Pero del principio ya ni se acordaba. No recordaba la rabia que le daba la idea de pasar el verano en el pueblo. Habían pasado varios años sin ir. El de la pandemia, otro año más que no se podía viajar, y éste por fin volverían a encontrarse con la familia.
Pero a Mónica no le hacía ninguna gracia, estaba muy enfadada. Sus amigas irían a un campamento, sin ella. Sus padres no podían permitírselo. Cuando le dijeron que no podía ser y que, en su lugar, la idea era dejarles todo el verano en el pueblo se sintió muy, muy mal. Ella y su hermano en casa de los abuelos, a los que no veía nunca, de los que casi no se acordaba… No le gustó nada la idea.
No entendía que su padre, Marcos, tenía un trabajo en la construcción y se pasaba el verano echando horas, apenas lo vería en el día a día. Luego se cogía las vacaciones en temporada baja, y no iban de viaje ni a la playa ni a ningún sitio. O que su madre, Julia, ese verano solo estaría con ellos a ratos pues había conseguido un trabajo a media jornada cubriendo las vacaciones en una empresa de limpieza de oficinas.
Estuvo de morros varios días, casi sin hablar y lo poco que hablaba era para contestar mal a su madre o para pelear con su hermano.
Ya cerca de la fecha del viaje su madre le decía:
—Vete pensando en qué vas a llevar en la maleta—
—¡No voy a llevar nada!— contestaba con el ceño fruncido. —Pero si el pueblo es una mierda, yo no quiero ir…
Cuando sólo faltaban dos días:
—Creo que puedes meter tus zapatillas amarillas, y recuerda meter el bañador, que está la piscina de tu tía Ascen— le recordaba su madre.
—¡Pero que no quiero ir! ¡Ni bañador, ni zapatillas, ni nada! ¡¡¡El pueblo es un rollo, buff!!! — refunfuñaba.
—Mira, no voy a discutir contigo, no hay más remedio y es lo que vamos a hacer— decía su madre mientras iba metiendo en la maleta todo aquello que Mónica no quería ni tocar.
Para ella pasar tooodo el verano en el pueblo era bastante abrumador. Allí no estaban sus amigas de la ciudad, con las que compartía juegos y confidencias, se prestaban ropa unas a otras, o incluso, ya habían hecho alguna fiesta de pijamas pasando el fin de semana juntas. Ese verano no podría hacer nada de eso. Encima se perdía la oportunidad de compartir con ellas la experiencia del campamento. Estaba muy, muy enfadada.
Además, el viaje era largo y pesado, en el coche destartalado de su padre, que traqueteaba y rugía todo el tiempo…
Y encima, estarían en casa de la abuela, que era una casa de pueblo vieja y fea, con corral con gallinas y conejos que olían fatal, y ni siquiera tenía ni televisión ni nada…
Y encima, allí le tocaba compartir cama con su hermano Carlos…
Y la comida de la abuela solo eran guisos y “comida de pueblo”…
Y no había ninguna hamburguesería, ni pizzería. Sólo había un bar, no muy grande, con una máquina de latas de cacahuetes, nada más, un rollo todo, vamos.
Para Mónica todo eran pegas, un rollo, una mierda…
Llegó el día del viaje. Mónica se lo pasó entero con los brazos cruzados, la barbilla pegada al pecho, el ceño fruncido y bufando cada dos por tres.
A Carlos, su hermano de 8 años, le encantaba cantar mientras viajaban.
—Ahora que vamos despacio.
Ahora que vamos despacio.
Vamos a contar mentiras, tralará.
Vamos a contar mentiras, tralará.
Vamos a contar mentiras—.
—¡Bufff! ¡Carlos! ¿Te quieres callar?
Pero no le hacía ni caso. Otra cosa que le encantaba a Carlos era hacer rabiar a su hermana, y esta vez lo estaba consiguiendo muy fácilmente.
—¡Que te calles, pesao! ¡Mamaaa, dile a Carlos que se calle!
Su madre, en lugar de decirle nada, le acompañó cantando…
—Por el mar corren las liebres.
Por el mar corren las liebres.
Por el monte las sardinas, tralará.
Por el monte las sardinas, tralará.
Por el monte las sardinas—.
Mónica estaba indignada, enfurecida, malhumorada… bufando una y otra vez, y mirando todo el tiempo por la ventanilla, sin querer hacerles caso.
Su padre se unió a la canción.
—Salí de mi campamento.
Salí de mi campamento.
Con hambre de seis semanas, tralará.
Con hambre de seis semanas, tralará.
Con hambre de seis semanas—.
Mónica tenía la cara colorada como un tomate, arrugada como una patata vieja y más tensa que los calcetines sucios que no recogía de debajo de su cama.
No sólo no le hacían caso sino que en la canción hablaban de campamentos. “Grrr, vaya viaje de mierda”, pensaba Mónica todo el tiempo. No disfrutó ni de las canciones, ni de los juegos de palabras encadenadas, que su hermano siempre se liaba y le hacía reír. Pero esa vez no, no quiso decir ni mú.
Ni del almuerzo que tomaron cuando pararon en la gasolinera, ella no quiso tomar nada. Carlos, en cambio, se tragó una palmera gigante de chocolate casi de un bocado. Mónica lo miraba de reojo, viendo como se lo zampaba, con envidia, mucha envidia. Pero ella no, ella estaba súperenfadada y no pensaba divertirse ni un segundo.
Por fin llegaron al pueblo, el dichoso pueblo, pequeño, aislado de todo, rodeado de bosques, con un arroyo que lo atravesaba y sin cobertura en los móviles.
Los abuelos salieron a la puerta a recibirlos. Mónica se quedó mirando fijamente a la abuela Luisa. ¡Se parecía mucho a ella! Era menuda, con flequillo y pecas como ella, el pelo también castaño pero ya jaspeado con algunas canas. Los ojos vivos, marrones. El abuelo Ramiro, en cambio, era grandote, con la nariz regordeta, poco pelo y unas manos gigantes, con las mejillas coloradas y una gran sonrisa. Era una pareja curiosa, ella era como un duende del bosque y él como un troll.
Sus padres les abrazaron y les dieron dos besos.
—¡Dichosos los ojos! ¡Tres años ya sin veros!— exclamó la abuela.
Ella y su hermano se quedaron un poco por detrás sin saber muy bien qué hacer. El abuelo Ramiro tomó la iniciativa:
—¿Y estos dos mozalbetes?, ¿de dónde han salido?
“¿Mozalbetes?, ¿qué les estaba llamando?”, pensaba Mónica preocupada.
—Venga chicos, saludad a los abuelos— animaba su madre.
Carlos recibió el abrazo de sus abuelos con alegría. Él estaba encantado. El achuchón de la abuela le pareció suave y acogedor. Y sintió las manotas del abuelo fuertes pero que lo abrazaban con cuidado. En cuanto a pasar el verano en el pueblo, estaba ilusionado. La última vez que estuvieron allí él tenía unos 5 años y apenas se acordaba. Todo aquello le parecía una aventura. Nunca había hecho un viaje tan largo con el coche, y disfrutó las dos horas en todo momento.
Pero Mónica no estaba por la labor de sentirse bien. Cuando recibió los abrazos de sus abuelos se puso tiesa como un palo. Soltó un gruñidito como saludo y enseguida se apartó.
Su madre enseguida intervino:
—A Mónica no le gusta nada la idea de pasar el verano en el pueblo.
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