Monse sacaba a Doña Lola de paseo cada mañana. Lo primero que hacían era comprar el pan para desayunar. La abuela tenía mal genio y siempre estaba de bulla con Laura, la dependienta, le gustaba ver si podía hacer que se enfadara, cosa que era imposible. La muchacha tenía mucho mundo, era la quinta generación de su familia que trabajaba en la panadería y sabía lidiar con todos los clientes.
Con el carácter que tenía la abuela, el único que decía amén a todo fue su marido José. Un hombre pacífico, solitario. Todo lo que aprendió lo supo en la milicia ya que no pudo ir al colegio. Lo que hacía muy bien era cocinar y obedecer a su mujer.
La abuela vivía sola, después de la muerte de su esposo sus hijos la olvidaron. Más bien se desentendieron de sus responsabilidades. No llegaron a entender su forma de ser, siempre preocupada del trabajo. Sólo quería ganar dinero para esconder. Pues vivía con miedo y no disfrutaba. Aparte la encontraban un tanto desquiciada, siempre estaba peleando con alguien, y muchas veces la encontraban hablando consigo misma.
Los años se fueron quedando en sus piernas y con noventa encima ya no podía caminar. Toda una vida con su máquina de coser día y noche, le pasaron la cuenta y como no hacía otra cosa, cuando quiso caminar ya era muy tarde. Por eso tuvo que contratar una persona para todo servicio, la cual pagaba con el dinero que ahorró durante todos los años de trabajo y el de su pensión.
No fue tarea fácil ya que era una persona impredecible. Monse era la décima que contrataba, aparte de la veintena que estuvieron a prueba. Esta chica estaba ganando un lugar en el corazón de La abuela. Y no porque le llevara la corriente, si no que tenía gracia y un carácter fuerte, se hacía valer ante cualquier disyuntiva.
La hora del día que más disfrutaba la abuela era después del desayuno puesto que tenía su secreto. La bajada de La Alhambra era siniestra, así lo creía la muchacha, la oía hablar con alguien disimuladamente, algo así como un amigo imaginario.
Aunque la abuela por las calles saludaba a todo el mundo. No le agradaba tener visitas en casa. Disfrutaba su soledad y ver novelas por la tarde era su única entretención.
En las noches todo cambiaba parecía casa de locos, peleaba con el abuelo enviándolo al mismísimo infierno, por si no estaba allí. Con palabras llenas de cólera y odio. Sabía que la abuela se hacía mayor y con demencia senil, pues no era mucho lo que se podía hacer, sólo paciencia tolerancia y sentido común.
Una mañana de tantas en la panadería «La Gracia De Dios» estaba de visita Antonio.
Cuando Dolores lo vio pregunto:
— ¿Eres mi Antonio?
El hombre exclamó:
— Depende de qué Antonio habla usted estimada señora.
— El mío me reconocería seguro no eres tú.
El hombre hizo un gesto de interrogación a Laura y ella lo llamó para la oficina que estaba al costado de la tienda.
No haga mucho caso a la abuela, es nuestra clienta de toda la vida. Dice conocer a Don Antonio desde que eran chavales. Que sabe todos los secretos de nuestro pan. Que el principal ingrediente es el cariño. Luego harina, agua, sal y levadura. Tiempo y paciencia para tener el mejor pan de toda Granada. También cuenta que veía a los padres de su abuelo sudar cada día con trabajo y esfuerzo para tener a primera hora lo que sería «La gracia De Dios» desde el año 1920. La verdad no se tanto, aunque llevo viniendo aquí desde que mi madre me llevaba en el vientre, usted lo sabe. Además, es que la abuela es un poco mística y está un tanto mala de su cabeza la pobre, cuenta muchas cosas, no se le puede creer todo.
El otro día contó una fantasía muy peculiar. Dijo que antes de casarse vino a buscar a su Antonio. Habían quedado de juntarse a los pies de la Alhambra. Como siempre compró el pan, una hogaza grande. Cuando iba subiendo la Cuesta de Gomérez lo vio con una mujer embarazada. Iban de la mano muy felices. Ella buscaba una excusa para no enfrentar su realidad. No estaba enamorada del que sería su marido, Don José. Quería verse en los ojos de su Antonio, pero, ya había otra bañándose en ellos. Corrió bajando la cuesta y por Plaza nueva se fue al paseo de los tristes a llorar su infortunio. Desmigo el pan y se lo arrojó a los gatos que estaban bajo el puente. De pronto a la par con los gatos había una niña de ojos verdes como esmeralda que brillaban de una forma sobrenatural. Que señalando el pan le dijo:
—Un día tu amado, el que sueñas, estará esperando que vengas a por él, nunca dejes de traer pan, este pan. El que se hace con amor y dedicación. «El que quita el hambre».
Luego se volvió para ver si alguien había visto a la niña con esa preciosidad de ojos y la gente pasaba por su lado sin prestar atención. Si viene más seguido por aquí se dará cuenta de las historias cada día es una diferente y hay clientes que le creen, sobre todo los niños, la escuchan mientras disfrutan nuestras magdalenas y otras delicias.
Él se frotó la barbilla con la mano y se quedó enmudecido contemplando a la abuela que seguía parloteando con otras clientas en el pequeño establecimiento.
Después de unas semanas apareció Antonio otra vez en la panadería y observando a Laura trabajar con mucho ánimo y alegría; se acercó y le dijo:
— Laura ¿podemos conversar cuando vayas a desayunar? Tengo novedades de tu Abuela Lola
— Por supuesto en veinte minutos le acompaño.
Bueno Laura he averiguado con mi abuelo que conoce a Doña Lola, no sabía que aún estaba con vida, por lo general los mayores con lo de la pandemia no han resistido y han pasado a mejor vida. Me ha contado que se conocieron de adolescentes, ella venía llegando de Cádiz con su madre viuda y con cáncer. Eran tiempos difíciles.
En su niñez vivía cerca de la playa y al estar sola en casa salía a mendigar para comer en el día, puesto que su madre trabajaba hasta el anochecer. La guerra civil había dejado mucha hambre en toda España. Ella pedía pan en los conventos, las monjas ya la conocían tenía una hermana pequeña que llevaba siempre a cuesta, le balbuceaba pidiendo pan. La abuela le daba la hogaza entera, no quería que su hermanita pasara hambre, en esos tiempos nadie se asombraba de ver a una niña de diez años con un bebé. Cuando llegó a Granada y conoció nuestra panadería no quería irse, estaba siempre a los pies de los padres de mi abuelo metiendo sus manos en la masa, quería aprender el secreto del pan. Para que nunca más en el mundo hubiera niños con hambre, como tuvo que pasar ella. El secreto es que en el puente del “Paseo de los Tristes” ella se encuentra con su niña interior, los ojos verdes esmeralda, que tanto menciona, representan el hambre. Se pone a desmigar una hogaza pensando en su hermana que donde este, en cualquier rincón del universo venga a comer el pan.
Un día cualquiera en el convento le habían ofrecido leche y tenía que ir a buscarla a una hora determinada. Para no llegar tarde dejó a la niña sentada cerca de la playa con la hogaza que le regalaron unos vecinos del sector. Pero al volver encontró a su hermanita, que sufría de ansiedad ahogada con el pan. Nunca tuvo consuelo, su madre no habló del tema, sus vidas se llenaron de un silencio absoluto. No explicó a su Lola la situación, ni hubo tiempo para llorar a la niña. Contar historias, hablar sola, regañar y musitar es su forma de curarse y crear recuerdos que no sean duros como la guerra, la muerte y el hambre.
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