo desde donde habían partido. Esto, hasta que les avisó:

—¡Compañeros, esta mierda se va a pique…!

… Y sintieron cómo caían al vacío.

Los pasajeros atrás quedaron mudos, no respiraban, Cora tomó con mucha fuerza a Bruno del brazo (sudaban). Y no hubo que esperar mucho: poco después del anuncio de Guido comprobaron que se acercaban más a la tierra, por las ventanillas observaban distintos obstáculos que se sucedían: árboles, alambrados, molinos. No podían ver hacia adelante. Solo Guido sabía hacia donde se dirigían y si se estrellarían. Se sintió una atmósfera de miedo, la velocidad muy alta, el terreno más cerca…; de pronto: el contacto de las ruedas del avión con la tierra.

Cora chilló de nuevo abrazando más fuerte a Bruno, y el pequeño avión dio un brinco amplio…, portentoso, y volvió a caer con gran estrépito, pero siguió carreteando; en ese punto Guido gritó: “¡agarrarse compañeros!”. Pero la voz no denotaba la inminencia de un riesgo mayor, y eso tranquilizó a los que sentados atrás no podían ver.

Todo pasó muy rápido.

Guido se mantuvo firme y enseguida notaron que la aceleración disminuía. Se sintieron a salvo, pero faltaba, el trance no iba a salir barato. La avioneta continuó disminuyendo su velocidad y, cuando ya casi se detenía, y las carcajadas de Guido inundaban todo el habitáculo, la rueda delantera tropezó con un escollo: se sintió un fuerte estruendo y en el acto que siguió, el aparato se clavó de punta ahogando de un golpe el motor. Dio un giro grotesco y al fin, la aeronave termino deteniéndose invertida, con las ruedas apuntando el cielo.

Ahora sí hubo silencio, y los ocupantes quedaron sumergidos en una espesa polvareda.

XXXVI

La inclinación no impidió que bajaran con premura: primero Bruno, el que de un golpe abrió la puerta; Cora le siguió con el auxilio de éste ya con pie en tierra… por último Guido, quien para salir tuvo la mayor dificultad.

De inmediato se reunieron los tres a una distancia de la avioneta que permitió observar la escena con cierta perspectiva: habían aterrizado en un amplio terreno que solo en el extremo, donde se habían detenido y capotado, tenía algunas hondonadas que provocaron el desenlace final. El golpe no había sido duro, pero la avioneta del Aero club de General Alvear, había quedado arruinada con su hélice incrustada en la tierra.

La primera reacción después del trance vivido fue reír, a carcajadas, sin poder hablar; Guido había sido el primero, cuando todavía estaban a bordo, quizá por estar más consciente que los otros del peligro que se habían librado.

—La sacamos barata— dijo Guido, el primero en hablar.

—¿Pero qué pasó?— preguntó Bruno algo aturdido.

—Y… se vino abajo, qué sé yo.

Cora permanecía en silencio. Pidió que rescatarán su bolso. Se sentía olor a combustible y se escuchaba el ruido de los metales del motor que crujían al enfriarse. Retiraron el equipaje y se sentaron en el mismo bordo que atravesaba el extremo en la totalidad del campo donde habían aterrizado; el bordo prominente de tierra arada que había detenido la avioneta y provocado el vuelco.

Guido dijo: —No pude seguir, el motor no respondía, este campo fue la única oportunidad que teníamos. —y desde el lugar donde estaban les indicó:

—De haber estado arado todo el campo nos hubiéramos desintegrado apenas tocamos tierra —y repitió la frase —la sacamos barata.

—¿Y ahora que vamos a hacer? —preguntó Cora.

—Vamos a tener que pensar en algo nuevo —dijo Guido.

—Esta era una mala idea —desafió Bruno.

—Parece que sí, pero siempre me gustó.

—No hay forma ahora de alcanzar…

—Hay una forma— dijo Cora.

—Dejemos que hable la señora— sugirió Guido

—Esta noche sale un avión desde el aeropuerto nuevo.

La noticia fue tomada como providencial, y la decisión adoptada en el acto. Se diría que el movimiento se había instalado en el cuerpo de estos seres un tanto alienados y juzgaron que no era prudente detenerlo.

Escuchaban que el viento traía un rumor de automóviles que pasaban.

—Sí, ahí está la ruta, yo la venía observando —dijo Guido —vamos a caminar hasta ahí, y pedimos que nos lleven.

Se dispusieron a eso: cargaron con todo lo que les pertenecía y tomaron la dirección de donde venía el sonido; dejando el cadáver de la avioneta como punto de inicio de una aventura que había empezado mal. Jamás supieron la verdadera razón de por qué el vuelo se había interrumpido de manera tan abrupta, aunque en el futuro Guido aseguraba que había sido el sobrepeso.

Llegaron después de una breve caminata a la vera de la ruta. No tuvieron que esperar demasiado, el primer automóvil que se acercaba con dirección sur se detuvo a instancias de Guido que casi le ordenó que parara. «Hemos sufrido un accidente» le dijo sin dar muchas explicaciones y el hombre que conducía, les invito a subir.

Una hora más tarde estaban en el aeródromo desde donde habían partido, dando aviso de lo que les había ocurrido.

Indicó Guido la posición aproximada donde había quedado la avioneta siniestrada y después de una conversación donde se convino el rescate del aparato; no esperaron, subieron al Plymouth y se largaron sin dar tiempo a percibir las solapadas burlas de quienes en el aeródromo habían advertido a Guido, las dificultades de lo que intentaba.

Pasaron por la capital sin detenerse, directo a la estación aérea que de forma oportuna se había inaugurado por aquella época con el fabuloso título de: «el aeropuerto más grande del mundo». Esa misma noche, en el marco de la novedad, Dominicana de Aviación realizaba su vuelo inaugural con destino Santo Domingo, haciendo escalas en Lima y el aeropuerto internacional de Maiquetía Simón Bolívar en Caracas.

Guido estaba decepcionado a la vez que aliviado, la idea de viajar pilotando aquella raquítica avioneta, había sido concebida en el inicio como una fantasía y ahora intentaba hallar en su memoria el momento en que la había hecho algo real. Quizá la excitación de los días en que había conocido a Víctor Martínez le habían envalentonado para tamaña estupidez. Es cierto también, que había gastado un dineral que a la gente del aeroclub de General Alvear le sería suficiente para cubrir las perdidas.

XXXVII

Bruno intentaba ordenar los sucesos que por su velocidad parecían superponerse. La imagen de Godoy con la cabeza agujereada junto a la taza de loza, realizando los lentos movimientos que preceden y proceden a una muerte fulminante, aquella imagen, se internalizaba de un modo, que le hacía sospechar que sus consecuencias serian inolvidables.

Cora permanecía en silencio, se notaba una tensión que había aumentado desde el momento en que a instancias de su propia sugerencia, habían comprendido que viajar directo a Caracas y esperar allí la llegada de Víctor Martínez, era lo mejor que podían hacer. Ella conocía de antemano la posibilidad de realizar el viaje de esta manera, y lo había considerado como una alternativa. Pero su espíritu se había visto seducido por el plan de Guido y ahora reprochaba su ingenuidad.

Con todo esto, apenas subieron al avión, cayeron en la cuenta de que no habían siquiera intentado conocer cómo se desarrollaba la carrera; y si Víctor Martínez seguía llevando el tesoro con el que querían reunirse en Caracas.

—¿Y yo que voy a hacer sin mi ropa? — Preguntó angustiada Cora.

—No se preocupe señora —dijo Guido usando el tono cómplice que siempre destinaba a Cora —quizá sea el momento de renovar todo su vestuario.

—¿Y Godoy…, y nuestro equipaje cuando va a llegar? —Cora se inquietaba y el nombre de Godoy retumbaba en la cabeza de Bruno que no escuchaba todo lo que hablaban Guido y Cora (que ahora iban sentados juntos).

Esa palabra: «Godoy»

Guido no se alteraba por el momento. Le dijo a Cora que el mecánico iría siempre a la saga junto al grupo de auxilio de Martínez. Llegarían unas horas después que los corredores en cada etapa, para realizar las reparaciones que se requerirían.

Pero la mención de Godoy por parte de Cora, perturbó también a Guido según Bruno pudo saber después. En cualquier caso Guido ya había advertido a Bruno con vehemencia que tenían un secreto y no se podía romper bajo ninguna circunstancia. Bruno dio por aceptado el pacto aunque consolidó para sí, la idea fija de que no se convertiría en cómplice del asesinato de Godoy. Si es que alguien, de conocer todos los hechos, pudiera creer que no lo fuera.

XXXVIII

El vuelo resultó ser ruidoso y turbulento, intentaron descansar aunque la excitación de los recientes sucesos, impidió que alguno de ellos pudiera dormir siquiera un minuto

Transcurridas más de siete horas de vuelo, se les dio aviso que aterrizarían en la ciudad de Lima. Una escala de cuarenta minutos, en que debieron descender para cambiar de aeronave. Hubo sorpresa cuando al pasar por aduana, fueron celosamente revisados aunque continuaran hacia otro destino.

Abordaron una aeronave similar y de allí, directo al aeropuerto de Caracas en Venezuela donde aterrizaron cuando faltaba poco para la hora del mediodía.

Habían estado en el aire más de doce horas.

Aquí, el paso por la aduana les sumó mayor inquietud, puesto que sin explicaciones, fueron apartados del resto de los pasajeros, conducidos a un lugar aislado y revisados en detalle.

Por cierto que el registro fue superado sin novedad, pero sospecharon que les estaban esperando.

Se cumplieron entonces las advertencias de Bruno, y sintieron alivio de haber escogido una estrategia apropiada para el negocio que tenían entre manos.

Era ya una calurosa tarde del veintidós de octubre, cuando a bordo de un coche de alquiler, cruzaron la magnífica ciudad de Caracas para dirigirse al gran Hotel Magestic.

No fueron menores las dificultades, pero al fin consiguieron tres habitaciones singles donde se instalaron cada uno. Más tarde, después de reponer sus ajetreados cuerpos, se encontraron los tres en el restaurante del hotel.

Guido llegó primero y cuando se sentaron los otros, ya tenía noticias, dijo:

—Nuestro hombre está en camino, ya están en suelo boliviano.

Y así era, Víctor Martínez corría hacia el norte con sus endemoniados compañeros que arriesgaban los huesos en hondonadas traicioneras, encrucijadas de caminos desconocidos; y cuando llegaron a la puna: aterradores precipicios, donde el camino se cobró las primeras vidas.

Bruno, sentía que los sucesos que habían pasado hasta el momento, poblaban su ánimo de una incertidumbre asociada a la decepción. Se veía inmerso en una acción torpe que en el punto en que se hallaba no podía encontrarle sentido. El incidente de la avioneta había provocado una alteración que de haberla percibido a tiempo, se habría quedado en Buenos Aires, mientras tuvo la oportunidad.

Sentía de nuevo aquella sensación experimentada cuando el viaje por el desierto de la pampa, junto a Godoy; un arrepentimiento infantil. En cuanto a Cora (entendía), había sido en parte una excusa, para perseguir una idea mejor que la que le proponía Guido. Y muy rápido sintió que la atracción, se esfumaba.

Esa primera tarde cenaron liviano y poco después Cora se retiró a su habitación con el humor alterado, refunfuñando porque «no puede ser» que no tuviera su equipaje con ella.

Guido se observaba más entusiasmado por el aspecto deportivo de la carrera, que por la verdadera ambición, aunque bien podían estar relacionadas estas por su sesgo ludópata.

Cuando estuvieron solos, Guido le confió a Bruno una realidad acuciante:

—Estoy llegando al fin —le dijo.

—¿Al fin de qué?

—Al fin de los billetes Bruno, acá no corren los cheques ni los pesos, necesitamos divisas.

Y como Bruno había pensado que eso iba a ocurrir tarde o temprano. En los días previos a la salida de Buenos Aires, había tomado todos sus ahorros y los había convertido en una divisa fuerte; no era una gran suma, pero la mención de esa existencia tranquilizó a Guido.

—Esto termina en unos días —dijo, e hizo una pausa —pero tenemos que tener resto disponible para los últimos movimientos.

—¿Y cuáles son esos movimientos? —preguntó Bruno, con un timbre en la voz que indicó a Guido que ya no podía seguir con medias palabras.

—Es tan simple como esto…, no bien llegue Martínez, y nos juntemos con el Ford, cueste lo que cueste vamos a sacar el diamante de donde va escondido. Cuando esté en nuestras manos, será el momento de reunirnos junto a Cora con el intermediario, eso está prácticamente arreglado, pronto vamos a tener más noticias al respecto. En los días próximos cuando esto se decida, sabremos si lo llevaremos a Cuba o alguien vendrá aquí. Lo siguiente será encerrarnos en una suite con comunicación internacional, ahí será examinado, y una vez que se verifique aquello que conocemos, esperaremos que se nos informe que en el Credit Suisse de Basilea, en dos cuentas numeradas, que ya están gestionadas, existan sendas transferencias: mitad para Cora, mitad para nosotros…

—¿Mitad para nosotros?

—Sí Bruno, fue eso lo que dije. ¿O qué creías?

—Yo no creo mucho —dijo Bruno en voz baja.

Y en este punto de la historia, es evidente que dejaban de lado, por una suerte de voluntarismo demencial, todos los riesgos propios del hampa en el que propiciaban sumergirse, sin el menor atisbo de experiencia ni conocimiento. La materia que dominaba Godoy.

XXXIX

Godoy estaba muerto.

Un revuelo de vecinos habían acudido ante el aviso. Algunos por primera vez en su vida pisaban la quinta del mecánico, algo que antes nunca se hubieran atrevido a hacer, como si la confirmación de la muerte hubiera diseminado un alivio generalizado.

Intervenía la policía de la provincia.

Sí…, era seguro… se había pegado un tiro en la cabeza después de tomar una taza de café. Nadie vio nada. Un aviso anónimo había alertado a las autoridades.

Hizo acto de presencia Zulema Escalante, supuesta sobrina de Godoy, conocida como el único vinculo familiar (algunos sostenían que era hija natural del mecánico). Una mujer de modales suaves, que estaba al tanto de toda la información que fue necesario conocer en aquellas horas definitivas.

En el futuro Zulema Escalante sería declarada única heredera de cuanto Godoy poseía que no era nada más que aquella finca de Temperley y el centenar de bártulos que albergaba.

La investigación del caso concluyó con infrecuente celeridad. No hubo policía, ni fiscal, ni juez, que se interesara profundizar en el asunto; todo era demasiado turbio alrededor de Godoy, nadie quiso encontrar mayores defectos que los que estaban a la vista.

Ni siquiera Zulema Escalante intentó que los acontecimientos fueran distintos y cuando fue convocada a la morgue judicial y en sus manos quedó realizar las exequias de su tío, de inmediato dispuso llevar a cabo la última voluntad que el mecánico, había dejado explicitada con claridad en infinidad de ocasiones: hacer de su cuerpo cenizas.

Así fue que, mientras Bruno, Guido, y Cora, continuaban en el derrotero de sus azarosos planes; ellos en Caracas, esperando la llegada de Víctor Martínez; en Buenos Aires el cuerpo de Godoy se dirigía sin demora al horno crematorio. El juicio final que siempre había elegido; y el reaseguro de la impunidad de Guido.

XL

Entre tanto, los volantes progresaban cubriendo las rutas de un territorio inhóspito. Las máquinas se resquebrajaban y por momentos la temperatura que adquirían convertía aquellos bólidos en fabulosos hornos que se desplazaban a toda velocidad

Hubo etapas en que el promedio horario superó los cien kilómetros hora por cuanto se puede inferir que en algunos tramos, aquellos cacharros desvencijados, alcanzaban velocidad máxima de terror.

No era raro que a causa del golpe de las piedras, y aunque extremaban el cuidado para que fueran protegidos los flexibles del sistema de freno: estos se rompieran con la consiguiente pérdida del poder frenante.

Así entonces, muchos competidores transitaban a altísimas velocidades con la posibilidad de detenerse solo en manos de la pericia para utilizar la caja de cambios.

Sin embargo no fue un problema de frenos el caso de Julian Helgueta y Heriberto Roman, que cuando ya habían entrado en Bolivia, el sábado veinticuatro, en una zona de acantilados a poco más de doce kilómetros de Camargo, cayeron al vacío; perdiendo la vida ambos tripulantes en el acto.

La crónica periodística lo relató así: El dolor en un precipicio.

«Fueron algunos pocos testigos los que contaron que vieron como el coche 56, quiso adelantar a otro competidor, cuando de repente, se le acabó el camino. Dijeron que todo fue vertiginoso. El Ford, tras una cabriola, se desbarrancó. El golpe de la caída se oyó muy lejos. Después siguió un silencio mortal que venía del fondo del precipicio. Unos doscientos metros por lo menos, los cuerpos quedaron completamente desfigurados, y con mucho trabajo se los llevo a Camargo» explicaba el tétrico informe.

Y recordar este suceso hacía a la historia porque este automóvil de Chacabuco, un Ford ocho como el de Martínez y su tripulación, había sido la primera opción que Guido había considerado cuando buscaba seleccionar un competidor que se adaptará a sus disparatados planes.

Guido no tuvo conocimiento inmediato de este terrible accidente, lo supo cuando ya esperaban en Venezuela y la carrera había avanzado bastante. Al saber de este suceso trágico, no sintió conmiseración, por el contrario, pensó que era una señal más de la suerte, animal escurridizo y agreste, que una vez más estaba de su parte.

Sin frenos sí, transitó Martínez a lo largo de ciento cincuenta kilómetros, justo en un tramo donde marcaron velocidades mortales. Pero en este caso abría paso el diamante, que después de haber salido desde el corazón de la tierra, se codeaba frecuentemente con la muerte.

Para Guido, que como podía iba siguiendo las novedades desde Caracas, una y otra de estas noticias consignadas, sirvieron para que sintiera la seguridad del éxito inexorable, de los planes que con tanto esmero había elucubrado y financiado.

XLI

Fueron días insoportables para Bruno que observaba la sinrazón de todo lo ocurrido; aunque cuando evaluaba, sentía al menos el alivio de saber que su tediosa vida le aguardaba en Buenos Aires y cuando esta espera culminara, retornaría sin importarle qué sería de la vida de Guido, y especialmente, de Cora.

Sentía que de forma fulminante, había desaparecido la enfermiza fascinación que le había provocado esa mujer y la revelación lo atemperaba.

Había sí una sombra negra que le acechaba, y no podía ser de otra manera: la imagen de Godoy mientras trasponía el último instante de su vida; persistía en los pensamientos de Bruno y sospechaba que en el futuro, no podría poner distancia entre él y aquel infausto suceso.

A Guido se le veía vacilante, su estilo campechano no era bien recibido en Caracas y quizá estaba cayendo en la cuenta de que su apuesta a todo o nada podía fallar.

Permanecían en el hotel.

El lunes veinticinco, Guido pidió información sobre tiendas de aparatos electrónicos. Por la tarde, junto a Bruno, caminaron desde el hotel hasta una callejuela comercial cercana, donde pudieron elegir una radio Radialva Súper Groom, algo antigua, pero de gran alcance, que permitiría por las noches, escuchar los informes de la carrera.

* * *

Por fin el primer parte oficial escuchado en vivo.

Veintiséis de Octubre: “ha finalizado la quinta etapa, Martínez ha logrado llegar a Arequipa octavo y se ubica décimo sexto en la general”. Las noticias provocan una descarga de euforia atronadora en Guido. No solo que Martínez y su carga millonaria se acercan sino que su posición es el promedio más perfecto que pudiera desear.

El veintisiete, sintonizan a las tres de la mañana una señal raquítica de radio Splendid, pero esa noche las noticias son inquietantes: Martínez ha terminado la sexta etapa en cuarto lugar, algo asombroso de momento, y se ubica por primera vez séptimo en la clasificación general: posición de revisión técnica, parque cerrado, inspección total del vehículo y sobre todo el motor; el desastre para el esfuerzo que han realizado hasta ese momento. Martínez nunca ha estado entre los diez mejores de la general. Los comentarios coinciden en que la actuación de Martínez está en su máximo, pero en ese deporte cualquier cosa puede pasar.

El dato es para preocuparse: Sexta etapa de catorce. Ha progresado desde la posición treinta y uno en la primera etapa. Veinte en la siguiente; dieciséis en la quinta y ahora, al arribar al sexto tramo en posición cuarto: la suma de tiempos lo ubica por primera vez entre los siete primeros del raid.

La siguiente madrugada, intentan por todos los medios, pero es imposible sintonizar algo claro. Ruidos mezclados de voces de todo el mundo, impiden comprender nada, aunque en forma esporádica, los nombres conocidos de los pilotos más famosos sobresalen en el revoltijo de ondas; crispando aún más los nervios de Guido que sufre con la espera.

En noches sucesivas ocurre lo mismo, contrario a la limpieza con que habían logrado sintonizar emisoras las dos primeras noches, ahora se encuentran incomunicados, y por cábala o lo que fuera, Guido se resiste a informarse por otro medio que no sea su radio.

Para el dos de noviembre, Guido y Bruno han elaborado una curiosa antena de cables de cobre, con diseño romboidal que instalan en la ventana. En la madrugada les permite conocer, en un breve reporte, que los corredores han finalizado la novena etapa, despedida de Ecuador y el ingreso a territorio colombiano.

En esta etapa ocurre un suceso escalofriante. Víctor Martínez, que ha corrido los últimos ciento cincuenta kilómetros sin frenos, llega a Pasto, en Colombia, y de repente se encuentra con público delante de su máquina, nada puede hacer para esquivarlos. El saldo es de un espectador muerto y quince heridos –cuatro de gravedad- (el halo del diamante sigue sumando muertos).

En principio el piloto es detenido por la policía local, pero tras la intervención de Rodolfo Camero, presidente del Automóvil Club de Colombia, se comprueba el problema mecánico del vehículo y el piloto es liberado inmediatamente para no entorpecer el desarrollo de la competencia.

No obstante el desastre, Martínez termina la etapa en el puesto dieciocho manteniendo el sexto lugar en la clasificación general.

¡Sexto lugar!. Guido vuelve a señalar a Bruno lo que implicaría el caso de que Víctor Martínez consiguiera una posición entre los siete primeros: es el peor escenario, el auto será examinado por expertos buscando cualquier modificación. Una verificación técnica que implica el desarme íntegro del automóvil para corroborar el adecuado apego al reglamento. La prueba es libre para participar con automóviles de cualquier fuerza y cilindrada, pero no se aceptan los vehículos especiales de carrera ni los autos Sport. Las carrocerías deben ser cerradas y los motores deben ser estándar y de la marca del chasis anotado

Cora permanece recluida, hace días que solo se cruzan a la hora de almorzar, su aspecto es sereno, pero el cansancio proyecta una figura descolorida. En la tarde del día dos, junto a Guido, mantienen una reunión en el restaurante del hotel (Bruno no participa) con dos hombres de catadura siniestra.

El día tres Martínez se ubica once en la etapa décima y se mantiene sexto en la general. Los informes dicen que el desempeño de Martínez es notable, lo que augura entonces que de llegar en esa posición, será sometido a la más exhaustiva de las fiscalizaciones, puesto que hay sospechas de automóviles que se encuentran fuera del reglamento.

Los días cuatro y cinco, no pueden sintonizar nada y pasan las noches en vela, fumando cigarrillos rubios y bebiendo con moderación. Después duermen, mientras el sol deslumbra el centro de Caracas.

El día seis de noviembre de mil novecientos cuarenta y ocho por fin ocurre lo que Guido espera con desesperación: Martínez tiene problemas, pierde tiempo reparando su máquina y termina la etapa doce en el puesto treinta y siete.

La posición de Martínez en la clasificación general desciende tres lugares, ubicándose en el puesto nueve.

Guido esta sereno, siente que su estrella no puede apagarse con tanta facilidad.

El día siete se completa la etapa trece: Cucuta – Varela 484 km. Martínez arriesga la vida y termina séptimo aunque no le alcanza para mejorar su posición de la clasificación general. Continúa noveno.

Es la madrugada del ocho de noviembre.

—Ahora sí, falta una… es una sola etapa Bruno… y acaba todo este calvario —se estremece Guido —la única manera de alcanzar el séptimo puesto es que gane la etapa… y eso será más difícil que poner un pleno en la ruleta.

Guido piensa que hasta un abandono de Martínez (posibilidad siempre presente) en esa instancia puede ser conveniente.

La etapa final desde Varela a Caracas: 675 km.

El primer coche se pone en marcha a las seis de la mañana del lunes ocho de noviembre. El Gran Premio de América del Sur, está llegando a su destino.

Guido empieza a elucubrar los próximos pasos. Está confiado. En el peor de los casos piensa que una vez que el auto esté en un lugar seguro, (no considera la posibilidad de que gane la etapa) hablará con Martínez de hombre a hombre y con alguna mentira “memorable”, se asegurará que el tubo que alberga el diamante, pase por fin a sus manos, antes que termine el día.

Sabe que el conocimiento es lo que hace la diferencia y es en ese momento cuando justifica con mayor fuerza el crimen a sangre fría que ha ejecutado. La presencia de Godoy hubiera constituido una perturbación impredecible para controlar el negocio que tenía entre manos.

La etapa es dramática, Guido y Bruno no se separan de la radio, ahora abundan las retransmisiones por cuanto escuchan en vivo a Luis Elías Sojit que grita, “¡Atento, atento al avión!» Y da indicios menores aunque continuos de lo que va ocurriendo.

Adelante marchan los punteros, Martínez se mantiene alejado de la zona de vanguardia. Pero pocos saben que el mendocino se ha propuesto ganar la última etapa. Ha alivianado su coche, entregando todos los repuestos a sus asistentes, se ha quedado con solo una par de cubiertas de recambio, apostando a que el peso juegue a su favor, y rogando que no se presente ninguna dificultad técnica. Ha largado desde el noveno lugar.

Los primeros doscientos kilómetros corren por un camino enripiado. Ocurren accidentes. Después de superar La Lucia y los poblados de Acarigua y Apartadero, Martínez ya ha recorrido cuatrocientos kilómetros y avanza hacia la vanguardia.

La parte final es una suerte de pandemónium y cuando se han completado unos quinientos kilómetros, Martínez adelanta a los cinco autos que lo preceden y se coloca al frente de la caravana.

Guido escucha la transmisión radial con estupor, no puede creer lo que oye, Martínez en la punta tiene, cuando pasan por el kilómetro seiscientos, cuatro minutos a su favor; cincuenta kilómetros más adelante, ha estirado al doble la diferencia. Bruno se retira a su habitación. Guido permanece sentado, con la vista puesta en los cerros lejanos que rodean la capital de Venezuela.

En las calles hay un ambiente festivo. Se escucha una ovación lejana.

Martínez es el primero en entrar a Caracas. Lo hace a las 13h55m; una multitud imponente, que los diarios venezolanos calculan en doscientas mil personas, se da cita en la llegada.

Luego arriba Eusebio Marcilla, 14h7m; y un minuto después, Onofre Marimon. Sucesivamente concluyen Ricardo López, Salvador Ataguile, Guido Maineri, Tadeo Taddia, Daimo Bojanich, …

Es de imaginar el ansia de llegar a Caracas que han experimentado los volantes después de más de nueve mil kilómetros de carrera por toda clase de caminos.

La multitud recibe a un victorioso Víctor Martínez que consigue alcanzar la posición siete en la clasificación final de la general.

Y es en esa épica instancia cuando el Ford y su tesoro oculto, el piloto y acompañante exhaustos, rodeados por una escandalosa turba; son conducidos en un santiamén, al cautiverio del parque cerrado. A la espera de la verificación técnica; para desazón de Guido y Bruno, que han estado en el hotel de Caracas, pegados a la radio, con sus cuerpos petrificados. Guido no quiere pensar que los oficiales de la carrera encuentran el tubo, y lo abren ante la prensa de gran parte del mundo.

Por esas horas, sale de su retiro Cora con buen semblante. Encuentra en su cuarto a Guido, solo y abatido, (Bruno se ha retirado).

Y cuando Guido va a relatar los inconvenientes que se han suscitado: Ella, no le deja seguir.

Cora ha soportado con estoicismo toda la secuencia de hechos, hasta el arribo de Martínez. Cuando esto ocurre intima a Guido buscar a Godoy, entiende que el vehículo de auxilio tiene que haber llegado también.

Guido intenta explicar el contratiempo.

Pero ella lo interrumpe. —No hay que preocuparse por el auto ni por Martínez —le asegura a Guido —el diamante lo trae Godoy. Y no te aflijas —dice Cora, dirigiendo su mirada a la cara de Guido que va transformándose en una máscara pálida —el costo de los servicios de Godoy los asumo con mi parte.

XLII

Cora había determinado como Guido, que el instinto criminal de Godoy era el mejor garante era el mejor garante para lograr el contrabando con éxito, pero habían utilizado estrategias inconexas.

Cuando escuchó aquello que Cora decía, Guido asumió que perdía la cabeza, el stress de tantos días empezó a pasar factura y no reaccionó con coherencia. Ante la ausencia de Bruno que bien lo habría vinculado a la realidad, continuó como si nada hubiera ocurrido con Godoy; y hasta le exigió explicaciones a Cora, recriminando haberle escondido tamaña decisión.

Guido le preguntó que es lo que le hacía pensar que Godoy no desaparecería con el diamante.

Entonces ella admitió que no había sido honesta con él, que había trabado relación con Godoy y lo había hecho de forma secreta porque de esa manera podía, con promesas, asegurar que él se reuniría con ella.

Guido no se inmutó por esta confesión y con conciencia de su error, más sin poder reaccionar, siguió el curso de la conversación que continuó con los horribles detalles que Cora desveló; la manera que utilizaría el mecánico, para superar algún registro al que fuera sometido: el plan provenía de un camarada de Godoy, ex convicto, que en cierta ocasión le había revelado que un objeto de tamaño apropiado (y el diámetro del florentino era perfecto para el caso), bien podía ser portado en el recto tras introducirlo por el ano, como hacían los penados en diversas situaciones.

Entonces Guido cayó en la cuenta del desastre. Como si fuera un relámpago recordó la horrible ventosidad (última expresión sonora del cuerpo de Godoy en el trance de muerte), que escuchó cuando salían con Bruno después del disparo que terminara con esa vida. Pensó que había sido una burla propia del diamante.

La realidad lo estremeció; y con total franqueza le dijo la verdad a Cora, sin mirarla a los ojos, a la vez que se tomaba la cabeza y se retorcía el cabello con los dedos de las manos.

XLIII

“¡Estúpido!…, ¡estúpido!…, ¡mil veces estúpido!”…, escuchó Bruno esa tarde, los gritos de Cora, que con la cara desencajada (una vena azul cruzada en su frente), le lanzaba a Guido, quien fue adoptando un semblante simiesco, como si algún ángulo crítico de la estructura de su rostro, se hubiese roto para siempre; y así había ocurrido. Guido nunca recuperaría su persona hasta el último día de su vida.

Había intentado explicar a Cora el percance que tenían por traslación de la suerte, con que había sido agraciado Martínez; pero que a ellos, los hundía en un mar de incertidumbre.

Ella le había cortado en seco tomando control de la situación y preguntado donde estaba Godoy. Guido había respondido con evasivas y ante ello Cora, le había descerrajado toda la verdad: el diamante había sido retirado del auto, el diamante venía en las manos de Godoy.

Guido no pudo seguir con la farsa y en ese momento llegó el principio del fin.

Se podría decir que contra lo esperado: una escena cargada de improperios rabiosos, entre palabras que explicaran, detallaran, relataran…; la escena que protagonizaron Cora y Guido en aquel momento, solo vibró con los gritos de Cora en el inicio; después todo quedo aplastado, seco… un silencio de muerte.

Guido y Cora se conocían bien. No les fue preciso decir más. En el acto se dieron cuenta de que habían cometido un error irreparable.

Un único instante abrupto se sumó antes del final. Guido dijo que de todas formas Godoy jamás iba a dejar pasar la oportunidad de «cortarse solo”, y que él, al dejarlo «quieto” en Temperley, había hecho algo menos malo, que la ausencia irreversible que el mecánico, con el diamante en su poder, realizaría para su propio beneficio.

—No hables estupideces —le dijo Cora, con voz acalorada. —Le prometí algo que él sabía bien que yo le iba a dar si tenía éxito. Y yo sabía que por esa promesa, él iba a venir seguro, contra viento y marea.

Y Guido, adoptando un gesto nuevo en su fisonomía, un gesto estúpido…, preguntó:

—¿Y qué le prometiste Cora?

Y ella, poniendo su mano derecha con fuerza en la entrepierna, lo buscó con una mirada llena de furia y le dijo con un brutal golpe de voz:

—¡Esto!…, imbécil

Guido bajó la cabeza y dijo suspirando, con voz de tumba.

—La cagamos.

—¡No…, vos la cagaste!.

Bruno decidió dejarlos esa misma noche. Abandonó el hotel y se dirigió al aeropuerto para volar a Buenos Aires en la primera oportunidad que tuviera.

Antes, se despidió de Guido a quien dejó las divisas que él creía excedían las que necesitaría para regresar.

De Cora no supo más nunca nada. Y si alguna vez la recordaba, la sensación de ese recuerdo, terminaba asociada a una melodía que desde siempre, era el primer sonido que emitía la radio a primera hora de la mañana, y él odiaba.

Cora y Guido pasaron días sin hablar, sin dormir, sin comer… transcurrido ese tiempo, se animaron un poco, y decidieron volver a Argentina.

Ahora seria cuestión de buscar «dónde diablos” podía estar el maldito diamante. ¿Dónde lo ocultaba Godoy en el momento de morir?.

La historia que siguió, fue un descalabro.

XLIV

Regresaron desesperados, ya no tenían dinero por lo que fueron días de furiosa decadencia. Guido fulminó la última chequera que poseía y dedicaron todas sus energías y recursos a encontrar el diamante.

Junto a Cora, asaltaron la casa de Godoy, realizando un registro minucioso, sin obtener el menor indicio de que se hubiera escondido el diamante en algún rincón de la propiedad.

Todo el equipaje que el mecánico tenía alistado para viajar, había sido secuestrado por la policía y se encontraba en un depósito judicial al que mediante artimañas, pudieron llegar; pero fue en vano. Revisaron todo en detalle sin encontrar nada más que unas prendas ordinarias, revelando la seguridad (en sus cavilaciones) de que no era descabellado que Godoy, al momento de morir, tuviera el diamante instalado en el recto. Algo que inicialmente habían descartado, pensando que el mecánico solo utilizaría ese asqueroso recurso extremo, a la hora de pasar por alguna revisión fronteriza.

Verdad es que el cuerpo de Godoy era ya un montón de cenizas. Tal como fuera expresado, su destino había sido un horno crematorio, después que la investigación policial concluyó de modo erróneo, que el mecánico se había disparado a él mismo, acabando por fin con su vida.

Aquel fue el final provisional de la búsqueda frustrada.

Guido y Bruno dejaron de frecuentarse para siempre.

Cora desapareció un buen día sin dejar el menor rastro.

Pero Guido, que se encontraba enajenado y no quitaba de sus pensamientos los sucesos pasados, no perdía oportunidad de proseguir la búsqueda, ante cualquier sospecha.

Guido ya no era el hombre que habíamos conocido. La miseria lo acechaba y no tenía (él lo sabía) ninguna posibilidad de afrontarla.

Siguió investigar el lugar donde el mecánico había sido incinerado. Pero no consiguió nada, de momento, por ese lado. Guido había estudiado que de haber estado oculto el diamante en el cuerpo de Godoy, la gema no habría percibido cambios, puesto que la temperatura del horno crematorio, no llegaba a ser una fracción de la que requería un diamante para su destrucción.

A Zulema Escalante, acudió cuando su intuición lo llevó a seguir hurgando en el predio de Temperley. Ganó la confianza de la mujer y eso le permitió a Guido, revisar una y otra vez, con distintas escusas, todos los lugares de la quinta que su imaginación cada día más perturbada, le iba sugiriendo como posibilidad de un escondite; siempre con resultados frustrantes.

Pero el destino reservaba situaciones grotescas.

Cuando poco faltaba para que hubiesen transcurrido tres años desde el asesinato de Godoy, cierto día llegó hasta Guido un rumor insólito: el cadáver del mecánico nunca había sido cremado. Y no por un error; era más bien por una vil estafa de la empresa funeraria contratada para la tarea. Se sabe que la calcinación de un cuerpo humano requiere de una tecnología de costos no menores.

Primero un rumor, pero Guido no tardó mucho tiempo en conocer la verdadera historia de lo sucedido. Los restos de Godoy al igual que otros tantos, no habían sido incinerados por la empresa de pompas fúnebres, Guido conoció de primera mano que el responsable, un comerciante inescrupuloso, toda vez que podía, hacía pasar un servicio de cremación como realizado, pero lo real era que los cuerpos terminaban enterrados en una zona de desconocidos del cementerio de la chacarita. Fraguando hasta la entrega de apócrifas cenizas que eran obtenidas de malsanos orígenes.

Fue el desastre final. Guido utilizó los minúsculos restos de su don de gentes, para entablar amistad con un empleado de la funeraria y esto le permitió, después de meses de intentos fallidos, obtener el dato exacto de dónde se ubicaba la sepultura de Godoy que a la sazón, compartía con otros dos cadáveres.

El resto es conocido, estuvo en la página de policiales de todos los diarios de la capital.

Guido fue sorprendido en una noche negra de octubre del cincuenta y dos, por la comisión de tres inspectores de la policía federal; revolviendo la región anal de los inimaginables restos de Godoy, provisto para alumbrarse, de un titubeante candil de aceite.

Una escena infame, cuyo siguiente acto fue la confesión de parte a parte, por boca de Guido, del crimen que había cometido. Esa confesión se constituyó en las últimas palabras que expresó mientras estuvo libre. Un “acto inevitable”, le aseguró a los pesquisa que había sido su acción. Esa misma noche fue privado de la libertad y aunque más adelante, cuando recibió asistencia legal, intentó desdecirse y esquivar su responsabilidad, esto ya no era posible de ninguna manera. Los detalles que había dado esa noche en el cementerio, en medio del espeluznante hedor de aquel acto diabólico, impidieron resistir el sostén de cualquier desmentida o coartada.

Cuando más adelante, algunos de sus amigos de la última hora, pagaron por un costoso bufete de abogados: estos encontraron que la mejor estrategia para intentar salvarlo de la cárcel, sería que pasara por demente. Pero en el juicio, cuando esto fue puesto en juego, una y otra vez Guido fue traicionando las mentiras. Y en los momentos cruciales, reafirmó la autoría del hecho; como si un sino de derrota, pero también de victoria en honor a la verdad, se hubiera clavado para siempre en su conciencia. Nunca mencionó que al momento del crimen se encontraba acompañado, y nada dijo del diamante, quedando como explicación para aquella acción funesta el delirio del asesino que regresa al lugar del crimen, en este caso al «cuerpo del delito»

A Bruno no se le requirió oficialmente, pero su imputación estuvo siempre a un paso de la firma, mientras se instruyó el proceso que terminó en aquel resonado juicio, que condenó a Guido Marini a veinticinco años de reclusión.

XLV

Fue al conocerse la noticia nefasta de la profanación en el cementerio de la chacarita, cuando mi memoria liberó el recuerdo de esa lejana noche. El momento en que vi como Guido Marini y Bruno Antolín, escapaban de la quinta de Artemio Godoy. Yo era aquel niño en Temperley.

La imagen nítida se mantenía encerrada en la memoria de mi inteligencia que hacía perdurar la ofuscación, sin que nadie ni nada pudiera sacarla.

Pero el perturbador episodio que protagonizó Marini en el cincuenta y dos, que llevó a que perdiera su impunidad; liberó de forma involuntaria mis recuerdos y me obligó a recapitular y recuperar la llave del enigma que siempre había estado en mi poder: dentro de un pequeño bolso que con remordimiento criminal, yo mantenía oculto, y que contenía algunas pertenencias de Godoy.

Acudí al lugar donde la misma noche de aquel luctuoso suceso, lo había escondido antes de correr a mi casa; y para mi asombro permanecía intacto.

Ante mí: el bolso mensajero negro de Godoy. Cargado con un manojo de papeles que en parte, habían perdido su constitución. Pero que conservaba indemnes, además de sus documentos legales, un cuaderno de notas con tapas de cuero.

En ese cuaderno, usando una letra apenas legible, el mecánico había anotado una narración que comprendía las razones que le hacían optar por el motor Ford, del auto de Víctor Martínez, como el sitio elegido para contrabandear el diamante. Lugar donde por cierto siempre estuvo, desde la madrugada en que lo habían instalado junto a Guido. Y que jamás retiró como le había hecho creer a Corina Medrano.

El “misticismo Industrial” era el principio que regía esa decisión. “Confianza en la máquina” había escrito. Esto entre otros relatos de índole personal que dejaban en claro que Godoy, cargaba con un grado de desequilibrio considerable en sus pensamientos.

También en aquellas notas había referencias a Cora; de las que se desprendía que la mujer había instilado en él, gota a gota, concretas y ardientes esperanzas que le mantenían exaltado. Al igual que Bruno al comienzo, las intenciones de Godoy llevaban una dirección que no admitía desvíos.

Las noticias del destino del motor Ford del auto de Víctor Martínez son difusas.

Cuando Cora puso a Guido en conocimiento de lo que (ella creía) habían decidido con el mecánico (el repugnante plan de contrabandear el diamante en su recto tras introducirlo por el ano), el auto de Víctor Martínez que se encontraba cautivo en el parque cerrado de la carrera, en Caracas, perdió importancia. Se sabe que el bólido fue revisado con celo en la verificación posterior, y que no hubo ninguna objeción, por cuanto el ardid de Godoy, soldado en el block del Ford, pasó desapercibido por completo.

Una vez liberado, el auto estuvo disponible (mientras Víctor Martínez se preguntaba intrigado por Guido) hasta el posterior traslado a Lima, desde donde fue de la partida en la carrera de regreso que se inició en Perú el dos de diciembre. Realizó el recorrido en competencia con mayores dificultades, pero con éxito, llegando a Buenos Aires el once de diciembre en la posición veinte, después de una travesía que incluyó el cruce de la cordillera de los Andes.

Es imposible saber si alguien encontró nada en aquel motor, que siguió por años impulsando cachivaches. Y por todo lo relatado es probable que en algún lugar del sur de la región de Cuyo, olvidado en un sitio inverosímil: un enorme artefacto de metal cubierto de óxido y aceite, esconda en su interior un diamante que se cuenta, si es que fuera “el florentino” entre los más valiosos del mundo.

Epilogo

Es veintitrés de septiembre de 2014. Después de cerrar esta libreta donde escribo, y mientras discurre el otoño de mi vida: la tarde transcurrirá para mí, ante el melancólico espectáculo de un depósito de chatarra, en el departamento de Guaymallén, en la provincia de Mendoza. Allí, con la fe del prospector que busca minerales, voy a revisar media docena de motores Ford de los años cuarenta; que en su totalidad conservan los bloks intactos, y se ajustan a las probabilidades.

No es la primera vez que busco, lo he hecho durante décadas.

Llevo andando por la tierra setenta y ocho años y me permito asegurar por experiencia, que no es la ambición lisa y llana del “vil metal”, aquello que me impulsa. Pienso que es más bien curiosidad infantil. Tal vez la misma que me llevó en esa noche aciaga del cuarenta y ocho, a entrar en el lugar donde Guido Marini acababa de asesinar a Artemio Godoy, a sangre fría.

Sigo buscando además, con una convicción perpetua; la de creer que siempre… “El tesoro, está en las ruinas”.

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