La venganza de los Pérez

Índice

I Éxodo

II Inocencias

III Piedra libre

IV Una verdadera heroína

V Iniustitiam

VI En el nombre de Dios

VII Ahora las sirvientas, a la cocina

VIII Yahvé es bueno

IX Alida Celena

X El rollo en la boca

XI Cazador furtivo

XII El salto del tajo

XIII ¡Viva la libertad del Alto Perú!

XIV Malleus maleficarum

XV Descartable

XVI Un cambio significativo

XVII Los fuegos sagrados

XVIII Amílcar

XIX Tesoros en Titiri

XX ¿Qué será de nosotros?

XXI Una tecnología maravillosa

XXII Cada uno atiende su juego

XXIII Bado encapuchado

XXIV El cuchillo verijero

XXV Un escándalo de cadáver

XXVI Fausto

XXVII Aproximación indirecta

XXVIII Un peligroso terrorista

XXIX Protocolo para marchas de banderas

XXX Zafarrancho de combate

XXXI Exequias y cadáveres

XXXII Papeles de colores. A modo de sonata, en dos movimientos y un interludio simple

¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?

¿Quién quita del cometa sus ojos cuando estalla?

¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?

¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida,

como si fuera un promontorio o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

Ninguna persona es una isla, la muerte de cualquiera me afecta,

porque me encuentro unido a toda la humanidad,

Por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas,

doblan por ti.

John Donne

I

Éxodo

Los fugados iban tirando de sus propias sombras hacia un destino prefigurado en mapas impresos en secreto. Iban hacia el este, donde la tierra se hacía río y el río, bandera.

Arriba o abajo, atrás o adelante, a un lado u otro, no había nadie. El paisaje estaba vacío de manos y piernas, de ojos y bocas, de cueros y raíces, de sangres y aguas; solo ellos solos, solos de cielos a pie, solos de nube y uña y niebla y lengua, atravesando el irascible polvo de molidas piedras ancestrales.

Anduvieron siguiendo las huellas inconclusas dejadas hacía tiempo, eran huellas emboscadas entre los atávicos polvos. Las seguían buscando la posta donde los esperaban otros con sus mismas angustias.

Los días, sobre la tierra, descendían como geométricas señales y se repetían del mismo modo desde los tiempos en que no había memoria. De la mañana a la noche bajaban en las mañanas en húmedas trenzas de azules, en las tardes en húmedas trenzas de rojos y naranjas (una manera de incendio vertical), y en las noches en húmedas trenzas de negros minerales de estrellas como alhajas. De la noche a la mañana, pabellones de fuegos al alba, láminas violetas entre rayos al crepúsculo, azulejos barnizados por rocíos en la noche.

Mañanas, tardes, noches, puras y secretas; mañanas, tardes, noches vigilantes e iracundas; se volvían hostiles, enemigas, adversarias si descubrían el paso de los perseguidores, para aplastarlos como a larvas de las putrefacciones de los conquistadores que se devoraban la sangre y las entrañas entre ellos en busca del oro, la plata y la preciosura de la gema andina, y que rastreaban con aullidos la marcha de los fugados de la inmensa casona resecada. Su orden era matar a “La Reliquia” y arriar la bandera definitivamente.

Justo en el centro de unas manchas llanadas de delgados pastos, retozaba el camino hacia adelante. El camino se hacía ancho o se amurallaba, se hacía angosto o desfilaba serpentino, se hacía infinito o insignificante. Siempre rendido al paso de los exiliados se hacía refugio. Cuando la caravana avanzaba, el polvo deshacía el destino de las huellas estampadas, borroneando las marcas para ocultar el rumbo.

Dentro de un cubículo de aspecto monacal que cargaban sobre un carretón tirado por dos mulos –rechazaron en ese tramo del viaje el rugido de un motor, alcahuete mecánico en esa vasta soledad silenciosa–, el ilustre reposaba la retirada. Arriba del cuchitril, a modo de techo, telas rudas hacían sombras y las sombras dejaban sus caprichos sobre la augusta cabeza calva del perseguido. Periódicamente, alguno de los custodios humedecía sus labios con una suave esponjita aterciopelada; el agua era del rocío que perlaba su frescor antes de acariciar la piedra polvorosa del sendero.

Los vientos aprovechaban los caprichos de las sombras para rozar murmurios la piel cetrina de “La Reliquia”, que se trasparentaba dejando al descubierto territorios de sangre apenas invisibles, entre los secos músculos y los fosforescentes huesos. Y luego de sus caricias, esos mismos vientos, rodaban hacia los horizontes en los cuatro puntos cardinales, sonando una música fragante que aligeraba la marcha con sus alegres sones de vidalas. En ese solo instante todo era música y encendía el cielo de meteoros que iluminaban los contemplativos ojos humanos que esperaban una mágica señal alentadora.

Desde que abandonaron el caserío esquivando el asesinato, la fuga se hizo difícil. El sol se espesaba, el viento era torrencial, las piedras se abismaban en una geología incomparable. Caían abruptas hacia un pozo sin fondo, bochornoso. Y “La Reliquia” no hallaba sosiego ni en el recuerdo de otras marchas pasadas, donde sufrió hasta la muerte a otros perseguidores que martirizaron la muerte a garrote vil, a sangrantes espadas, a flamígeras cruces.

Buscaba los ojos de aguas sonámbulas.

Buscaba los ojos de misteriosas esperanzas.

Buscaba los ojos de silencio ungidos.

Buscaba los ojos caudalosos de Amanda.

Ojos que en dichosas miradas palpaban sus anhelos y que dulcificaron sus días desde un tiempo que no podía contar porque el tiempo se le había hecho un enigma con la boca muerta.

Una palabra de Amanda hubiera bastado para serenarlo cuando estallaba en clamores. Y estallaba en clamores que se parecían al grito del que padece un hambre centenaria, incurable, y a puñetazos las sílabas inarmónicas descerrajaban un quejido que, a fuerza de repetido, movía a la compasión de sus bisoños custodios.

Los resecos tejidos de su garganta se ajaban como papel biblia; impedidos de sangrar, arrebujaban los sonidos para que no lastimaran. Rumiaba las palabras, hasta disolverlas, palabras que abandonaban su condición de palabras y se hacían vientos, palabras que se hacían humos, palabras que se hacían tierras en porciones inasibles, y sonaban sus verdades como suena el ventisquero en los murallones de la inmensa quebrada; apretujando los labios musgosos para que palabras de viento, humo, tierra y ventisca no escaparan inadvertidas por quienes debían oír la historia sonando como el sacro sonido de una catedral indescriptible. Los labios entonces tornasolaban de un rojo desertado esencial a un rosa inadvertido, pálido y vaporoso; el viraje del color se pronunciaba cuanto más gritaba una proclama guerrera intrépida y disciplinada.

Cuidaba en extremo su discurso, por lo que hacía un esfuerzo desesperante, y disponía esos labios en cerrojos, para que no se fugaran desorientadas, extraviadas, sus oraciones. Eran esas palabras-plegarias venidas de un pasado lejano grabado a la infinita intemperie de las piedras, tal vez repetido sinnúmero de veces como plegaria al alcance de la memoria fresca de algún sobreviviente si lo hubiera. Su perorata enigmática dejaba boyando en el aire suspendidas sus jerigonzas emocionadas e incomprensibles. Sus confundidos y confidentes oyentes, las más de las veces no alcanzaban a escapar de las trampas que las palabras urdían hasta desorientarlos. Luego de un tiempo y con gran esfuerzo, lograba el joven a cargo de la fuga, comprender el significado de sus arengas.

Quien reemplazó al suboficial “Pérez”, en su oficio alucinante de argonauta de la patria, perseguidos por esa jauría que esperaba devorarlos a la vuelta de una senda inexplorada, sonreía satisfecho, aunque no convencido, cuando comprendía que iba aprendiendo a descifrar la dialéctica de “La Reliquia”. Se preocupaba, eso sí, cuando el General lo llamaba como a uno de sus soldados, hasta con impertinencia propia de un comandante en apuros. Se las componía como podía para atender a las maneras marciales a las que no estaba acostumbrado.

El joven ayudante no era militar, ni siquiera era soldado. Nacido en Córdoba, venía de una familia que descendía de los hombres de Bustos. Federales hasta los tuétanos, se consideraban herederos de aquellos rurales, curas del pueblo, gente sencilla y seguidores del General Artigas, que apoyaron a Bustos en su gobierno. Como aquel, tenían buenos contactos en Santa Fe, a donde, con seguridad, debían dirigirse para poner a salvo al General. Su hermano, apodado Bado, quedó en Buenos Aires para un servicio del que fue advertido, no se sabía si podría volver.

Llevaba una carta manuscrita del propio Juan Bautista, como referencia directa para “La Reliquia”, por quien, de solo nombrar, sentía una emoción hasta entonces desconocida. Sabía por el relato de los viejos cordobesas que integraban la Logia, de la amistad que unió al General con Juan Bautista. Ellos le dieron la carta en muestra de absoluta lealtad hacia el prócer. En ella, rememoraba los sentimientos que ambos habían tenido ante la osadía del inglés en 1806 y 1807, cuando pretendieron entronizar a fuerza de bayonetas al loco del rey Jorge III.

Por puro corajudo el muchacho se hizo cargo de la huida; pensando en Bustos no cabía el arrugue. Lo hizo luego del largo periplo de los sobrevivientes de la cacería organizada por Podestá y que fueron relevados de sus fatigas. No era experimentado, ni mucho menos. Era un apuro nacido en la escapada. Llegó desde su provincia, donde recibió una orden intempestiva de sus superiores y salió de raje al encuentro de sus guías. Ni intentó interponer algún reparo por su inexperiencia. Sabía que hubiera sido inútil. Se despidió de Bado con un beso en la frente. Y lloró, ¡vaya si lloró! padeciendo el futuro.

Un viejo baqueano, mientras lo guiaba por caminos hasta entonces desconocidos para él, le dijo que a veces las cosas se tenían que hacer de ese modo. Casi a la buena de Dios. “Uno propone y Dios dispone”, le dijo para explicarle que en la elección de su persona se consideró tanto sus capacidades como las posibilidades de otra designación. Si lo eligieron, por algo sería. Le reclamó confianza en la decisión de sus jefes y en sí mismo.

Se incorporó a la marcha de los fugados en un recodo perdido de una ruta extrañada de la presencia de los escapados, por donde apenas unos originarios transitaban conocedores de la traza del camino. Por ahí mismo, hacía siglos, otros que huían salvaron el pellejo de los conquistadores. Allí fue informado que otros dos ayudantes, un tal Rudecindo y un tal Faustino, se incorporarían al grupo en algún recodo del camino. Días o semanas después, no lo sabían con precisión, lo haría el nuevo jefe designado. Se trataba de un policía retirado por negarse a la corruptela de la fuerza, de quien no se conocía su nombre, por lo que todos deducían que se trataría de otro “Pérez”, de los muchos “cualquieras” que poblaban la geografía nacional. Fiel al General desde su infancia, la que transcurrió junto a su padre, veterano miembro de la Logia, quien educó al niño en verdaderos valores patrióticos.

Al joven, conocer a “La Reliquia” le llevó algún tiempo. Quienes la trasladaban, eran desconfiados, buen atributo para un custodio. Solo cuando los grupos de apoyo informaron que el terreno estaba despejado por completo, y que ninguna amenaza acechaba al General, permitieron que el muchacho (para algunos demasiado joven para la tarea), se presentara ante el ilustre. Al conocerlo no pudo casi pronunciar palabra. Uno de los “Pérez” que zafó de la matanza cuando la huida, debió darle varios empujones para indicarle que se aproximara al camastro donde reposaba el prócer.

Apenas pudo balbucear un saludo imperceptible. Los que lo rodeaban creen que dijo “Buenos días, General”, pero que tartamudeó tanto que dudaban que el prócer hubiese podido entender qué le dijo. Sospechaban que, de todos modos, “La Reliquia” registró su presencia, aunque apenas alzó sus acartonados párpados para observar al bisoño ese que se le presentaba timorato.

A medida que avanzaron la marcha se hizo lenta y farragosa. Vueltas y revueltas para espantar las huellas. Idas y venidas repetidas. Paisajes que parecían copiarse unos a otros para engañar a los sabuesos de la muerte. Cuidando la retaguardia, los baqueanos confundían las señales para engañar a los perseguidores; muchos de ellos se ofrecieron como cebos, para atraer sobre sí la persecución y facilitar la fuga. Varios, de quienes no se supo ni el nombre, dejaron la vida en la tarea.

Las paradas eran siempre breves, el descanso escaso, las fatigas muchas, la zozobra permanente. No podía ser de otro modo. En cuanto al descanso, no había tiempo para flaquezas, la pereza no se toleraba entre los miembros de los grupos, eran casi espartanos en sus comportamientos.

A la fatiga el hombre siempre se sobrepone, decían los más experimentados. Si veían que algunos dudaban, entonces repetían las hazañas de la Reconquista y la Defensa de Buenos Aires cuando las invasiones armadas de los ingleses. De la Revolución de Mayo, la gloriosa insurrección de Buenos Aires. O la de Chuquisaca, con Arenales a la cabeza como jefe militar. O de la guerra de la independencia. O de la guerra contra el Imperio del Brasil. La patriada en la Vuelta de Obligado. La corajeada en Malvinas, contra los poderosos del planeta. Si ellos pudieron, ellos debían poder. Nada de flojeras. El General, si escuchaba alguna mención, reclamaba con su aflautada voz lijada por las centurias, el relato del Monte Destartalado, que el suboficial “Pérez” le narrara tantas veces para su satisfacción. Los fugados se prometieron conseguir la epopeya que fascinaba al General, y que se había perdido cuando capturaron al suboficial. Creen que fue incinerado junto a su cadáver, en el pozo siniestro que cavaron en los fondos de la mansión.

Sabían por grupos que acompañaban la retirada a prudentes distancias peinando varias leguas alrededor de la marcha, que no había demasiada distancia entre los fugados y los perseguidores. También por ellos supieron que los contingentes que cargaban con el archivo capturado cuando abandonaron la casona, avanzaban a sus destinos sin contratiempos. Se trataba de alrededor de doce contingentes, que trasladaban otros tantos cajones de madera dura, en que se habían dividido cientos de “Orden del día” manuscritas, que el desquiciado coronel completaba con indicaciones para todos sus subalternos.

El asunto del archivo merecía toda clase de comentarios. Circulaba entre los relicarios la noticia de que los jefes habían permitido divulgar una copia de esas famosas órdenes, con el solo propósito de alterar los ánimos de sus enemigos.

Se trataba de una que llevaba el número cinco, manuscrito con un grueso lápiz rojo, y cuyo título era “Escarmiento ejemplar”. Se decía que se hicieron varias reproducciones que fueron enviadas a distintos destinatarios. Una de las personas a las que se le envió el recado fue la propia hija del coronel. Una tal Guadalupe, quien residía en la Capital. Para los nuevos, una desconocida; para los sobrevivientes del grupo de la mansión, no. Ellos sabían que de ella se relataba una desgracia enternecedora. Los conocedores de la historia nunca quisieron hacer comentarios sobre ese asunto, los espantaba solo pensar en ello. Prefirieron dejar las explicaciones para quienes tenían mayor jerarquía en la Logia.

Los más viejos y bichos sabían del asunto de las copias repartidas. Rumoreaban que no solo se le hizo llegar a la mujer esa “Orden del día N° 5”, sino también un cuaderno marca “Gloria”, de unas veinte o treinta hojas manuscritas. Se trataría de la biografía secreta de Amanda, que el suboficial “Pérez”, antes del desenlace final, se habría ocupado de poner a buen recaudo haciéndola llegar a sus superiores. Amanda se la habría entregado a escondidas poco antes de partir a su retiro definitivo, algo de lo que nadie supo, salvo los que recibieron el cuaderno. El ama de llaves la habría escrito en secreto, durante los largos años en que prestó servicio atendiendo a “La Reliquia”. Pero de ese asunto del cuaderno Gloria, nadie sabía si era cierto o solo se trataba de un ardid para amargar a los perseguidores.

Los perduellis estaban desesperados por dar con el archivo, del que supieron su existencia solo cuando vieron la copia del documento manuscrito del coronel, por un facsímil que se hizo llegar a un mediocre periodista con el solo propósito de que este lo diera a publicidad y ayudara involuntariamente a desestabilizar el espíritu de los jerarcas de la oligarquía gobernante. Así, sin suponerlo, se enteraron de la existencia de órdenes manuscritas por el jefe muerto. Si la que figuraba como número cinco revelaba semejante brutalidad, no querían ni imaginar lo que podrían contener las ¿cientos? ¿miles? de las otras. No era la única sorpresa con la que se toparían. Ignoraban por completo la supuesta existencia del cuaderno “Gloria” con la autobiografía secreta de Amanda. Las revelaciones que esperaban surgir a la luz pública, perturbarían a más de uno de esos capitostes habituados a su perversa impunidad. Para colmo, la muerte de Amanda, arrollada por un tren en la estación Liniers del Sarmiento, les privó de alguna posibilidad de que la vieja revelara si la historia de su autobiografía era verdadera y cuál era el contenido de ese cuaderno autobriográfico.

Muerto Podestá (supieron que los burócratas capitalinos lo llamaban adulonamente “El gran coronel Arancibia López Huidobro”), no pudo ni enterarse que a su histérica persecución no sólo se le escapó “La Reliquia”, a quien anhelaba liquidar, y algunos “Pérez”, sino un archivo inmenso, lleno de notas comprometedoras, que desfilaron por sus propias narices sin que él, tan pagado de sí mismo, se diera cuenta de nada. Los escapados se reían a mandíbula batiente de ese “vicioso fracasado”, que se la daba de gran militar y había sido burlado, justamente él, por unos cuántos “negros de mierda”.

Al avanzar en la marcha y asistir a menudo al General, el joven “Pérez” fue comprendiendo su particular forma de balbucear su historia personal que no era, sino, la historia inicial de la patria misma. Los más veteranos ya habían partido a otros rumbos. Dejaron en manos de los reemplazos la custodia, tal como les fuera ordenado por los mandos. Quienes seguían el viaje, conocían poco de los soliloquios de “La Reliquia”. No eran tantos ni tan seguidos, pero cuando, por razones que ellos desconocían, el General despertaba para discursear, todos esperaban absortos que el joven “Pérez” descifrara huroneando las sílabas del acertijo.

Silabeaba “Pérez” junto al postrado: “No-re-pi-ta-e-se-nom-bre-que-lo-po-ne-mal-hu-mo-ra-do-y-en-tris-te.” El tartamudeo pausado y claro, ayudaba a la memoria del ilustra. “La Reliquia”, entonces, recordaba. O intentaba recordar.

Volvían palabras venidas de un paisaje de encierro. Eran palabras dichas con voz de amorosa cadencia femenina, (“no repita ese nombre que lo pone malhumorado y triste”), pero no recordaba a esa altura a qué nombre se refería la afectuosa mujer que se desvelaba por su bienestar. El paisaje de encierro era un cubo descascarado, que podía observar recostado en un amplio camastro sobre mullidos almohadones. A su lado, dos sillas y una mesa algo destartalada, un rústico baño, una escupidera enlozada y, cubriéndolo, una vieja bandera celeste y blanca que no alcanzaba a abrigarlo de los dolores reumáticos que le provocaba el frío. Y el himno, sonando, a dos pianos, enérgico y desafiante como en las batallas. Y la sospecha de que una niña apenas, leve, suave, liviana, pretendía escalar las inmensidades azules del misterio, para develar ese encierro que la desesperaba entre babas de diablo negras, babas de diablo rojas, babas de diablo blancas.

Alzaba su huesudo dedo índice rematado en la astillada uña amarilla, en señal de amonestación vaya a saber a quién. Al tiempo que levantaba el dedo, murmuraba en voz baja. Sus trabalenguas se ajaban más y más al masticarse contra las encías las vocales y las erráticas consonantes.

Fruncía la nariz puntuda y entrecerraba los ojos. Estos, más pequeños, se achinaban a medida que su amonestación no era tenida en cuenta, hasta hacerse pequeñas rayas lampiñas. Sin cejas, los ojos entrecerrados, sin pestañas, las pupilas evaporadas de tonicidad y color, daban a su rostro un aspecto de efigie en ceremonial, fetiche de terracotas propio de los rostros de tersuras cerámicas, misteriosos, espectrales, deificados por embalsamamientos.

  • ¿Ma-nue-la?… ¿Re-me-dios?… ¿A-man-da? – Interrogaba el general a sus acompañantes, musicando con claridad los nombres femeninos que confundían aún más a los primerizos custodios voluntarios.
  • Amanda mi General, Amanda, ese era su nombre. La que será amada por Dios, quien la tenga en la gloria para siempre. –Respondía en rezo el nuevo “Pérez”, ya más conocedor de algunos detalles del pasado.
  • ¿Quién era el hombre que me malhumoraba? ¿Quién me entristecía? –Supo preguntar sin vacilaciones cierto día, en tránsito al nuevo destino. “Pérez” no se dejó sorprender por la voz espatarrada que salía rumiada del fondo andrajoso de la latiente garganta.
  • Juan Ramón Balcarce, mi General. –Respondió seguro, pasando la prueba.
  • ¡Cochabamba! –Gritaba de a ratos, cuando volvía de su ensoñación–. ¡Cochabamba gloriosa! –Invocando que una nueva y temeraria insurrección proyectase caminos inesperados donde alistar las tropas, insuflarlas de ánimos y lanzarlas a la batalla extraordinaria.
  • ¡Soldado! ¡Soldado! –Reclamaba urgente la atención del joven “Pérez” a sus anhelos. Y “Pérez” temblaba.
  • ¿Qué hay de Goyeneche? –Inquiría expectante y exigente–. ¿Avanza en cerrojo sobre la revolución del Norte?
  • ¡Llame a Holmberg! ¡Urgente! ¡Qué funda cañón! ¡Qué funda bala! –Reclamaba, al tiempo que sus manos señalaban un rumbo que sólo él podía reconocer en sus recuerdos.
  • ¿A Córdoba? –Resonaba el reclamo rivadaviano lamentoso, funerario; un canto terminal de amanerado inglés esperando recoger los frutos del fracaso–. ¿Qué baje a Córdoba? ¡Qué no ice bandera! ¡Qué no enseñe cucarda! ¡Que abandone a la patria hasta la Córdoba misma! ¡Nunca! –Y sacudía la cabeza en rotundo gesto negativo–. ¡Nunca!
  • Soldado… –Llamó con voz cariñosa y sofocado–. No baje a Córdoba. No baje a Córdoba. –Repitió conmovido y conmovedor–. Allí perderemos la revolución y todos nuestros ingentes esfuerzos se habrán dilapidado para siempre. –“Pérez” asentía sumiso repitiendo: “No bajaremos a Córdoba mi General, no lo haremos por nada del mundo. Allí nos espera, de seguro, Reinafé, para emboscarnos diciendo ‘vaya tranquilo mi general que el camino está despejado’”. Con esas palabras trataba de confortarlo y conformarse. Deseaba, con cierta frustración, que una Amanda rediviva asistiera con consuelos la difícil tarea de la huida.
  • ¡De establecer el cuartel general en San Salvador de Jujuy! ¡Campo raso! ¡Campo raso! Dije. –Ordenaba–. ¡Qué Don Eustaquio y unos doscientos cuiden la retirada! A él le encomiendo mi retaguardia. Por allí buscarán agarrarnos para colgarnos en la primera plaza que capturen. ¡Cuide mi retaguardia don Eustaquio! –Y trazaba rumbos y dibujaba tácticas con sus dedos en la pizarra del aire.
  • ¡Desnaturalizados que viven entre vosotros y que no pierden arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud!
  • ¡Venga aquí soldado! –Exigía volviendo al tono marcial de sus discursos. “Pérez” se inclinaba hasta quedar el pabellón de su oído a la altura de la boca del viejo militar. Murmuraba. Refunfuñaba. Ronco. Catarroso.
  • Llegó la época en que manifestéis vuestro heroísmo… que vengáis a reunirnos al Ejército de mi mando… de-mi-man-do, les digo, de-mi-man-do, –repetía reclamante–; no lo dudéis… si como aseguráis queréis ser libres… no confunda mi pobre voz con cobardía… ¡No confunda mi pobre voz con cobardía!
  • Aquel y aquel y aquel –señalaba tres veces a los fantasmas de los viejos traidores–, que por sus conversaciones o por hechos atentase contra la causa sagrada de la Patria, será pasados por las armas inmediatamente… ¡Soldado! –Exaltado decía al subordinado su orden sin remilgos–. ¡Avise que no importa la clase, el estado, la condición! ¡Quien atente contra la sagrada causa de la Patria será pasado por las armas sin forma alguna de proceso!
  • ¡Si inspirasen desaliento! serán pasados por las armas sin forma alguna de proceso. –Repetía tres veces riguroso. Y a pistoletazos los más atrevidos, acomodaban a los pródigos de desalientos, a los que desventuraban esperanzas, adoradores del dios colonial que les redituaba dividendos en oros y platas, extraídos de las mismas entrañas latentes de los yanas, mitayos y encomendados.
  • ¡Serán tenidos por traidores a la patria! ¡Todos! ¡Todos los que inspirasen desaliento! ¡Y estén revestidos del carácter que estuviesen serán igualmente pasados por las armas! ¡Todos los que a mi primera orden no estuvieran prontos a marchar y no lo efectúen con la mayor escrupulosidad, sean de la clase y condición que fuesen…
  • Ruego, soldado, ruego, rezo a la Virgen santísima y ante ella me postro obediente y sumiso, que no haya ni uno solo que me dé lugar para poner en ejecución las referidas penas. Los hijos de la patria, me prometo, se empeñarán en ayudarme, como amantes de tan digna madre, y los desnaturalizados callarán, callarán y callarán, y obedecerán ciegamente y ocultarán sus inicuas intensiones.

Al oír la respuesta, “La Reliquia” volvía al silencio fatigado. ¿Cuál era el nombre de la mujer amorosa que se adelantaba a sus memorias de modo tan preciso? ¿La que sabía de su biografía tanto como él mismo? ¿Manuela? ¿Mónica? ¿María Remedios? ¿Amanda? ¿Por qué esos nombres de mujeres llegaban en fila a su reseca lengua blanqueada y salían de la boca colgados, dando penas, de la yerma puntita de ella? Por momentos, dudaba si alucinaciones caprichosas lo encrucijaban con historias de las que no podía acertar el tiempo en que ocurrieron. Entre angustias y certezas, se amaneraba circunspecto frunciendo el ceño apergaminado. Entonces, como podía, con notable esfuerzo de músculo y tendones sobrevivos, juntaba sus manos entrecruzando los finos dedos de alambre, y aspiraba hondo el poco aire que sus bolsudos pulmones podían soportar. Los hombres no sabían a qué atenerse con el silencio aquel de impenetrable melancolía.

La mención de ese nombre, sin embargo, ya no lo irritó. Se desentendió de su significado. Se encogió de hombros como un degollado soberbiamente decapitado, y dejó caer la cabeza como si una fatiga extraordinaria la tirara para abajo como una fruta demasiado madura.

Regocijó en su sueño el andar interminable por raros rincones de esos caminos de la salvación que habían sido diseñados con tanta anterioridad, presumiendo las acechanzas de las muertes de los verdugos impuros que anhelaban terminar aquella anomalía de la historia. Terminar con él, era el modo seguro de terminar con la patria levantisca, heredada del descuartizado Túpac y sus combatientes todos incinerados. Cenizas en semillas, en todas direcciones, brotaron en revoluciones hasta la misma Tumusla final del altiplano.

¿Habría andado alguna vez por esos caminos? No lo acosaba ni una partícula de zozobra, solo la curiosidad casi infantil de descifrar desde esos carromatos rugientes en los que viajaba semiescondido, –diferentes a aquellas mulas chúcaras que lo acarrearon por el Alto Perú, casi a los mamporros, cuando andrajoso marchaba ya enfermizo–, las formas indefinidas de paisajes tan extraños como familiares, diferentes pero semejantes, en su esencia manifiesta, inconfundible de la patria conocida.

Cuando olía a hombre y agua, a barro y camalote, se le representaba un anchuroso río que bullía en olitas salpicando banderitas de cielo, precipitadas en chispas hasta la superficie ruidosa del río prodigioso. Pero el olor reseco de los desfiladeros coléricos que, en picada abrupta, buscaban aplastar al colonialista; el perfume untuoso de esa estirpe cancerbera de combatientes libertadores, podía reconocerlos a la distancia más seguras, infinitas, y se suspendía a carcajear ante el asombro adolescente de sus custodios.

Su corazón sin remedio, suplicante, aherrojado por un tiempo insensato, indefinido, amoroso latía escampando las sensaciones, imaginando los polvorosos devenires de ese eco de un éxodo que alguna vez creyó transitar con destino incierto y dudosos frutos.

Suspiraba. Sonaba un chirrido metalúrgico, rasposo, una exhalación pedregosa que asustaba de no conocerse el sonoro óxido corrosivo de sus viejos bronquios apelmazados.

Soñaba en hecatombe y revoluciones. Somnoliento platicaba de agosto un veintitrés, esperando a Tristán y rogándole a Juan Martín que le diera batallantes, brazos y músculos, mosquetes y cuchillos, y puras entrañas vigorosas de sangres dispuestas a verterse en batallas por la causa.

Pólvora y pólvora y pólvora, llevaban esas membrudas sangres juveniles, verdaderas y circulantes, por las venas cordilleradas de los emigrados del éxodo imperioso, hijo de la calamidad y la derrota. Masacres sobre masacres altiplanas señalaron la huida hasta el corazón del Tucumán a salvar el porvenir de maturrangos.

“¿Córdoba?” “¿Córdoba?”, se preguntaba y retorcía casi paralítico en su austero camastro, deletreando tres veces “Cór-do-ba”. “Cór-do-ba”. “Cór-do-ba”. Morir antes, listos, morir antes, repetía afiebrado. Muertos de todas muertes sin cobardes.

“Bajar a Córdoba y ¿luego a Buenos Aires?” Moriría la revolución en el tiempo del trote de un caballo, del chasquido de unos dedos artríticos. Nunca. Jamás. Tucumán era el numen y hasta la brava naturaleza allí lo asistiría si la revolución estaba del lado del Dios americano y sus mercedes. Si no, solo morir, listo, morir así, entre fuegos y lanzas, criollamente, lleno de vilcapugios y ayohumas anticipados de sangre y de destrozos. Que un Huaqui desgraciado, como del que recogió los harapos de un ejército en despojos, los borrara para siempre de la tierra hasta que no quedara ni mención de su derrota en los anales de la patria nueva. Pero sería en Tucumán y nunca en Córdoba.

¿Debería toparse con el enérgico Goyeneche y sus varios cientos de soldados bien equipados? Postrado y a hurtadillas, llevado por esa guardia sencilla y predispuesta a las desgracias, sin su vieja bandera de mantica, ¿otra vez comandaba una retirada temeraria, despojado de armamento y comida y arreando a tirones como a mil desgraciados que llevaban la derrota en sus doloridas espaldas? Miraba a cada lado en su marcha posta a posta, huyendo del grupo de tareas, quizás como habrá mirado a diestra y siniestra por el Camino de las Postas en su marcha al Tucumán heroico.

“Pérez” temía que aquellos desvaríos que irrumpían en el ánimo del prócer, que se desconsolaba calenturiento al recuperar del pasado remoto esas sospechas de las argucias de la opresión colonial bifronte, lo extenuaran a extremos insalvables. Sus jefes le advirtieron que nada sería sencillo. A las persecuciones, a los riesgos en fuga permanente, debía sumarle la débil persistencia del ilustre centenario desalojado de sus austeras pero seguras comodidades.

¡Soldado! ¡Soldado! ¡Soldado! Desoiga a los triunviros pelagatos. Entended ¡todos! ¡todos! A Tucumán, allí vamos a morir o salvar la revolución. Hacendados, labradores, comerciantes, entended ¡todos! ¡todos! que serán tenidos por traidores a la patria todos los que a mi primera orden no estuvieran prontos a marchar y no lo efectúen con la mayor escrupulosidad, sean de la clase y condición que fuesen…

Los “Pérez” asumían con angustia el momento crucial de la agitación de la memoria resurrecta. Hasta se sentían marchando al Tucumán glorioso que esperaba en batalla.

El General, tirando de la ropa de “Pérez”, daba órdenes que apenas se podían comprender entre el balbuceo monocorde de sus palabras.

Con gestos ampulosos, revoloteando las huesudas manos en anárquicas direcciones exigía provisiones.

“¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!”

Reclamaba de chispa blanca y hurañas municiones,

“¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!”

Su fundición perpetua de pólvoras terrestres,

“¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!”

Y convocaba a Holmberg a refundir metalúrgicos cañones galopando sus bombas y balas de profundas cicatrices. Y luego el silencio abrupto, reflexivo, un escaso sosiego alimentado por una fatiga crónica e incesante.

“Pérez” se acostumbraba a esas arengas que sonaban aún más arrebatadoras, y permanecía agachado para oír sin interferencias la narración precisa que “La Reliquia” hacía, murmurando convulsiones de palabras a fuerzas de recuerdos combatientes. Unos pocos gestos devolvían algo de sosiego. Retomaba su proclama.

Del gritito exigente y comandante, a la sutil carraspera invocadora, menguaba su entusiasmo militante, por la oración cariñosa y reflexiva.

Más, si así no fuese, repito soldado, ¡más si así no fuese! sabed que se acabaron las consideraciones de cualquier especie que sean, y que nada será bastante para que deje de cumplir cuanto dejo dispuesto.

El ilustre cerró los ojos, moderó el gesto adusto, y durmió silencioso envuelto en unas mantas de lanas de vicuñas que viejas tejedoras hicieron para el postrado.

El éxodo se hizo extenuante. Vueltas y revueltas de caminos desconocidos que la Logia había diseñado para una fuga segura. Tal vez como aquel otro Éxodo, legendario, pero estos no tenían a un Díaz Vélez con sus doscientos paisanos protegiendo la retaguardia para garantizar la retirada del jefe revolucionario.

La fatiga del viaje, el clamor de los recuerdos, habían afectado a “La Reliquia” y era motivo de preocupación de sus noveles custodios. Se lo veía cada vez más reducido, puro hueso, hollejudo, tanto más pálido porque la osamenta se dejaba ver por la trasparencia de la piel apergaminada hasta adquirir ese tono de desierto. Resultaba difícil hidratarlo. Se negaba a tomar agua y buscaba constante una tablilla dura donde tamborilear con sus dedos, repitiendo estrofas desorganizadas del himno de la patria.

Cuando salía del sopor de los recuerdos combatientes, reclamaba de tanto en tanto por su vieja bandera que le sirvió de manta. El joven “Pérez” le explicó sin éxito que se perdió en la fuga. El suboficial “Pérez” la recogió, pero no llegó a destino. Ni él ni la bandera. No podía decirle si el grupo de tareas la había conservado como trofeo de guerra, o fue quemada como tantas otras cosas que decidieron incinerar para borrar todo vestigio de aquella anomalía de la historia.

Lo que no sabían los fugados en marcha, lo sabían con seguridad los mandos, por algunos informantes que merodeaban la vieja mansión y observaron los fatuos fuegos de los inquisidores.

Consumado el fracaso de la operación “La Reliquia”, la jauría dedicó sus esfuerzos a borrar evidencias de manera sistémica. No solo se quemó la vieja bandera nacional que usó el ilustre en sus horas interminables de sueños y ensoñaciones. No solo sus muebles, rústicos y modestos, en los que había permanecido casi dos centurias, fueron consumidos por el fuego, fuego aventado por furias y frustraciones, para que sus contrarrevolucionarias llamaradas rojas y azules desintegraran en un abrir y cerrar de ojos los modos de humanidad de cada enser que había utilizado el ilustre. Sino que cremaron junto a la bandera, el camastro y los enseres, el cuerpo del suboficial “Pérez”. Un ritual brutal. Una afrenta imperdonable.

Cavaron un pozo de regular tamaño. Al hacerlo, sonaron quejosos los otros huesos añejados en el odio ancestral a los usurpadores. Los nuevos conquistadores, devolvían al presente esos rostros enjutos de mirada celosa que inquirían torturando, furiosos, a los originarios capturados en las muchas celadas que organizaban, para arrancar con la carne los secretos del mítico Dorado inhallable, e imponerles la mita, la encomienda y el yanaconazgo, la esclavitud precipitada como un infierno devastador de humanidades simples.

Los humos de la incineración, coléricos se alzaron entre llamaradas como arpones violentos hacia el cielo apretujado en una cavidad oscura, como el revés propio de una calavera chamuscada.

Los paisajes se volvieron sobre sí mismos y se quedaron sin aliento. Se encapsularon ante el martirio para no ser testigos de aquellos sucesos que apesadumbraban hasta la dura piedra indiferente. Se tornaron hoscos, llenos de insinuaciones de sangres que aún emanaban sus perfumes postreros.

Los aullidos de la jauría, espantaron hasta los espectros naranjazules que recorrieron la casona de cabo a rabo durante decenios, mientras monologaba el ilustre sus batallas. Del blanco ampo de “La Reliquia” no quedó una pizca del tamaño de un grano de arena. Hasta el último sonido de vida se deshizo en pedazos en el crepitar chispeante del holocausto.

Como fue entonces, al principio de la historia del villorrio ancestral, cuando todavía sólo era la palabra y no la pluma, y los hombres y mujeres andaban libres por sus tierras, la enfermedad de la avaricia, (de la avaricia de sangre, de carnes fatídicas, irresistibles), se comportó como una lagartija funesta, que se metió por los anchos cornetes de las narizotas de los mercenarios y alucinó las mentes de los crucificadores, delirándolos de perjuros, de muertes, de anhelos cadavéricos.

Así como sus predecesores persiguieron las montañas y el fondo de los riachos en busca de los metales preciosos soñados desde su partida de una tierra que ya se les había olvidado por completo, los nuevos se desesperaban por hallar “La Reliquia”, su propio “El Dorado”, ese rumor fatigado, escarnecido, de la patria ancestral; el espectro repulsivo de un pasado patriota, cuya muerte les prometía el néctar dulzón de una felicidad de extranjero mocoso, cejijunto, reseco.

La jauría inflaba sus aurículas de heces rojas, del rojo de cerillas inflamadas, y seguían sus pasos bajo la atenta mirada del usurpador grandilocuente, poliglota extranjero conquistador de rostro alargado de huso de las hilanderas, que desprendía colgajos de piel salitrosa, pálida y reseca.

Mientras los fuegos chamuscaban bandera, madera, carne y huesos, los cadáveres de los hoteleros fueron retirados en una vieja Estanciera IKA, propiedad de un hacendado de un lugar muy alejado y al que se le pagó buen dinero por el alquiler del vehículo que ofició de morguera para la ocasión.

El de la mujerona, recostado sobre el viejo colchón del cotín desgarrado, fue el primero que cargaron en la camioneta. Su color había virado de ese tono acartonado y mortecino que la rutina del boliche le había impregnado como una espesa capa de maquillaje, a un violeta de azul irreparable y trazos de un rojo que hasta olía a sangre desesperada, reunida alrededor del último estertor de la cápsula de veneno, para salir en forma de hilito como de yuca blanca, una babita sutil e intrascendente, por la boca de labios gruesos ya resecados de calor abrasador.

Nadie se atrevió a observar el desfile funesto del cadáver obeso de la mujer aquella, sobre una puerta de madera que se retiró de una de las habitaciones, y a la que se le arrancó de puros brutos hasta las bisagras de hierro, y que sirvió de camilla, para el traslado a la morguera expectante. El cuerpo fue cubierto con unas bolsas plásticas negras.

Luego descargaron el cadáver del viejo cabo. Hasta parecía disecado a pesar del tiempo que había transcurrido entre su pasión y muerte. Sus tejidos no cedían a la podredumbre. Con igual estoicismo que en vida, resistieron la naturaleza de la muerte. Por eso, a diferencia de la mujerona, el conservaba el color habitual, reseco del perenne paisaje, ajado. Pero el vuelo del moscardón impertinente que siempre lo acompañaba mientras miraba a través de la pequeña ventana del hotelucho, se había ausentado premeditadamente.

Llevaba los ojos abiertos, como la mujer, mirando a un cielo indefinido, allí colgado, a pura nube sostenido como si se tratase del lomo de espumados elefantes blancos que se hacían de pluma de livianos y frescos.

Sus ojos describían otras visiones que los ojos negros, vidriados, ámbares profundos de sombras de su felona. En los de ella, la traición los embadurnaba azabache de neblinas. En cambio, los ojos del hombre, conservaban una luz extraña, un brillito zumbante que hostigaba insistente a sus verdugos. No parecía muerto, parecía satisfecho.

Las ventanas del villorrio, respondiendo a una orden terminante, al mismo tiempo cerraron sus postigos y se privaron de observar el desfile macabro. En cada rancho, una especie de altar se organizó a las apuradas para encomendarse al valor de esos muertos vivos sepultados por los angurrientos conquistadores, en aquellas infernales tardes yanaconazgas, frustradas hasta la exasperación por la obstinación de los rebeldes. Como ocurriera en esos tiempos con el oro, la reliquia maravillosa se había desvanecido, y los nuevos conquistadores como los de antaño, se aprestaban a beber sus orines, a beber sus sangres enfermizas, y a devorarse a sí mismos las entrañas. El dios de la derrota se burlaba impertérrito y a la orilla del riachuelo mugroso, se matarían entre ellos con cruel desparpajo.

II

Inocencias

Marlene nunca negó su pertenencia al gran sistema de Inteligencia que imperaba en el país. Por el contrario, relató una lacrimógena historia sobre su desgraciada vida desde niña, y su sometimiento a una red de trata y tráfico de drogas que pertenecía a la Agencia, y de la que sólo saldría muerta. Un ejército de “liquidables” en estado de disidencia esperaba la llegada de la nueva buena para servir a una causa por la que valiera hasta el sacrificio menos esperado.

“¿Y entonces?” Preguntó Bado luego de escuchar la fábula. Marlene, quien parecía cifrar alguna esperanza en promover un estado piadoso en su joven contacto, se deprimió al oír la respuesta –tal vez pensó “estoy perdida” o “no entró”, y prefirió conservar el silencio y la calma.

Un coro de tragedia le repetía sus advertencias a Bado, cuando sonaba la vocecita humillada de la muchacha: Ten cuidado Bado. / Los lobos adquieren apariencias extrañas / En las noches oscuras / Para devorar furtivos / Se esconden en los humanos límites estrechos / de frágiles sentimientos / Porque no pueden ser el amor / Solo las muertes entregan / Luego de saborear la carne humana / Húmeda y fresca / El hombre es el lobo del hombre”.

La advertencia salía así del coro de tragedia, y se elevaba al método de la razón. Cuando su pensamiento se despejaba, repudiaba esa pretensión de equiparar su logia, (la de los relicarios dedicados a custodiar la esencia de la patria), con una de supuestos “liquidables” en estado de disidencia. Y se desentendía de esas lágrimas que se asomaban indecisas de los ojos vacíos de la muchacha.

Los más avezados habían escuchado hablar de la divina red y de sus miembros “liquidables” que hacían correr información falsa para que el enemigo cometiera errores que lo condujeran al fracaso. Su destino era la muerte, fuera por la mano del enemigo que descubría el engaño, o por la propia, porque pasaban a ser considerados posibles traidores confabulados con los infieles. Era una artimaña siniestra del propio sistema.

La monserga de la muchachita ¿podría tratarse de un mensaje de los “liquidables” que, disconformes, amenazaran conjurados la fabulosa maquinaria de mentiras y muertes en que se había transformado ese aparato de alcahuetería alimentado a sangre humana? Era posible, aunque poco probable que ese fuera el caso. Después de todo, suponían que nadie aspiraba a ingresar a la condición de “liquidable” y morir por nada. La voluntad de no ser descartable podía ser el motor de la disidencia. La disidencia brota donde quiere, como los hongos en la humedad, casi con decisión propia; es una consecuencia inevitable en toda empresa humana. El ser humano es disidente por naturaleza y mucho más si opera su atávico instinto de conservación. Pero esos viejos conocedores sostenían que, en verdad, lo supieran o no, los autopropuestos “liquidables” en estado de disidencia, eran manipulados por los mismos jefes, y los usaban en el proceso de purificación de sus propias filas. Los canibalizaban en tareas menores, los metabolizaban, y luego de asimilar sus energías, evacuaban sus restos dejando a la intemperie minucias de carne y hueso que alguna vez fueron razones, sentimientos, alegrías y proyectos.

La propalación de su existencia, apuntaba a captar adeptos entre desprevenidos relicarios. Por eso el coro trágico repetía su advertencia a Bado. “Ten cuidado Bado con los lobos del hombre”.

Desde que aquellos dos bribones se negaron a cumplir la orden de asesinar a la bandera de las provincias unidas, y validaron con sus vidas esa gran desobediencia, la muralla protectora que salvaguardaba al ilustre se osificó. No se había horadado poro alguno hasta entonces, por el que ese artilugio pudiera infiltrarse para alcanzar el núcleo de la logia, que era la perpetuación de la manifestación de la bandera altiva en todas direcciones de la geografía de la patria. Las veces que corrompió componentes de la defensa, su perjuicio quedó reducido a capas superficiales, periféricas, lejos, siempre muy lejos, del objetivo real que era el asesinato de “La Reliquia”; la orden bicentenaria que se desesperaba de cuchillos o torrentes de antimonio, con que acallar a los demonios del infierno que propalaban independencias y libertades en todas direcciones.

¡Liquidables! Reían los más ante la mención de esos espectros que se ofrecían para acometer osadías individuales (pequeñas venganzas proporcionadas en inofensivas gotas), que no servían para cambiar el curso de los acontecimientos, e incluso ni para aliviar cierto revanchismo que se reproducía promovido por las injusticias con que los poderosos engordaban sus fariseas riquezas a costa de las penurias de la inmensa mayoría.

Decían los mayores que por los vastos conductos de la Agencia solo circulaba jugo de cloaca, y en ninguno de sus vasos comunicantes podía correr agua bendita. No había que esperar una cálida lluvia de ácido para lavar tantas inmundicias. Las tareas del Hombre solo las puede hacer el Hombre. Hasta entonces, esos brebajes que se ofrecían embriagantes, debían ser descartados del menú de los inocentes. Así Bado (y otros tantos), no caería en la trampa que le proponía Marlene, más allá de que ella tuviera conciencia o no de ello.

Con su simple cabezazo Bado aprobó las recomendaciones que sus pares le hicieron. No se trataba de dejarse engatusar con espejitos de colores. Hasta donde se había llegado a consensuar, se trataba de hacerle saber a la Agencia que estaban en perfecto dominio del archivo del pervertido muerto en la mansión del norte. Y que sus anotaciones iban a ir surgiendo a la luz de manera gradual pero sistemática. Sería un interesante corrosivo dejar al descubierto las órdenes de un desquiciado que se entretenía en hacerle incisiones a su arma reglamentaria, con las que inventariaba eyaculaciones y abusos contra su propia hija.

La resolución fue clara y no se prestaba a confusión alguna. La “Orden del día N° 5” debía ir a manos de un periodista, aunque este no fuera más que un mediocre alcahuete. Y hasta allí era correcto aceptar la relación con la muchacha que se hacía llamar Marlene. Ella prometía vincular a Bado con un periodista interesado en la historia. Todos suponían que esa oferta reclamaría en alguna oportunidad su contraparte. Nadie regala nada. Si ella daba algo, es porque esperaba su recompensa. Quid pro quo. ¿Qué pediría a cambio la muchacha? ¿Cuál sería el objeto de su transacción, descartada la colaboración de Bado quien resultó inconmovible ante las lágrimas de la pequeña sabandija? Quid pro quo, le repetían a Bado los más viejos para que supiera ponerse a resguardo de las tentaciones, para que no se dejara seducir por las fatuas promesas de fáciles éxitos. Si las advertencias de los sabiondos no le eran suficientes, el coro de la tragedia volvería a su mente a sonar sus amonestaciones subidos a inmensos coturnos.

Desde el principio de la historia, a los de abajo nada les resulta ni fácil ni gratis. Si padecieron por siglos el combate ¿por qué esa muchacha, apenas una niña prostituida, una adolescente cocainómana, les iba a allanar el camino a una victoria, aunque solo se tratara de una victoria modesta? Desconfiar de algunas ofertas es un arte que solo se domina con la experiencia.

Luego de un intercambio de palabras, ella se sinceró explicando que el periodista era su ocasional pareja, y que no sabía de sus servicios para la Agencia. Mucho menos que se había incorporado a los socavones de la resistencia a la condición de “liquidable”.

Pero no solo propuso el contacto con el mediocre periodista que podría actuar como un involuntario vocero. También ofrecía vincular a Bado con “el amorcito” (así lo llamó, cínica o comprensiva, Bado no lo podía asegurar), que se encamaba con el asesino del suboficial “Pérez”. Un hijo de puta con rango de coronel, que hizo hasta despellejar al compadre como a un animal atrapado por la jauría del grupo de tareas en el tórrido norte, donde la morada centenaria ocultó al ilustre durante casi dos siglos.

¿Y cómo sabía esa niña insignificante del asesinato del suboficial? Cuando Bado se lo preguntó, ella sólo se alzó de hombros y dejó escapar una impúdica sonrisita de su boca. A buen entendedor pocas palabras bastan. “Sé más de lo que te imaginás”¸ le dijo y dejó que la intriga hiciera su trabajo en el cerebro de Bado. ¿Qué más? ¿Cuánto más?

—“Al amorcito” le llaman “Dos espíritus”. –Le dijo Marlene, respondiendo a la pregunta que ronroneaba en su cerebro.

—¡Qué apodo raro! –Con redonda carcajada Bado respondió la revelación.

—No es un apodo –lo corrigió la muchacha–, es una condición. Cuando vos quieras, o cuando tus jefes te lo permitan, te lo puedo presentar. Contá con ello, remató sugerente. Hace más tiempo que se sumó a la disidencia. Es de temer, ya vas a conocer su verdadera historia. No le teme a nada porque dice que siempre fue descartable, es “liquidable” por naturaleza.

—¿Y qué interés tendríamos en conocer a la novia de ese hijo de puta? –Marlene sonrió delicada al escuchar las exactas palabras de la pregunta de Bado. El engreimiento no deja atender a las sutilezas del lenguaje. Sus pupilas saltaron a las de Bado y las revisaron hasta en sus menudencias. Luego suspiró aliviada. Reconoció un sentimiento en el fondo de ellas.

—¿Sabés cómo se llama el tipo? –Bado quiso ahondar en la propuesta. Marlene no respondió. Solo movió la cabeza de un lado al otro, negativamente. No lo sabía. Se atenía al libreto que en la base le dieron. No incluía el nombre del supuesto asesino.

“La venganza de los Pérez”, murmuró Marlene como quien no desea que sus palabras sean realmente oídas. “La venganza de los Pérez”, al alcance de la mano, agregó mirando al pocillo de café, mientras revolvía una resaca de borra estacionada al fondo de la tacita. Esas palabras sonaron agudas en el cerebro de Bado. ¿La muchacha habrá captado que rozó una fibra que se estremecía al estímulo del recuerdo del muerto? ¡Hasta le dio título a la provocativa propuesta! “¿Ella podría tener algún verdadero interés en esa venganza?” Bado erraba la pregunta. Ella no tenía ningún interés en esa venganza. Lo promovía en él, y de ser posible, en muchos otros, que aún lloraran al difunto atormentado.

Nadie, en la logia, había considerado con seriedad esa posibilidad hasta ese momento. La venganza nunca fue buena consejera en la lucha. Impone desvaríos, desaciertos, enigmas que se consolidan con la propia muerte. No figuraba en los objetivos de los relicarios.

Bado reflexionó un momento sobre las ofertas. Del enemigo el consejo, se dijo, y dio por terminado el asunto. Hasta la reunión con el periodista tenía permiso de avanzar. La otra proposición, la que lo ponía a tiro del asesino, ni siquiera había sido considerada. Cuando comentó el diálogo, cada uno de los escuchas dio por sentado que era una trampa. Un ida y vuelta desventajoso. “Quid pro quo. Hoy por mí, mañana por ti. No era negocio. No. Para nada.

Acudió puntualmente a la cita con el amante de su contacto. Hombre entrado en años, lejos estaba de parecer su concubino. Hasta podría ser su padre. Si lo hubiese dicho, se hubiese marchado enfurecido. Detestaba que lo trataran de viejo. Así de estúpido era. Marlene le había dicho que quien sí lo insultaba sin miramientos era su jefe y con él nunca reaccionaba. Le debía mucho más que plata. Le decían Cacho. Marlene hacia revelaciones intrascendentes pero que alimentaban la intimidad. Un juego calculado.

No sabía por qué Cacho soportaba a su amante si tanta fobia le causaba el solo oír su nombre. Bado especuló con que hay amistades que son así, se soportan por cariños extraños. Los hay y de muy diversos tipos. No hay reglas que regulen esas relaciones. La explicación convenció a Marlene que el muchacho iba cediendo a la confianza.

Se conocieron en un bar. El propio Bado fijó el lugar. “Acacia Negra”, Ceretti al 2700. “Recordá, no anotés”, le exigió a Marlene. El nombre, “Acacia Negra”, suscitó una sombra de palabras al deletrearlo. “Amorcito” desesperaba cuando se mencionaba la palabra Acacia. Y veía rodar una cabeza, apartándose del cuello, luego de un desmesurado tajo de lascivia. Bado reparó en la sonrisa y se disgustó por la liviandad con que la otra se tomaba el asunto del encuentro. “Nada de anotaciones”, ordenó terminante. ¿Por qué le impuso esa condición? Marlene no se animó a preguntar. Fue de jodido nomás. Su jefe le dijo claramente en la reunión, que iba a ingresar a la cueva del lobo y de allí era difícil salir sin ser comido. Al terminar lo abrazó y lo besó paternalmente. A Bado esos gestos le dieron miedo.

Pensó que, si esos lobos lo harían cagar a mordiscones, o comérselo a pedazos, entonces algún gustito se tenía que dar. Por eso no la dejó anotar. Para joderle en algo la celada. Aunque fuera una huevada.

Llegó temprano a la cita. Repitió como un estribillo las referencias que Marlene le adelantó de su macho. Apellido: Sousse. Nombre: Juan Antonio. ¿Más datos? La Logia lo informó hasta donde pudo. De unos cincuenta años de edad, alto y entrecano, de labios finos, nariz aguileña y ojos claros; malhumorado, díscolo y desprolijo; divorciado en tres oportunidades; padre de una hija que casi no atendía sus llamados.

Sousse se sintió alagado por Dios cuando Marlene le propuso entrevistarse con ese desconocido. Por su iniciativa, le llegaba una historia que bien podía cambiar el curso de su vida para siempre. La besó varias veces salivando sus labios. Cuando Marlene sintió la lengua del hombre dentro de su boca deseo vomitar, pero se había entrenado en el control de sus reacciones y evitó un incidente repugnante.

De boca del muchacho, Sousse oyó por primera vez hablar de “La Reliquia”. Exageró la fortuna del encuentro fortuito entre su muchacha y el joven aquel de los secretos, quien le llegó con un tesoro al que debía darle forma periodística. Bado sabía que no había nada de mágico en el primer encuentro. No tenía dudas que fue provocado; resultó forzado, casi teatral. Ella tuvo que impedirle el paso para que reparara en su persona y así, mirándolo desde abajo desde su pequeña altura, le pudo decir unas pocas palabras que le indicaron a Bado que no estaba ante un suceso cualquiera. Marlene le tomó sus manos rudas con sus manecitas. La aspereza de esa piel tan joven y tan gastada lo distrajo por un instante, hasta que ella dijo con palabras calculadas una oración que acabó en “reliquia”. La miró fijamente y supo al instante de qué se trataba.

Los hombres se saludaron brevemente, pero con amabilidad. Bado habló como un loro. El hombre escuchaba sorprendido. Se interesó en la narración. Hacía demasiado tiempo que buscaba una historia increíble. Y esa resultaba con todos los ingredientes como para una novela. Tal vez fuera esa la que le permitiera cambiar su destino de fracasos. Con las palabras de Bado creyó que llegaba su oportunidad.

Al terminar la conversación Bado le entregó la “orden del día”. Le aconsejó guardarla al instante, perderla hubiera sido una insoportable torpeza. “Mirá que es la única que tengo”, le dijo para agrandar la importancia de la fotocopia. Mentira, no era el papel original, y ni siquiera la primera copia. Asustadizo el periodista la guardó de inmediato, respetando la orden. No pudo ni leerla. Debió esperar a viajar de regreso para hacerlo. Estaba exaltado por el hallazgo.

Sousse propuso intercambiar los números de sus celulares. Bado aceptó. Le arrimó una pequeña hoja de una agenda y le ordenó escribir el suyo. Sousse, siempre esquivo a trabajar de más, devolvió la hojita y propuso dictar su número. Bado no se lo permitió. Le dijo, de mala manera, “anotá el tuyo”. Sousse accedió al pedido. Esperó que el muchacho hiciera lo propio, pero Bado no lo hizo. “Cuando tenga algo que decirte, yo te mando un mensaje de texto”, le dijo indiferente. Sousse prefirió no discutir la decisión de su joven interlocutor. Por lo menos no en esa oportunidad. Habría otras y debía saber ser paciente.

Al llegar al departamento llamó a su jefe, el director del diario en que trabajaba, el mismo de quien Marlene decía que lo salvó en demasiadas oportunidades de sus frustraciones.

Juan Antonio le relató sucintó la versión que el fulano le refirió casi sin dejarlo pronunciar palabra. Luego, leyó el mensaje manuscrito de lo que parecía un cablegrama o un documento oficial, como una especie de carta documento interna, de una ignota repartición militar.

Cacho quedó impresionado; le supo a hiel lo que escuchó. A Sousse no le fue menos el gustito amargo en la boca que le dejaron el recuerdo del relato de Bado y la lectura de la “orden del día N° 5”.

El amigo y jefe le previno prudente en qué asunto se estaba involucrando. Le advirtió si había reparado que se trataba de un runrún patético de aparecidos, incesto y muertos, del que poco o nada había sido expuesto a la luz pública.

  • ¿Estás seguro que la historia es buena? ¿No te vendieron un buzón? Mirá que meterte con cadáveres, torturadores y milicos, aunque sea en estado de fantasmas, siempre termina en un quilombo.
  • No importa Cacho, escuché al pibe y me gustó el bodrio. Verdadera o falsa estoy convencido que esta es LA historia que estaba buscando. “La”, con mayúsculas. Hay mucha tela para cortar. Puede haber mucho dinero si la pegamos con la trama. –Y repitió para despejar toda duda –. Esta es LA historia. Ponele mayúsculas. Ponele la firma.
  • Le pongo las mayúsculas que quieras, pero ni en pedo mi firma. Ya me mandé la boludez de firmar cuando me casé y me costó mis buenos años y mis buenos pesos. La última vez que puse la firma fue para divorciarme. Desde entonces me juré que no le pongo la firma a nada. Nunca más.
  • Pero en esta jugás de ganador. Y si encuentro algo podrido ¡excelente!, un escándalo para ventilar. Siempre viene bien reventar un grano purulento, a la gente le encanta que un periodista haga reventar algo lleno de pus.
  • La gente cree en cualquier boludez que le vendemos. A nadie la importa “LA gente”, con mayúscula, como te gusta decir a vos. A “LA gente”, le importa un pedo si es verdad o mentira lo que le decimos. Compra, vende, permuta hasta el amor. Solo quiere sobrevivir, y si puede agarrar unos buenos mangos, mejor que mejor. Ocupate de que no te revienten a vos, porque de ahí no vas a volver entero. –Razonó Cacho con tono paternal, mirando a Juan Antonio por encima de sus anteojos de lectura.
  • Convengamos en esto: si me topo con algo turbio vamos derecho a la Justica. ¿Qué te parece?
  • Primero querés que ponga la firma no sé en qué historia y después me mandas a la “Justicia”. ¿Me viste cara de muy boludo? Te lo explico o, mejor dicho, te lo represento. Yo acá –señaló el lugar en donde estaba parado– y la Justicia allá –señaló hacia adelante–, a mil kilómetros de distancia. Los jueces son todos corruptos. Los quiero tan lejos como a mi ex. Y los fiscales son peores porque quieren ser jueces. A mí no me enganchás.
  • Pero la Justicia es un valor y yo podría contribuir a enaltecerlo. Eso podría valerme algún respeto.
  • Falta te haría. –Cacho sonrió irónico cuando Sousse pronunció la palabra respeto–. Vos sabrás en lo que te metés. Después no me vengas a pedir la escupidera como hacés siempre. Y por favor –agregó amonestándolo–, alejate de los vicios, macho, por un par de meses. No te pido una vida de abstinencia, no pretendo que te vuelvas San Francisco de Asís, solo te pido que mientras trabajás en la investigación no te fumes, no te drogues, no te empedes. En ese estado no podés hacer nada. ¿Me entendiste?
  • Quedate tranquilo Cacho. No te voy a fallar. No voy a tocar un porro, ni me voy a poner en pedo. ¡Te lo juro! Empiezo una vida nueva. ¡Estoy curado!
  • Si… claro. Y yo curado de espanto. No me chupo el dedo. Solo el tiempo que dura el trabajo. Después matate si querés.
  • ¡Te lo juro Cacho! ¡Estoy curado! Por una vez en la vida quiero hacer algo importante, algo que me dignifique como periodista, pero también como hombre.
  • ¿No preferís cruzar Los Andes a pie? ¿Ir en procesión de culo a Luján? ¿Cruzar nadando con un solo brazos el Río de la Plata? Yo te sponsoreo.
  • Por qué no te vas a cagar Cacho.
  • Porque para cagadas ya estás vos, Juan. Las mías son así de chiquititas, al lado de las tuyas. Vos, haciendo cagadas, sos como el Tiranosaurio Rex. Me corrijo por puro nacionalista que soy, como el Titanosaurio. Dos veces un Tiranosaurio. Así de grande, macho, son tus cagadas, así de grande.
  • ¿Un informe? ¿Pruebas? ¿Te parece? El informe lo escribo, no veo inconveniente. Pero tengo una prueba que prefiero reservarla.
  • Sin informe no hay entrevista. Sin pruebas no hay entrevista.
  • No sé qué decirte… –Dudó Sousse.
  • Que sí, porque si no despedite, no contés con mi ayuda. Arreglate solo.
  • Está bien, –accedió apremiado–. El informe te lo mando al email tuyo y vos se lo reenviás. El documento te lo llevo en persona a la oficina.
  • ¿Entregar el original de la prueba que tengo? –Se quejó Sousse a su jefe, pero sin demasiada convicción.
  • “Tómalo o déjalo”, ratón paranoico. Tómalo o déjalo, vos decidís. Este tipo no es un boludo, es un capo. Nunca habla al pedo y no cambia de opinión sin una razón muy consistente. Si te pide un manuscrito y el original del documento que decís tener, es porque “ESO QUIERE”. Con mayúsculas, como te gusta a vos. Quiere eso y no otra cosa. Vos decidís.
  • El Dr. López Teghi está bien y le hace llegar su saludo. –El enviado esperó unos minutos para proseguir con su encomienda–. Cacho… –le dijo ceremonioso–, ¿te puedo llamar Cacho? ¿Te puedo tutear?
  • Seguro, che. Estamos en el mismo barco.
  • Eso que le informaste al Dr. López Teghi es un dislate. ¿De dónde sacaron esa historia? ¿Y esa “Orden del día N° 5: Escarmiento ejemplar”? ¿Quién va a matar a golpes a la esposa y dejarlo asentado en un formulario oficial? ¿No te parece ridículo? ¿Extravagante?
  • Yo qué sé. ¿Viste como son estas cosas? Aparece un testigo, nuestras famosas “fuentes”, dice alguna cosa interesante, muestra un papelito que jura que es verdadero, dice otras tantas boludeces. Se investiga, se descarta… En fin… A mí me parece que deberíamos dejar que Juan investigue, escriba y vamos viendo. No perdemos nada.
  • Como vos quieras. A nosotros siempre nos interesan todas estas fábulas que se difunden sobre nuestro trabajo. –Y agregó intrigante–. ¿Tú periodista es bueno?
  • ¡Uf! Buenísimo.

Por un amigo de la infancia designado en las más altas jerarquías de los servicios de inteligencia, su jefe le consiguió una entrevista. Apenas Cacho le refirió el asunto, el jerarca se mostró interesado en designar a un agente para contactar al periodista. A cambio le reclamó un informe detallando todo lo que estaba en conocimiento del cronista.

— Juan –le dijo por teléfono luego de la entrevista con el jerarca–, te conseguí una punta. Mi amigo dice que le interesa tu historia, pero quiere un informe completo. Y quiere pruebas. Pregunta si tenés alguna prueba, algún documento.

Sousse vaciló un instante. Entregar la única prueba que tenía lo inquietaba.

Cacho comunicó la respuesta de Sousse. La réplica llegó de inmediato. “No”. “Por email, no.” “Manuscrito”. Y la prueba, “original, nada de copias”.

Juan Antonio cumplió con el pedido. El informe no era demasiado largo. Incluso Cacho creyó que era insuficiente. La prueba, la “Orden del día N° 5…”, inequívoca. Se trataba de un formulario oficial de la Institución en el que se solían indicar las órdenes diarias para cada subordinado.

El contacto respondió sin dilaciones al envío. Señaló que estaba satisfecho con el recado. Y felicitó por el documento aportado como prueba.

Pocos días después de recibir el manuscrito y la “Orden del día”, le presentaron a Cacho a un integrante de la Agencia que estaba abocado a conocer esa historia que se presentaba llena de interrogantes y perversiones. Se presentó como asistente del Dr. López Teghi. El hombre en la primera entrevista se mostró escéptico.

—¡Lopecito! ¿Cómo anda Lopecito? –Con excedida familiaridad Cacho preguntó por el jefe del burócrata enviado para arreglar las formalidades del encuentro con Sousse.

Desde que se encomendó a la investigación, Sousse se había casi obsesionado con los personajes de los que fue tomando conocimiento. Así le ocurría siempre que encaraba una investigación. Se alucinaba con ella durante un período que podía ser más o menos extenso, hasta que los vicios lo devolvían a la holgazanería.

Estaba seguro que “La Reliquia” era una fantasía, una especie de fantasma del fondo de la historia, que un prestidigitador de ideales buscaba manipular para lograr por la vía del ridículo, la total defenestración de sus seguidores.

Una parte sustancial de la dirigencia política y militar pretendía descartar desde hacía dos siglos aquellos afanes independentistas a los que achacaba todas las desventuras que la nación había atravesado, desde revoluciones hasta revueltas y puebladas, todas inspiradas con el objetivo de subvertir el orden natural de la sociedad. Sin embargo, los sucesivos fracasos en los intentos de destruir esa vocación de emancipación, los convenció que no había nada que perder si incorporaban un espanto, una especie de pelele misterioso, que les diera la oportunidad de manipular la información a su antojo, para provecho de sus necesidades sectoriales, de enriquecimiento espurio, y para establecer una base ideológica adocenada y dócil. Todo podía resultar útil, si servía al objetivo de alcanzar un marco razonable de perpetuidad del orden social, económico y político establecido, y concretar la vieja aspiración de transformar a la nación en una “colonia digna y próspera”, una nación con “un carácter simpático y armónico con las grandes aspiraciones del siglo”, e ingresar “de lleno en la historia contemporánea con una misión brillante”, que atrajera “hacia ella las miradas del universo civilizado”.

La estructura argumental de la maniobra bien podría inspirarse en Orwell y su magnífica sentencia: “Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro”. Sousse no dudaba que, en última instancia, de eso se trataba. Una gran manipulación. Las finalidades últimas de esa mitología estarían por verse.

Cuántas maquinaciones vio a lo largo de su carrera profesional solo destinadas a distraer a la opinión pública (“la gente cree en cualquier boludez que le vendemos”, le repetía Cacho en cada oportunidad que se presentaba). O a espantar a aquellos que se dedicaban a hurgar los repliegues del poder, en los que se suele acumularse una mugre vitalicia.

Pero ese informante, el misterioso joven que le presentó Marlene, cuyas revelaciones le habían resultado espectaculares, mencionaban oscuros protagonistas propios de un verdadero best-seller. Agentes contra agentes, espías contra espías, sicarios contra sicarios. Poder, sexo, muerte, todos ingredientes indispensables para las apetencias de audiencias siempre dispuestas a disfrutar con las impudicias de personajes públicos, significantes o no. ¡Y ese documento!, que sorprendió hasta Cacho, siempre escéptico (“¿Esto será cierto, che?”, le dijo asombrado cuando leyó el formulario manuscrito, de perfecta caligrafía). La “Orden del día N° 5: Escarmiento ejemplar…”, que, de leerla no más, le daba escalofríos. Si hasta podía sentir el crujido de huesos rompiéndose por la golpiza notariada.

Juan Antonio no soñaba con premios y distinciones. Esos estaban a una galaxia de distancia de sus virtudes. Pero una buena crónica, una historia sustanciosa, aunque más no fuera, compensaría en algo un largo período de trabajos intrascendentes y una mediocre performance laboral. Aunque siempre quiso brillar como autor de una novela. No una cualquiera. Una gran novela, que trascendiera por sus valores literarios a la posteridad. Pero nunca pasó del deseo. Las veces que lo intentó, el proyecto quedó varado en la segunda hoja. Cuando sus ocasionales parejas se lo reclamaban, se justificaba diciendo qué difícil que era escribir una novela sin ser un escritor profesional. Retomaría el intento una infinidad de veces, seguidas de otros tantos abandonos. Pero esa vez sería la definitiva. Se lo prometió a sí mismo con el convencimiento de una fe repentina. Dejaría los vicios. Viviría junto a Marlene (la minita que le devolvía la autoestima a fuerza de citrato de sildenafilo), y escribiría una novela a la altura de las mejores. Le prometió a la muchacha escribir una ficción en la que amores y odios, fidelidades y traiciones, grandezas y miserias, se fundirían en un relato que integraría la ficción, la historia y la novela policial. Y cuando imaginaba el éxito que alcanzaría su obra, abrazaba a Marlene con todas sus fuerzas, lleno de esperanzas en un futuro diferente. Cuando estaba eufórico, besaba a Marlene en la boca y le introducía su lengua tabacada. Marlene se retorcía de asco, contorsiones que Sousse imaginaba sensuales.

El llamado que recibió esa tarde en su casa y que lo obligó a abandonar la calidez de la cama que compartía con la joven, fue terminante. Su jefe le informó sobre la entrevista concertada.

  • ¿Estás sobrio che?
  • ¡Qué decís boludo! ¡Claro que estoy sobrio! ¿Cuánto hace que no tomo? ¿No te lo prometí?
  • “Vanas promesas, vanas promesas, que son como las hojas que el viento se llevó.” ¿Porro? ¿Nada? ¿Merca? ¿Nada? ¿Pedo? ¿Sobrio?
  • Nada de nada, te lo juro por mi hija.
  • ¡No, por favor! ¡Pobre criatura de Dios! No jurés por tu hija. No lo soporto.
  • ¿Llamaste para verduguearme? –Sousse pasó a modo altavoz su celular. Marlene escuchaba entre sueños.
  • Está arreglada la entrevista que pediste. Solo decí que la conversación se convino con Fausto. ¿Entendiste?
  • ¿Fausto? ¿Qué hiciste un pacto con el diablo? –Preguntó Sousse para parecer agudo.
  • Si… boludo, con el mismísimo diablo, porque a vos ni Dios te quiere ver la geta.
  • ¿A quién voy a entrevistar? –Volvió a preguntar, disimulando su fastidio.
  • Ni idea. Solo me dijeron que ahí te va a recibir una persona que va a ser tu contacto a partir de ahora. ¿OK?
  • OK. ¿La dirección es la que figura en la tarjeta que me diste el otro día?
  • La misma. Portate bien. No te chupés ni te porrees antes de hablar con el fulano ese. Por unas horas no metas la nariz en ningún polvo blanco. Ni harina Blancaflor, ¿entendiste? Y cuando terminás, venite urgente a verme, voy a estar en la redacción. Suerte. No hagás cagadas. –El jefe terminó la llamada abruptamente.
  • Suerte… Suerte que no te mandé a cagar… – Refunfuñó Sousse, disgustado por la referencia a su alcoholismo crónico, su hábito de porrearse con regular frecuencia y otros vicios. –Me aconseja como si fuera abstemio y solo fumara cigarrillos con filtro. Pelotudo de mierda…

Hacía bastante tiempo que no sentía un entusiasmo semejante por una entrevista. Todas las últimas resultaron insulsas, predecibles, inconsistentes. Pero esta podría ser un hallazgo. La profesión de su entrevistado era inquietante, llena de acertijos. Mientras caminaba hacia el subte, las manos en los bolsillos y el cuello del sacón alto, tapando el cuello, no podía dejar de evaluar la posibilidad de que todo resultara en un malentendido. No había faltado la oportunidad en que un excelente reportaje terminaba en un enredo de comedia, con personas que poco o nada tenían que ver con el asunto que se investigaba. Pero si la entrevista, en efecto, se concretaba con la persona correcta, tal vez podría organizar una trama apetitosa que le diera el pie para una historia vendible. Incluso para su soñada novela magistral.

En la estación Agüero tomó el subte. Combinó en 9 de julio con la “C”. El pasaje no era muy numeroso, viajó sin apretujarse hasta la asfixia como solía ocurrir en las horas de mayor movimiento.

Llegó a Constitución en alrededor de treinta minutos. Era una tarde-noche nada apacible. El cielo se derrumbaba torpemente hacia el río. Aborregado en negro-gris al borde de una oscuridad que se reservaba algo de un rojo que sospechaba a sangres de inocentes. Lloviznaba una aguanieve que raspaba como la espuma de una lava maliciosa, como si sus agüitas se hubieran evaporado al roce constante contra el viento arrugado como la propia espuma de la lava-aguanieve que caía y caía. La ventisca agregaba sus malos modales y golpeaba como con alfilerazos puntudos, de puntas afiladas de empeños de tormentos, que hacían doler al tocar la piel. Sousse estaba aterido de frío. Hacía muchos años que no soportaba el esfuerzo del frío.

Desde Constitución hasta la casa de departamentos en donde debía realizarse la reunión lo separaban varias cuadras. Salió de la estación por la gran puerta que daba a la Avenida Hornos en dirección a la avenida Brasil.

Bajó la escalera mirando a un lado y otro, esperando no ser sorprendido por algún punguista que lo tomara desprevenido. Llevaba un attache pequeño de cuero negro, y dentro de él un grabador digital Sony ICD-AX412F. También su IPad Pro, un obsequio que recibió con motivo de su cumpleaños.

Remoloneaban a esa hora todavía las pirañas que afilaban sus dientes para los próximos atracos. Era una bandada de 10 o 12 mocosos mugrientos e insolentes con los labios y las manos llenas de quemaduras por el consumo del paco, que esperaban la noche definitiva para acosar a sus víctimas, en especial ancianos, y robarles dinero contante y sonante o un celular para vender por unos miserables pesos.

Cuando lograban esquilmar a una víctima, los purretes como zombis corrían por el amplio hall de la estación ferroviaria en dirección a la entrada de la calle Lima, del otro lado del edificio. A escasos metros de la gran arcada de la calle Brasil, donde unos hombres con el rostro cubierto por una bufanda, que simulaban vender chucherías, ofrecían paco a buen precio. Era la resaca de la resaca. Un narcótico que, al quemarse en una especie de pipeta calentada con finos rizos de acero, emanaba un humo tóxico que aspirado, desintegraba las neuronas como si se tratase de apenas unas telitas de cebollas.

Los policías seguían con atención los movimientos de las pirañas a la que controlaban a puro cachiporrazo, y en especial de los transas, controlando que no surgiese una trifulca por las zonas de venta. A veces, esas bataholas terminaban con algún acuchillado. Hacía tanto frío que nadie quería tener que estar bajo la fría llovizna, acomodando a garrotazos los desaguisados pecuniarios de los drogadictos y sus proveedores. Las veces que lograron pactar territorios, las cosas se tornaron casi aburridas; y hasta hacían pensar a los trabajadores, que apuraban el paso para poder abordar algunos de los trenes que partían hacia los suburbios de la capital, que por un tiempo la seguridad había mejorado en algo.

Los comisarios se jactaban que, de su mano, la ley del mercado básica del capitalismo, la oferta y la demanda, funcionaba sin necesidad de ajustar sus mecanismos a golpes como debieron hacer en los últimos tiempos con cierta regularidad.

Sousse se sorprendió de ver pocas prostitutas por el lugar. Las que estaban ofertándose, caminaban de una esquina a otra exhibiendo sus raquíticos cuerpos semidesnudos, atestadas de una anorexia con aspecto de mortaja. Tenían un talante deplorable y peligroso, y no invitaban a los transeúntes a meterse entre sus huesudas piernas y absurdas caderas oscuras y apartadas en ambas direcciones, con esa cavidad velluda y onfaloidea que desinspiraba al sexo de cualquier manera. Los que pasaban a su lado, si eran impedidos de avanzar, solían responder con exabruptos. No se sabía si era por los precios que les informaban las mujerzuelas o porque solo los preocupaba volver cuanto antes a sus lejanos hogares. El intercambio, cuando no llegaba a los golpes, terminaba en diatribas violentas y amenazas de ambas partes. Las mujerzuelas harapaban las palabras que, en estado de graznido, sonaban alrededor de los proletarios abrumándolos, mientras huían al trote en dirección a algunos de los andenes donde se estacionaban los trenes con destino a los suburbios ciudadanos.

Los travestis, que habían capitalizado la mayor parte del negocio del sexo barato y rápido, iban y venían exhibiendo sus protuberancias. Algunos lucían como una ruda y oscurecida corteza barbada, sin rasurar por lo menos ese día. Voceaban el precio de un rapidito o un bucal en los baños de la terminal ferroviaria, fenomenal lupanar lumpenproletario, en el que, en más de una ocasión, se había resuelto a navajazos una reyerta sentimental entre homosexuales.

Pero esa noche la clientela era escasa y mal predispuesta; no mostraba interés en aprovechar las ofertas que los travestidos ofrecían.

A escasos metros de la Casa Cuna, unos cartoneros se disputaban un lote pequeño de cajas que un quiosco y una farmacia lindantes habían dejado para que alguno de ellos los aprovechara.

No detuvo su andar ante el reclamo de los que se le aproximaban, fuera ofertando algún servicio o solo mendigando por unas monedas para comprar una botella de alcohol puro para pasar la noche. Cuando alguno de los sin techo se aproximaba demasiado, solo apuraba el paso bajando la cabeza para evitar cruzar miradas con el ocasional interlocutor. Le había ocurrido en más de una oportunidad, que el intercambio de vistazos lo había obligado a reparar en la expresión de aquellos ojos que lo escrutaban. Una intensa tristeza, una evidente introspección, habían detenido su marcha e inclinado a intercambiar sus puntos de vistas con su ocasional compañero.

Pero aquella no era una oportunidad para dejarse llevar por su curiosidad o por algún sentimiento de conmiseración. De ningún modo. Estaba convencido que si había algo que no debía ocurrir era hacer esperar a su entrevistado. Esa clase de personas podían interpretar un retraso como un desplante y no volver a interesarse jamás en una entrevista como la que estaba propuesta.

Llegó a la dirección escrita en el reverso de la tarjeta que le dio Cacho. El edificio estaba ubicado casi llegando al fin de la cuadra, a metros de la esquina, a la altura del 1200 de la amplia avenida del barrio de Constitución. Repasó el piso y el departamento al que debía dirigirse. Atrás, también manuscrito, el nombre de su interlocutor. Dudó un instante que le pareció enorme. ¿Qué resultaría de toda esa investigación? ¿Era prudente seguir escarbando en los supuestos repliegues tenebrosos de quienes tiene la profesión de verdugos elevados al rango de una secretaría de Estado? Pero negarse hubiera equivalido al fin de su carrera profesional, o al despido con causa; el pretexto justo para que nunca más alguien lo considere para otro trabajo.

Aspiró profundo el aire frío. Infló sus pulmones que se estrujaron conmovidos por una vasoconstricción que lastimó sus alveolos más profundos. Exhaló casi con violencia. Tosió con fuerza.

Se frotó las manos amoratadas de frío a las que echó su aliento enfriado, repetidas veces, tratando de insuflar calor de alguna forma. Llamó por el portero eléctrico. Una voz redonda preguntó quién era.

  • Soy Juan Antonio Sousse, el periodista que viene a realizar la entrevista como se convino con el señor Fausto. –No tenía otra referencia del fulano, de quien, por otra parte, le parecía hasta ridículo el nombre de fantasía que había escogido. Pero, después de todo, gracias a su intermediación se había concertado la reunión.
  • Pase. –Se oyó por el pequeño altoparlante. Sonó la chicharra de la cerradura, y con un leve empujón la puerta de hierro y bronce cedió abriéndose generosa, dando paso a un pequeño zaguán que daba al ascensor principal. Un par de metros más atrás, por un pasillo angosto, estaba el ascensor de servicio. Iba al piso 4, departamento 6. Prefirió subir por las escaleras a sabiendas que llegaría ahogado.
  • Encantado. –Dijo extendiendo su mano derecha al visitante con delicada cortesía. Se notaba que había aprendido a disfrazar su naturaleza esquiva y desconfiada con ese ropaje de urbanismo edulcorado. A pesar de su tono algo falso, a las personas les solía agradar su amabilidad.
  • Soy Sousse, Juan Antonio.
  • ¡Se su nombre, amigo! ¡Leí su informe! Excelente. Linda caligrafía la suya. No sabe cuánto dice del carácter de una persona su caligrafía. ¡Y el formulario que nos envió! ¡Un hallazgo extraordinario! –Acompañaba sus palabras con ampulosos gestos de aprobación–. Fausto me puso al tanto de todo cuando se pactó la entrevista. En realidad, no fue Fausto el responsable de este encuentro, se lo aclaro. Él fue solo un intermediario de otro funcionario interesado en esta ¿entrevista? ¿conversación? ¿Cómo la definiría?
  • Reportaje.
  • Bien. Reportaje. Quien convino este reportaje como usted dice, sí tiene mando; a él le preocupa la relación con la prensa. Es de los que todavía creen que ustedes son el cuarto poder.
  • No será Mefistófeles, ¿verdad?
  • ¡Ah! ¡El súbdito del diablo que pactó el alma del insatisfecho Fausto, incapaz de ser feliz! ¡La juventud hasta la muerte a cambio de una temporada en el infierno? ¿Usted no aceptaría el trato, amigo?
  • Espero no tener nunca que conversar con Mefistófeles.
  • “La vida te da sorpresas”, escribió don Rubén Blades. –Burlón, el anfitrión, ironizó sobre esa posibilidad. Sousse sonrió de compromiso. Algo mefistofélico tenía ese hombre con el que se había convenido la reunión.
  • Le decía que a nuestro superior le interesa de modo recurrente la buena relación con la prensa. Siempre se refiere a ustedes como ¡el cuarto poder! Así, exclamativamente. Casi con devoción.
  • ¿No lo somos?
  • No, para nada. El cuarto poder somos nosotros. Ustedes han sido absorbidos por nuestra maquinaria, y con el paso del tiempo hasta podríamos llegar a ser el verdadero poder detrás de todas las cosas.
  • Vaya perspectiva la nuestra, entonces.
  • Si es que ya no lo somos.
  • Mi nombre: Inocencio Segni. Como suena, Ese – E – Ge – Ene – I. –Deletreó exagerando la pronunciación y acompañando las sílabas con gestos enérgicos de las manos–. ¡Sea bienvenido!
  • ¿Por qué se muestra con tanta formalidad? Estamos acá para conversar con cierta confianza. ¿No le parece? ¡Relájese! –Exclamó con energía y aprovechó el desconcierto de su interlocutor para escudriñar al visitante de arriba a abajo.
  • Si la informalidad y la transparencia lo incomodan, usemos “nombres de guerra”, como dirían en la orga revolucionaria. –Sonrió con evidente descaro festejando su propia ironía–. Digamos que me llamo “Pérez”, ¿le parece?
  • “Pérez cualquiera”. –Lo chicaneó Sousse.
  • O “Pérez a secas”, como dice alguien que conozco hace algunos años. ¿No viene por esa historieta?
  • ¿Historieta? Algo así como una historia informal y graciosa.
  • Seguro. Muy graciosa. Historia de aparecidos, resucitados, inmortales. Los argentinos usamos una palabra que describe con absoluta precisión este tipo de fantasías que organizamos para pasar el rato. No la voy a usar en esta oportunidad porque no tenemos la confianza suficiente todavía.
  • Bueno, me avengo a sus reservas idiomáticas. –Chanceó condescendiente Sousse, indiferente a la provocación–. Si a usted le parece, mientras dure la entrevista, puedo llamarlo “Pérez”. O al revés, usted me llama “Pérez” a mí. No encuentro inconveniente a ello. En definitiva, no soy Pérez, pero soy un cualquiera, visto desde el vértice extremo de la pirámide de nuestra sociedad.
  • No. De ninguna manera. Era una modesta broma. No quise fastidiar su costado populista. No voy a comprometerlo vinculándolo a esa tenebrosa logia subversiva liderada por un saco de huesos y pieles resecas, que ustedes inventaron para mejorar las ventas… Y sus curriculums…
  • ¿Nosotros? ¿Quienes? –Preguntó Sousse inquieto.
  • ¡Ustedes! –Reforzó la expresión señalando al periodista con su dedo índice–. Los periodistas, los vendedores de noticias, los canillitas del ciberespacio. Tuiteros, amantes del Facebook, los blogs, y todo eso.
  • Pero nosotros no hicimos circular el nombre de una Logia llamada “Los Pérez”. Personas afines a sus obligaciones nos hicieron llegar ese dato. En verdad, reconozco, no sé si existen “Los Pérez”, pero no me va a negar que existen las Logias. ¿Acaso no existen las logias en sus instituciones? –Avanzó Sousse con su interrogatorio.
  • ¡Seguro! En el ejército se organizan en la escuela de guerra, a nivel de capitanes. Ahí se cocinan todas las logias. Llevan nombres con significado, con historia, con pretensiones. Los del ejército son así. Formales. Circunspectos. Todos conocemos la respuesta del General cuando le preguntaron por qué los militares se levantan temprano. Planifican de acá a cien años. Y después todo sale para la mierda. ¡Perdón por mi lenguaje! –Exclamó Segni risueño y provocativo.
  • No hay inconveniente. Todos usamos el término “mierda” para distintas ocasiones.
  • ¡Exacto! Le decía de los nombres augustos de las logias militares. “Lautaro”, “GOU”, ¡“Del Dragón Verde”! ¡Ese sí que era un nombre magnífico para una logia! Un dragón. Pero un dragón verde. Se imagina que impresión doble se llevaría el pobre cristiano que se topara con un dragón, pero ¡verde! Igual no pasó nada. Quedó verde, nunca alcanzó a madurar.
  • En vez de “Pérez” tal vez prefiere que lo llame con algunas letras. Como si fueran las iniciales de un nombre desconocido. ¿Le parece AB?
  • AB me recuerda “AC”. No me molestan las letras, sino el resultado final.
  • ¡Qué tontería! Lo conmueve una fantasía… Voy a darle un dato tranquilizador: no se dé máquina, AC no existió nunca. Nadie se llamó así: “A” y “C”. Nadie murió de un tiro en la nuca, ejecutado por una suerte de bestias trastornadas que fragotearon en la oscura noche a la vera del oscuro riachuelo, como le contó una misteriosa “fuente”. Un absurdo. –Acomodándose el cabello, miró al cielo reflexivo–. ¡Absurdo! –e insistió con su filípica–. ¿Sabe cuánta pobre gente muere en nombre de otro sin siquiera saber por qué? Pobres tipos que vagan por la calle sin nombre ni apellido, ahora le dicen “en situación de calle”, sin documentos, sin nadie que los reclame. Se elige uno al azar, podría hasta llamarse “Cándido” o “Venancio”, se lo ejecuta, se lo presenta como otra persona, la que debería estar muerta pero no lo está. Un fiscal y un juez propios cierran la investigación, se incinera el cadáver y chau picho. ¿Vio qué fácil es todo? –Se encogió de hombros sin quitar sus ojos de los de Sousse que vacilaba en sostener la fría mirada de su interlocutor.
  • AC, AC, AC. –Jugó con las dos letras interrogándose–. Muy retorcido. Estrafalario. Dos letras seleccionadas vayan a saber cómo: una vocal y una consonante. ¿Quién podrá decirnos su significado? ¿Será arcade? ¿Asociación civil? ¿Alternanting current? ¿Adenil ciclasa? ¿Quién lo sabe? ¿Usted lo sabe?
  • No, claro que no.
  • Hay mucha literatura de ficción en todo esto. Es un problema propio de nuestra profesión: la verdad es infrecuente, y cuando se presenta, nadie cree en ella. La mentira siempre es reina. Y, además, somos argentinos, que no es poco. Voy a decirle una cosa –señalando a Sousse agregó circunspecto–, la verdad es un problema de la moral. No hay verdad sin mentira. Y la verdad solo surge cuando a alguien se le acaban las mentiras convenientes. Usted, si quiere llegar a buen puerto, debe reflexionar sobre la sustancia de las cosas, y no quedarse detenido en su apariencia.
  • Dejemos, por un momento, de lado la historieta por la que vino y ocupa tanto de su valioso tiempo. Ni “Pérez” ni letras por nombres. Así toma una prudente distancia de esos relatos fantasiosos. Me recuerda su nombre.
  • Juan Antonio Sousse.
  • Juan Antonio Sousse. ¿Su apellido es de qué origen? – Preguntó intrigado Segni.
  • En verdad lo ignoro.
  • Sousse. Sousse. Sousse. –Repitió tres veces el apellido como buscando algo inexplicable. Hizo un gesto de fastidio–. ¿Qué tal si lo llamo Truman? Lo voy a llamar Truman, por Capote. Así lo voy a agendar. ¿Usted es homosexual como Capote?
  • No, pero no soy homofóbico.
  • ¿Se da cuenta? –Reflexionó–. Aquí, en cualquier circunstancia, nunca falta el apellido “Pérez”, como el de su “logia”, y allá, “Smith”. Los Smith deben ser como nuestros “Pérez”: una peste, una verdadera desgracia.
  • Entonces, ¿cómo debo llamarlo?
  • Definitivamente, Inocencio. Ahora, si a sus afanes periodísticos le resulta más remunerativo “Pérez”, llámeme “Pérez”. Acepto, acepto. Así podrá decir: Yo conocí a un verdadero “Pérez”. Después de todo, aceptémoslo, aunque no nos guste, siempre habrá un Pérez en cualquier lado, y a pesar de cómo usted me considera, me mide, me pesa, me evalúa con su mirada, yo seré aquí nada más que un modesto “Pérez”. Sino lo satisface llamarme solo por el apellido –siguió mordaz– puede llamarme “Juan Pérez”.
  • Después del ratón Pérez, usted sería el Pérez más interesante que conocí en mi vida. Aunque para mí se trate solo de un Pérez de ocasión. –El hombre rio con energía. Soltó una gruesa carcajada que sonó por todo el apartamento con fuerza, festejando la ocurrencia de su entrevistador.
  • Una ganga de Pérez, ¿no? El sentido del humor es siempre un buen vehículo para el entendimiento. Usted y yo nos vamos a llevar todo lo bien que permitan estas circunstancias.
  • Nada de Pérez, entonces. Agéndeme como Inocencio Segni. Como suena: Ese – E- Ge- Ene – I. ¿No es original?
  • Aquí funciona nuestro estudio de abogados. –Dijo el dueño de casa–. Civiles, comerciales, penalistas… Si alguna vez está en problemas, dígale a Cacho que hable con Fausto para que lo contacte con nosotros y lo salvaremos de toda contingencia. Como dice la propaganda “caros, pero los mejores”.
  • Lo tendré en cuenta. –Respondió Sousse con cierta resignación–. Espero que nada en mi vida necesite del concurso de abogados.
  • Nunca se sabe… –Dijo insinuante–. Hay gente que atrae a los problemas, como si fuera un imán humano. Y otros son especialistas en creárselos al prójimo. Se lo digo por experiencia. Mejor estar a cubierto.
  • ¿Ustedes de qué lado del problema se ubican? ¿De los que lo solucionan o de los que los crean? –Ironizó Sousse algo más relajado.
  • De los dos. Estamos en esa zona del sistema estatal que nos permite ser juez y parte.
  • Me dijo que AC nunca existió, o por lo menos nadie se llamó de eso modo. “Podestá”, ¿tampoco existió? –Interrogó Sousse sacando a su interlocutor del estado de simple observador en que había caído llevado por el curso de la charla.
  • En efecto. Pero antes de proseguir, ¿no quiere sentarse y compartir un café?
  • Sí, le agradezco. Lo necesito. Cargado. Hace mucho frío.
  • Cafeína, mucha cafeína, ¿no? Acelerar las pulsaciones y cargarse de adrenalina. Sublime, Truman, sublime. Usted es un sibarita de las emociones. ¡María! –gritó llamando. Una mujer mayor quien salió de la amplia cocina y preguntó en qué podía servirlos.
  • Tráiganos dos cafés. –Ordenó casi sin mirar a la mucama–. Uno bien cargado, para el amigo. Necesita cafeína extra.
  • Siéntese, por favor. –Invitó al visitante cortésmente–. Bueno… –suspiró hasta melancólico–, volvamos a lo nuestro.
  • Me estaba diciendo que tampoco existió “Podestá”.
  • No, no existió ni existe nadie en el nomenclador con ese nombre. Por los datos que usted me envió en ese escrito, a mí, y solo a mí, –subrayó estas palabras con tono decidido–, me sugieren que se refiere al coronel López Huidobro. Arancibia López Huidobro, para ser más exactos. La breve historia que usted relata en su informe contiene un dato que me propone el nombre de ese coronel. Pero se trata de solo un dato que incluso para usted y todos esos pretendidos investigadores, pasaría ciertamente desapercibido.
  • ¿Ese misterioso dato remite a los años de plomo?
  • No. Por el contrario. Nada más alejado de aquello. Además, de esa época no haremos ningún comentario. Es de mal gusto, estamos en democracia. ¿Para qué seguir revolviendo el pasado? Dejemos atrás el pasado. Como dice el comandante en jefe: “hay que mirar para adelante”. ¿Me comprende? Hay que trabajar por la unidad de todos los argentinos. Hambre cero, memoria cero, rencores cero, todo cero. Cero. La nada, como la concibieron los babilonios. Es lo más importante.
  • Comprendo, pero supongo que no alterará el resultado de esta conversación un simple repaso de ese pasado, en especial si nos permite corroborar algunos datos de su mencionado.
  • Lo pasado, pisado, señor. Lo pasado, pisado. “Cero”, igual “nada”. Olvídese del pasado.
  • Como usted prefiera.
  • Celebro su capacidad de comprenderme.
  • Bien. ¿Entonces el nombre que le sugiere mi nota es…?
  • López Huidobro. Arancibia era su nombre. Ese nombre me surge al leer reducido informe.
  • Si no lo incomoda lo llamaré Arancibia.
  • Para nada. Tampoco al coronel López Huidobro habrá de molestarlo porque él está muerto. Llámelo Arancibia si le resulta más periodístico hacerlo. Suena más familiar, ¿verdad?
  • Puede ser. –Sousse asintió por compromiso–. Supongo sería una de las muchas identidades que los hombres de su condición acreditan. Eso permite encubrir la identidad hasta hacer desaparecer la verdadera.
  • Es cierto. Gajes del oficio. Se comprende. Pero al menos le puedo afirmar que ese nombre es el que figura en su partida de nacimiento y en su acta de defunción. Sin embargo, internamente, se lo conocía por otro, la nomenclatura tiene sus vueltas y revueltas. Ese nombre no se lo voy a revelar. Ni ese, ni ningún otro. No estoy autorizado.
  • ¿Azúcar o edulcorante? –Preguntó como si estuviera en un bar atendiendo a un cliente ocasional. Sousse ni la observó.
  • Amargo está bien.
  • ¡Amarga es la vida, amigo! –Comentó con ironía el entrevistado.
  • ¿Apodo? ¿“Nombre de guerra”? –Preguntó Sousse procurando aproximarse a alguna revelación sobre ese coronel de nombre poco frecuente.
  • ¡Apodo! ¡Apodo! Nunca nombre de guerra. Acá no usamos nombres de guerra. Eso déjelo para los subversivos.
  • Pero el nombre de “Podestá” surge de varias fuentes. Todas insisten en que AC, el sicario, así lo llamaba.
  • ¿Y quiénes son esas misteriosas “fuentes”? –preguntó exagerando la palabra “fuentes”–. ¿Hombres? ¿Mujeres? ¿Fantasmas? ¿Quiénes? ¿O tiene otro documento que no nos quiso mostrar?
  • Usted sabe que un periodista nunca revela sus fuentes.
  • Eso de nunca, le aseguro que no es correcto. Yo conocí a varios de sus colegas que no trepidaron en brindar jugosas informaciones. Claro que fueron convenientemente ayudados a prestar sus valiosas colaboraciones.
  • Prefiero no imaginar las circunstancias en que se logró esa colaboración.
  • Lo bien que hace… –Remató su discurso de modo amenazador–. Pero debo insistir; ¡Sus fuentes están mal informadas! Parten de supuestos falsos: AC, que nunca existió, bautizó “Podestá” a alguien que nunca existió, para unos hechos que nunca se produjeron. El misterioso sicario “AC”, el misterioso “Podestá” … una misteriosa operación clandestina… Absurdo por completo. Y aquello de “La Reliquia” … –pronunció esas palabras con marcado cinismo–, ¡esa sí que es una baratija literaria! ¡Qué fantasía tienen ustedes!
  • En algún momento, otros investigadores, creyeron que no se trataba de una sola persona, sino que en el nombre “Podestá” estaban representadas muchas, encubiertas en individuo ficticio. Una fantasía, como sostiene usted.
  • Qué interesante especulación. Si usted fuerza la realidad, puede encontrar elementos concomitantes que lo induzcan a considerar esa posibilidad. Pero son sucesos muy circunstanciales. Si usted afirma, por dar un ejemplo, que fulano hizo una operación, la mención sola de “operación” no solo lo llevaría a ese fulano, sino a mengano, zutano, perengano, etc., etc., etc. Si usted dice “fulano viajó al norte”, es muy probable que además de su fulano, le aparezca una larga lista de menganos, zutanos, perenganos, etc., que viajaron al norte. Debe recurrir a arbitrios manifiestos, impostaciones difíciles de sostener para validar sus suposiciones, tanto se trate de la persona que usted busca investigar de nombre “Podestá”, o de varios otros, representados en una sola e inexistente persona emboscada en un nombre también de fantasía. Muy rebuscado.
  • Pero, a pesar de sus impugnaciones, tenemos sí un dato análogo con mis fuentes, el mencionado coronel Arancibia, murió, así como me dicen esas fuentes que el que usted define como inexistente “Podestá”, también murió. –Reseñó Sousse procurando refrendar sus datos con el entrevistado por medio de una confrontación de fuentes disímiles y opuestas.
  • En efecto, como le dije al principio de nuestra conversación. No hace tanto que falleció el coronel López Huidobro.
  • Mis fuentes también me dicen que “Podestá” murió no hace mucho tiempo. Por lo tanto, la fecha de la muerte del “inexistente” Podestá como la de su Arancibia, son contemporáneas, coincidentes, diría yo. ¿Pura casualidad? –Argumentó Sousse con precisión.
  • Puede ser. La casualidad existe. Algo de azar siempre hay en la vida de las personas. Pero si, hipotéticamente ese tal “Podestá” que usted busca, y el coronel López Huidobro hubiesen muerto el mismo día y a la misma hora, eso no lo acerca ni un milímetro a sus elucubraciones.
  • ¿Casualidad o causalidad?
  • ¡Ah bueno! Vamos a filosofar un rato. Nos sobra el tiempo. Los pesquisantes siempre que fabulan se disfrazan de filósofos. Tienen tiempo para ello. En cambio, nosotros, nos basamos solo en hechos, en datos precisos; nada de suposiciones de “fuentes” misteriosas –cuando dijo la palabra “fuentes”, hizo un gesto con ambas manos como encomillando la palabra suelta en el aire.
  • La muerte del coronel López Huidobro fue una gran desgracia, una enorme pérdida para la Institución. Una falla cardíaca. Un infarto. Stress más stress más stress más emociones violentas más mala comida más poco descanso, igual a infarto. Estaba en el tramo final de su carrera, cuando el hombre estaba en condiciones de volcar su sabiduría a las próximas camadas de funcionarios. Una pena…
  • ¡Funcionarios! –Exclamó Sousse no exento de ironía.
  • Sí, funcionarios públicos. Una vocación cual apostolado. Funcionar para servir al público, al común, al soberano. Responder al bien común desde la función pública. Somos los mejores, los que arriesgamos la vida, los que arriesgamos todo. Y, en general, morimos en el más perverso anonimato. A usted le causará curiosidad cómo es eso de las múltiples identidades. Para nosotros es una desgracia. Ser distintas personas, pero no ser nadie. Nadie recordará tu nombre, porque nadie sabrá cuál fue. En nuestra lápida el epitafio debería leerse: “Funcionario público cuyo nombre es solo conocido por Dios”. Como se recuerda en el mundo al soldado desconocido. Pero como a él, pocos rinden culto a nuestros esforzados agentes; sin ese soldado desconocido, ningún general ganaría ninguna batalla. Sin nosotros, no triunfaría ningún jefe de carrera, ningún jefe político de ocasión, bajo cuyo mando, realizamos nuestras labores con absoluta abnegación. Se lo aseguro.
  • El documento que nos entregó es una copia. Queremos el documento original. No sabe cuánta gente está intrigada por saber de dónde sacó usted la copia de ese formulario, perdido hacia un tiempo, en un confuso episodio en una base de nuestra Agencia. Nos robaron un archivo y usted, justo usted, tiene copia de uno de los formularios que nos hurtaron. ¡Qué feo es robar, Sousse! ¡Qué feo! No hay que violar los mandamientos de Dios. ¿No recuerda, Sousse? No robarás. Séptimo mandamiento. Dios castiga a los que no cumplen con sus mandamientos. ¿Por qué se expone, Sousse, al enojo de Dios? ¿Tiene otros? ¿Sus “fuentes” tienen en su poder otros de esos formularios que nos robaron? Sería bueno saberlo.
  • Recuerde lo que cantó don Rubén Blades. Se lo dije. Póngale sus mayúsculas. –Temeroso, Sousse trató de volver sobre sus pasos para hablar con Segni. Cuando giró para encarar al hombre aquel, pudo observar cómo se cerraba la puerta para impedirle reingresar al edificio. Tras el vidrio, Segni sonreía con desfachatez apacible. Miró fijamente a los ojos del periodista al tiempo que, con su dedo índice de la mano derecha, moviéndolo de arriba a abajo, persistió un buen rato en un gesto amonestador. Sousse renunció a su intento. Dio la espalda a su entrevistado, giró cargado de preocupaciones y caminó velozmente, tratando de dejar atrás el viejo edificio de la desierta avenida del barrio de Constitución. Desistió de concurrir al diario, como le ordenó Cacho no bien terminara su entrevista. Decidió retornar a su departamento. Allí Marlene calmaría sus zozobras. Entre abrazos y besos y narcóticos que mordisquearían sus venas y arterias de sangre alucinada. Sangre y zumo, caldo rojo, por el que insignificantes batracios de hieráticos colores nadarían histéricos, y lo alejarían a pura helada dentellada y a la velocidad de una inhalación fina como una aguja blanca, de las amenazas de ese dedo henchido en sangres de difuntos, que bajaba y subía y bajaba y subía amonestándolo severo, cargado de amenazas como un arma presta a disparar hasta la muerte.

La arquitectura del edificio respondía a dimensiones y estilo en desuso. Paredes muy anchas, medianeras de cuarenta centímetros de grosor, molduras barrocas pletóricas de detalles, generosos plafones de vidrio tallado que iluminaban pobremente por la falta de lamparillas eléctricas.

Escaleras muy amplias de mármoles lustrosos, aunque gastados. El ascensor principal en el centro de la construcción, flanqueado por la escalera que ascendía abrazada al elevador, reptando ascendente hacia las varias terrazas que coronaban el edificio.

Escalera y ascensor separaban las dos alas del edificio: de un lado y del otro, semipisos al frente, y departamentos más pequeños al contrafrente. Daban esa particular fisonomía a la construcción que parecía haber sido de gran categoría décadas atrás.

El departamento estaba indicado con una pequeña chapa ovalada, enlozada, con un número en escritura romana. Tocó el timbre.

Un hombre cincuentón, de fornida contextura, abrió la puerta e invitó a pasar a su inocente inquisidor. Una abundante cabellera, para la edad, negra, entrecana, algo ensortijada, recortaba un rostro rudo, redondo, de los pómulos hacia la sien, y bastante afinado hacia el mentón. Los ojos estaban inquietos y escurridizos, y evitaban que se pudiese descifrar en sus reflejos los sentimientos verdaderos que suscitaba aquella encrucijada.

Sousse respondió con parsimonia el saludo. Estaba sereno a pesar de las circunstancias que rodeaban la entrevista. Reparó en la mano aquella, la que estrechó en el saludo. Uñas pulidas, dedos largos, estilizados, con algo de fiereza y algo de finura, una mezcla entre dedos de pianista y de cirujano, capaces de ejecutar una bella melodía o cortar sin vacilar un órgano entero, como quien sesga una flor en una tarde de primavera. Manos ejercitadas en el trabajo preciso y decidido. Pulcras.

Sousse no supo cómo tomar esa afirmación. No parecía una simple fanfarronada. Estaba ante una persona que hablaba con fluidez y seguridad sobre el verdadero lugar que los aparatos de inteligencia ocupan hoy en las sociedades modernas.

Sousse ingresó e hizo como una modesta reverencia con la cabeza.

Pero ¿“Logia de los Pérez”?… Una logia que se llame “Los Pérez” ¿no le suena hasta ridículo? –cuestionó–. Salvo que fuera una logia de la perrada. ¡Esos sí que podrían haberse bautizado “Los Pérez”!

En la Armada ocurre algo similar… No es lo mismo porque ellos son de sangre azul, todos masones. “El gran contramaestre… bla… bla… bla…”. Todos quieren fundar la “Logia del gran Nelson”. Admiran al almirante inglés. En fin. Usted sabe. Sabe, ¿verdad? Sino debería estudiar la historia de los masones por estas tierras.

En la aeronáutica no tengo ni idea. –Describió un círculo con su dedo índice, señalando hacia arriba–. Siempre están en las nubes… En la policía, las logias son menos refinadas y hasta hablar de “logias” suena exagerado. Van a los cafés en las esquinas de las comisarías, donde deciden los negocios. Secuestro express, entradera express, asesinato express, los muchachos son “express”, consecuencia de los muchos cafés que toman para dirimir competencias. Luego, menudencias presupuestarias, aumento patrimonial injustificado; tanto para mí, tanto para vos. Nada de estrategia, pura táctica recaudatoria.

Y en nuestra institución las logias no existen, como las brujas. Usted me comprende…

Segni tomó una larga bocanada de aire. El prolongado discurso sobre el sistema de logias lo agotó como si hubiese lidiado con un rudo contrincante. Sousse sonrió disuadido que su interlocutor, se había preparado para la entrevista con cuidado.

El agente miró con poco disimulado desdén al investigador, y dijo con desparpajo:

Sousse lo miró sin poder disimular su extrañeza por las reflexiones de su anfitrión. A esos galimatías filosóficas, le adosó una virulenta insistencia en negar la existencia de uno de los personajes que habían motivado su investigación. La afirmación: “AC no existió nunca” y el farrago filosófico, fueron, sin duda, una gran iniciativa para definir la orientación de la entrevista. Lo dijo como quien sostiene trascendentes revelaciones. ¿Cómo creerle? ¿Por qué creerle?

El anfitrión, apoyando su mano derecha en el hombro, lo conminó con un leve empujón a pasar a otro ambiente, seguido al vestíbulo. Más alto por varios centímetros y mucho más fornido, lo observaba desde esa altura con una mirada procaz.

Movió la cabeza en ambos sentidos, como dudando en decir lo que le sugería la dinámica de la conversación y su lengua mordaz.

  • Tengo un conocido que detesta a Capote. Repite como en misa: “Capote muy gay. No me gusta. No me gusta. No me gusta.” Tiene la manía de repetir siempre tres veces las cosas.
  • ¡Como usted! –Exclamó Juan Antonio, tratando de parecer perspicaz.
  • ¡Lo notó! ¡Qué sagaz, Sousse! –Festejó Segni con ironía–. Mi amigo, después que repite: “Capote muy gay. No me gusta. No me gusta. No me gusta.”, agrega: “detesto las exageraciones. Hasta para ser homosexual hay que saber cómo comportarse. Capote era un escándalo.” –Segni miró con desprecio a Sousse–. Usted es de esos periodistas que hacen periodismo literario –y agregó sin dejarse interrumpir–, le puedo presentar una riestra de tipos peores que Hickock y Smith. Mucho peores. Todos regulados y protegidos por el Estado. Al lado de ellos, Hickock y Smith serían niños de pecho. “Hickock y Smith”, dos nombres que a mí apenas me sugieren la marca de un laxante. –Rio a carcajadas.

Sousse sonrió por compromiso. La procacidad del hombre aquel lo dislocaba. No sabía a qué atenerse. Si tomaba su forma llana y hasta risueña de tratarlo, temía entrar en confianza. Si aceptaba un trato ameno con un hombre experimentado en el trabajo de inteligencia, estaba en peligro. No solo porque esa aproximación lo alejaría definitivamente de la verdad que procuraba establecer. Pero si se dejaba llevar por la impresión agreste que la causaba, suponía que la conversación podía naufragar en detalles intrascendentes. Atinó a preguntar para salir de la encrucijada en que se había metido por sí solo.

Ingresaron ambos en la sala contigua, en la que una vieja mesa ovalada encerada con cuidado, ocupaba el centro del ambiente. Tenía su borde grabado con delicados detalles. Su pie, al medio del óvalo que describía la mesa, como un grueso pedestal trabajado reproduciendo imágenes de dioses griegos, aseguraba el tablado horizontal que estaba dividido en dos partes deslizables. En medio, una elegante ponchera de cristal tallado, descansaba sobre una delicada carpeta confeccionada con hilo de Holanda, finamente trabajada.

Una docena de sillas que no se correspondían con la carpintería de la antigua mesa, estaban prolijamente distribuida alrededor del mueble. Se trataba de una sala de reuniones amplia pero austera.

Por un instante las miradas de cruzaron, pero sin desafío.

El anfitrión cayó abruptamente y posó su mirada en la libreta de blancas hojas en las que Sousse esperaba volcar algunas anotaciones para su investigación.

La mujer que oficiaba de mucama entró portando una pequeña bandeja con dos pocillos de café humeante.

El apodo: “Vasco”, como no podía ser de otra manera. No faltaron quienes le agregaban algún epíteto. ¿Me comprende? Mala gente hay en todos lados. Solo lo llamaban “vasco”, sus pares, los más próximos y que gozaban de cierta confianza; “coronel”, incluido el posesivo “mi”, costumbre militar de subordinado a superior, como corresponde a los de grado inferior, como es mi caso. O simplemente, “señor”. “Sí señor”, “no señor”, “bla, bla, bla señor” … Usted sabe, puro protocolo. Por su nombre, Arancibia, era raro que se lo llamase, salvo quienes gozaban de su confianza y que eran muy pocos, se lo aseguro. Muy pocos. Era un hombre de carácter severo, disciplinado, muy apegado a los reglamentos.

Al coronel López Huidobro nunca se lo llamó “Podestá”. Le repito, nunca. A usted que le gusta usar mayúsculas para jerarquizar alguna palabra o dato, hágalo en este caso. NUNCA, se lo llamó “Podestá”. Nadie de rango portó ese apellido en los últimos veinte años. Más aún, no existió en ninguna de las reparticiones que integran el sistema al que pertenecemos, alguien que se haya apellidado de ese modo en el tiempo que se señalé. Ahora bien, si ustedes insisten, podríamos considerar, a partir de ahora, incluirlo en nuestra nomenclatura. Sus propuestas siempre serán bien recibidas. –Sousse quedó pasmado al escuchar en boca de Segni la referencia a su hábito de proponer mayúsculas para alguna palabra o expresión que para él resultaba relevante. Prefirió no preguntar cómo el hombre sabía de aquel hábito suyo. Lo atribuyó a una infidencia de Cacho.

Amigo… –expresó ablandando su voz hasta dulcificarla–. Se ha dejado influir por la literatura fantástica y una papeleta ¿muy bien falsificada? ¿O un comprometedor documento original? ¿Usted qué cree? –Sin permitir que Sousse respondiera, continuó su discurso–. Como en muchas otras cosas, a los periodistas les han llenado la cabeza de estas fruslerías. Seguramente ha tenido posibilidades de escuchar las boludeces que se repiten a diario en los informativos. Increíble. Son maestros en desinformación. Aprendemos de ellos, como de ningún otro. Nosotros, que deberíamos ser expertos en esas lides, resultamos aprendices de los grandes multimedios. Inventan una noticia sobre un fulano, en general, falsa. Como diría un amigo, “falsa de toda falsedad”. La difunden a su audiencia, usan el potencial como ni Maradona usaba su maravillosa izquierda, y el pobre tipo quedó escrachado como si fuera un asesino serial y violador indescriptible. No encuentra forma de sacarse el San Benito que le pusieron. Maravilloso. Después que lo desahuciaron lo mandan llamar a un programa de espectáculos, de esos que emiten de tarde, para las amas de casa. El tipo llora, explica, se lamenta, se justifica. A la noche va al noticiero central. Y empieza la contracampaña. La gente se conmueve, duda, lo defiende. Ergo, llegó a la audiencia como un gusano, termina transformado en un héroe. Y cuando todo el mundo está convencido que al final el tipo era un buen tipo, y hasta él cree que todo ha terminado, publican otra noticia, falsa, obviamente, que sostiene que es un truhan, y lo vuelven a defenestrar. Una vez y otra vez. El tipo al final del asunto, no sirve para nada. Una maravilla. Impresionante. Un consejo: cuídese de las falsas noticias, no sabe cuánto pueden llegar a perjudicarlo.

Sousse, tomó unas notas breves que subrayó con una doble línea procurando distraerse de las afirmaciones que Segni le hacía con cinismo sincero. Mirando a su entrevistado a los ojos preguntó sin darle respiro.

Sin broma, somos los mejores funcionarios públicos, y ante usted asumo la representación de todos mis pares. Somos los que garantizamos que el orden natural de la sociedad no sea degradado. Los políticos son los que arruinan nuestro paso por la función pública. Los odiamos tanto como a los que no nombro por no ensuciar mi boca. –El hombre adquirió una severidad que desconcertó a Sousse. Por primera vez el investigador sintió el hielo filoso del que es parte del poder real que, muchas veces, se manifiesta en forma confusa y poco reconocible.

Saborearon al unísono el café. La pausa distendió el momento. Sin proponerlo se hizo un impasse que le permitió a Sousse reflexionar sobre el curso de la entrevista.

Afuera el viento llevaba la llovizna en dirección al río y el frío se hacía intenso y punzante.

La conversación no se prolongó por mucho tiempo más. Solo fueron comentarios menores, intrascendentes. Segni le sugirió acordar otro día para continuar. Sousse aceptó de buen grado. Lo invadían sentimientos confusos. La mirada del hombre lo despostaba sin piedad y sentía que ninguna de sus fibras más ocultas quedaba exceptuada del examen riguroso al que estaba siendo sometido.

Salieron del departamento del cuarto piso, subieron al ascensor de servicio y descendieron hasta la planta baja. Segni lo acompañó hasta la puerta de entrada del edificio. Abrió parsimonioso el enorme portón de hierro y bronce y extendió su mano para saludar al periodista. Apenas Sousse traspasó la puerta, cuando ya tenía un pie en la vereda para dirigirse a la Estación a tomar el subterráneo para regresar a su casa, oyó la clara voz de Segni murmurar a sus espaldas.

Sousse quedó sumido en una profunda angustia. Entendía el valor del documento, pero ignoraba su procedencia.

—Recuerde lo que cantó don Rubén Blades. Se lo dije. Póngale sus mayúsculas. –Temeroso, Sousse trató de volver sobre sus pasos para hablar con Segni. Cuando giró para encarar al hombre aquel, pudo observar cómo se cerraba la puerta para impedirle reingresar al edificio. Tras el vidrio, Segni sonreía con desfachatez apacible. Miró fijamente a los ojos del periodista al tiempo que, con su dedo índice de la mano derecha, moviéndolo de arriba a abajo, persistió un buen rato en un gesto amonestador. Sousse renunció a su intento. Dio la espalda a su entrevistado, giró cargado de preocupaciones y caminó velozmente, tratando de dejar atrás el viejo edificio de la desierta avenida del barrio de Constitución. Desistió de concurrir al diario, como le ordenó Cacho no bien terminara su entrevista. Decidió retornar a su departamento. Allí Marlene calmaría sus zozobras. Entre abrazos y besos y narcóticos que mordisquearían sus venas y arterias de sangre alucinada. Sangre y zumo, caldo rojo, por el que insignificantes batracios de hieráticos colores nadarían histéricos, y lo alejarían a pura helada dentellada y a la velocidad de una inhalación fina como una aguja blanca, de las amenazas de ese dedo henchido en sangres de difuntos, que bajaba y subía y bajaba y subía amonestándolo severo, cargado de amenazas como un arma presta a disparar hasta la muerte.

III

Piedra libre

El cadáver de Podestá[1] lo hallaron cinco días después en que cesó las comunicaciones con su base. Si se contaban los dos del fin de semana, siete días completos habían transcurrido sin tener noticias de él.

Que no se trataba de esas inasistencias a las que tenía acostumbrados a sus colegas, lo intuyó un subordinado suyo, algo regordete, de pómulos hinchados, surcados por unas diminutas venas violáceas que se encendían virando a un bermellón violento, cuando Podestá, insultándolo, lo llamaba para ordenarle alguna comisión menor.

— ¡Gordo pelotudo! –era su llamado–. ¡Vení para acá! –la orden.

De sus labios gruesos, resecos, ajadizos, solo escapaban escasas palabras sueltas; rara vez, breves oraciones. Por lo común, se trataba de modos encriptados que sugerían, más que afirmaban, que comprendía la tarea que se le encomendaba. Si realizaba algún comentario, era en voz muy baja, porque su jefe, dotado de un oído de tísico –potenciado tal vez por el consumo de cocaína que amplificaba sus sentidos–, siempre lograba escucharlo y hacía observaciones mordaces y violentas contra el muchacho. Cuando se burlaba, él acompañaba la chacota con una mueca de falsa complacencia. Cuando lo zamarreaba como a un pelele, sufría.

Esa ausencia, sin aviso, del “Vasco” (como solo algunos de sus camaradas se atrevían a llamarlo), se le presentó esa mañana, distinta a muchas otras que con anterioridad se habían producido. Un flujo eléctrico que despabiló su cerebro le impuso sin vacilaciones, la convicción de que su jefe estaba muerto. No fue producto de una reflexión o de un dato, incluso insignificante, que le diera esa convicción. No era un estímulo exterior el que le generaba ese estado tan particular de la certeza. Para nada. Fue una corazonada, pura sensación que alcanzaba a manifestarse en sus sentidos. Gusto, olfato, oído, tacto lo convencían de que el suceso fatal había ocurrido.

Al estímulo de sus sentidos, le siguió un suave estremecimiento en sus hemisferios cerebrales, un medido temblor en las ideas, un acúfeno como un silbidito se hizo alarma. La sensación duró un buen tiempo. Cuanto más se extendía el rebato, más inarmónico se tornaba. Navegó agreste por las circunvalaciones del cerebro, y a su paso, moduló pequeñas detonaciones espasmódicas; en su plenitud alcanzó a transformarse en clarividencia que, en lenguaje cifrado, replicaba: “¡es-tá-muer-to! ¡es-tá-muer-to! ¡es-tá-muer-to!”

Su convicción no podía exteriorizarse. Si acaso fuera a un camarada –peor aún si se trataba de un jefe–, y comunicaba su creencia, de comprobarse, quedaría definitivamente involucrado en una muerte de la que no tenía ninguna responsabilidad y que no estaba en posición de evitar.

En verdad, no se trataba de algo novedoso lo que lo ocurría. Sí en su intensidad. Corazonadas conoció desde pequeño. Se le presentaban de manera más o menos recurrentes. De niño, como no podía comprenderlas, trataba de descartarlas de inmediato sin permitir que se desarrollaran y consolidaran en sus pensamientos. Lo aterraban. Cuando quiso refugiarse en sus padres para atemperar sus miedos, estos lo despidieron con una palmadita en la cabeza, y cabecearon resignados por lo que consideraban una anomalía, aunque no muy significativa, en la psiquis del infante. De adulto, aprendió a mitigar sus efectos y procuró acotarlas aliviando sus trastornos.

Algunas veces, mientras caminaba rumbo a su base, en especial los días de frío intenso (nunca pudo descubrir el vínculo entre premoniciones y frío), formas de corazonadas lo asaltaban de manera repentina. Eran minúsculas, de consistencia viscosa, casi como moluscos que se aferraban a su mente y chupaban los impulsos de sus ondas cerebrales. Las más de las veces las corazonadas resultaban ciertas. Eso lo preocupaba. No sabía por qué, cuando esos acertijos saltarines se volvían certezas, quedaba malogrado para toda la jornada.

Cuando ello ocurría, su mal humor se acentuaba. Y el mal humor lo irritaba sobremanera. Por ejemplo, una modesta corazonada lo advirtió de que sería designado para asistir a López Huidobro. Aunque sólo fue sospechar esa circunstancia, padeció cólicos a repetición que lo atormentaron por más de una semana. Cuando conoció a su nuevo jefe, comprendió qué difíciles serían a partir de entonces sus días en el trabajo. Trabajó en disconformidad un buen período, hasta la muerte del repudiado jefe.

La disconformidad en la Agencia tenía un nombre propio, “disidencia”. No sospechaba que la disidencia era un estado de ánimo que los jefes sabían captar con facilidad en sus subordinados. Ellos tenían como un sexto sentido para percibir esas estaciones de la emoción. Quienes eran descubiertos con esos pensamientos, pasaban a ser apodados en secreto como los “discrepantes”, opuestos a los “siempre obedientes”, hijos de la venerada obediencia debida. Sin siquiera sospecharlo alguna vez, el asistente había ingresado a esa condición. Fue el propio jefe de los purificadores, “Pérez y Pérez”, el que lo incluyó en la lista convencido que, cuando alguien arribaba a la estación de la disidencia, su viaje no continuaría a ningún destino. Desde que el mundo fue mundo, esto había sido así y nadie, en sus cómodos poltrones, consideraba que podía ser cambiado por la voluntad humana.

Aunque era muy difícil dejar esta categoría de la nomenclatura secreta de la Agencia, en muy contadas oportunidades, sus desgraciados portadores hallaban un salvoconducto, aunque nunca definitivo. Contribuciones de enorme trascendencia a los objetivos de la superioridad (como eliminar a un peligroso rival, un subversivo agreste en medio de una traición mayúscula), o proveer ganancias superavitarias en los bolsillos de los magnos jerarcas, podían inclinar a los jefes a retirar a los señalados de tal estigma. Aunque, siempre se supo, quedaba un resabio útil para chantajear a la víctima de ser necesario. La otra forma de acabar con esa condición, era la muerte.

Los “discrepantes”, con el paso del tiempo, hasta parecían portar la marca siniestra de Caín. Y por ello, aunque no lo supieran, en sus legajos se incluía en un apartado una referencia al texto bíblico, que los identificaba con la maldición del fratricida. “¿Qué has hecho? ¡Escucha! –Decía la cita–. La sangre de tu hermano clama desde el suelo. Ahora estás maldito y la tierra, que abrió su boca para recibir la sangre de tu hermano rechazará tu mano.” Cuando un jefe leía la cita sobre un subordinado, sabía cómo entretenerse con el desgraciado, aunque eran muy pocos los mandones que tenían permitido el acceso a los legajos ocultos de los “caínes”. En el caso de López Teghi, “Pérez y Pérez” se ocupó meticulosamente de impedir que accediera a ese conocimiento. Alteraba su química desnudar las sustancias subyacentes de cada procedimiento.

La Agencia, en su expansión, construyó tantos escondrijos, tantos meandros, que se podían extraviar en ellos hasta personas, de las que nunca más se tenía noticias ni si quiera por accidente, y por las que eran absolutamente inapropiado preguntar. Un expediente, un legajo, resultaba apenas como una hoja reseca en una tormenta turbulenta. Así de frágil era la vida de algunos de sus miembros.

Él no tenía capacidad para reconocer que su incomodidad ya había sido notariada. Por entonces, lidiaba con sus corazonadas, con el asalto repentino de esos presagios, que derivaba en desconfiaba. La desconfianza, en su caso, surgía por temor, no por convicción. Desconfianza y temor se potenciaban mutuamente. Cuanto más temía más desconfiaba, y cuánto más desconfiaba, más temía. Un sentimiento era atajo del otro. Para mayor desgracia, su desconfianza se extendía como un aceite a todos sus actos y sentimientos. Así llegaba al desasosiego. Por el camino del estoicismo, –al que mucho contribuyó López Huidobro–, atemperó esos estados de zozobra. Se hizo estoico en su verdadero sentido. Su serenidad se hizo salvoconducto.

Controlar las emociones (envolverlas en una fina trama de indiferencia), le prometía la tranquilidad de que no se dejaría llevar por un impulso repentino, por un desborde emocional. Y dada su profesión, esa capacidad podría resultar muy valiosa. Sabía que, si alguna vez, permitía que un arrebato, una irreflexión, una emoción violenta guiaba sus acciones, ese día se cargaría de una desgracia que nunca olvidaría. Por detrás del arrebato, siempre se embosca la soberbia y el engreimiento. Y ya se sabe que Dios detesta a los soberbios y no bendice a los engreídos. Por ello cifraba expectativas de que, en algún momento de la evolución de su carácter, la paciencia fuera lo suficientemente poderosa como para aherrojar desconfianzas y premoniciones, angustias y desasosiegos, y poder desarrollarse en plenitud para las tareas que él consideraba estaba predestinado. Quizás llegaría el momento que, con otras condiciones (no esas que le imponía su despótico jefe), pudiera manifestar sus capacidades y forjarse un porvenir mejor del que hasta esos momentos se le presentaba. Lo que ignoraba era que esa marca imperceptible ya se dibujaba en su rostro y lo marcaba definitivamente. Él aún no lo sabía, pero una de sus últimas acciones lo elevaría más allá de la condición que impone el martirologio. El heroísmo, escalando por encima del temor, salvaría una causa de manera extraordinaria.

Malograba también su personalidad esa relativa obesidad que le propiciaba un sentimiento de discapacidad que padeció desde niño y que lo menospreciaba y movía a una risita patética. Nunca pudo eliminar por completo ese estado de ánimo. Frente al espejo en su habitación, había uno de casi dos metros de alto, herencia de sus bisabuelos, observaba con penuria las adiposidades que se arrepollaban en su vientre, entre las piernas, a la altura de las tetillas y bajo los brazos. La papada, sin embargo, era poco voluminosa y eso lo reconfortaba. No era mal parecido y tampoco un obeso como él se consideraba exagerando su condición, algo excedido de peso, demostraba cierta distorsión en como él apreciaba su propia anatomía.

Ese menosprecio que sentía por sí mismo se filtraba en su carácter, aunque no lo percibiera con claridad. Se acentuaba frente a sus camaradas de tareas, ellos atléticos, seguros, indiferentes, que tomaban como agua bendita la orden que se les encomendara, fuera un asesinato, una sesión de torturas o cualquier otro tipo de acciones violentas que exigían un aceptable estado físico. Sabía que no estaba ahí por la acertada combinación de músculo y nervio que componen una morfología hábil para la violencia directa; sino porque su mente y su figura, se asistían mutuamente para dar ese aspecto de un intrascendente burócrata estatal pero diestro en el conocimiento y el manejo de los vericuetos de las vías administrativas, sapiencias y habilidades sin las cuales, la burocracia estatal se vuelve insoportable.

Podestá captaba las perturbaciones en el carácter de su asistente. Lo detestaba sin sentimientos intermedios, no era un subalterno que él hubiera escogido para asistirlo, por lo que desde el inicio de la relación le demostró su desprecio y disgusto. “Pérez y Pérez”, superior inmediato del “Vasco”, lo designó sin consultarlo, cuando todavía el veterano coronel transitaba una licencia impuesta luego del estruendoso fracaso de la operación “La Reliquia”, en el norte.

Su burla estaba dirigida a esa relativa gordura de su subordinado. Pero a medida que incursionó en el hostigamiento, Podestá captó ese estado de paranoia que el muchacho no podía controlar. Cuando tuvo certeza del desequilibrio al que lo sometía, el hombre multiplicó sus burlas de manera geométrica. Lo acosó inmisericorde, como le gustaba acosar. Como cuando asistía a una extendida sesión de tortura.

El joven sentía una profunda aversión por su tiránico jefe. Y le deseó la muerte en más de una oportunidad. Pero estaba muy seguro de que sus deseos no tenían nada que ver en la certidumbre de su corazonada.

La sospecha de que su jefe estaba muerto se hizo cada instante más fuerte. Hasta pudo suponer el perfume nauseabundo de la carne putrefacta. Y, extraño, lo sintió refrescante. Gélido y estimulante. Atribuyó a su odio esa emoción de conformidad.

Al segundo día de su premonición, encaró distendido sus obligaciones. Reconoció que ese era un estado que, hasta ese momento, no había tenido oportunidad de disfrutar. Solo, en su pequeño despacho, cómodamente sentado a su modesto escritorio, se tomó con ambas manos la cara, y las deslizó con lentitud desde la frente a la barbilla, adivinando el tacto pringoso de las llagas pútridas de los tejidos muertos. La caricia le transmitió una sensual alucinación desconocida. En la lengua, un almizcle graso fermentado, empalagaba sus papilas que, anticipándose a la podredumbre imaginada, enviaban señales de repugnancia a su cerebro. Disfrutaba, sin embargo, ese futuro sabor de la carne muerta de aquel desgraciado mandamás.

Tuvo esa franca sensación de regocijo cuando pudo representarse la imagen del acosador finado, cociéndose en alguno de los estadios del infierno. Trató en vano de deshacerse de esa figuración temiendo que sus superiores lograran extraerla de sus fantasías, y lo vincularan a la muerte de López Huidobro. Pensaba que eso hubiese sido calamitoso.

Llegó el tercer día desde su corazonada. La ausencia del jefe lo relajó aún más y trabajó animoso, sorprendiendo a sus pares con esa manifestación de bienestar que les era desconocida. Ya no se trataba de un modesto regocijo, una mesurada alegría, como se tiene cuando se recibe un regalo sencillo pero querible.

A medida que las horas transcurrían, ese estado placentero, de franca conformidad, se fue acentuando, hasta adquirir ánimo y hondura. Era un sentimiento robusto, muy vigoroso, que lo ruborizaba repentinamente, abrazándolo con un calor desconocido. No podía explicar por qué la posible muerte del mandón perverso y drogadicto (un vicio que detestaba pero que comprendía que su jefe padecía), podía devenir en tal condición satisfactoria. ¿Al final, la muerte de su jefe sería el elixir, el néctar de la felicidad que nunca había disfrutado y ahora lo estaba embriagando avasalladoramente? Podía sentir el “ekstasis”, como lo definían los griegos. Vivenciaba una actitud de contemplación extraordinaria, en la que el vuelo del alma liberada del cuerpo –con sus euforizantes e incluso alucinógenos efectos–, lo transportaba a una desconocida condición placentera.

En oportunidad de cumplir una diligencia, mientras caminaba por un pasillo de una oficina a otra para depositar en un oscuro escritorio unas fotocopias, exclamó sin razón “¡excelente!” Ante la sorpresa risueña de sus compadres de trabajo.

— ¿Excelente? –preguntó uno que lo oyó al pasar–. ¿Excelente qué? –inquirió intrigado.

— Mi vida. –dijo distraído–. Mi vida es excelente. –Nadie lo creía de eso modo teniendo por jefe a Podestá.

Recién en la mañana del quinto día de la ausencia del coronel, un superior lo mandó a llamar para interrogarlo acerca de la desaparición de su jefe. Cuando le fue preguntado por la ausencia del superior, se encogió de hombros y dijo no saber a qué se debía. Explicó que el coronel López Huidobro nunca lo informaba de sus decisiones ni actividades. El superior, moviendo delicadamente la cabeza de arriba abajo en gesto afirmativo, solo dijo “comprendo”.

El “Vasco”, solía ausentarse sin aviso. Una mala costumbre, pero habitual en él, conocida por sus camaradas y padecida por su jefe. Fuera porque estaba abocado a alguna tarea, o porque consideraba que su rango lo eximía de ciertos ritos burocráticos, dejaba de concurrir a su despacho a veces hasta por una semana. Por ello es que su faltazo no generó mayor preocupación.

De todos modos, el superior le sugirió que fuera en comisión al domicilio de su jefe y verificara si había algún motivo de preocupación. La incógnita a debelar no era su ausencia, sino por qué no respondía los llamados a su celular y a su nextel. Su abandono podría considerarse algo esperable, pero no responder a ningún llamado, no.

Dudó, llevado por su natural desconfianza, cuando el superior aquel le encargó la averiguación del paradero de su jefe directo; temeroso repreguntó si había entendido correctamente la orden y era él, en persona, quien debía cumplir el mandado. La respuesta fue categórica.

  • Si, en efecto. Quiero que usted se ocupe de este asunto porque es quien trabaja con el coronel.

— Entendido señor. Aunque yo no soy su colaborador directo. Apenas soy un administrativo destinado a su área. Lo ayudo con el papeleo, que aborrece.

  • Lo sé muchacho. Yo lo designé para esa sacrificada tarea. No me interesa su actual función con el “Vasco”, eso para mí no tiene relevancia. Solo quiero que usted haga la diligencia que le ordeno. Sé de sus posibilidades.
  • Como usted disponga, señor. –Confundido, obedeció el mandado encomendado–. Entonces, si ya no necesita de mi presencia –agregó respetuoso–, cumpliré con su encargo.
  • Vaya no más. –Respondió el funcionario, quien lo despidió con un leve movimiento de su mano derecha–. Avíseme si tiene alguna novedad. –Fue lo último que escuchó al abandonar el despacho.
  • ¡Sorpréndame con buenas noticias! –Le dijo esperanzado al tiempo que lo miró fijamente.
  • Lamento decepcionarlo, señor, pero el coronel no respondió a nuestro llamado. El encargado nos dijo que hace varios días que no lo ve. Cree que debe hacer tres o cuatro que se encontró por última vez con él. Tiene una llave con la que podríamos ingresar a la vivienda si usted lo autoriza.
  • Qué curioso che… ¡Qué sensación extraña me provoca este asunto! –Exclamó el superior; quien mordía su labio superior con insistencia–. ¿A usted no le pasa?
  • El grupo está bajo sus órdenes. –Indicó al asistente regordete, sorprendido por el encargo y la responsabilidad que le habían endosado–. Está autorizado a ingresar al departamento. Ya emito la orden. Vaya tranquilo.
  • Lo consulto para que considere si me autoriza a revisar el ropero de la habitación del coronel. –Preguntó sin rodeos, esperando una respuesta afirmativa.
  • ¿Está cerrado con llave? –preguntó el superior esperando precisiones.
  • No lo sé, señor. Puedo comprobarlo.
  • Si su jefe no le echó llave, mire y no revise. Si tiene llave, déjelo para el final y veremos qué decidimos. No se apresure.
  • ¿Seguro no se puede abrir? –preguntó reflexivo.
  • Está con llave, podría romperlo, pero no creo que sea prudente. ¿Procedo? –Respondió el otro, expectante.
  • ¡No! Por favor. Después quién lo aguanta. Voy a consultar. ¿No encuentra ningún cable? ¿Un enchufe? –Preguntó antes de consultar con el superior–. Este mueble es muy raro. –Agregó circunspecto
  • No. No se nota ninguna conexión. –El joven se encogió de hombros y volvió al living-comedor y desde allí se comunicó por su nextel con la base. La explicación fue breve.
  • Ábralo, pero no lo rompa. –Fue la orden.
  • Señor, usted sabe cómo se puede poner el coronel si aparece y sabe que nos metimos en su casa y revolvimos en sus pertenencias.
  • Si lo sé. No importa. Él es su jefe, pero yo soy el superior de ambos. Proceda como le ordené, abra y cuide el mueble. Ustedes saben cómo abrir cualquier cerradura sin dañarla. Entre los hombres que puse a su servicio está un experto en abrir cualquier cerrojo. Creo que se llama Pedro. Dele la indicación a él. Se despidieron sin otros comentarios.
  • Abrí el mueble, por favor. –Solicitó de pie ante el bargueño.
  • Como quieras. Pero si pasa algo, yo a vos ni te conozco. –Un cabezazo de aprobación sirvió de imperativo para destrabar la cerradura. De un modesto attache que llevaba colgado, extrajo unas herramientas pequeñas y se dirigió al mueble abriéndose paso entre sus compañeros.
  • Muchacho, no recuerdo tu nombre.
  • Hasta hoy me llamaba “gordo pelotudo”, sin mayúsculas.
  • No seas rencoroso pibe… Respetá al finado…
  • Lo siento señor, no tuve intenciones.
  • Supongo. Entonces, ¿cómo te llamás?
  • Diosdado.
  • ¿Diosdado? –Preguntó buscando en sus conocimientos alguna referencia sobre el nombre.
  • Si, por el Papa Diosdado, siglo VII, después de Cristo. El santoral en Roma refiere a un papa que curó a un leproso con solo besarlo. –Respondió el joven con cierta tribulación–. Mis padres son muy católicos. Podría haber sido peor, porque el papa se llamó Adeodato, de ahí deriva Diosdado.
  • Ya lo creo que podría haber sido peor. ¿Así que el tipo beso un leproso? No tenía ni idea de ese suceso. Cojudo el papa ese. Aunque fuera papa yo no besaría un leproso. ¡Qué asqueroso el Papa ese! –Dijo esto mientras se rascaba la cabeza con gesto de repugnancia–. Tu apellido no será Cabello, ¿no? –Agregó entre risas.
  • ¡No señor! Para nada… Mi apellido es Arnold.
  • ¿Cómo el de Santa Cruz?
  • Sí, pero no tenemos lazos familiares. Nosotros no venimos del sur, venimos del norte. Somos Arnold del norte.
  • ¿De Norteamérica?
  • Sí señor. Tatarabuelos, o algo así… parientes lejanos, muy lejanos.
  • Así que sos un chozno de Arnold. ¡Qué tal! –Exclamó risueño. Aspiró profundamente y exhaló el aire en un suspiro–. Al difunto de tu jefe le gustaba el norte de América, al norte argentino lo despreciaba: negros e indios. Negros e indios. –Repitió al tiempo que acompañaba sus palabras moviendo afirmativamente la cabeza–. Negros e indios: “negros de mierda”, “indios de mierda” … lengua ligera para adjetivar. Tanto joder, y al final su última operación se la cagaron unos “negros de mierda” y unos “indios de mierda”. ¡Qué joda! ¿No? –El joven no dejaba de mirar al superior con asombro y hasta satisfacción, por el tono de recriminación que dejaban entrever sus palabras, cuando se burlaba de la idiosincrasia del “Vasco”, como lo llamaba.
  • Eso sí, che: “Whisky, Sinatra, Scott Fitzgerald y Ronald Reagan”, lo repetía con energía, como si se tratara de un Padre nuestro que lo fascinaba. Y “en ese orden”, apuntaba. Películas de Reagan… ¡Películas de Reagan!… Para el cine, siempre tuvo un gusto de mierda, ¿no te parece? Por ahí lo mataron Morelli y Berruti, espantados de que alabase esas películas berretas de vaqueros presidenciables.
  • A usted, señor, ¿cómo debo llamarlo?
  • “Pérez”. –Respondió lacónico el superior.
  • ¿“Pérez” ?, así, a secas. –Preguntó el muchacho que cada vez se sentía más cómodo por el trato campechano que le propiciaba el ocasional jefe.
  • Sí, podría ser “Pérez a secas”. Aunque en mi caso soy “Pérez y Pérez”. Berreta, pero de doble apellido. Dos veces “Pérez”, algo inaudito. “Pérez de mierda” diría tu finado jefe. Pero con que me llamés “Pérez a secas”, está bien.
  • Temí por un instante que se llamara Morelli y Berruti. –Agregó en tono de broma Diosdado, tanteando en confianza al jefe ese que lucía distendido a pesar del macabro hallazgo.
  • Pendejo: no tenés ni idea quienes eran Morelli y Berruti. Debés pensar que son los que repartían escarapelas en la Plaza de Mayo. Mañana preséntate en mi despacho. Ya ordené tu traslado. Ah… y dejá la formalidad de lado. Para trabajar conmigo, sé más espontáneo.
  • Sí señor. Hasta mañana. –Respondió sorprendido al conocer su nuevo destino.

Acompañado por un PCI[2] de fornida contextura, se dispuso a cumplir la orden. Conocía el domicilio de su jefe. En alguna oportunidad lo convocó allí para redactar largos y tediosos informes que Podestá detestaba realizar.

El asistente sabía que su jefe podía usar distintos apartamentos o casas, de acuerdo a la tarea en la que estaba comprometido. Hubo una época en que no pasaba dos noches en la misma vivienda. A la que se dirigían, era en la que se alojaba cuando solo consagraba sus días a las intrascendencias burocráticas de la administración pública. Siendo un hombre de acción, sentía una profunda repulsa por los intríngulis burocráticos a los que otros, muchos, de sus pares eran adeptos o, como él decía, adictos.

La mañana se presentaba agradable. El sol otoñal calentaba con suavidad y una brisa delicada, acariciaba desde el río hacia el oeste. Las hojas se amontonaban arremolinándose, y esparcían crujientes unos tornasoles ocres que aún conservaban cierto verdor del pasado verano.

Bajaron por las escaleras buscando el subterráneo. El olor bajo tierra se cargaba de humores diferentes al que la brisa arrastraba desde los bordes de la orilla del río, moldeados por la marejada que replicaba incesante, en labradas olas. A esa hora de la mañana, el pasaje era poco numeroso y en su mayoría, se trataba de jubilados, quienes podían acceder gratis al viaje. Muchos iban y venían sin mayores propósitos, más que el de aprovechar el beneficio.

Llegaron a la entrada del edificio luego de un breve viaje. Se trataba de una construcción de seis pisos, algo antigua, con dos alas, la “A” –quedaba al frente–, y la “B” –al contrafrente–, en el corazón del barrio de Once, a una cuadra de Pueyrredón y a poca distancia de la plaza Miserere, por donde los ingleses pasaron victoriosos en dirección a la Plaza de la Victoria, hacia su muerte a cuchilladas y disparo de mosquete.

Antes de llamar a la casa de su jefe, convocaron al encargado. Era personal de Inteligencia y tenía a su cargo el control del edificio y el cuidado de sus moradores. Algunos de ellos en actividad, como Podestá, y algún que otro retirado del servicio activo, aunque en esos tiempos ninguno de ellos moraba en alguno de sus apartamentos.

El encargado, de nombre Silverio, era un hombre hercúleo, casi de dos metros de altura, cabeza cuadrada, calvo, con algo de cabello entrecano sobre los dos parietales, pero cortado al ras. Su cuello era grueso y guardaba proporción con la cabeza, que parecía disminuida ante la contextura del cogote apoyado en la amplia espalda franqueada por dos hombros robustos. Su tórax impresionaba por su volumen, tanto visto de frente como de costado. Se apoyaba en dos piernas gruesas, que terminaban en dos enormes pies calzados con zapatones de seguridad, tan grandes como lustrosos. El gigantón infundía temor por su tamaño, pero su trato con los vecinos siempre fue cordial y hasta afectuoso, y mostró una cuidada dedicación para solucionar cualquier problema que se presentara en los apartamentos. “Pérez y Pérez”, bajo cuyo mando brindaba sus servicios, lo tenía en muy alto concepto. Era de esos abnegados hombres que poblaban los batallones de los “obedientes”, con los que se podía contar siempre que se los convocara. Agregaba a su vocación de servicio, una discreción a toda prueba.

Cuando lo interrogaron sobre la ausencia del oficial, se sorprendió. Dijo que hacía algunos días que no lo veía y por ello daba por sentado que estaría trabajando en alguna comisión. Sus ausencias no eran extrañas.

Los tres hombres fueron hasta el apartamento y timbraron con insistencia sin recibir respuesta. El encargado les aseguró que él tenía una llave maestra con la que podía acceder a todos los departamentos.

El muchacho rechazó la oferta; su orden no era entrar al departamento, sino dirigirse a él para comprobar si el coronel se hallaba o no en la casa.

Recomendaron al gigantón prestar atención a cualquier movimiento que sugiriera que hubiera regresado al hogar, o si, por el contrario, alguna otra persona intentaba ingresar al domicilio.

Volvieron a la base, de donde habían salido a cumplir el encargo. Cuando llegó el joven ayudante, de inmediato se dirigió al jefe que le encargó la comisión. Este lo recibió sin hacerlo esperar. Se lo notaba con cierta preocupación acerca de la suerte del “Vasco”. Ese jefe, con confianza, así lo llamaba cuando a López Huidobro se refería.

El muchacho sintió un largo escalofrío que nació en la punta del dedo gordo de su pie derecho, y ascendió hasta su cerebelo, que se retorció como electrificado.

—No señor. Para nada. –Mintió controlando una catarata de sincinecias que amenazaba con dejar al descubierto su mentira.

El jefe, luego de frotarse con intensidad la cabeza con ambas manos, reclamó por un intercomunicador la presencia de un colaborador suyo, al que le ordenó disponer un grupo de penetración para ingresar al domicilio del camarada ausente.

Se despidió del superior no sin angustias. Luchaba por ordenar sus pensamientos; por un lado, su estado de perenne desconfianza lo mal disponía con su superior, a quien no atribuía nada promisorio al comprometerlo con las averiguaciones sobre la extraña ausencia de su repulsivo jefe. Si este aparecía tan repentino como había desaparecido, ya imaginaba la riestra de verdugueadas y malos tratos a los que lo sometería, por solo atreverse a inmiscuirse en sus asuntos. Y de nada valdría justificarse en que la intromisión había sido ordenada por otro jefe.

Y, por otro lado, necesitaba disimular ese estado de satisfacción, de beneplácito reconfortante, que le producía el absoluto convencimiento de que todo lo que hallarían en el recoleto departamento de Once, era el cadáver de su jefe, descomponiéndose. Ese estado se complementaba con cierta comodidad que le transmitía ese superior, quien parecía mejor dispuesto a tratarlo, sin los atropellos a los que lo tenía acostumbrado el otro.

Se trasladaron en una combi negra, pasado el mediodía. En pocos minutos estuvieron en el edificio del barrio de Once.

Balvanera era, de algún modo, el hábitat del coronel Arancibia López Huidobro. Él se consideraba, con regocijo, un testigo privilegiado de esa fenomenología propia de la gran urbe en que se había transformado Buenos Aires –al impulso de la emigración interior y contingentes de extranjeros empobrecidos en busca de algún porvenir–, como si se tratara de un sociólogo dedicado a develar el misterioso funcionamiento de una sociedad en franca decadencia, abigarrada y expoliadora.

Entendía su barrio como una especie de ecosistema encapsulado que brindaba a las especies que lo poblaban decisivas ventajas adaptativas: no cualquiera sobrevivía a su fárrago.

Cuando disfrutaba una tertulia con amigos o camaradas que lo visitaban en su apartamento (con muy poca frecuencia, pero en alguna oportunidad), definía ese ecosistema urbano, como uno en esencia antinatural, formado por un conjunto de “suborganismos” que fingían estar vivos en un medio físico corrupto, donde se relacionaban y reproducían. Y agregaba circunspecto –hasta el punto que no se distinguía cuánto de burla y cuánto de cínica reflexión había en sus palabras–, que ese hábitat estaba en simbiosis con una particular biósfera integraba por tres elementos simples que interactuaban como una pervertida trinidad en estado de putrefacción: la calle y sus subterfugios; el basural y sus despojos, con los que saciaban sus hambres consuetudinarios legiones de hambrientos de todas las edades; y los subterráneos, que se prometían como refugios húmedos y roñosos en donde se esperaba descansar soportando algún modo de estupro, más o menos violento, en cuerpo y alma. Todos ejercicios del inframundo citadino, sostenía pedagógico el “Vasco”, que infectaba los demás estratos sociales hasta amalgamarlos en una sola formación social intrascendente. Una especie de “prole” como la definiera Orwell en 1949.

Después de la crisis del 2001, aquella por la que Podestá siempre repetía reflexivo “nos salvamos cagando”, las penurias se habían multiplicado y la degradación en las condiciones de vida y de trabajo impuesto con una soberanía intransigente.

La plusvalía se extraía, a pesar de la bancarrota, de cuerpos estrujados hasta despojarlos de todo fluido vital, junto a una legión de desocupados vitalicios que apenas se sostenían en combatientes piquetes por las calles y rutas de toda la geografía nacional. Aquel viejo ejército de hambrientos desocupados transitorios, que rotaban en ciclos históricos entre la explotación inescrupulosa y la desocupación condenatoria, había sido reemplazado en medio de los zafarranchos de una economía en quiebra, en una legión permanente de desamparados. Generaciones que dieron frutos en la producción, fueron desalojadas de la vida laboriosa y sucedidas por otras que ya no conocerían un trabajo siquiera modesto. Esos despojados se multiplicaron, y su irrupción cotidiana en la vida de la capital y los municipios del conurbano bonaerense y de todas las demás geografías del país, se explicó con un ridículo sonsonete repetido hasta el hartazgo: “esta gente perdió la cultura del trabajo, no quieren trabajar. Quieren subsidios. ¡Vagos de mierda!”.

Muchos de los que fueron expulsados del orden laboral, devinieron en sistémicos cartoneros. Un prodigioso albur de Buenos Aires.

En Balvanera, barrio de negocios amontonados cuadra a cuadra, los cartoneros, de a decenas, aparecían entre los crepúsculos de la tarde-noche para recoger en enormes bolsas de arpillera plástica los cartones diseminados por toda la zona. Bajaban de grandes camiones con sus carros, los que tiraban durante largas horas hasta completar una carga que arrimara, con suerte, para el puchero diario.

En la Plaza Miserere, hacia el centro de la misma, un tanto alejadas de las bocas de ingreso al subte “A”, voluptuosas prostitutas dominicanas recortando sus figuras contra el gris poroso de la tumba de Rivadavia (la que todos los transeúntes ignoraban indiferentes), ofrecían sus servicios sexuales, drogas blandas, drogas duras (las había del tipo y cantidad que se deseara), a los que se les acercaban tratando de disimular la conversación.

A metros del comercio regentado por la policía a través de los capos del negocio de la trata de mujeres para la esclavitud sexual, se sucedían entreveros mafiosos de todo tipo: travestis contra rameras; dealers dominicanos contra dealers peruanos: cruzadas religiosas de dudosos evangelistas verborrágicos contra ateos prácticos o teóricos, a los que los pastores parlanchines condenaban a todo tipo de infiernos mientras ofrecían a los desesperanzados espectadores no solo el cielo, sino todas sus bienaventuranzas, si permitían que a sus escépticos corazones ingresara Jesús por una módica limosna para la causa evangelizadora.

Como abstraídos del paisaje porteño, quizás remontados a la lejana tierra africana, negros keniatas, vendiendo baratijas, dialogaban en un extraño lenguaje; y una sudorosa masa trabajadora que iba y venía por el Sarmiento, indiferente a ese mundillo vigilado con ojo atento por los federales que regentaban la zona liberándola a su gusto. Era el barrio de la matanza de Cromañón, con su Santuario por Mitre entre Ecuador y Jean Jaurès, donde todavía se podía distinguir la fantasmal imagen de decenas de cuerpos alineados en paralelo, mientras unos niños entraban y salían rescatando moribundos tiznados de un humo venenoso que jefes políticos, funcionarios y empresarios inescrupulosos, exhalaban distendidos, comprobando la eficacia de aquel novedoso sistema de exterminio.

Era esa “fauna sin prodigios” (como la llamaba en sus sesudas tertulias), la que seducía a López Huidobro por razones que nadie conoció con acierto, a pesar de que nunca se permitía con esos seres ni el más mínimo roce, porque detestaba de modo visceral a “esos negros de mierda”. Y si alguien objetaba su acendrado racismo, se recostaba hasta en el propio General Belgrano quien no se privó en su correspondencia de describir a los negros y mulatos como una canalla sanguinaria y cobarde, imposible de disciplinar, siempre dispuesta a refugiarse en murallas de carne ajena.

Estacionaron la combi a la puerta misma del edificio, sobre una calle que daba a la avenida, fastidiando el tránsito por esa siempre atiborrada arteria. Los automovilistas, especialmente los choferes de taxis, conocedores de todas las criaturas ciudadanas, se guardaron su rosario de insultos, los que suelen vomitar iracundos ante el menor embotellamiento que los retrasa de sus destinos.

Antes de descender de la furgoneta, el novato ascendido vertiginosamente a jefe de grupo, sugirió al equipo que esperara hasta que contactara al encargado. El ejercicio de la paciencia lo había dotado de una persuasiva prudencia. Por primera vez, podía ejercer ambas virtudes sin la amonestación insultante del jefe por el que estaban en aquel lugar. A la par de que la satisfacción por el muerto no se desvanecía, sus temores y desconfianzas se fueron acomodando de una manera inédita y significativa. “La comodidad, es la muerte de todos los porvenires”¸ le dijo “Pérez y Pérez” como al pasar, una frase de la que solo comprendió su verdadero significado, mientras sonaban iracundas las campanadas del WhatsApp de López Teghi.

Llamó por el comunicador al hombrón aquel, quien, ante la sola mención de su presencia, salió al encuentro de los visitantes, dispuesto a colaborar en lo que se le indicara. Apenas un breve intercambio de comentarios precedió a la entrega de la llave maestra. Por una indicación del muchacho, esperó en el vestíbulo de entrada para atender cualquier inquietud de los vecinos.

Con un gesto con la mano convocó al grupo que descendió del vehículo sin disimular su apremio. Al ingresar al hall del edificio, observaron con cierta aprensión las dimensiones ciclópeas del encargado.

Los transeúntes no podían sustraerse de su sorpresa por el aspecto y las formas en que actuaba ese grupete de hombres. Un comedido llamó al 911. Un patrullero de la policía se acercó hasta la combi y tras un breve intercambio de palabras con el chofer, se marchó sin mayores preocupaciones en dirección a Pueyrredón.

El departamento de López Huidobro se hallaba en el primer piso del edificio. Subieron por la escalera. Los mármoles de Carrara de sus escalones, algo gastados por el uso, brillaban lustrosos y se coloreaban de marrones veteados de acuerdo a cómo la luz del día los iluminaba a través de los ventiluz que se repetían de a dos por piso.

Los cuatro hombres, tres del grupo de penetración y uno, el asistente devenido en jefe, ascendieron con largos pasos, saltando de a dos y tres escalones. Un apuro nervioso empujaba el ascenso.

El departamento se identificaba con la letra B; una primorosa grafía forjada en bronce bruñido que descansaba arriba del dintel de la puerta, justo al medio, respetando una equilibrada simetría. La puerta, enchapada en fina madera, era de esas que se ofrecían como de máxima seguridad. El “Vasco” tenía una especie de obsesión con la calidad de su puerta. Aunque nadie se lo preguntara, explicaba en cada oportunidad que se presentaba, que se trataba de una estructura fabricada totalmente en acero de más de dos centímetros de espesor. “¡Dos centímetros!”, exclamaba seducido por la corpulencia de las chapas aceradas de su puerta. Luego, pasaba a describir las columnas internas de acero estructural anticríquet, las que equiparaba en su alucinado relato con las monumentales columnas dóricas, como si se pudieran equiparar con esa grácil arquitectura del orden dórico, tan antiguo, como robusto y sencillo, y que encontró en el Partenón su consagración.

La cerradura “mul-ti-an-cla-je”, silabeaba en estado éxtasis, con “cilindro y llaves computarizada con sistema de cierre en 4 puntos”, describía certero, era poco menos que equiparable a las que garantizaron durante años el moribundo perdurar de los condenados en la cárcel de la Avenida Caseros. Y agregaba, como quien describía los más bellos de los paisajes paradisíacos, que la unidad “venía provista de un visor 180º del tipo gran angular o telescópico”, (y subrayaba la palabra “telescópico”, haciendo un gesto de vasta amplitud con sus manos, como quien hace una desmedida reverencia).

De su relleno interior hablaba como quien lo hace para referirse al calor intrauterino que el feto disfruta durante la gestación: “malla de acero y lana volcánica, la mejor”, la que le garantizaba una aislación termo-acústica inigualable. Y eso, para el coronel, era un suceso extraordinario, dado que le permitía hacer sus lecturas, o disfrutar la segunda sinfonía de Mahler, sin la interferencia de los molestos ruidos de vecinos yendo y viniendo.

Antes de abrir la puerta blindada con la llave maestra que les entregó el encargado, volvieron a timbrear reiteradas veces. No hubo respuesta a los llamados. No había margen para no cumplir con el procedimiento ordenado. Abrieron con sigilo y observaron, primero por una rendija, y luego por una abertura mayor, el interior inmediato a la entrada. Un pequeño recibidor en el que se apreciaba desde afuera, a la derecha de los husmeadores, una mesa de patas altas adornadas con labrados refinados e incrustaciones en bronce, sobre la que una fina lámpara de alpaca descansaba bajo una delicada pantalla de color marfil, confeccionada con una suave membrana de piel de cabra.

No se escuchaba ningún sonido, ni se apreciaba ninguna luz. El joven ascendido repentinamente a jefe, quien fue el primero en ingresar, descifró en el ambiente un perfume extraño, que contradecía el que lo había halagado desde que recibiera el augur de la muerte de aquel pervertido. Ese olor distinto al presentido, yermo de fragancias, frío, indiferente, no tenía nada en común con el aroma pútrido que sospechó para estimulo de sus sentidos los últimos cinco días. Por un instante, se enfureció contra ese presentimiento que lo espoleó jubiloso durante casi una semana.

Ingresaron en fila, uno detrás del otro, dos con la mano sobre el arma en la cintura, los cuatro sigilosos. No alteraron con sus ruidos el prolijo silencio que gobernaba la casa. No dialogaron y se mantuvieron en completo silencio, atentos, expectantes y hasta nerviosos.

Al pequeño recibidor le seguía un amplio living-comedor, al que daba una puerta que llevaba a la cocina-comedor. Desde esa puerta la observaron limpia, ordenada y apenas iluminada por un ventanal alto que permitía filtrar las luces del atardecer porteño. Ninguno de los enseres estaba fuera de su lugar.

Avanzaron por el living-comedor. Una larga mesa de algarrobo que se complementaba con seis sillas de la misma madera, ocupaba la mitad del ambiente. Dispuesta a la salida de la cocina, su ubicación sugería una continuidad adecuada para atender a los comensales reunidos para la ocasión.

A un lado de la mesa, hacia el patio interior del edificio, al que daban todos los ventanales de los dos cuerpos del mismo, sobre un estante amurado a las paredes, un amplio masetero estaba rebasado por las hojas y tallos de un potus jaspeado. Las hojas en tonos verdes oscuros y claros, lucían sanas y brillosas, cuidadas con sutil esmero.

Un cómodo sillón individual estaba frente a un televisor led de 40 pulgadas, que un soporte robusto sostenía a media altura: a la derecha del televisor y describiendo los dos brazos de un ángulo de noventa grados, dos sofás cama antiguos, de esos que se solían disponer para alojar algunas visitas. Una lámpara muy antigua, completaba el mobiliario.

Dejando atrás el living-comedor, los hombres del grupo de penetración pudieron apreciar tres ambientes y un amplio baño que daban a un pequeño descanso.

El baño era amplio, azulejado con unas baldosas verdes, de diseño antiguo, a las que la pastina negra hacía resaltar vivamente. Los artefactos eran también antiguos, aunque lucían sanos y limpios. Todas las canillas eran de bronce lustroso y exhibían a su alrededor, pequeños detalles en venecita que dibujaban un maravilloso bordado de azulejitos. Una moderna bañera con hidromasaje completaba los accesorios del baño.

De frente al baño, la habitación más próxima a la entrada del pequeño descanso, hacia la derecha, estaba vacía. Miraron sin detenimiento, no había muebles, ni ningún objeto en el piso que estaba alfombrado.

La que pertenecía al coronel estaba a la izquierda; amoblada con sencillez, pero con gusto refinado. Se trataba de muebles antiguos, cuidados con solicitud. La habitación estaba apenas iluminada por una luz que venía de otro patio interior. Los hombres la observaron desde el arco de la puerta, sin atreverse a entrar.

A simple vista, no había ningún desorden, por el contrario, todo estaba cuidado en el detalle, desde la lisura del cubrecama de tonos verdes, hasta la redonda curvatura de las almohadas a la cabecera de la amplia y antigua cama, que de seguro debió pertenecer a sus padres.

A la derecha de la cama, vista de frente, un corbatero antiguo del que caían delicadamente varias corbatas, todas dispuestas simétricamente y a la misma altura; a la izquierda, un guardarropa trabajado en caoba americana que estiraba sus brillos rojizos por todo el perímetro de la habitación. A ambos lados de la cama matrimonial, en el piso, dos pequeñas alfombras con dibujos que mezclaban tonos rojos con dorados, entrelazados en una refinada filigrana árabe. En una de las alfombritas, un par de pantuflas dispuestas una al lado de la otra, parecían esperar ser calzadas por su dueño. Eran de color rojo, y lucían un borde dorado.

El joven jefe observó desde su posición con detalle el guardarropa. Hizo un gesto al grupo, indicando detenerse y esperar. Llamó por su nextel al superior de quien dependía ese allanamiento.

El muchacho ingresó a la habitación con paso esquivo, lento, observando los detalles casi invisibles que indicaban el buen gusto de quien hasta esos días pasados lo atormentaba con sus escarnios. Las puertas del ropero mostraban un elaborado trabajo de ebanistería. Se trataba de flores, violetas y rozas del tipo rococó, reproducidas con arte singular.

El joven las acarició con delicadez, como quien trata de comprobar si son flores o madera trabajada con maestría artesanal.

Jaló de la pequeña manija de bronce de la puerta izquierda del ropero. Cedió sin mayor esfuerzo. Abrió apenas, para cerciorarse si un cuerpo pudiera estar almacenado en el estrecho espacio del ala izquierda del refinado mueble. Lo sorprendió el vestuario femenino que colgaba de lustrosas perchas de madera. Pensó en una amante de su jefe ausente.

Algunas cajas redondas apiladas con prolijidad se dejaban ver, y a su lado, otras que guardaban zapatos de mujer, atadas con elaborados moños azules. Tampoco un cadáver esperaba silente en el reducido espacio del mueble.

La otra puerta del armario cedió también sin esfuerzo. Una cajonera de cuatro cajones ocupaba la mayor parte del compartimento. Allí tampoco podía estar ocultado un cadáver de las dimensiones del oficial desaparecido.

Informó al superior, con ligera satisfacción, que la habitación estaba despejada. Solo recibió como respuesta, un lacónico “entendido”.

Enfrentada a la de López Huidobro, estaba una que oficiaba de estudio. El subordinado del coronel miró hacia adentro, sin sobrepasar el límite que sugería el arco de la puerta.

El escritorio reposaba bajo una ventana amplia, a la que encuadraban dos delicadas cortinas de seda salvaje teñidas al tono rojizo de los muebles. Se trataba de un antiguo mueble inglés de caoba con dos cajones grandes por lado, y dos pequeños en el frente. Sus cuatro patas finamente torneadas lo erguían con gracia llamativa. La superficie de escribir, recubierta con cuero fino original teñido en azul y con decoración de orlas doradas, entregaba un acabado delicado, que invitaba a una lectura serena y reflexiva.

No había papeles sobre el escritorio. Apilados, a la derecha del mismo y en primoroso orden, unos libros describían una especia de pirámide escalonada maya, de mayor a menor, de abajo a arriba.

Frente al escritorio, un sillón hamaca cuyo asiento y respaldo estaban confeccionado con esterillado francés cosido a mano pasante, medio punto, una exquisitez difícil de conseguir incluso en muchos lugares dedicados a la venta de muebles de colección.

Cuatro bibliotecas robustas, también en caoba rojiza, acompañaban el despacho y le daban un marco solemne; dos a cada lado, atiborradas de libros. Se estiraban desde las alturas del cielorraso al piso. Los textos sumaban varios centenares (cuando se hizo el inventario tras su muerte, se supo que eran más de tres mil volúmenes).

Al retirar las pertenencias del coronel, que no tenía descendencia, quienes debieron ocuparse de la tarea, comprobaron que los libros remitían a solo tres temas definidos: historia militar universal, historia argentina y filosofía.

Las dos bibliotecas a la izquierda del refinado escritorio inglés, estaban dedicadas a la historia militar universal. Llamaba la atención una colección en distintos idiomas de “El arte de la guerra”, de Sun Tzu, una obra que Podestá releía apasionadamente. La dedicación al texto del estratega chino, solo se comparaba con el estudio de “Estrategia de la aproximación indirecta” del oficial británico Basil Henry Liddell Hart y las “Memorias del Mariscal Rommel” que el propio Liddell Hart había trabajado para una edición póstuma, junto al hijo del suicidado general alemán.

Los libros estaban dispuestos por riguroso orden alfabético. En el anaquel superior, aquellos volúmenes de autores cuyos apellidos comenzaban con la letra “a”; les seguían los de la letra “b” y así, sucesivamente, manteniendo el orden convencional del alfabeto, de izquierda a derecha y de arriba abajo.

Hubo toda una controversia alrededor de si toda esa vasta colección de títulos había sido leída, mas no fuera en parte por el coronel, o solo se trataba de curiosos adornos propio de un excéntrico algo desquiciado, necesitado de mostrarse leído ante sus escasas amistades y sus numerosos pares. Sin embargo, contradiciendo a los escépticos, la inmensa mayoría de las ediciones mostraban anotaciones en sus márgenes, escritas con una diminuta y estilizada letra, con una pluma estilográfica Parker de oro de la década del sesenta, (un obsequio familiar), que había quedado apoyada en el extremo izquierdo del escritorio. López Huidobro, irónicamente, era zurdo.

En el centro de la habitación, un mueble de diseño original resguardaba otra vasta colección de cd de música clásica. Se trataba de un cubo cuyos módulos se rebatían y en cada cara, centenares de grabaciones estaban delicadamente dispuestas y protegidas. Abundaban las sinfónicas, aunque las óperas clásicas no estaban presentes en menor número y de las que había diferentes versiones originales. El reproductor de cd estaba en un mueble contiguo a las bibliotecas que descansaban a la derecha del escritorio.

En todo el recorrido por la amplia casa, los hombres del grupo no encontraron ninguna señal que les permitiera inferir algo sobre los motivos de la ausencia del oficial. Y ese olor pútrido que el asistente regordete festejó suponiendo penetrante por sus cornetes, y que la corazonada insistía en abrumar con sus perfumes, había sido desplazado por eso otro, gélido, inexpresivo, insípido.

Había una sola habitación que no habían sometido a la pesquisa. No por distracción, sino porque la dejaron para el final. Consideró que ese no sería un lugar que su jefe pudiera usar ni siquiera esporádicamente. Más prejuicios que razones pospuso esa requisa para el final del recorrido. Se trataba de la habitación de servicio.

Uno de los guardias, que representaba una versión moderna de aquellos diestros rastreadores del siglo XIX, cruzando el living-comedor y la cocina-comedor, se dirigió entonces, como guiado por su olfato, y por minúsculos detalles que para cualquier otro hubieran pasado inadvertidos, hasta el pequeño ambiente destinado al personal de servicio, al que correspondía un baño de algo más de un metro cuadrado, enfrentado a la modesta habitación, pasillo por medio. El atajo al que daban el baño y la habitación de servicio, embaldosado con cerámicos amarronados, llevaba a una puerta que daba a la escalera por la que habían ascendido, y por donde se podía salir sin molestar a los anfitriones que degustaban, en ese mismo instante, su comida en el living-comedor. Era una puerta robusta, de madera pintada con esmalte sintético blanco, del tipo brillante, protegiéndola del agua que a veces se derramaba de un lavarropas apostado junto a un gran piletón azulejado en toda su superficie.

La habitación no estaba iluminada. El inquisidor insistió con el interruptor de luz sin éxito. Reclamó una linterna, que el muchacho que oficiaba de jefe, llevaba en uno de sus bolsillos. La llevó por comedido, rara vez le había resultado útil. Se trataba de una linterna del tipo militar, de luz brillante y potente.

El rastreador iluminó el camastro que se veía acomodado, cubierto con un cubrecama de dibujos que reproducían un paisaje norteño. El estampado del cobertor no conservaba la perfecta simetría que caracterizaba ese elaborado método de la prolijidad que se ponía de manifiesto en todo el departamento. El ojo del baquiano se hizo agudo y escrutador en el detalle. El dato de la asimetría lo estimuló en la escrupulosa búsqueda.

Tras la cabecera de la cama, una lámpara de brazo extensible, del tipo que suelen usarse para los escritorios, amurada a la pared estaba direccionada a la cama. El hombre se abalanzó con apuro sobre el doméstico fanal el que encendió haciendo girar el interruptor en la parte superior. Devolvió la linterna la que el muchacho guardó sin dejar de atender a los movimientos de su camarada.

En el mismo sentido de la cabecera de la cama, un pequeño ropero de pino sin lustrar tenía sus dos puertas entreabiertas. Una de ellas tenía pirograbadas unas palabras. El armario estaba vacío. La búsqueda dio el mismo resultado al abrir los tres cajones que integraban la cajonera del mueblecito.

En el lado contrario, en paralelo a los pies de la cama, enfrentado al pequeño ropero, había una especie de bargueño, de algo más de un metro de ancho, por ochenta centímetros de profundidad y poco más de un metro de altura. Lustrado y adornado en bronces repujados, con cuatro cajones falsos, dos en la parte superior que ocupaban cada uno la mitad del ancho del mueble, y dos cajones que abarcaban el ancho total. El que inspeccionaba jaló de las manijas de bronce que adornaban los falsos cajones sin ningún éxito.

El tablero horizontal superior, también finamente trabajado, disimulaba con gracia su virtud de abatible; el hombre no pudo descubrir las bisagras que le daban movimiento. Deslizó su mano por la tapa del mueble y encontró en el lateral derecho, semiescondida, embutida con elegancia, una cerradura. Tuvo un gesto de satisfacción.

Ante el hallazgo, el hombre convocó al joven jefe para que decidiera si abrir o no el enorme cofre que reposaba en la habitación de servicio.

El muchacho, que esperaba sentado en una silla a la mesa de la cocina-comedor el resultado de la última pesquisa, se aproximó hasta el mueble y observó con detenimiento el arca aquella. Ordenó mirar detrás del mueble, pero, incluso ayudado por la potente luz de la linterna, el hombre no descifró ninguna forma que les diera alguna pista de qué buscaba el jefe de grupo.

El joven jefe preguntó quién era Pedro. El más joven, que estaba algo replegado del grupo de revisadores, dijo tajante “yo” y se apersonó ante él.

Un instante después, se oyó con claridad el sonido del pestillo de la llave cediendo a la operación del experto. Apenas el ruidito tintineó en el ambiente, se apartó para dar lugar a que sus compañeros levantaran la tapa de la arquilla y descubrieran su interior. No fue una sorpresa para el jefe, comprobar que dentro del mueble estaba a resguardo un freezer de color blanco del tipo de cajón. Eso intuyó al evaluar el volumen del mueble. El examen posterior descubriría que el cable (que el pesquisante no pudo encontrar) y el mismo enchufe, estaban delicadamente disimulados. Uno pasaba por un ducto a través de la corta pero robusta pata trasera izquierda del bargueño, y la toma eléctrica, estaba empotrado en el piso, justo debajo de la pata, camuflado con el dibujo de las baldositas del piso de la habitación.

Cuando abrieron el congelador, se descifró una silueta humana que reposaba con la espalda apoyada contra el lateral izquierdo, algo recogidas las piernas, y la cabeza baja, reclinada con suavidad, mirando hacia su propia entrepierna, como en oración.

Los cuatro hombres se apretujaron para observar la figura. Ninguno dudó que el hallazgo correspondiera al cadáver del jefe ausente. La corazonada se configuró victoriosa, y lo dinamizó como si una inyección de vigor lo acelerara estimulante. Lo deletreó paladeando en ese clave morse de la fatalidad: es-ta-ba-muer-to.

López Huidobro estaba desnudo. Desde donde el muchacho apreciaba el cadáver congelado de su jefe, no se podía advertir a simple vista mayor violencia. No se observaba sangre, golpe mortal o disparo certero. La autopsia revelaría el modo de su muerte.

El cadáver presentaba amarres en manos y piernas. Las manos, al frente, apoyadas en el bajo vientre como reposando, mostraban a la altura de las muñecas una ligadura con cinta de embalaje, del tipo industrial, color gris, resistente, que las mantenía unidas con firmeza. El mismo tipo de amarra tenía a la altura de los tobillos. Las piernas algo recogidas, despuntaban hacia arriba sus rodillas huesudas y lisas.

Se podía observar que de la boca del occiso salía un bulto pequeño, impresionaba como un modesto rollito. No tenía más de dos centímetros de ancho. Luego, al auscultar la boca del muerto, los forenses comprobaron que el o los asesinos, se habían tomado el trabajo de unir cuatro tiras para confeccionar una serpentina siniestra; se trataba de delicados recortes de un viejo libro que llevaría algún tiempo descubrir de cuál se trataba.

El olor que surgió del freezer tras su apertura, dio sentido a las sensaciones que confundieron al muchacho, cuando ingresó el departamento. No sabía si los demás miembros del grupo de penetración podían olerlo, pero tanto en la pequeña habitación como en el resto del pulcro apartamento, había una insinuación de esencia de cristales de agua, una mezcla morfínica de muerte y humedad cadaverizada: era el olor de la congelación que postergaba la disolución de los tejidos del cadáver.

El joven abandonó la habitación y se dirigió al living-comedor. Llamó al superior para transmitirle el hallazgo. Recibió la orden de permanecer en el lugar hasta que él mismo, acompañado por otros oficiales, se hiciera presente en el departamento. Poco tiempo después, la comitiva ingresó sin alterar el silencio que gobernó la búsqueda y el hallazgo del cadáver.

Abajo, una cohorte de autos policiales bloqueaba la calle, y una decena de policías acordonaban el lugar, impidiendo a los transeúntes transitar por ese tramo de la vereda.

Los vecinos del departamento B del primer piso, empezaban a convulsionarse, a medida que surgían con precisión las noticias de que su discreto vecino estaba muerto. ¿Muerte natural? ¿Asesinato con motivo de robo? ¿Cómo había podido ocurrir algo semejante dado la estricta seguridad del edificio?

Tras la llegada de la delegación, y junto con la policía, ingresó un fiscal que actuaba bajo las órdenes de los jefes de Inteligencia. El hombre era medido en sus expresiones y acordó cómo se haría el retiro del cadáver e impuso el más estricto secreto de sumario. Reclamaban los jefes impedir que filtraciones que pudieran conspirar contra el esclarecimiento de la muerte del camarada y funcionario destacado. Pero, por, sobre todo, no deseaban que detalles truculentos de la muerte, se difundieran socavando el prestigio de la Institución.

La muerte del alto oficial era un acontecimiento tan grave, que podía conmover las estructuras de todo un sistema que supervivía en base a la discreción más absoluta y la insolente impunidad. Todo ello amenazaba quebrarse con la muerte misteriosa de ese jefe confiable, dedicado a sus labores y convencido del destino manifiesto por el cual había dado su propia vida. Los mandos superiores presentes en el lugar, estaban abocados a acotar el daño, e impedir que por pura banalidad se arrastrara por el ridículo ese lamentable suceso. Pero “Pérez y Pérez” el de máxima jerarquía, se mostraba sereno y nada sorprendido por el hallazgo. Su actitud no suscitaba sospechas porque era un hombre muy experimentado, calculador y para nada apasionado.

La investigación debía seguir un curso discreto y seguro, nada de escándalo. No deseaban que la vida del muerto se ventilara en los noticiosos siempre dispuestos a carroñar en todo acontecimiento delictivo. Abominaban esos paneles de tarambanas dedicados a opinadores, que podían decir las zonceras más insólitas, acompañados de la burda sonrisa del locutor de turno.

El muchacho bajó acompañando a su superior. Este, circunspecto, lo miró detenidamente mientras bajaban por la escalera.

Diosdado se mantuvo en silencio, sus comentarios hubieran sido procaces, algo inaceptable para la cadena de mandos. Acompañó a al jefe hasta el auto.

El alboroto a su alrededor era total. Esperó unos minutos hasta que el cadáver de López Huidobro fue bajado en la camilla de la morguera llevada por dos fornidos camilleros, rumbo a la morgue judicial. La forma que había adquirido la bolsa negra de traslado de cadáveres era hasta ridícula: como un enorme feto en posición lateral, porque el congelamiento aún era persistente e impedía disponerlo de forma más natural. Los curiosos miraron con asombro el bulto aquel.

Diosdado, chozno de un tal Arnold perdido en Norteamérica, ni reparó en la extraña escultura mortuoria que parecía su finado jefe. Subió a la misma combi en la que había llegado y se marchó con el grupo rumbo a su base. Mirando por la ventanilla el paisaje urbano, se preguntó curioso cuánto podrían haber aborrecido Morelli y Berruti, una película de un tal Ronald Reagan.

IV

Una verdadera heroína

En sus últimos días, tal vez semanas antes de su muerte, Podestá pasaba sus días insatisfecho. Comía mal, dormía poco, se privaba de placeres erotizantes.

La retirada, un porvenir apenas de consultor, los vicios rutinarios, lo habían ido crispando hasta la exasperación y sumido en cierto desasosiego. Solo cuando aceptó una nueva misión por sugerencia de “Pérez y Pérez”, su superior inmediato, sintió algo de alivio. Lo singular de la estrategia le devolvió cierta pasión que parecía terminada a su regreso del norte.

Sin embargo, la última entrevista que sostuvieron los distanció definitivamente. “Pérez y Pérez” aborrecía las indisciplinas de su subalterno. Y las aborrecía aún más porque se trataba de un alto oficial que con su ejemplo, alentaba a la tropa a toda clase de insubordinaciones. En más de una oportunidad habría merecido ser incluido en los “liquidables”. Solo su extraordinaria foja de servicios (en especial en los tiempos del general-presidente), lo salvó de aquella condena en muchas oportunidades. Pero ahora pendía sobre su cabeza el rosario de bellas perlas negras como un puñal inesperado, con su cruz a la que le falta el Cristo. Ese sí que era un asunto que desvelaba al jefe.

Muy a su pesar, Podestá estaba obligado a obedecerlo. A regañadientes lo hacía, pero lo hacía. Pero ni la promesa del bronce de los héroes, disipó su rencor contra ese gerente sibilino y calculador, que no dejaba que nada escapara a sus caprichos, y que era capaz de extraer hasta la última gota de sudor de sus subordinados, en provecho de sus estratagemas.

Sabía que su jefe, además de sus funciones públicas, tenía a su cargo la purificación del sistema por mecanismos especiales que solo un puñado de burócratas podía conocer. Con algo de razón temía que lo hubiese incluido en la lista de los “caínes” (los liquidables del sistema de rango superior), como se la conocía en algunos ámbitos de cierta jerarquía de la organización. Los “caínes” tenían la marca de la condena en su rostro, aunque ellos no pudieran apreciarla. Durante horas, Podestá, se quedaba frente al bruñido espejo en su baño, tratando de percibir una anomalía en sus facciones, que lo advirtiera de ese cambio. Lo que le resultaba insoportable era poder parecerse en algo al Caín que asesinó en el norte. Esa posibilidad lo espantaba.

No había quedado del todo exento del fracaso de la operación “La Reliquia”, aunque su jefe diluyó sus responsabilidades hasta donde creyó necesario. La discusión a su retorno de aquella tropelía junto al río, fue a los gritos, los que se escucharon en toda la base. “Pérez y Pérez” le reprochaba su negativa a comunicarse con sus superiores como se le indicó por medio de unos mensajeros a los que trató de manera insultante. La comunicación hubiese evitado complicaciones innecesarias en el asunto de la muerte de algunos comprometidos en el fracaso. Podestá, a pesar de su rango, al desobedecerlo, relajó las órdenes de sus superiores a palabras insignificantes, una arbitrariedad que nunca era tolerada en un subordinado. Pero ese asunto no era ni por asomo el más trascendente de los enojos de “Pérez y Pérez”. Todavía padecía la sensación que tuvo cuando Reinafé lo recibió con el rosario desplegado sobre una amplia mesa de roble claro lustrada con esmero artesanal. Fue como el beso afilado de un Judas clandestino. De este episodio nunca le hizo a Podestá ningún comentario. No correspondía.

Las cuentas oscuras de la hermosa joya, contrastaban acusadoras con el tono mesurado del lustre del mueble. Al lado del rosario, un pomposo sello oficial extraído del prolijo y abundante envoltorio, denunciaba el origen de la devolución de la joya. Y algo más lejos aún, un garabato afrancesado decía de un nombre desconocido.

El tiempo que transcurrió entre la depresión y la mejoría del “Vasco” no fue muy extenso. Allí estaba su cadáver en la morgue endurecido de martirios químicos, testimoniando el fracaso de su paso por el plan elucubrado, esperando los escalpelos feroces que distribuyeran su anatomía en diversos envases repletos de conservantes químicos.

¿Cómo había muerto? La autopsia fue concluyente: una dosis letal de una droga de diseño (una cantidad con la que se podría haber matado a más de un hombre). Los patólogos no dudaron nunca de qué se trataba el narcótico. Otros cadáveres que ofrendaron sus vísceras para su estudio póstumo presentaron en los tejidos la misma cantidad exagerada del opioide.

Se conocía a la nueva droga en el mercado como “Juana de Arco”; sobreabundaba en morfina. “Una verdadera heroína”, fue el slogan con el que se propagandeó sus placeres entre los consumidores, de ahí el nombre con que se la designó en los laboratorios/cocinas dedicados a la producción de estupefacientes en los barrios paquetes de la ciudad.

Su denominación deslumbró al coronel. “Juana de Arco, la doncella guerrera de las drogas”, ironizó ansioso.

Cuando supo de ella por un proveedor que le presentaron en una reunión masculina, reclamó un delivery urgente. Mientras esperaba en un apartado de un elegante restaurante su pedido junto al dealers al que observaba con desdén (era del tamaño de un elfo, aunque bien proporcionado), se dirigió en su imaginación al jardín de la vieja casa paterna en el barrio de Pompeya, en donde se reconfortaba recordando una infancia perdida en los recodos mohosos de su memoria. Allí sorbió sexo por primera vez de un vecino insignificante, y a pesar de ello, su sabor no lo pudo apartar jamás de sus papilas gustativas. La satisfacción que le producía el recuerdo infantil lo erotizaba, y el erotismo lo estimulaba a mofarse de su intermediario. Pensó en alguna oportunidad lo conveniente que podría ser eliminar a aquel compañero de sus inicios en el sexo, pero el tipo se había idiotizado a sí mismo con generosas dosis de paco. No recordaba ya ni su propio nombre, y ni siquiera sabía que aún conservaba un resecado pene por el que orinaba sus riñones en modestas porciones de coágulos pequeños.

El dealer estaba sumido en una completa desorientación; se había inoculado una droga de la que no tenía la menor idea con qué químicos había sido producida. Podestá, quien apreció el deplorable estado del hombre, le preguntó si la “Juana de Arco” le aseguraba escuchar también la voz de Dios en las voces de Catalina y Margarita (como cuenta la historia juró la doncella ante sus jueces que había ocurrido). El vendedor embotado por los alcaloides –y por demás ignorante de la historia de que la que hablaba el coronel–, no atinaba a pronunciar una frase algo coherente. Balbuceaba, se babeaba. Estaba incapacitado de dar una respuesta comprensible, que satisficiera al hombre aquel que lo duplicaba en tamaño, a pesar de que ya se presentaba algo disminuido por la edad y padeciendo una delgadez algo extrema, un tanto anoréxica. Cuando llegó el encargo, el “Vasco” se retiró del restaurant sin abonar el costoso champán que había consumido.

Podestá juraba que si la droga entregaba por sus arterias y venas más no fuera una parte del fuego que incineró a la guerrera, encontraría por fin un modo químico de orgasmo que lo llevaría a un estado de exaltación desconocido. Y si al eyacular sentía brotar como chorros de esperma candente por su enfermiza uretra, habría valido la pena transgredir las rígidas normas establecidas por la Agencia para los hábitos decadentes. Los vicios, como no podía ser de otro modo, también estaban severamente regulados. Podestá se caracterizó siempre, en lo que a él concernía, por ignorar las reglas y acelerar la experimentación incluso a costa de su salud. Con sus subordinados, en cambio, era intolerante ante la menor falta y les exigía un estado saludable para acometer la empresa que fuera necesario y cuándo se lo exigieran.

“Juana de Arco”, de ese modo, se sumó inesperadamente a su biografía. Vino con su muerte entrelazada en las rústicas combinaciones químicas. Luego del calor intravenoso mientras ordenaba histérico “¡apurate! ¿qué esperás?” –sus últimas palabras–, se inclinó ante la muerte y se adentró en sus sendas. Luego el frío extremo del congelador obró en su conservación. Lo del rollo en la boca fue una retorcida exquisitez provocativa.

“Pérez y Pérez”, dejó la investigación en manos de oficiales expertos dedicados a esconder las verdaderas razones de una muerte. Por eso se los convocaba, porque a través de la verdad, estaban en capacidad de establecer la mentira. Era sabido que más allá de una necrológica oportuna, más allá de una breve mención de una supuesta enfermedad terminal o un infarto masivo, nada se conocería de manera pública de las verdaderas causas de la muerte de Podestá. Era una política de la casa, que no solo se reservaba el derecho de admisión, sino el de defunción.

Los investigadores pidieron todas las filmaciones disponibles de la seguridad del edificio donde vivía el coronel muerto. La empresa que realizaba ese trabajo era en realidad una subsidiaria de la Agencia, y desde algún tiempo atrás figuraba en las contabilidades como una “tercerizada” una modalidad que se impuso en la década del noventa, y que permitía quebrar la empresa dejando un tendal de desocupados sin posibilidades de reclamo alguno. En este caso, la tercerización no respondía a la necesidad de ocultar a sus verdaderos propietarios (aunque se trataba, en efecto, de un suculento negocio de un alto funcionario a expensas del erario público), sino porque establecía una prudente distancia de algún evento desgraciado. De ese modo, la Agencia no aparecía directamente involucrada.

Resultaba un hecho muy grave que un oficial de tan alta graduación, apareciera muerto en su propio departamento, encerrado en un freezer –“pero era importado”, bromeó un gordo que hacía acordar al grasiento y haragán Iganatus Reilly, que dejaba sus pensamientos en unos cuadernos sucios que abandonaba irresponsable al alcance de la lectura de cualquiera (el comentario le valió una larga sanción)–; era un escándalo poderoso que ponía en tela de juicio la seguridad propia de la Institución.

Para curiosidad de muchos, a “Pérez y Pérez” el altercado de la muerte de su subalterno no lo inquietaba demasiado. Se mostraba pausado y medido en todos sus comentarios. Adquirió hasta un tono místico al hablar del asunto. Cuando alguien se lo hacía notar, respondía que esa noche rezaría un rosario para que Dios lo disculpara por su estado de ánimo. Amén.

Las filmaciones llegaron a un apartado donde funcionaba el departamento de análisis de imágenes. Como no podía de ser de otro modo, el nombre de esa dependencia era mucho más largo y rimbombante. Los departamentos estatales suelen usar esa triquiñuela para emboscar sus inutilidades.

El gobierno de la ciudad, las policías y las empresas privadas, entregaron los videos sin excepciones ni reparos. A todos ellos le resultaba hasta gratificante hacerlo. Eran miles de DVD que abarrotaban depósitos que más temprano que tarde, deberían incendiar para ocultar pruebas a solicitud de algunos de sus clientes o funcionarios con oscuros negocios millonarios. El último le costó la vida a 10 voluntarios, que murieron heroicamente, víctimas de la corruptela estatal y empresarial.

Los investigadores notaron de inmediato la falta de una buena cantidad de las grabaciones de seguridad. Todas ellas correspondientes a los días viernes y sábados. No de todos, de algunos, y nunca de otros días. Si, por ejemplo, faltaba el primer viernes de un mes determinado, el sábado que seguía a ese viernes, también faltaba. Establecieron así un primer dato: siempre faltaban los dos días juntos. Viernes y sábados, en ningún caso uno solo de esos dos días. En general, faltaban las grabaciones de un viernes y un sábado del mes. En una oportunidad, faltaban semana por medio. Y en otra, las grabaciones de todos los viernes y los sábados. Aún no poseían todo el material completo de los últimos dos años. Pero los tres primeros meses que la empresa encargada de las grabaciones entregó, mostraron este patrón de ausencias. Ese descubrimiento se confirmó, cuando recibieron los tres meses siguientes. El patrón se repetía de manera sistemática.

De las filmaciones, los expertos fueron a los libros de actas. Asentar falsedades en ellos era un rito que se practicaba desde la época de la colonia. El monumento más fastuoso de todos ellos era la conocida como “Recopilación de las Leyes de Indias”, donde se dejó asentado todo lo que se pudo hacer contra los originarios, antes de su sanción. Después de su promulgación, la esclavitud colonizadora se hizo bajo la estricta observancia de las leyes de los conquistadores. Mita, encomienda y yanaconazgo, dejaron de ser un exceso y pasaron a ser un Derecho.

En todas las actas figuraba el total de los DVD correspondientes a cada día. En ningún caso se denunciaba una falta por extravío o rotura del material, que bien podría haber ocurrido, aunque nunca con un patrón tan definido. Cuando fueron con la novedad a “Pérez y Pérez” se encogió de hombros. “¿Qué quieren?”, les dijo sin levantar la vista de los papeles que estaba leyendo, “esta agencia es un quilombo”. Alguien sugirió llamar a los responsables a dar explicaciones. El jefe les dijo que podía ahorrarles el trámite, porque sabía qué les responderían. “Yo no fui”, y así quedaría el asunto. Les sugirió que no gastaran energías “al pedo”, y les ordenó seguir investigando, que sería más positivo. ¿Armar una comisión investigadora? “Absurdo”, dijo con absoluto cinismo, “solo se designan para no llegar a nada”. No era el caso.

Como un estudiado tic-tac, viernes-sábado, viernes-sábado, viernes-sábado, las faltas pendulaban esos dos días, metronómicas. Primero una vez por mes, más adelante cada quince días, y luego todas las semanas. Tic-tac, tic-tac, con la misma frecuencia, inequívoca. ¿Ese dato demostraba una planificación? Era posible.

Alguien, un curioso entrometido, pidió ver el legajo del coronel para corroborar si esos faltantes se correspondían con ausencias de la víctima. “Pérez y Pérez” les recordó que Podestá ignoraba todas las planillas que se hacían circular por la institución. Siempre fue un tormento, algo irónico le pareció el uso de ese término para la ocasión, y su rechazo a acomodarse a los procedimientos que reclamaba el Estado, fue permanente e incorregible. Para él nunca hubo método alguno para establecer presencias y ausencias. Era un sedicioso de la burocracia. Puso al pobre gordito de Diosdado a atestiguar sobre sus palabras, quien dijo que su trabajo fue, justamente, ayudar al finado a cumplir con alguno de los trámites administrativos que prometían hacer eficiente la labor de todo su personal. Su quehacer le valió el repudió grosero del extinto jefe, quien, por otra parte, nunca comprendió como un ridículo papel lleno de casilleros del tamaño de un grano de arroz, mejoraría una descarga eléctrica, el tormento de Juan Fian, u otras invenciones de los interrogadores.

A la mesa de los investigadores llego la versión de que una anciana, muy anciana, quien todavía estaba hospitalizada por unas dolencias propias de su avanzada edad, decía poder dar testimonio de algunas de las personas que frecuentaban al finado. “Pérez y Pérez” se alegró de la novedad. Dejó a todos con la boca abierta cuando habló de la fragilidad de la vida después de cierta edad. Consultó al fiscal de la causa si estaba al tanto de ese testimonio. Este respondió pidiéndole una urgente entrevista, a lo que el jefe accedió de buena voluntad. Con gracia criolla recitaba un verso del Martín Fierro, que se refería a lo conveniente que resultaba congraciase con el juez. En el moderno sistema judicial, juez y fiscal, son carne y uña del proceso.

La versión que hicieron correr alcahuetes de reparticiones menores que tuvieron acceso clandestino a la declaración de la viejita (quienes no podrían haber esparcido el chisme sin la anuencia de algún importante superior), hablaba de la visita a Podestá de una provocativa mujer en repetidas oportunidades. Si la información era correcta, resultaba más que importante capturarla con vida para obligarla a confesar si tenía alguna responsabilidad en la muerte del oficial. “Si esta información se corrobora, la quiero viva”, fue la orden que “Pérez y Pérez” impuso cínico a la pesquisa. “Espero descubran si existe, y si existe, quién es”, fue una especie de reto técnico e intelectual a los investigadores, quienes no disfrutaban nunca de esos desafíos. “Si aparece muerta, les aseguro que estarán en problemas”. Fue lo último que dijo antes de dejar la sala de reuniones convocado por otras urgencias.

Los analistas de las filmaciones buscaron otros sospechosos en los videos. Estudiaron la actitud de transeúntes que simularan una presencia ocasional pero que estuvieran haciendo la logística de un delito. Si podían hallarlos, tal vez se esclarecerían otros aspectos de la investigación. Pero solo se encontraron con la “fauna” que placía explorar Podestá y su ocurrencia de antropólogo; sombras de adictos, sombras de prostitutas y travestis, surgiendo de las encrucijadas de la noche, para ofertarse en un mercado rigurosamente vigilado. Los dealers atentos vigilaban a sus esclavas, a ellos los controlaba la policía.

Tiempo después de conocerse la versión de la anciana, otros testigos aportaron sus comentarios. Hablaban de una incitante mujer como vaporosa, de piernas delicadas, caderas armoniosas y senos demasiado pequeños. Decían que acompañaba la cadencia erótica de su andar, acentuada por sus zapatos de taco aguja exageradamente altos (que la hacían más alta de lo que en verdad era), con el movimiento de sus finos brazos, envueltos en una especie de gasa algo transparente, que terminaban en delgadas manos. Que llevaba una cartera o bolso de tamaño mediano, que oscilaba acompañando el paso elegante de su andar.

Caminando por la calle del edificio donde residía Podestá, dijeron, irradiaba una luz propia, y a su paso los transeúntes, juraban los testigos, se paraban para observarla, curiosos y sorprendidos. Todos coincidían que su anatomía presentaba algo confuso que no alcanzaban a precisar.

Afirmaron que avanzaba con la cabeza inclinada mirando hacia abajo, con una gran capellina –algo extraño para esa hora de la noche, dijeron a coro los sesudos peritos–, que actuaba como una prominente visera, y que no permitía ver su semblante. Solo se apreciaban unos labios delgados, pincelados en carmesí o rojo sangre, y un mentón tan delicado que se hacía como la curva de una fruta apenas madurada.

Unos cartoneros que ocasionalmente estaban descansando en la vereda opuesta al edificio del coronel, juraron que vieron el ingreso de esa rubia y delgada mujer, con su amplia caperuza, el mismo viernes en el que aún estaba vivo Podestá. Y que ella entró muñida de la llave de la cerradura de la puerta de entrada. Dijeron que llegó, introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta, entró. Siempre con la cabeza ligeramente inclinada. Como impidiendo en todo momento que su semblante quedara filmado. Se dedujo que calzaba guantes, por eso en ninguno de los picaportes, ni en el de la puerta de entrada al edificio y al departamento del coronel, se encontró más no fuera un fragmento de huella digital, que les diera algún dato de la mujer. No cabía duda que si Podestá tuvo un encuentro con ella, la dejó ingresar con su expreso consentimiento. La puerta blindada de su departamento era casi inviolable. Salvo un equipo muy especializado y personas entrenadas para penetrar esas fortalezas, no cabía posibilidad de que esa mujer hubiera podido violar los blindajes. Si se hubiese intentado penetrar cortando los chapones de acero, el ruido habría sido tan escandaloso que todos los vecinos habrían dado la alarma. Ninguna ganzúa hubiese logrado liberar una cerradura tan segura.

¿Era esa mujer de la que hablaban los testigos era una cómplice de un asesinato ese fatídico viernes? ¿O era una amante desconocida y a quien pertenecían esos multicolores vestidos que pendían prolijos de viejas perchas de madera lustrada, en el guardarropa de Podestá? Esa mujer ¿estaría aún viva?

Los sabuesos querían datos de la intimidad de Podestá. “Pérez y Pérez”, señalando con su pulgar hacia arriba, los derivó a Reinafé. Solo él podía autorizar la revelación de intimidades de altos funcionarios. López Teghi, el arribista designado por el gobierno, se ofreció a mediar por la autorización. Reinafé no tardó en concederle una entrevista al funcionario, y acto seguido el permiso solicitado. Dijo que exclamó “avance tranquilo, que el camino está despejado para la verdad”. “Pérez y Pérez” rio de las garantías aseguradas por el gran jefe, pero tomó nota de la reunión de su oponente con el máximo jefe. No debía perder la compostura. La serenidad era una de sus armas preferidas. Solía repetir “el que se pone nervioso, pierde”.

Sabía de memoria que, en los máximos escalones del poder, siempre se tolera que las facciones choquen entre sí, si eso garantiza que el sistema se fortalezca y perpetúe. De lo contrario, el disenso termina debajo de una montaña de cadáveres.

Podestá jamás hablaba de sus intimidades. Nadie, nunca, había escuchado de su boca una referencia siquiera menor a una supuesta relación amorosa. Nadie, además, asociaba a Podestá con el amor. Eran como dos polos opuestos que se repelían con furia.

Aquello que estaba obligado a declarar por la seguridad del Estado, quedaba guardado bajo siete llaves y pocos, muy pocos, tenían acceso a esa información. Salvo su jefe, “Pérez y Pérez”, casi nadie tenía conocimiento exacto de la personalidad del “Vasco” Arancibia López Huidobro.

Los escasos datos que la superioridad les entregó sobre la vida del coronel, hacían referencia a sus gustos musicales, de lectura, algún grado de adicción, y su soltería. Revelaban que era un políglota, algo que sorprendió a la mayoría, que era un experto en contrainsurgencia. De su sexualidad, ni una palabra. Esos datos llegaron del inoportuno informe de “El Morro”, el jefe de los forenses, y que le valieron una feroz reprimenda de “Pérez y Pérez”, quien lo obligó a desechar gran parte de su informe. “El Morro”, quien detestaba desde siempre a ese jefe, a partir de entonces trató de todos los medios posible de perjudicarlo. Este, cruel y vengativo, le demostraría qué lejos estaba de poder atentar si quiera con el roce de una pluma contra su persona.

Los datos entregados por los superiores alentaron algunas medidas investigativas. Revisaron apuntes, libros y discos. El inventario de los libros llevó largas semanas. Meses su revisión. Ropas, enceres personales. Todo lo que compusiera el mobiliario. Al mismo tiempo trataron de hallar pruebas físicas. Buscaron desesperados, más no fuera, un cabello, un vello púbico, una gota de fluido corporal que hubiese escapado a la sistemática limpieza del asesino, a su homicida pulcritud, y que pudiera brindarles algún indicio, aunque no fuera terminante, sobre aquella mujer misteriosa o cualquier otro partícipe necesario, de los momentos previos y posteriores al deceso del camarada. Para decepción de los investigadores, no hallaron ni huellas dactilares ni ningún dato biológico que les diera al menos una secuencia de ADN que perseguir. “Pérez y Pérez” en secreto, celebró la calidad del trabajo. Ello le dio letra para sus exigencias.

  • ¡Muchachos! –Dijo con ese tono paternal, casi sacerdotal con el que trataba a sus subalternos en ocasión de tareas colectivas–. Sabemos que el coronel murió de sobredosis. Pero quiero que me expliquen cómo esa supuesta mujer de la que habla nuestra noble viejita, que no es prueba sino indicio, aclaro, pudo asesinar a un hombre de la experiencia del “Vasco” sin dejar el menor rastro, y, sobre todo, introducir su cadáver en el freezer resguardado en el elegante bargueño. Lo del rollo en la boca lo dejo para la explicación de los expertos en psicología criminal. ¡Eso sí que es un refinamiento! Nunca vi algo semejante.
  • ¿Talvez la explicación no esté en la psicología? –Dijo uno de los peritos como reflexionando en voz alta.
  • ¿Qué otra podría ser?
  • Religión. Una explicación ligada a lo religioso.
  • ¡Qué interesante! Tomen nota, señores. He aquí alguien que piensa con la menta abierta a nuevos horizontes. –Los investigadores no alcanzaban a dilucidar si “Pérez y Pérez” se estaba burlando de ellos o incentivando realmente.
  • ¿Estábamos en…? –Preguntó distendido. A coro respondieron que estaban tratando el asunto de la supuesta soledad de la mujer para el asesinato y el frizado del finado.
  • Imposible señor que ella sola haya realizado todas las acciones que las evidencias sugieren de esta muerte. –Explicó uno de los peritos retomando el diálogo–. Pero el juego que precedió al deceso tiene que haber sido, necesariamente solo entre dos. Estamos en presencia de un acto sexual, aunque este no entre en los patrones de nuestra libido. Aquí no hay sexo de a tres, ni sexo grupal. Y no me refiero ni a penetraciones ni eyaculaciones. Me refiero a formas de sexo cómo el acariciamiento de la aguja penetrando la vena, provocando una satisfacción orgásmica que se entrelazó con la propia droga y su efecto narcótico. Estoy convencido que se trató de una relación binaria. Hombre-mujer. Mejor dicho “macho-hembra”. “Dominador y dominado”.
  • Interesante aspecto para dilucidar. –Dijo “Pérez y Pérez” poniendo su mejor cara de sorprendido.
  • Otro actor es posterior a la muerte.
  • ¿Así lo cree usted?
  • Sí señor. Creo que ingresa después a la escena para el ocultamiento del cadáver. No antes.
  • El asesino sabe que su víctima es un adicto. Sabe que usa una droga tremenda de reciente introducción en el mercado. De ella hay poco conocimiento, casi nulo, de sus consecuencias. Hay poca experiencia práctica. Así que la usa sin reparar en su peligrosidad.
  • ¿Y si era consciente de su peligrosidad, pero sobreestima su fortaleza física o subestima los reales efectos de la droga? –“Pérez y Pérez” introdujo un gambito en la explicación del perito.
  • Tomemos esa proposición como variante posible. Estoy de acuerdo. –Aceptó el experto–. Aunque todavía tenemos que tener la composición química precisa de la sustancia, sus primeros datos nos indican que se trata de un compuesto nuevo de poco uso hasta ahora, que contiene una desproporcionada cantidad de derivados de la propia morfina, de inevitables efectos mortales.
  • El orificio de penetración de la aguja muestra precisión, decisión y ninguna violencia. –Continuó su explicación. “El Morro”. Es una entrada limpia, profunda, delicada. Indica la mano de alguien habituado a esta clase de inoculaciones.
  • Exacto. –Aprobó el perito la explicación–. Su muerte se produjo por paro cardiorrespiratorio inducido por la catarata de morfina. Entonces, es cuando entra el o los otros actores. Lo amarran de manos y pies y lo introdujeron en el freezer.
  • Entonces, para usted murió por la droga, no hay otras evidencias, al menos por ahora. El congelamiento solo buscó la preservación. –Preguntó López Teghi quien atendía la hipótesis del forense con suma atención.
  • Sin dudas, señor. La dosis fue brutal, con ella murió irremediablemente. Lo del freezer fue para ocultar su cadáver, para que la putrefacción no alertara a los vecinos al poco tiempo. Tal vez necesitaran tiempo para fugarse, salir del país. No lo sé. –Respondió sin vacilaciones el experto.
  • No puede haber ninguna dificultad en saber de qué laboratorio salió la mierda esa. –López Teghi fue terminante con su afirmación–. O fue producida en uno de los nuestros, o en alguno de cualquier fuerza federal o provincial. Bastará que alguno de ustedes se dedique a llamar a cada base para que esta información, en no más de 24 horas, esté disponible.
  • La formación cultural del occiso, incluso la religiosa, más allá del compromiso devoto que López Huidobro mostrara en vida, –agregó el psiquiatra en jefe–, incorporaba raros sentimientos filiales que se amalgamaban con cierta perspectiva incestuosa.
  • ¿Y cómo se explicaba la aplicación de amarres en manos y piernas? ¿Si el hombre se apagó sin resistencia, a qué sujetar las extremidades cuando estaba incapacitado de toda reacción? “Rito”, –explicó el psiquiatra–. “Un acto ritual.” Las ataduras tuvieron un significado que no estuvo vinculado al temor de que la víctima reaccionara, algo que, como dejó establecido sin matices la autopsia, no habría sido posible por la inoculación masiva de la droga líquida.
  • Interesante reflexión. –Aprobó el psiquiatra forense el comentario–. Pero ¿qué simulaban? –No hubo respuesta. “Pérez y Pérez” adquirió una actitud de distracción, eludiendo el enigma que él mismo había plateado. López Teghi, en cambio, contempló sonriente la escena que quedó planteada.
  • Bien pudo tratarse de la manifestación de la satisfacción de quien pudo ejercer el dominio completo del otro, que ya no representaba más el poder absoluto y la impunidad sistemática. –Continuó el psiquiatra con su elucubración.
  • Perfecto. –Lo interrumpió “Pérez y Pérez” algo cansado de las digresiones teóricas–. Las hipótesis se presentaron de manera excelente. –Y alabó el trabajo de los investigadores–. ¡Ustedes son lo mejor que tenemos! –Aduló la vanidad de sus escuchas–. Vamos a esclarecer esto a como dé lugar. Y avanzó en los interrogantes buscando profundizar las tesis expuestas por los investigadores. Reparó en que los acontecimientos que siguieron a la muerte del oficial. ¿No sugerían la presencia de un equipo de penetración y limpieza experimentados? La prolija disposición del cadáver dentro del freezer, con sus manos y piernas amarradas con energía, pero con esmero, la posición del cuerpo como reposando en meditación a varios grados bajo cero, la extrema limpieza de la escena del crimen, etc., permitían sospechar que solo un grupo de tareas muy experimentado hubiera podido completar con tal precisión la empresa. Si así no fuera, dijo “Pérez y Pérez” con tono admirativo, había que prodigar alguna admiración a esos homicidas improvisados. Un equipo de tales características se sabía con precisión qué instituciones podían entrenarlos. Diosdado quedó también a cargo de esta compulsa con las otras agencias de Inteligencia. López Teghi prefirió la mesura en esa oportunidad. No necesitaba impugnar otra de las medidas dispuesta por su par. Buscaría con su gente respuesta a ese interrogante, aunque él estaba convencido que no existían tales equipos en este crimen.
  • Nos queda pendiente el asunto del rollo en la boca. –Dijo antes de dar por retirarse de la reunión. A esa altura se lo notaba fatigado, como distraído. Tal vez pensara en el rosario. Ese aún estaba vivo y latía con toda su sangre desde el fondo del río donde se perpetuó.
  • Llevará algún tiempo completar ese estudio. –Sostuvo uno de los investigadores abocados a esa tarea–.
  • ¿Y usted qué presume? –Preguntó suspicaz.
  • Señor, debo confesarle que es el asunto que menos me convence. –López Teghi celebraba esas palabras.
  • ¿Por qué lo dice?
  • Porque es inculparse directamente. Quien lo haya hecho sabe que más tarde o más temprano, vamos a deducir qué significa ese rollo en la boca del coronel. Y, por lo tanto, vamos a saber quién o quiénes fueron sus asesinos. La lógica del homicidio nunca sugiere revelar la identidad del homicida. Siempre se trata de ocultar al o los autores materiales e intelectuales. Salvo que se desee deliberadamente dejar establecido sin lugar a dudas, quienes y por qué cometieron el asesinato. O establecer una competencia intelectual contra los investigadores. No creo que sea el caso, no estamos ante un asesino serial que desafía la ley.
  • Hay algo que me molesta y mucho. Como son hombres de ciencia tal vez puedan ayudar a quitarme este fastidio que me inquieta todo el tiempo.
  • ¡Diosdado! ¡Muchacho! –Exclamó paternal.
  • Acá señor. –Respondió al llamado de su nuevo jefe, levantando una mano.
  • ¿Qué le sugieren esos sonidos?
  • A Hemingway, señor.
  • Sabe que Hemingway fue muy amigo de los republicanos y comunistas en España. En Cuba, a los revolucionarios contra Batista que dirigió Fidel Castro y el Che Guevara, les dio dineros y armas.
  • No lo sabía, señor.
  • Hay que estudiar la historia, muchacho. Todos ustedes deberían estudiar algo más de historia. –Reprendió a su auditorio–. El enemigo me estudia, yo lo estudio.
  • No lo conozco señor. –Asumió Diosdado su desconocimiento literario.
  • ¿Y Hemingway? ¿Qué le dice?
  • Una pregunta, señor.
  • ¿Le gustaría decírnosla aquí, a todos?
  • Seguro, señor. ¿Por quién dobla las campanas…?
  • ¿Y usted que cree?
  • No lo sé señor… ¿Tal vez doblan por mí? –Preguntó timorato.
  • ¿Deberían? –Diosdado trató de no perder la compostura.
  • No señor. No lo creo.
  • ¡Cuánto me alegro! Cuánto me alegro Diosdado. “¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe? ¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?” –“Pérez y Pérez recitó ensimismado. Se retiró del salón sin saludar a nadie.

Si ustedes me permiten –y el investigador buscó con su mirada la aprobación de los jefes, quienes con un imperceptible gesto lo autorizaron–, lo que les estoy proponiendo es esta hipótesis. Un crimen premeditado, pero que no llegó por la vía de la alevosía, sino por el aprovechamiento de la voluntad viciosa de la víctima.

“Pérez y Pérez” celebró la definición. Hizo que la escribieran en un pizarrón que presidía la sala. “El crimen no llegó por vía de la alevosía, sino por la voluntad viciosa de la víctima”. El investigador pidió permiso para continuar, “Pérez y Pérez” se disculpó por la interrupción y le solicitó por favor que avanzara con su explicación.

El hombre la prueba una vez y le gusta. Es diferente. Sabrosa para su adicción. Tiene fácil acceso al producto porque conoce a los dealers y goza de impunidad. Como todo adicto, pide más. Y luego más. Y más. Hasta que llega a la dosis mortal. Quien o quienes lo acompañan, no lo obligan a desistir de elevar la dosis a esos niveles que comprometen su vida. Por el contrario, lo estimulan fuera por el aliento directo, fuera por la indiferencia, que es una forma de consentir. Él recibe la dosis y muere. O debería morir, para hablar con propiedad.

El perito, a esa altura, optó por no referir una derivación de su hipótesis inicial. Una forma de suicidio inducido, enmarañado en sexo asistido en drogas. Una muerte en el placer del que quiere irse de esta vida de un modo indescifrable. Para joder a alguien de quien él no tiene ni la menor idea.

“Pérez y Pérez” descartó de plano que la droga pudiera haber sido producida en una cocina propia. Recomendó a Diosdado ocuparse de la sugerencia de López Teghi. Pero este, poco conforme con la propuesta, indicó que sus equipos harían sus propias averiguaciones las que, como ya fuera ordenado, se le harían llegar a manos del jefe que estaba a cargo de la investigación, respetando la cadena de mando, como correspondía.

Los forenses culminaron su explicación enumerando los datos confirmados que ya se habían reunido en los preliminares de la investigación.

  • Se trató de una muerte en estado líquido, inyectada por vía intravenosa. Estaba dopado. El impulso respiratorio quedó anulado por la acción sedante de la abundante morfina. Se lo indujo a “olvidarse” de respirar. “Juana de Arco” lo mató sin estridencias. Una muerte sin ruidos, sin estrépitos, sin zozobras.
  • En el estudio de los tejidos también aparecieron otras drogas: cocaína, que consumía rutinariamente, y éxtasis, que usaba para sus escarceos sexuales.
  • La data de la muerte era de una semana. El tiempo transcurrido entre el deceso y el hallazgo del cadáver fue, justamente, de casi siete días. El estado de los tejidos por el congelamiento al que habían sido sometidos, corroboraba esa apreciación.
  • No había evidencia de algún tipo de violencia. No hubo torturas, ni golpes, ni herida de arma blanca, ni disparo.
  • El rollo en la boca se introdujo cuando aún no había rigor mortis. Eso daba una precisión horaria sumamente importante.
  • Para cargar e introducir el cuerpo en el freezer, por lo menos, hicieron falta dos personas. O una de fuerza hercúlea.

Para los peritos no había dudas de que la muerte se produjo en la habitación de servicio. Nada inducía a creer que fuera contra su voluntad. Los psiquiatras forenses expusieron, por su parte, las supuestas razones del lugar del deceso. El hombre murió en ese lugar porque “no podía celebrar sus actividades sexuales y adictivas” (con esas palabras lo explicaron) en la habitación principal, aquella que conservaba los delicados recuerdos de sus padres.

Advertido antes del cónclave por el propio “Pérez y Pérez”, el psiquiatra forense hizo absoluta reserva de detalles de la sexualidad del jefe muerto, incluso acepto que eso de “cierta perspectiva incestuosa”, fuera retirado del informe escrito.

“¿Una señal?” –Reflexionó observando el rostro impasible de sus oyentes–. Posiblemente. Aunque alguien dijo “un regodeo”, “un regodeo innecesario”. “¿Y una simulación?”, “Pérez y Pérez” dijo desorientando a la audiencia.

La reflexión del experto planteó una duda legítima que solo López Teghi celebró. “Pérez y Pérez” ordenó a Diosdado informar de manera sintética sobre los resultados de los interrogatorios. El muchacho de inmediato reseñó lo sabido. El encargado del edificio fue el primero en ser convocado a brindar explicaciones. Era personal de la Agencia, y en calidad de tal integraba su planta permanente. Hacía años que se dedicaba a la seguridad del edificio.

Silverio negó conocer a la mujer aquella que ingresó ese viernes al edificio. Dijo con rosto adusto que nunca antes la había visto ni sola ni acompañada, e ignoraba porqué tenía una llave de la puerta de entrada. Sostuvo que él llevaba un cierto control de las llaves que disponían los propietarios. Fue política de la casa a pedido justamente del coronel, impedir la proliferación de llaves por seguridad.

Diosdado realizó una discreta compulsa con los vecinos, para saber si la misteriosa visitante era amistad de alguno de ellos. Se les hizo ver un pequeño fragmento de la filmación, en el que se podía apreciar de cuerpo entero a la intrusa, aunque no su rostro. Todos negaron conocer a la mujer. No se trataba del familiar de ninguno de ellos, y tampoco reconocían amistad con la dama. Salvo la vecina más cercana al departamento del coronel, todos fueron interrogados. La anciana que habitaba el departamento “A” del primer piso, estaba hospitalizada; casi llegando a los noventa años, su salud era muy precaria.

Los ansiosos vecinos preguntaron a los investigadores si el ingreso de esa mujer se vinculaba de algún modo a la inesperada muerte del hosco vecino. Diosdado, que dirigió la compulsa acompañado de otro interrogador con mayor experiencia, negó toda vinculación. La interpelación era de rutina, explicó.

Sostuvieron que, hasta donde sabían, el coronel había fallecido por una falla cardíaca inesperada pero no extraña a hombres de su edad y agitada vida laboral. Si había ocurrido en brazos de una bella mujer, hasta se podía decir que tuvo una buena muerte. Las mujeres no encontraron muy aceptable el comentario, en cambio los hombres, todos mayores, sí.

En verdad, la vecindad no tenía ni la más remota sospecha sobre los vicios del muerto. Las pocas veces que lo habían visto, siempre se presentaba alineado, envuelto en perfumes y en estado de lucidez. Solo su vecina del departamento “A” tenía otra percepción del propietario del departamento “B” del primer piso. Su opinión se la hizo conocer al fiscal de la causa de manera detallada.

Diosdado, en tono amable, a cada uno le preguntó si notaron algo fuera de lo común esa tarde o esa misma noche. Un movimiento. Unas palabras. Unas sombras. Todos negaron. Solo un vecino escuchó cantar en el primer piso, bien entrada la madrugada. Al oír la canción, no podía precisar la letra ya que la voz sonaba más a un susurro por la lejanía, creyó sinceramente que su sentido lo engañaba. ¿Quién cantaría a la madrugada en el primer piso? Sarita estaba internada. Del huraño propietario del “B” ni le conocía la voz y por los comentarios que le llegaban de él, no parecía de aquellas personas que se pusieran a vociferar una canción en plena noche. Por eso desistió de brindar ese testimonio. No fuera que resultara cierto aquello de que “todo lo que usted diga, será usado en su contra”. No quería un disgusto. No necesitaba proponerse como un solucionador de muertes dudosas. Mejor callar y callar para siempre. Eso fue lo que hizo.

“Pérez y Pérez”, antes de retirarse, dejó un interrogante.

Por lo que ustedes me dicen estamos ante un homicidio organizado. Hasta novelesco. Mujeres hermosas. Drogas cavernícolas. Heladeras mortuorias. Agujas magistrales. Un muerto en su propia casa, limpiada con esmero, cuidando con pulcritud hasta el más insignificante de los detalles. Todos los datos recolectados por ustedes durante la investigación inicial, consolidan la hipótesis de un crimen organizado, una operación llevaba a cabo por elementos experimentados habituados a seguir el protocolo de la muerte. Si no fue así, entonces señores, estos asesinos bisoños merecen mi más elogiosa alabanza, antes de ajusticiarlos, claro.

Ahora bien. Tenemos testigos y muchos que vieron entrar al edificio a una mujer. Rubia, vestida de blanco, de capelina también blanca y altos tacos agujas, excitante, oronda. Una orgásmica exhibición impúdica de sensualidad. Diciendo: “¡Mírenme! ¡Aquí estoy! ¡Voy a coger con un coronel! ¡Y a drogarme con Juana de Arco! ¿Gustan? ¿Quieren? ¿Precisan?”

Pero nadie vio a tal mujer salir. ¿Cómo puede ser? Primero todos la ven llegar. Segundo nadie la ve salir. ¿Salió? ¿Realmente salió del edificio? ¿O saltó de un edificio a otro como un siamés, una langosta? ¿O desapareció como un humito? ¿Se travistió ¿No debieron su o sus cómplices silenciarla? ¿Ahorcarla? ¡Degollarla como a una gallina para que nunca pudiera hablar! ¿Habrá sido así? ¿La mataron y está guardada en otro freezer? ¿Qué pasó con ella? ¿Hay alguien que me pueda explicar esto que me da vueltas en la cabeza todo el tiempo? Cómo pudo escapar de la escena del crimen…

Los peritos enmudecieron. López Teghi sonrió con discreción. Se mordió los labios para no hablar. El silencio bochornoso solo se interrumpió por el repique estridente de unas campanadas de WhatsApp, que irritaban como nada la sensibilidad nerviosa del jefe purificador dedicado a los cuidados del Olimpo. Al oír el rebato de campanas hizo un gesto de sorpresa.

Así que a usted le sugieren esos sonidos a Hemingway. A mí a John Donne.

El muchacho guardó sus anotaciones en su portafolio, y mantuvo una discreta sonrisa por el cínico comentario de “Pérez y Pérez”. Algo más alejado, López Teghi entrecerraba los ojos, y murmuraba un sonido de campanas, apenas imperceptibles.

V

Iniustitiam

Carlos Iniustitiam, fiscal federal, respondió con puntualidad a la convocatoria que “Pérez y Pérez” le hizo a través de Diosdado. Llegó luciendo como siempre su impecable traje gris, su camisa blanca y su corbata al tono.

  • ¡Querido fiscal! Digno representante de la Justicia. ¿Cómo anda? –Eufórico el jefe lo recibió abriendo los brazos en gesto paternal.
  • Bien señor. Aquí presente, a sus órdenes. Siempre es un gusto poder conversar con usted. Veo que el amigo se ha quedado trabajando a su lado. ¿Asistente nuevo?
  • No. Para nada. Trabajaba con el finado. O más bien lo padecía, para no ser hipócrita. Ahora está en comisión. Como usted sabe, el pase de una repartición a otra es una aventura mayor que dar la vuelta al mundo en 80 días. Las reparticiones son muy celosas de sus partidas presupuestarias, son como sus pequeñas patrias burocráticas, sus dominios feudales. Estará aquí hasta que la superioridad disponga su nuevo destino. Abogo por que resulte más feliz que el que tuvo, aunque en los asuntos del destino, la voluntad humana es intrascendente. Veremos que dicen las campanas cuando suenen. –El jefe invitó al fiscal a sentarse en un cómodo sillón.
  • Sé que lo fastidio convocándolo a esta reunión. Lo sé, porque a mí me solía importunar cuando los “de arriba”, como los llamábamos despectivamente, querían escuchar mi versión oral en desmedro de lo escrito. Cuando decíamos “los de arriba” casi deslizábamos la idea de tipos que se asemejaban a seres casi divinos, colgados de una nube, portando rayos, casi desnudos y barbados. Una especie de semidioses sentados a la mesa del Olimpo. Cuando llegué allí, me di cuenta que nada de eso era cierto. “Al principio, todo era revuelto, las aguas no corrían, las tierras no eran firmes, reinaba el caos.” Cuando atravesé las puertas del supuesto Olimpo, ¿qué encontré? Que todo seguía siendo un caos. Un completo y total caos. Y en ese caos tan nuestro, tan solo rufianes, egoístas, oportunistas, escépticos consecuentes, éramos los que, en resumidas cuentas, conducimos el destino de esta nave. Y ya se sabe que “ningún viento será bueno para quien no sabe a qué puerto se encamina”.
  • Espero usted me ayude a elegir la mejor derrota en este viaje. Sus consejos siempre son bien recibidos.
  • Es que la versión escrita, yo lo sé, es de oficina, de rigor, estructurada. Por eso le pido sus sensaciones. Su relato tal vez pueda ayudarnos a ubicar un detalle, un aspecto que haya pasado desapercibido. Cuando se trata de un asunto tan grave como un asesinato, más vale pecar por exagerado que por ligero.
  • Comprendo señor. –Aceptó con amabilidad el fiscal.
  • Tenga compasión de este burócrata empedernido.
  • Faltaba más señor, siempre estar con usted es gratificante.

¿Doctor? –preguntó el jefe alargando su duda por varios minutos– ¿Usted sabe a qué puerto nos dirigimos en este triste asunto de la muerte del coronel López Huidobro?

“Pérez y Pérez” leyó con atención el testimonio de la anciana vecina del departamento “A”. Le sugirió al fiscal que no lo incorporara a la causa o, al menos, que lo relativizara en grado extremo. Argumentó que resultaba poco acertado involucrar supuestos aspectos privados de la vida del difunto coronel, un jefe destacado. A los directores los irritaba hasta el enojo que se ventilaran tales asuntos de cualquiera de ellos. La tradición imponía la más estricta reserva sobre asuntos de índole personal. “En la vida pública” –le dijo “Pérez y Pérez” al fiscal–, “no existe la frontera con lo privado, y ese es un peligro que nos acosa a diario.” De esa reflexión deducía que lo privado debía ser ignorado para no empañar los servicios que el funcionario había prestado a los intereses de la patria. Siempre, y el jefe recalcaba ese asunto, lo que estaba en juego era la patria, y nadie, y subrayaba la palabra nadie, pondría en juego la patria por una eyaculación más o menos feliz, una inadecuada dosis de un estimulante, un desliz en una ocasional bacanal. Pero el caso de la muerte del “Vasco”, estaba rodeado del misterio de un crimen. Si la adicción del coronel trascendía, o peor aún, sus gustos sexuales, muy probablemente lo importante, su asesinato, pasaría a un plano secundario, y se diluiría en la insoportable liviandad del chismorreo.

Sugirió que, en último caso, quedara ese testimonio como puros devaneos de la anciana vecina, carentes de identidad como para incluirlos sin más en el expediente. Después de todo, la muerte del camarada se revelaría, y vengaría, por canales no oficiales del sistema judicial. Allí solo se enunciaría una resolución formal del inquietante suceso.

Para menoscabar el testimonio de la anciana –si es que finalmente el fiscal se inclinaba por no eliminarlo llevado por comprensibles pruritos administrativos–, deslizó la posibilidad de encargar una pericia psiquiátrica para la mujer. No vería con malos ojos que la declararan afectada por una avanza demencia senil.

  • ¡Qué vieja chismosa y charlatana! –Exclamó–. ¡Ni el portero se salvó de sus alcahueterías! Si empieza a hablar todas estas boludeces vamos a terminar en un lío de justificaciones. La causa judicial es formal. La verdad es esquiva, mañosa, antojadiza, y no va a llegar vía su expediente. Ni yo sé cómo vamos a arribar a una verdad aceptable para todos.
  • Desde ya, señor, no lo dude.
  • Me alegra su disposición. Tenemos a favor la catarata de denuncias que el “Vasco” hizo contra la vieja durante meses. –Recordó “Pérez y Pérez”–. Lo menos que dijo es que estaba loca. Sírvase de eso para encausar las cosas de un modo más prudente.
  • Si… tenía ese dato. Leí varias de las denuncias contra la mujer. Todas contundentes.
  • El “Vasco” era muy amigo del comisario de la dependencia de su barrio, un “poeta” para las denuncias y un habilidoso innovador con la picana. Cuando la usaba, imitaba los movimientos de la escritura manuscrita, tal como si estuviera usando una estilográfica. Al pobre imbécil lo electrocutaba con “elegante caligrafía”. Y la lapicera la usaba como a la picana. Así que imagínese la prosa.
  • Ha sido un buen recurso… –exclamó el fiscal complaciente–; favorece la prosecución del caso en el sentido que estamos conversando. Probablemente ni siquiera incorpore el testimonio al expediente, como usted me sugiere. No debería haber mayores inconvenientes. Pero me gustaría dejarle esta inquietud: la vieja está convencida que tiene que aportar a la causa las cosas que, insiste, vio en más de una oportunidad… tiene vocación de testigo, está poseída por el deseo de declarar a como dé lugar. Para mayores males, todo viene adobado de alegatos religiosos, ordenamientos divinos, en el marco de una infancia signada por la Torá, el Talmud y los Diez mandamientos.
  • La religión siempre es un asunto lleno de infalibilidades. El que se guía doctrinariamente por los preceptos de la religión que fuera, termina considerándose a sí mismo la palabra de Dios. Imagínese. Dios cuando habla lo hace para decir cosas importantes. Quienes se consideran sus voceros, aunque solo repitan tremebundas idioteces, creen que han dicho palabras de trascendencia metafísica.
  • Ya lo creo. Por eso es que no sé si podremos suprimir su declaración de la causa. Va a insistir. Por ahí se pone “pesada”
  • ¡Pero cómo se va a poner pesada una viejita de noventa años! ¡Por favor, Doctor! Después de todo, si se pone “pesada” como a usted le inquieta, ¿qué le vamos a hacer? –Reflexionó “Pérez y Pérez” entrecerrando sus ojos, reflexivo–. A Dios orando y con el mazo dando.
  • De todos modos, –dijo “Pérez y Pérez”, recobrando la parsimonia y tratando de serenar a su interlocutor–, no creo que necesitemos medidas extremas. Soy enemigo de medidas extremas. De los actos extremos, nunca se vuelve. Más estilográfica y menos picana, ¿no le parece “señor” fiscal?
  • ¡Claro!, pienso como usted. Más poesía, menos violencia. –Sonrió aludido, impostando la risa.
  • Además, estoy seguro, que su habilidad judicial podrá resolver cualquier contingencia que se presente, sin complicaciones. –Agregó “Pérez y Pérez”, complaciente.
  • Seguro. Quédese tranquilo. –Convincente el joven magistrado afirmó aliviado con el rumbo que había tomado la conversación. Una cosa era decidir la falta de mérito, descartar una declaración testimonial, el encierro de una persona de avanzada edad en beneficio de una causa que así lo exigía, y otra, muy diferente, un homicidio que solo agregaría entuertos a lo que se pretendía resolver con el mayor de sigilo.
  • Aprovecho esta entrevista para consultarlo sobre otra cuestión vinculada a la causa.
  • Su pregunta no molesta, doctor.
  • Con el juez, tengo entendido, no habrá inconvenientes.
  • ¡No! ¡Qué va…! ¡No es propia tropa, pero es un amigo! Algo ya le hicimos notar; si se pone curioso hable con el asistente del finado coronel, el que ha quedado a comisión trabajando bajo mis órdenes.
  • ¿Diosdado? ¿A él se refiere?
  • Exacto, doctor, ese mismo. Él estuvo con “su señoría” poniéndolo al tanto de la discreción necesaria. Por ahí quiere un estipendio extra: la vida está cara y la familia demandante. ¡Fondos reservados! ¡Fondos reservados! No curan la ansiedad, pero la calman. Cosas del sistema. Pero tengo entendido que cumplió con nuestro pedido, ¿no sostuvo riguroso secreto de sumario? ¿No dejó todo en manos suyas?
  • Sí, si… seguro… por ahora así vamos a proseguir con la causa. Sólo quería transmitirle esta inquietud.
  • Quédese tranquilo que no va a encontrarse con una sorpresa. Solo le pedimos al señor Juez una cuota de discreción algo exagerada. Nada excepcional. Después de todo, López Huidobro, con todo lo suyo, fue un esmerado camarada. Espero sus novedades doctor. –Se levantó de su sillón y extendió la mano para saludar al subordinado. Lo alentó a continuar esmerándose en sus labores–. Algunos años más y será un juez federal: Señor Juez de la Nación Don Carlos Iniustitiam. ¡No cualquiera!
  • Trato de no hacerme ilusiones, señor, pero espero confiado. –Respondió sosteniendo una amplia y satisfactoria sonrisa, imaginando su meritorio porvenir.
  • Tenga confianza que aquí sabemos qué timbres tocar. Si no es en este turno de gobierno, será el que viene. Hay que saber ser paciente. Dirían los persas: “La paciencia es un árbol de raíz amarga, pero de frutos muy dulces.” Sigamos en contacto, atendiendo las novedades que surjan.
  • Adiós señor.
  • Adiós doctor.
  • Buen día señor. –Saludó Diosdado.
  • Pase m’hijo. Siéntese.
  • Gracias señor.
  • ¿Está cómodo en el despacho que le asigné?
  • ¡Claro, señor! –Exaltado, Diosdado, agradeció su nueva oficina.
  • Solo usted y yo tenemos la llave de la caja fuerte. Sépalo.
  • Sí señor.
  • No vaya a perder la llave. Eso sí que sería una gran complicación.
  • Quédese tranquilo, señor. Está a buen resguardo.
  • Perfecto. Usted tiene en esa caja fuerte algo más que una bonita caja.
  • No quiero ni saber el contenido. –Diosdado se excusó, acompañando sus palabras con ampulosos gestos. “Pérez y Pérez” meneó la cabeza, cavilando juna respuesta que nunca dijo.
  • ¿Mandó el forense el informe de la autopsia? –Preguntó cambiando de tema repentinamente.
  • Hace minutos. –Respondió de inmediato Diosdado.
  • ¿En sobre sellado?
  • Sí señor, como usted ordenó.
  • ¿Lo molesto si le pido que me lo traiga?
  • Por favor, señor. Acá lo tengo. –Dijo el muchacho mientras extraía de un carpetón un sobre color madera, tamaña A4, cruzado con una faja sellada y firmada por el jefe médico forense.
  • ¿Quiere que me retire para leerlo tranquilo? –Preguntó Diosdado sibilinamente.
  • Salvo que pueda leer mi mente, no es necesario.
  • Lléveselo al doctor. Que lo lea, haga las modificaciones que le indico, vuelva a sellarlo, y me lo remita por usted de inmediato. La nota que va adjunta es solo un pedido. Como el doctor es un verdadero cabrón, le puse por escrito la hora en que quiero se haga presente en mi despacho. Si usted le da alguna indicación, capaz de mandarlo a la mierda y armar un quilombo. Le tiene que dar el sobre y usted, sin dilaciones, me lo trae devuelta. ¿Entendido?
  • Sí señor. Voy y vuelvo.
  • No lo creo muchacho. –Lo corrigió el jefe con tono burlón–. Como el doctor está advertido del trámite, lo va a hacer juntar orines un buen rato. De jodido nomás. Así que tómeselo con calma, haga de cuenta que está esperando que le entreguen un premio extraordinario.
  • Seguiré su consejo.
  • Con mi dinero ¡no te metás! –Advertía furioso.
  • Jamás regalaré mis bienes a esa “yegua de mierda”. Antes, la quemo viva. ¿Le gusta el alcohol? Yo le voy a dar alcohol, por litros.
  • Dos moléculas de hidrógeno, una de azufre y cuatro de oxígeno, te resuelven un divorcio express. –Describía entre sonrisas sádicas. Y sino no fuera el sulfúrico, bastaría con una de hidrógeno y una de flúor: ácido fluorhídrico
  • El calcio precipita con los fluoruros como fluoruro de calcio e impide la curación. –Explicaba docente–. El agua de la canilla sirve para beber, pero no para curar esta quemadura. Sencillo. Efectivo. De temer. –Advertía a quien quisiera oír su ciencia aplicada al tormento femenino. En tono de burla, repetía, según él, un raro poema con palabras persas que escribió una cálida noche de reproches. Recitaba:
  • ¿Sabés cómo les dicen a los peronistas? –Preguntaba socarrón el padre. Y el muchacho esperaba ansioso la respuesta.
  • Billetes de cinco pesos. Porque son muchos ¡y todos sucios…! Reían a coro.
  • Dígame ¿qué mierda es esto…? –Preguntó “El Morro” desfigurado el rostro, lejos de esa expresión de despreocupación con las que encaraba las disecciones.
  • Ni idea, señor. Soy un mensajero. ¿Mi rostro la indica alguna señal de qué sé de qué se trata lo que hay en ese sobre?
  • Su cara no me dice un carajo…
  • Es lógico, doctor, porque no sé un carajo de qué se trata el asunto que lo irrita tanto.
  • ¡Vení conmigo! –Ordenó el forense con tono combativo.
  • Bueno. –Diosdado se encogió de hombros mientras una mueca burlona se escapó por la comisura de su sonrisa–. Se alegrará el jefe de que no solo le devuelva el informe, sino que la devolución incluya a su propio autor.
  • No te hagas el vivo conmigo, gordito, que te puedo filetear a la vuelta de la esquina.
  • El enojo, doctor, lo hace perder la perspectiva de las cosas.
  • ¿Qué sos mi psicólogo ahora? –Respondió aún más exaltado “El Morro” quien encontraba un atajo para liberar su ira contenida luego de aquella noche de reyerta marital.
  • Solo le digo que su enojo lo hace perder la perspectiva de las cosas. Eso va a terminar perjudicándolo. ¿No prefiere calmarse y luego vamos juntos al despacho del jefe?
  • Tiene razón. –Dijo todavía perturbado.
  • Doctor, que me maltrate a mí no le va a acarrear consecuencias, pero que trate con el jefe en ese estado, solo le va a ocasionar malos tragos.
  • Si. Tiene razón… Es que a veces se me suelta la cadena.
  • Tenga cuidado doctor, porque todo se puede evitar menos las consecuencias.
  • ¿Conoce los “fuegos del odio”?
  • No doctor. –Respondió Diosdado, intrigado.
  • Qué pena, muchacho. No sabe lo que se pierde.

Doctor, –agregó con tono sugerente–, le aconsejo que la saque de escena. No nos gusta que se mancille el nombre de los nuestros y, mucho menos, si fue asesinado, de lo que abundan evidencias en ese sentido. Tenemos pleno convencimiento de que se trata de un vil crimen. Lo incluyo a usted en ese convencimiento.

A la denuncia del coronel, le agregaba su florida pluma. Una curiosidad de persona. Al “Vasco”, que era un egocéntrico obsesivo amante de la buena literatura, eso le daba en el quinto forro de las pelotas, pero lo toleraba porque prefería hacer buenas migas con el comisario. Afinidades perversas. Conveniencias mutuas.

¡Mire doctor! –profirió con energía mientras se incorporaba de su mullido sillón–, si se pone insistente y no responde a alguna sugerencia hecha con tanta cortesía como firmeza, que usted mismo bien podría hacerle, habrá que visitarla en su domicilio. –Calló confidente, aspiró con energía el aire tibio de su despacho climatizado, y mirando sugerente al fiscal prosiguió su razonamiento–. Si es necesario, hablaremos con el caligráfico y picaneante amigo de la comisaría, para hacer aparecer una nueva denuncia del “Vasco” antes de su muerte, la última, por ejemplo, una de amenaza criminal, o algo así como un delirio intimidatorio, una locurita amenazante de viejita desquiciada, y usted podrá proceder en el sentido que venimos conversando, incluso hasta recluirla por orden judicial en un geriátrico psiquiátrico. Tenemos donde aislarla… hasta que muera por su avanzada edad, si ese natural suceso no se produce de manera más urgente.

Por lo que leí en el informe que hizo Silverio, la vieja vive sola y los parientes que le quedan son tan viejos como ella y no la visitan hace ya mucho tiempo. Nadie va a reclamar su presencia.

Y de última, amigo, –expresó como resignado, recobrando su forma apocada, galante y reclinándose en el amplio respaldo del sillón en el que se volvió a sentar con aplomo–, el infierno está lleno de testigos. De algo hay que morir. ¡Más a los noventa años! A esa edad, es hasta deseable que muera. Para que nazca la nuevo, lo viejo debe morir. Esa es la lógica de las cosas.

El silencio que siguió a sus últimas palabras se hizo consistente. El joven fiscal tosió, atragantado, sin poder expectorar el mal humor que le produjo la mera perspectiva de otro homicidio.

“La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud”, recordó la sentencia mientras observaba como el joven abogado salía de su despacho. Llamó a Diosdado por su intercomunicador.

El asistente se cruzó en el pasillo con el fiscal de la causa, con quien compartió una requisa que no figuró en ninguna instancia de la investigación. Se saludaron con franca amabilidad. Después de todo, estaban compartiendo el mismo equipo, el mismo jefe.

Ambos recibieron una orden escueta, pero enérgica, de “Pérez y Pérez”, para que retiraran de la casa de Podestá una caja, un cofre de tamaño regular, de nogal lustrado. Fue el mismo día del hallazgo del cadáver, en un apartado que organizó “Pérez y Pérez” en la habitación vacía del departamento del muerto. Como la pesquisa la realizó el fiscal, (el juez se excusó de participar alegando cuestiones de salud, respondiendo a un amable pedido de “Pérez y Pérez”), la seguridad de la arquilla nunca se vio amenazada durante esa primera pesquisa.

“Pérez y Pérez” no sabía si la enigmática mujer conocía el tesoro oculto en la caja. Si era capturada, en persona se ocuparía del interrogatorio. Tenía expertos a su servicio de completa confianza. Torturadores refinados, que acompañaban sus tormentos con líricas emociones mientras escuchaban fragmentos de célebres óperas entre los gritos de dolor de sus víctimas.

El contenido del cofre era secreto de Estado. Y se debía preservar tanto o más su enigmático contenido, que el buen nombre del camarada muerto. Así lo convino con Reinafé, quien dejó en sus manos la resolución del espinoso asunto. En la caja fuerte del nuevo despacho de Diosdado, “Pérez y Pérez” decidió guardar el tesoro. Al joven, la decisión del nuevo jefe le pareció inapropiada, pero no estaba en condiciones de discutir la orden.

“Pérez y Pérez” tomó de un portalápiz un resaltador color amarillo fluorescente. Luego de leer a la pasada varias hojas, se detuvo quizás en la séptima u octava carilla. Leyó, entonces, con atención.

A dos carillas, quizás tres, les dedicó especial interés. A todas las cruzó con el resaltador de arriba abajo, trazando una diagonal de impugnación.

Guardó el informe en el mismo sobre. Del cajón superior de la cajonera de su escritorio, a su derecha, extrajo una hoja del tipo romaní, y con una estilográfica Mont Blanc de oro macizo con rubíes, una joya que le pertenecía, escribió una nota dirigida al jefe de los forenses encargados de la autopsia del coronel.

Su perfecta caligrafía describía un dibujo constante, rectilíneo, elegante. Apenas una línea recta que empezaba con un firulete y terminaba con otro. Escueta, tal vez terminante. No introdujo la nota manuscrita junto al informe en el mismo sobre. En otro, más pequeño, la adosó al del informe que cerró, apelando a una nueva faja engomada.

El jefe médico forense, de quien Diosdado solo conocía su apodo, no estaba, en verdad, de buen humor. El hombre se reprochaba que al levantarse no hubiera logrado comenzar un buen día, siendo que tampoco había logrado pasar una buena noche. Podría haber despertado y ser en realidad un extraordinario cardiocirujano, una eminencia en cirugía del corazón ¡con lo que la gente adora al corazón!, y no estar entumecido por las contracturas que una sola palabra de su aborrecida mujer le producía. Y su esposa nunca se limitaba a una sola palabra.

Cuando rezongaba sobre su condición y suspiraba por ese anhelo, no faltaba quien le recordara la trágica muerte de una eminencia en la materia. Respondía entonces sin atajos: “Lo mató por dos mangos de mierda ese paparulo. El doctor, desesperado por las deudas, apoyó la pistola en su pecho y el bobo jaló el gatillo por mezquino. ¿Cómo pudo ser presidente semejante turuleco?” Una incógnita que nadie se animaba a despejar.

“Morro” o “El Morro” –como lo bautizara cínicamente un ilustrado par suyo, comparándolo con las poco agradables funciones del Morro de Vaques–, por enésima vez había discutido con ella acerca de ciertos pormenores de una anterior infidelidad con una subordinada suya. La recriminación empezó a la noche temprana y siguió durante buena parte de la madrugada, hasta que la mujer, extenuada de recriminar al hombre sus impudicias sexuales, se durmió agotada y en busca de recobrar energías para recomenzar al día siguiente con la filípica. Sobre el asunto vedado de las niñas prostituidas, la mujer había desistido de toda mención. Era un límite que no debía sobrepasar. Aceptó el consejo de amigos cercanos, quienes le habían explicado con todo detalle la inconveniencia de exponer semejantes hechos.

Los asuntos de infidelidades no sorprendían a nadie, el común de los matrimonios que recurrían al divorcio como mecanismo para saldar sus acreencias, usaban el adulterio como un recurso acusatorio con el mero objetivo de aumentar sus respectivos dividendos.

Para “El Morro”, sin duda, de eso se trataba, un artilugio de la mujer para aproximarse por un atajo seguro a la apropiación de los bienes gananciales, con bonificaciones extras, por exponer la fornicación extramarital del esposo, como un verdadero sistema de humillación contra la mujer. Cruda violencia de género, argumentaba la esposa, segura de que las nuevas leyes la beneficiarían condenando al cónyuge desleal.

No sin razón, ella argüía que ningún tribunal “del mundo” y repetía varias veces “del mundo”, –y la redundancia maliciosa de los argumentos servía siempre para exasperar al esposo–, creería la versión de que aquellas escapadas extra matrimoniales estaban justificadas en un mutuo acuerdo por el cual, toda aquella violación del séptimo mandamiento que Moisés impuso en nombre de Jehová, que fuera útil al ascenso laboral o social, estaba aceptada para ambas partes. Puras patrañas, diría ella, inventos de un incontinente sexual que no podía conservar su bragueta mucho tiempo cerrada, sin andar hurgando en otras vaginas, vedadas por la ley matrimonial y por el mismo Dios padre todo poderoso.

El forense, cuando escuchaba ese argumento que venía acompañado de la invocación divina, sonreía cínico, y sus gruesos labios de vacuno viboreaban serpentinos, multiplicando unos tics que los incrédulos imaginaban como una habilidad casi circense, pero que en realidad respondían a una sucesión de espasmos que atormentaban los músculos faciales del hombre.

Cuando el tema se presentaba agigantando el mutuo desprecio que se prodigaban, él se irritaba en sobremanera, y juraba que eran los exactos momentos en que deseaba golpear a la mujer hasta quebrarle la nariz. En otros altercados, solo imaginaba golpearla hasta con cierta moderación. Pero no era este el caso.

Como la amenaza venía en ancas del cálculo posible sobre los dividendos de la relativa fortuna del galeno, su furia crecía al ritmo de los intereses devengados por el capital acumulado a lo largo de la vida.

Cuanto más crecía el chantaje de desplumarlo, más crecían sus deseos de golpearla con furia, en la cara, hasta causarle una lastimadura tan profunda que ningún cirujano plástico se animaría a reparar tal estropicio. Frígida y deforme, acabaría sus días lamentando haber exasperado a un simple hombre, que solo dedicaba su vida a hurgar cadáveres en busca de muertes y, de vez en cuando, disfrutaba con beneplácito un escarceo sexual con alguna subordinada. Nada que alterara el escalafón profesional, nada de mezclar placer con profesión. Aquella, su última aventura, por la que sufría el acoso charlatanesco de la conyugue, y de la que había tomado conocimiento por una distracción ridícula, se había tratado sólo de una relación esporádica. Mucho más que otras que no merecieron de parte de la esposa engañada la misma intensidad en los reproches. Ella lo invitó a mantener relaciones sexuales y él aceptó. Tan simple y tan sencillo. Nada trascendente. Repetía: “Un simple coito, que tanto joder. Uno de tantos.”

Pero cuando lo amenazaba con aprovechar la primera oportunidad que se le presentara para hacer un escándalo público, y llevarlo a estrados judiciales promoviendo un divorcio que le permitiera esquilmarle más del cincuenta por ciento de los bienes comunes, ahí los deseos dejaban de limitarse a una golpiza y adquirían proporciones homicidas.

Cuando algún camarada le sugería el divorció para poner fin a una vida de incordio marital, respondía:

O explicaba con cuánto ácido sulfúrico la rociaría. Y si no fuera sulfúrico, bien podría ser fluorhídrico, decía, y recurría a la tabla periódica de Mendeléyev para explicar con más detalle su proposición.

El matrimonio y la horca son hechos fatales.

Tal vez lo supieron

Somayeh Mehri, Raana y Nazanin.

Shirin Mohamadi.

Raana Por Amrai, Fatemeh Qalandari.

Raana y Fatemeh,

Raana y Fatemeh,

Mahnaz Kazemi.

Masoumeh Atai, Zivar Parvin,

Maryam Zamani, Arezo Hashemi Nezhad.

Un león entre mujeres es lo más peligroso.[1]

Cuando algún colega lo cuestionaba refutando su argumento sobre la abundancia de esos químicos en su tarea de forense para facilitar ciertos trabajos de limpieza y conservación de algunas piezas óseas, se reía a mandíbula batiente e insultaba al interlocutor hasta que este, hastiado, se marchaba interrumpiendo el siniestro diálogo.

En más de una oportunidad, esos profesionales advirtieron a los superiores sobre los peligros que preanunciaban la manipulación de ácidos corrosivos invocados como instrumentos vengadores contra los supuestos reclamos de una esposa despechada.

Y mientras el colega se retiraba impresionado por la desfachatez de “El Morro”, este repetía alzando el dedo índice de su mano derecha, amenazante:

— Antes de que me toque un peso, la quemo viva con una lluvia de ácido.

O podría ahogarla, con facilidad. En el mar. En el río. En la bañera. Donde se presentase la mejor oportunidad. Imaginaba, aprovechar esos interminables baños de inmersión que la esposa disfrutaba hasta arrugarse como una pasa, mientras la masajeaban gruesos chorros de agua caliente del hidromasaje. Bastaría tomarla del cuello y hundirla hasta que el oxígeno se agotase en su cerebro y cesará todas sus funciones vitales. El diagnóstico sería sencillo: ¿asfixia por estrangulamiento? No, simple hipoxia cerebral. Solo las cosas simples explican los asuntos complejos. Hipoxia, falta de oxígeno, desmayo por sobreabundancia de alcohol en sangre que la entregó a una inmersión mortal. Esa sería su explicación.

La autopsia la realizaría él mismo. Un cariñoso homenaje conyugal a la anatomía histérica de la fallecida. Entonces sí, tomaría cabal sentido la burla cruel de compararlo con “El Morro”, el botxí, aplicando brutos tormentos corporales, impartiendo justicia de modo simple, pero ejemplificador. Al fin de cuentas, despanzurrar el cadáver de esa resentida e interesada mujer, sería una tarea gratificante, a tal punto, que solo imaginarla lo exaltaba hasta el sudor profuso que suscita la emoción siniestra.

Describir su muerte como el desgraciado y simple accidente de un cerebro que dejó de recibir la cuota suficiente de oxígeno, producto de los delirios de enriquecimiento fácil a costas de su largo peregrinar por las frías mesadas forenses, se comparaba las puntillosas descripciones que los viejos manuales de anatomía ilustraban con detallados dibujos de la naturaleza humana.

Por otra parte, sabía que nadie se inmiscuiría en las falacias del informe forense, porque, después de todo, la tergiversación de un dato o de una conclusión, era algo tan habitual que resultaba, incluso, hasta ponderable. Para “El Morro”, no siempre la mentira era pecado, y no siempre la mentira se oponía a la verdad. La verdad y la mentira eran, en muchas ocasiones, socias tributarias, dinero de por medio.

Ahora bien, cuando la amenaza se limitaba a que escaparía con un amante, al que se entregaría para que la penetre y la disfrute, sus sentimientos eran ambiguos. Incredulidad y aversión. No aparecía un sentimiento sin el otro.

¿Existiría el hombre que pudiera enroscarse en una relación, mas no fuera ocasional, con aquella aspirante al robo de activos? Esta solo reflexión lo hundía en la incredulidad más definitiva. Pero si apareciera el hombre capaz de soportar esa voz chillona, aguda, exasperante, jadeando en busca de un orgasmo impostado, con ese aliento oliendo a tabaco rancio y mohoso –que lo hacía voltear la cara al borde de la arcada–, la conmiseración se vinculaba a la aversión.

¿Acto de altruismo? Podría considerarlo. Ocasional damnificado, también; y en esa condición invitar al infortunado amante a compartir un rato de esparcimiento aliviador, donde pudiera despejar su mente y sus sentimientos de la experiencia carnal con la codiciosa mujer.

Podrían conversar en tono amable sobre vaginas. Tanto de las vivas, cálidas y húmedas, como de las frías y rígidas pos cadavéricas (una “extravagance” muy propia de Sibaris), o de aquellas que han sido diseccionadas a puro escalpelo, hasta reducirlas a un montoncito insignificante de fibras imposible de identificar, salvo por aquellos que tienen ojos de microscopios, y llevan la representación de mitocondrias, núcleos, citoplasmas y todo aquello, impregnado en la tela delgada de sus insensibles retinas, como la misma estampa de un perverso sudario.

Así lo llevaría por el camino del recuerdo, alejándolo con amabilidad de ese presente, para devolverlo a experiencias que merecen ser poetizadas para el disfrute y la satisfacción, cuando la edad adormece los arrebatos viriles que propiciaba la testosterona en tiempos mejores.

Ese día en especial, cuando Diosdado llamó a su puerta para entregarle el sobre que le reenviaba “Pérez y Pérez”, atravesaba un estado de ánimo hasta entonces desconocido.

No era mera consecuencia de la acalorada discusión durante toda la madrugada con su detestada esposa. A esas, si no se había habituado, las tomaba como el que requiere de un purgante. Lo asociaba con el nauseabundo aceite de bacalao que su madre lo obligaba a tomar de a una cucharada diaria. No agradaba, pero se soportaba.

Tampoco se trataba de desánimo, ni se imputaba un doble fracaso: el de su matrimonio y el de no haber persistido en su verdadera vocación.

Era un estado de introspección. Cuando las cavilaciones lo condicionaban, hasta prefería tomar alguna licencia que lo alejara de las disecciones que requerían su mano experta y su ojo agudo. No paraba en la casa marital porque ahí no encontraba sosiego ni la serenidad necesaria para atender su estado de ánimo. Allí solo se hablaba de dinero. Y para colmo, del suyo.

Se dirigía a una pequeña casita en medio del campo, por una zona que fuera en sus mejores épocas parte de la cuenca lechera, pero que las despolíticas agropecuarias la habían trasformado en una artificial sabana de soja transgénica, apenas alterada periódicamente por los maizales también transgénicos, que espigados estiraban mutados sus penachos hacia el cielo. Allí, donde reinaba el glifosato, solía encontrar la paz que deseaba para repensar acontecimientos que en su juventud y en la madurez temprana, apenas le parecían acciones de escasa importancia. El cristal de los años fue variando sustancialmente sus pensamientos. También era la zona liberada para la alegre pederastia que practicaba cada vez con mayor frecuencia y desparpajo. Un viejo bonaerense era su proveedor. Aunque siempre se presentaba sucio y desalineado, la mercadería que ofrecía era atractiva y los precios si bien eran altos, nunca fueron exorbitantes.

La meditación y el sexo con infantas, hacían que se reencontrara con sus mejores postulados y los revisara a la luz de la experiencia acumulada. Meditaba entre coito y coito. Entre mate y mate cuando descansaba de la orgía.

Evaluaba las opciones que se le presentaron allá por su juventud y el porqué de las elecciones que definieron el rumbo de su vida, desde entonces, hasta ese presente.

Se interrogaba porqué había cambiado de proyecto. Si en vez de médico forense hubiese sido político, como aspiraba, con seguridad aquella, a la que consideraba una histérica que descontrolaba sus días, jamás la habría conocido. Pero eso era apenas significante.

Podría haber alcanzado una diputación, una senaduría, o incluso haber sido gobernador. Reconocía que, en aquella juventud, reunía las habilidades necesarias como para organizar las alianzas correctas y amalgamar poderosos intereses. Había llegado a conocer a hombres de vastas fortunas, que hubieran aceitado su ascenso político a cambio de beneficios adecuados a sus intereses.

Eran políticos más o menos corruptos, pero atentos a la realidad y que podían virar de posiciones extremas a moderadas con la misma ductilidad con que él, un muchacho, cambiaba de vestuario.

A diferencia de muchos de sus contemporáneos, tenía la capacidad de interpretar los cambios sutiles que los vientos del poder hacían soplar acomodando sus intereses para no sufrir perturbaciones que devinieran en estrepitosos fracasos. Y esa era una notable virtud que, a veces, ni siquiera se alcanzaba a la edad en que se consideraba que un político estaba para empresas mayores.

Vio a lo largo de esos años, como muchos de sus correligionarios malgastaron oportunidades, fuera por no haber comprendido el devenir de la política nacional, por no saber advertir esos cambios sutiles que perfuman el aire de traiciones, o por francas limitaciones intelectuales que reducían el horizonte a minucias intrascendentes. Hombre de ciencia al fin, refunfuñaba contra el decadente nivel intelectual de quienes se ofertaban para conducir los destinos de la nación, en cualquiera de las esferas que se tratase.

Entre esas supuestas virtudes que se atribuía en aquellos años mozos, estaba la de la valentía. Creía ser valiente y conocer sobre la valentía.

Hijo de un brabucón que integró los comandos civiles, fuerza de choque del golpe de Estado, no fue coraje lo que le inculcó, sino un odio exacerbado como solo la dictadura pudo promover contra el gobierno constitucional y sus adherentes. No era solo odio político, sobrepasaba esos límites y penetraba la sustancia de todas las demás vivencias. Ese odio, años después, lo llevaría al colapso y a un final que podía sospecharse si se observaba atento los repliegues de su odio acumulado.

Esa virulencia en la acción y en la palabra, se la representó como un modelo de arrojo, cuando en realidad solo manifestaba el ejercicio prepotente del matonazgo en armas, que se constituyó en el justificativo de incontables actos criminales. No se trataba de valentía: sino de barbarie política.

A pesar de que, en su habitación, la madre, curiosa de la vehemencia que arrastraba a su hijo hacia la política sectaria, había colgado un cartel escrito con caligrafía excelsa una expresión bíblica, él actuaba con indiferencia a los preceptos evangélicos.

“Fuente de vida es la boca del justo, pero la boca de los impíos encubre violencia. El odio suscita rencillas, pero el amor cubre todas las transgresiones. En los labios del entendido se halla sabiduría, pero la vara es para las espaldas del falto de entendimiento.” Lejos de reparar en la advertencia que los dichos de Salomón hacían a través de la madre, se fue crispando hasta la exaltación. Celebraba, con el correr de los años los relatos de su padre ya envejecido, sumido en orines y devaneos, fastos pletóricos de adjetivos sin angustia, cuando el cruel bombardeo a Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955, en el que más de trescientos “cabecitas negras”, fueron asesinados en Plaza de Mayo. Se trataba de simples ciudadanos que, incrédulos, admiraban el paso de los aviones como si fuera un desfile, y no reconocían los racimos de bombas que caían y caían con su carga de muerte que despedazaron las simples humanidades proletarias que se solazaban con el sol de junio, y de empleados públicos que a esa hora abandonaban los ministerios que rodeaban la Plaza de la Victoria para retornar a sus hogares.

¿Cómo se justificó la matanza? El objetivo que promovió la empresa estaba por encima de cualquier otra consideración. Expresiones repetidas en todos los ámbitos y en cualquier época: el fin justifica los medios.

¡Muerte al tirano!, gritaba ensimismado su padre en las noches calenturientas de los preparativos del golpe de Estado y que revivía consumido en una temprana demencia senil. ¡Viva el bombardeo a Plaza de Mayo! ¡Viva! ¡Viva! Y festejaba la carnicería aquella ante la asombrada mirada del niño.

Grande fue su decepción cuando supo que el presidente, “el tirano”, no había muerto. Y cuando la tropa leal repelió el ataque de la infantería de Marina, que al final rindió las armas ante la superioridad de los leales, se agarró una rabieta atroz.

Años después, y para su decepción, descubrió que su padre había sido defensor del tirano, tan furioso, como luego su detractor. En los albores del movimiento “populista”, como lo caracterizaba, se encargó durante casi diez años, de alcahuetear a quienes no profesaban la doctrina, como “delegado de manzana”. Integraba un sistema que bien podría haber sido denominado “Congregados para la doctrina de la nueva fe”. Un sistema capilar de delaciones, que permitía al partido gobernante conocer hasta detalles ínfimos de la vida mundana de simples personas. Lo más importante, supo ya en su labor en la institución, era descubrir a los posibles comunistas y anarquistas. Les propiciaba, como diría el peruano, como un odio de Dios, así tan fuerte. Cuando supo que el Partido Comunista, una fuerza política muy poderosa entonces, también participaba del golpe de Estado, sufrió una diarrea cerebral de la que quedaron justificadas dudas si alguna vez se repuso por completo.

Así como el alcahuete pasó de una adhesión a otra, la información pasó de un gobierno al otro, sin importar si uno era constitucional y el otro de facto. Los gobiernos pasan, las alcahueterías quedan.

Con la misma facilidad con la que había vociferado “¡muerte a todos los gorilas!”, y “cinco por uno, no va a quedar ninguno”, gritó “¡muerte al tirano prófugo!” ¿Cómo se produjo esa metamorfosis? No lo sabía. Nunca lo supo. Eso sí, su pasión anticomunista se mantuvo inalterable. Cuando los preparativos del golpe de Estado de 1976, la posición antigolpista de los comunistas revolucionarios lo exasperó como nada hasta entonces. Si hubiese sido por él, mucho antes hubiese empezado la cacería de esos “zurdos de mierda que defienden a la yegua”, como gritaba en las reuniones conspirativas preparando el genocidio.

El padre, que había muerto hacía algún tiempo, atravesó una larga enfermedad mental, una demencia senil temprana que licuó su inteligencia y mezcló los recuerdos en un pastiche irreconocible, nunca se lo confesó. Los parientes que lo sobrevivieron, hermanos y primos, por su parte, no sabían los motivos de aquella metamorfosis o, directamente, no querían hablar de ella.

Formado en los arrebatos antiperonistas del padre, aunque a la postre no pudiera asignarle un valor certero al gorilismo de su progenitor, se había propuesto ser un ícono, un arquetipo de la democracia sin populismos. Leía a los liberales con fruición, y hasta se animó a algunos escritos que se promocionaban como socialistas democráticos, en especial, aquellos que producía la pluma de Américo Ghioldi, a quien admiraba por su paso por la Junta Consultiva, la contrarreforma constituyente y la embajaduría en Portugal. Solía repetir aquella frase que Ghioldi estampó en un líbelo: “Se acabó la leche de la clemencia”, mientras se fusilaba algunas decenas de civiles y militares rebeldes. “¡Se acabó la leche de la clemencia!” ¡Qué expresión! Se conmovía de solo pronunciar esas palabras fulminantes.

Adolescente, cuando nadie lo observaba, frente a los espejos biselados que circunvalaban el amplio comedor de la casa de los abuelos, discurseaba imitando a aquellos verborrágicos políticos de la década del sesenta.

Muchos de sus contemporáneos mayores, eran admiradores de Frondizi. “El estadista”, decían de él. Sin embargo, otros miembros de la familia, los domingos de almuerzo, denostaban a Frondizi por traidor a los verdaderos radicales reunidos en la UCR; otros, los más, por el acuerdo con Perón, que lo llevó a la presidencia. Lo consideraban una infamia que retrotraía el éxito del 16 de septiembre, a tiempos anteriores a la gran victoria golpista. El recuerdo perdurable en la familia del derrumbe de Frondizi, en medio de huelgas interminables, militarización de las protestas, abandono de toda promesa electoral y esa inexplicable relación con Moscú, apagó las rencillas familiares por asuntos políticos. Perón amenazaba desde el exilio, y todo parecía encerrado en un círculo que giraba, indetenible, en torno a un punto estático. A diferencia del Enso, para ellos, ya no había ninguna abertura que llevara a la armonía completa.

Con Onganía, la política dejó de presentarse como un objetivo deseable. No admiraba a los militares y la “La Morsa”, se consumió como yesca reseca en los fuegos del “Cordobazo”. Prometió quedarse una eternidad y a los cuatro años debió huir con el rabo entre las piernas corrido por los sublevados de Córdoba.

Tuvo que considerar otros rumbos. Ser militar, estaba decidido, no era una opción. No tenía edad para ingresar al Colegio Militar y la carrera de suboficial le resultaba despreciable. Los “milicos”, repetía, “son una desgracia de la humanidad”. “El tirano prófugo” era general, lo que consolidaba su opinión. La fuga de “La Morsa” le dio otros argumentos a su repudio.

Emparentaba a los uniformados con una especie de anormalidad parasitaria. Consumidores improductivos. Reunidos en horda alrededor de una vaga consigna. Se burlaba jactancioso: “Subordinación y valor para defender a Magoya”.

A los policías los repudiaba por coimeros. Los veía siempre persiguiendo prostitutas para robarles unos morlacos bien ganados abriendo las piernas.

Y entonces, sin considerarlo mucho, aceptó el convite de un amigo médico: la medicina fue una opción que se presentó con fuerza propia. Pero a él no le interesaba sanar. La salud no era su obsesión. La anatomía, la vivisección, la disección, lo atraían como si un sortilegio macabro lo hubiese contaminado con sus argucias.

Lo conmovía despedazar, trocear, descuartizar. No como el loco del aristócrata Jack, como lo hizo Fish o Gein, o Burgos, el descuartizador de Constitución; sino asistido por la ciencia, con sabiduría, con un conocimiento anatómico que resultara la envidia de todos sus competidores.

No le costó mucho tomar una decisión tan trascendente: su comportamiento obsesivo le permitió terminar sus estudios en tiempo récord, inscribiéndose a poco de obtener su doctorado, en el sistema judicial a donde podría realizar sus disecciones, amparado por la ley. Toda tropelía que se pudiera realizar bajo el amparo de la ley, devenía en acto virtuoso por una rara alquimia que definían los códigos de justicia, en sus innumerables articulados, arrumbados en los anaqueles de los burócratas del sistema judicial.

Y allí estaba, sentado leyendo una nota de perfecta caligrafía, que describía un dibujo constante, rectilíneo, elegante. Apenas una línea escueta, terminante: “presente a tal hora en mi despacho”, decía muy campante el mandamás irrespetuoso.

La triple tachadura amarilla, fluorescente, que oblicua bajaba anulando infidencias y revelaciones, le producía los mismos arrebatos que la vocecita aguda y tabacada de la esposa, reclamando el cincuenta por ciento constante y sonante, antes de que recalara en algún juzgado en donde ventilar las inmundicias de un forense coimero y ventajero. Pero en ese caso, la quemaría viva. En un arrebato calculado, hasta ese jefe ignominioso podía padecer sus planificados excesos de ácidos corrosivos.

Un bidón lleno de nafta, una botella llena de alcohol, un simple chisquero, o los Fragata, siempre útiles e infalibles, era todo lo que precisaba para llevar a la hoguera a la mujercita codiciosa y al jefe irrespetuoso. El fuego sería el gran purificador. El elemento fuego: inmaterial, veloz, voluntarioso, intuitivo. Y sino, quedaba el recurso de los ácidos, repetidos sus nombres como una música aciaga, oía en los repliegues de su cerebro “sulfúrico” y musitaba “sulfúrico”; “fluorhídrico” y mascullaba “fluorhídrico”.

Pero “Pérez y Pérez” no tenía la reducida envergadura de su esposa, ni la fragilidad de una ramita que se diseca con facilidad presa del calor abrasador del fuego. Era, por si no era suficiente su jerarquía, él mismo un “purificador”. No podía amenazarlo con una pira crepitante disolviendo la grasa entre los músculos, antes de incinerar los huesos que siempre oponen una pertinaz resistencia a carbonizarse. Era un jefe, un verdadero jefe al que con dificultad alguien se animaría a contrariar. Para con “Pérez y Pérez”, el recurso de los ácidos estaba descartado.

Así que su venganza se reducía a hacer esperar al asistente durante un largo tiempo, sabiendo que, al final de cuentas, obedecería la orden y borraría de su informe todo aquello que su superior le ordenaba. Resistirse era inútil.

Releyó la nota, miró el informe que había remitido al jefe, carajeó en lunfardo, volvió a introducir todos los papeles en el sobre y se incorporó como lanzado por un resorte. Estalló enfurecido. Los ojos desorbitados, las venas del cuello inflamadas, el rostro enrojecido.

Podía sentir en su pecho palpitando el aumento de la frecuencia cardiaca; sístoles y diástoles, en ritmo frenético, impulsar la sangre que golpeaba las paredes arteriales aumentando su presión, y, como a chorros, la adrenalina y la noradrenalina atizando la ira incontrolable. Si hubiese tenido a mano un bidón lleno de nafta y una caja de fósforos, reclamaría en el fuego esa justa respuesta a las humillaciones que creía que los arbitrios caprichosos de su superior le infringían inmerecidamente. ¡Y si tuviera la capacidad de producir una lluvia de ácido sulfúrico! ¡Qué extraordinario suceso avistarían sus ojos perpetuando el suceso en un recuerdo!

Tomó del brazo a Diosdado, y pudo sentir la contextura fofa de sus músculos. Lo sintió gelatinoso y eso lo exasperó aún más. “Me manda un gordo fofo y lleno de cebo para ridiculizarme”. Diosdado sintió la furia de “El Morro” y hasta pudo percibir las ansias de muerte que circulaban a enorme velocidad por su sistema nervioso. Pensó con claridad: “este hombre algún día va a perder la cabeza”.

“El Morro” se detuvo. Tan repentina como emergió la ira, se presentó la calma. Como el péndulo, sus sentimientos se movieron de un extremo al otro.

Su cerebro acogió agradado la invitación de Diosdado al sosiego. Mudó de semblante. El rictus violento cedió su lugar a una relajación que ablandó la mirada. Las palpitaciones se redujeron drásticamente. Cesaron la adrenalina y la noradrenalina de acicatear la ira, y su presión se estacionó en valores propios de un hombre que incluso era algo hipotenso.

La incandescencia imaginaria del bidón lleno de nafta derramado en fuego quemando la carne humana, se desvaneció abrupta. El ácido trocó en agua bendita.

Miró más sereno a Diosdado directo a los ojos.

Diosdado sonrió para distenderse.

“El Morro” inspiró y exhaló como si estuviera en un manso ejercicio de relajación. Buscó serenidad. Cabeceó asintiendo. No había reparado hasta entonces que sus ataques de ira podían llevarlo a enfrentamientos en su trabajo. Supuso que debía ejercitar el control riguroso en ese ámbito. En el doméstico, hasta podría argumentarse que tenía piedra libre. Si conversara con “Pérez y Pérez”, incansable repetidor de citas, le citaría al Dante, cuando escribió sobre la ira: “amor por la justicia pervertido a venganza y resentimiento”.

Justificado en el florentino, retomó en su imaginación el bidón lleno de nafta, la botella llena de alcohol y el fósforo “Fragata” destellando al encender el combustible en el cuerpo de una mujer que no dejaba de parlotear reclamando su cincuenta por ciento mientras se carbonizaba. Repasó esas secuencias una y otra vez. Los espasmos, el crepitar del tejido chamuscado, el olor penetrante. Se cuestionó como un juego de adivinanzas: ¿Cuánto tardaría en arder una mujer histérica rociada de modo conveniente con combustible? “El Morro” se encogió de hombros. “¡Qué importa!”, murmuró provocando la sorpresa en Diosdado que no sabía a qué se refería.

Y ya para sí, se convenció que siempre quedaba el recurso de los ácidos. Sulfúrico o fluorhídrico. En ellos se resumía la disyuntiva. Sulfúrico o fluorhídrico, un macabro yin yang de la flagelación. Un yin yang de vida y muerte por acción de los elementos químicos, asombrosamente descubiertos por Mendeléyev. “Ese ruso converso al deísmo”, repetía intrigado por la conversión, y que, a diferencia suya, buscó a Dios a través de la razón y no de la revelación. El ácido, ¡los ácidos!, serían la fuente de sus revelaciones, el augur de sus sosiegos y bienaventuranzas. Imaginaba esa lluvia ácida disolviendo en un abrir y cerrar de ojos, la menuda anatomía de su esposa.

Miró a los ojos a su acompañante y tomándolo de un brazo lo detuvo. Preguntó con decisión.

VI

En el nombre de Dios

El muchacho pendía semidesnudo de un árbol, el último al final de una larga hilera que fue plantada hacía añares. Era un plátano de paseo crecido en los fondos del terreno. Unos veinte metros antes, estaba el rancho. Levantado cinco décadas atrás, con ladrillos y simples adobos, en medio del descampado, estaba muy alejado de todos sus vecinos. La soledad del predio se mantuvo inalterada desde su ocupación. El rancho, en cambio, estaba muy deteriorado. Tenía aspecto de tapera.

El pequeño pueblo distaba a más de seis kilómetros de la ruta interprovincial. Salvo los camiones que cargaban toneladas de soja, eran escasos los vehículos que transitaban esa vía. El camino que unía al pueblo con ella era de tierra, y las más de las veces las lluvias lo volvían intransitable. De la ruta interprovincial al poblado, solo se llegaba a pie.

Ningún ojo extraño podía contemplar a la distancia la ceremonia de expiación a que era sometido el desgraciado. La arboleda escondía a los torturadores: dos hombres lo martirizaban impiadosos.

Desde prudente distancia, parecía un adolescente. Al acercase, sin embargo, esa impresión se disipaba. Era un niño que ni siquiera parecía haber salido de la infancia para ingresar en la primera pubertad. La confusión resultaba por su estatura; allí suspenso, desde la punta de los dedos de las manos hasta la de sus pies que colgaban, parecía alto, tal vez demasiado para su corta edad; era esmirriado y tenía aspecto enfermizo.

Si hubiese estado jugando, sería de glicina su grácil apariencia allí suspensa, columpiándose, pero en el suplicio, perdía la gracia que debería lucir por su anatomía y juventud. Era un junco atormentado a merced de dos maniáticos.

A la altura de sus muñecas dos gruesos amarres de cuero flexible pero fuerte lo mantenían sujeto a un raro aparejo de hierro y rondanas con el que subían y bajaban al niño. El robusto arzón, fabricado por los hombres, estaba empotrado en la rama más alta y más gruesa del viejo plátano que se estiraba hacia el cielo. Sus partes de hierro estaban pintadas de un color gris, brillante, que cuando era tocado por la luz de la clara alborada que avanzaba en la mañana, echaba unos vivos reflejitos plateados que encandilaban si se los miraba directamente.

La mañana era fría. El sol, perezoso en el horizonte, retenido por los altos matorrales verde oscuros que gobernaban el horizonte a su albedrío, se mantenía semioculto como llevado por un sigilo inexplicable. Hasta no entrado el día, su calor era escaso. En el rancho, el silencio era consistente con el frío que apenas se aliviaba a la tarde con el calor de una antigua salamandra inglesa Jeunesse de hierro fundido. La madre, desentendida del flagelo, observaba el sufrimiento infringido al niño a través de una ventana que tenía sus vidrios rotos. Bebía su mate cocido de un tazón humeante, indiferente.

El viento débil, traía el frío de a puñados desde el fondo de una legua blanqueada por la escarcha, y embestía contra el esmirriado cuerpito del atormentado. Pobre humanidad crispada. Estaba aterido de frío, que pronunciaba el dolor de las heridas. Algunas cicatrices enrojecían de golpe al contacto con la helada.

La soga que hacía sonar chirreando la vigorosa rondana, y que lo mantenía sujeto, era de un material sintético, gruesa, de un ancho de dos centímetros, blanca, decorada con anillos negros a relativa distancia uno de otro, imitando el dibujo escamado la piel de una serpiente mefítica.

El sistema de nudos formaba un eficaz conjunto de cerrojos de los que el niño no podía zafar, además de cumplir su función de amarre, quemaban, al aprovechar los giros oscilantes del cuerpo en su permanente vaivén de un lado al otro. Esas cicatrices en ambas muñecas, acompañarían esa humanidad por siempre y las disimulaba con unas bellas muñequeras que un artesano de Plaza Francia las produjo para encubrir las lesiones, combinando, con gracia mayúscula, cuentas multicolores en un dibujo abstracto.

La larga soga permitía al torturador que la sostenía, alejarse del aparato de tormentos y jugar subiendo y bajando el cuerpito aquel que no dejaba de oscilar. El columpiar establecía un ritmo que los golpes sucesivos con la larga vara de sauce repetían con exactitud, como quien atendía con rigor concertante los pulsos de un metrónomo siniestro. El hombre algo mayor pero no viejo, mientras azotaba rítmico e impertérrito, daba vueltas alrededor del árbol de los tormentos, recitando sin interrupciones secciones enteras de la biblia.

El sermón trascurría apenas interrumpido por los débiles gemidos del muchacho, que sonaban a salpicaduras de lamentos. Igual que una gota de lluvia en un vasto arenal reseco, los ruegos se evaporaban ante la indiferencia crucial de los hombrones. La madre, impasible, en actitud autista, contemplaba la escena ajena a todo sentimiento. El vapor que ascendía de su tazón desdibujaba sus facciones.

Los hombres que atormentaban al púber estaban vestidos casi con andrajos. El más joven, compinche del que sermoneaba, manipulaba la soga. Aparentaba unos cuarenta años de edad. No tenía abrigo. De su camisa de trabajo, marrón caqui, sin mangas, sus brazos fuertes exhibían la tensión nerviosa de los músculos mientras ejecutaba su parte en el castigo. Trabajaba ocasionalmente de jornalero en los campos aledaños. También de alambrador, oficio duro por demás. En la casa, colaboraba con las tareas propias de una pequeña producción, cría de chanchos y algo de quinta.

Cuando se incorporaba poniendo recta la espalda, parecía más macizo, y adquiría una altura significativa, que se proyectaba en una sombra mañanera, algo difusa, que lo afilaba como una daga maligna hacia una cicatriz imaginaria en el horizonte más próximo.

De rostro brutal, casi lampiño, pronunciada nariz aguileña, semejando el pico corvo de un ave de rapiña, mostraba ojos y boca pequeños, tan negros unos como la otra, algo jadeando y algo babeando por la comisura de los labios. Una lengua viscosa y ennegrecida parecía reptar por la cavidad de la boca regodeándose del sufrimiento del impúber.

Respiraba fatigado, sonando los bronquios esmerilados, como raspándose pequeños cantos rodados negros y puntudos, que hacían sonidos desaliñados, alucinantes. Al inhalar, se llevaba a los pulmones los tenues quejidos del pequeño. Al exhalar, soltaba dos manchones negros de aspecto malsano, cuervos que se descolgaban oscurecidos; aves rapaces y grotescas, que se decidían a abandonar aquella humanidad para recalar en las lastimaduras del atormentado, que se multiplicaban en rasguños bermellones algo sanguinolentos, amoratándose con el paso del tiempo y la repetición de los castigos.

Rítmico, bajaba y subía al atormentado con rigor, para aumentar el placer que le producía la contemplación del padecimiento que en las articulaciones del hombro del niño se amplificaba.

Halaba con furia, tironeaba. Crujían los ligamentos. Tiraba y frenaba, tiraba y frenaba, tiraba y frenaba, repitiendo siempre la operación tres veces, observando las contracciones del cuerpo que se retorcía padeciendo. Y cuando comenzaba el descenso del infeliz, lo detenía abruptamente también en tres oportunidades.

El de la varilla de sauce a guisa de látigo, era algo más bajo que el otro, pero de espaldas más anchas. Llevaba un amplio sacón gris oscuro, cerrado hasta el cuello y levantada las solapas protegiéndolo del frío. El pescuezo era robusto, con algo de tronco verrugoso y oscuro, y repujadas las carótidas a uno y otro lado ascendían con violencia hacia la cabeza.

Parecía vestir una camisa clerical, negra, con un falso alzacuello blanco; era un trapito a modo de cinta que envolvía engañoso el pescuezo. La camisa y alzacuello se los visualizaba con dificultad, encubiertos por las solapas del gabán subidas hasta la barbilla.

Lucía una barba crecida de un par de días, entrecana, de aspecto ciliado, que se poblaba alrededor de los labios gruesos, amarronados y con ciertos reflejos amarillos, propios de la nicotina acumulada. La nicotina amarillaba la baba que pendía de un diente todavía más amarronado.

Cruzaban su rostro arrugas profundas que el claroscuro de la temprana mañana acentuaba. Imitaban cicatrices como pardas lombrices encajadas de un lado al otro de la cara, distribuidas simétricas desde la nariz, ancha y pronunciada, hacia las orejas, que eran grandes y estaban enrojecidas. Los ojitos pequeños, eran negros puntazos, oscuros como hoyuelos negros, cercados por dos gruesas cejas también renegridas, incrustadas a puro cincel, inertes a pesar del movimiento histérico de los párpados que se batían eléctricos.

No eran ojos calmos, si pecaminosos; padecían un rasgo libidinoso que centelleaba mientras golpeaba a varillazos repetidos el cuerpito del niño atormentado.

Llevaba un pantalón marrón terroso, tinto en manchas de grasa vieja y dobladillados varias veces. Un fuerte olor a orín se desprendía de la entrepierna. Cubrían las botamangas algo de los zapatones negros, embarrados.

  • ¡Arrepentite! Mal sano, hijo desviado. ¡Pervertido! –Exclamaba extraviado. Y cuando la oración había sido pronunciada, un eco de la voz del otro hombre, repetía acompasando la reprimenda. Un azote con la varilla del sauce sonaba entonces contra la humanidad del castigado.
  • ¡Arrepentite! Mal sano, hijo desviado. ¡Pervertido!
  • ¡No te vestirás como mujer! –Silabeaba la frase, como un cantábile, el que llevaba como traje de sacerdote y oficiaba de verdugo sin clemencia.
  • ¡No te vestirás como mujer! –Replicaba el fornido de brazos descubiertos, que halaba tres veces riguroso. Y sonaba un mimbrazo que hacía doler hasta las lágrimas.
  • ¡Ni imitarás sus costumbres! –Gritaba Eleuterio, así se llamaba el del látigo, al tiempo que descargaba el azote.
  • ¡Ni imitarás sus costumbres! –Gritaba Dionisio, hermano del verdugo, ajustando las sogas.
  • Si te arrepentís de tus obscenidades, Dios abrirá su corazón para tu salvación. Y llevado por la oración, al final de tu vida pecaminosa serás perdonado…
  • Si te arrepentís de tus obscenidades, Dios abrirá su corazón para tu salvación. Y llevado por la oración, al final de tu vida pecaminosa serás perdonado…
  • ¡No te acostarás con varón como los que se acuestan con mujer! ¡Es una abominación! ¡Es una abominación! ¡Es una abominación!
  • Traje un varón al mundo y no mujer. –Vara y vara y vara, enjuagaba la corteza machucada el suerito que la herida repetida, exhalaba llorosa.
  • Trajo un varón al mundo y no mujer. –Halaba, halaba y halaba, encaramando al infortunado hacia un nuevo escalón de la desdicha.
  • Se vestirá como un varón y no como mujer. –Vara y vara y vara, se coloreaba en sangre tornasolando su aspecto.
  • Se vestirá como varón y no como mujer. –Descolgaba el cancerbero tres instantes fatales, apañuscando los brutos ligamientos que en las muñecas se incrustaban hasta el tuétano.
  • No tentará a su familia con el sexo. –Y al decir sexo, se enjuagaba la boca con su propia lengua, jadeando, y sintiendo desde adentro un aroma a esperma con boñiga.
  • ¡No! ¡No! y ¡No! No me tentará con el sexo como lo hace cada noche perverso y poseído.
  • Huye de la fornicación. ¡Niño perverso! ¡Huye! –Vara y vara y vara, se descolgaban los golpes de arriba abajo, hasta la coyuntura de la propia cadera.
  • ¡Huye de la fornicación! ¡Niño perverso! Líbrame del mal, Todopoderoso.
  • Todo otro pecado que el hombre cometa está fuera de su cuerpo. Pero el que practica la fornicación, el que practica la fornicación, –dijo alzando hacia el cielo el índice de su mano izquierda– peca contra su propio cuerpo.
  • El que practica la fornicación peca contra su propio cuerpo. –Repitió Dionisio, quien siguió con la mirada el punto que señalaba el dedo índice de su hermano, allí en las alturas celestiales.
  • Escucha la enseñanza ¡sodomita!: Levítico 18:22… –Volvió al grito el padre exaltado en la oratoria, saliendo nuevamente del momentáneo reposo en el que había entrado.
  • Escucha la enseñanza ¡sodomita!: Levítico 18:22… –Repitió el hermano.
  • ¡Recordá!… varón indecente. –Al decir del varón indecente, el padre Eleuterio flexionó brevemente la rodilla derecha hasta el suelo, con el torso erguido, como si en verdad estuviera frente al crucifijo que invocaba como mandante de los repetidos tormentos.
  • ¡Recordá!… varón indecente. –Imitaba el otro la genuflexión.
  • ¡Escuchá la voz de Dios!
  • ¡Escuchá la voz de Dios!
  • ¡Hacete hombre, perverso! –Y al reclamar masculinidad al impúber vapuleado, exageraba la flexión de su rodilla casi hasta tocar el suelo, incluso con fuerza desmedida, ya volcado casi al extremo su torso. Si hasta daba la sensación que podría irse de bruces al suelo, tal si venerara ante un altar sagrado a un dios inmolador como ninguno.
  • ¡Hacete hombre, perverso! –Repitió patético Dionisio quien, llevado del discurso encendido del hermano, tironeó desmedido de la soga, oscilando incesante al niño que a esa altura parecía muerto.
  • El Dios misericordioso dejará de maldecirte por tu espíritu desviado y te regocijará llenándote de su amor misericordioso. –Volvió a azotar, esta vez con mayor fuerza, el cuerpo del impúber al terminar la oración. Cuando manó profusa sangre de las heridas, detuvo el castigo.
  • Levítico 18:22. –Exclamó el padre, sosegando el discurso.
  • Levítico 18:22. –Repitió mecánicamente el hermano.
  • Y dijo Dios a quien quisiera oírlo: “Y no debes acostarte con un varón igual a como te acuestas con una mujer. Es cosa detestable”. “Den muerte a todos sus malos deseos; no tengan relaciones sexuales prohibidas, dominen sus malos deseos”.
  • Den muerte, den muerte, den muerte. –Se oyó repetitivo un bisbiseo imperativo en boca de ambos.
  • Den muerte, den muerte, den muerte.
  • Mateo 5:29: Y si tu ojo derecho te es ocasión de pecar, arráncalo y échalo de ti; porque te es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. – Y agregó. – Mateo 5.30: Y si tu mano derecha te es ocasión de pecar, córtala y échala de ti; porque te es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo vaya al infierno.
  • Esta será tu nueva morada. –Dijo Eleuterio sin mirar a la niña. Y Acacia se acomodó en un rincón del galpón sin comprender cuál había sido su pecado y menos, cuál era su porvenir. Hacía frío y el viento hollaba en todas direcciones.
  • ¿Así que la puta de Acacia estaba metida adentro tuyo y por eso no lo veíamos más? –Dijo, excitado, babeante–. Yo suponía este hechizo, trabajo de brujería. ¡Yo sabía! ¡Pendeja puta y bruja! ¡En esta casa de Dios! ¡Qué hija de puta! Pero no te me vas a volver a escapar, pendeja de mierda. ¡Ahora vas a saber lo que es un hombre de verdad! Nada de andar cogiendo con peones roñosos. –Y violó al niño, aterrorizado, a quien le cubrió la cabeza con un vestido blanco que estaba dentro de la vieja valija. Así cubierto, parecía un cuerpecito degollado.
  • “Den muerte a todos sus malos deseos; no tengan relaciones sexuales prohibidas, dominen sus malos deseos”. Es palabra de Dios. –Dijo Dionisio.
  • Palabra de Dios. –Repitió Eleuterio.
  • Amen. –Dijeron los tres, al tiempo que se persignaban repetidas veces.
  • Yo sé que soy descartable… –Siempre repetía Abigaíl pulsando su infortunio, más convencida de su destino cuando leía la impúdica frase sobre las sirvientas.
  • Desde el día que me violó mi tío en ese galpón de mierda, supe que me había vuelto descartable. –Le dijo a Bado con tono tan mesurado como seguro, esa tarde-noche de larga tertulia en que este la conoció por una ocurrencia de Marlene. “Este es el amorcito del que te hablé”, le dijo a Bado, quien quedó pasmado ante la figura de Abigaíl. Nunca acordaron encontrarse. Pero a Marlene la intimaron a cumplir con la orden que le transmitió su contacto.
  • Como vos, ella quiere acabar con ese hijo de puta. –Ofreció Marlene compartir una venganza propicia. Bado rechazó de plano la oferta. Pero eso no tenía importancia. “Pérez y Pérez” quería que la oferta se hiciera. El muchacho debería elevarla a sus superiores, así treparía, ascendente. Y quería la foto de la reunión. Con eso tenía bastante.
  • Jamás pasés esta puerta. Ni se te ocurra entrar en la casa. Yo me doy cuenta hasta del menor de los intentos de transgredir una orden mía. –Dijo amenazante en la primera oportunidad en que estuvieron juntos. Describió en su amenaza con aires de broma, distintos tipos de tormentos a quien se atreviera a no cumplir su mandato. Avisó en detalle de lo inconveniente que era no respetar la orden. “El que avisa no traiciona”, terminó ladino su amonestación. Abigaíl sabía que bastaba un chasquido de sus dedos para que un grupo de matones la asesinara y se deshiciera de su cadáver sin dejar el menor rastro. A pura dentellada. Como a un pollo inútil de plumas alborotadas. Para colmo ¿quién lloraría a una humanidad descartable? ¿Quién lloraría a un pollo de carnecitas descartables, insignificantes?

El sermoneador alzaba la vista y miraba desde su distancia psicótica al flagelado. Anunciaba prometedor sanaciones increíbles.

Y por si el niño atormentado no había escuchado la promesa, repitió el otro martirizador la bíblica oración condenatoria.

Los torturadores, glorificando el castigo, daban vueltas alrededor del árbol amargo. El que azotaba con la larga varilla de sauce el cuerpecito, y el que halaba tres veces la soga y la soltaba también tres veces para satisfacer el martirio, se esmeraban en prolongar la flagelación purificadora. Al sufrido, el borde escaso de un rayo de sol le pintaba un nimbo que lo beatificaba, como a todos los mártires, mientras flameaba funesto en aquella altura.

En un instante, sin aparente razón, suspendieron taciturnos sus actos angustiados y observaron al niño pendulando, de quien manaba sangre del costado sonando un raro ruido, un resuello amargo, un vago temblor, anuncio de un acontecimiento terminal, significante.

Quedaron expectantes, sin mediar arrepentimiento, masticando una oscuridad en polvareda, que llegaba de un fondo desconocido hasta el inquisitorio aquel, llevada por el viento arrebatado, humedecido en el río por si acaso.

Los ojos de los hombres se volvieron abyectos, pedernosos; perecían haberse vaciado de todo sentimiento. Miraban a un punto indefinido en el indefinido rasgo que era el horizonte decolorado.

Tal vez absortos en el recuerdo del sermón urente y castigador que fluía de la boca ensalivada –que manaba en gotones amarillados de pura nicotina renovada–, el flagelador y el compinche que sostenía la soga, acompañaban con raros balanceos de sus cuerpos, un recitado inaudible, una murmuración entre leves movimientos de sus cabezas cuadradas y mugrosas, celebrando espasmódicos nuevas invocaciones de arrepentimientos a dioses crispados que no alcanzaban nunca a saciar sus hambres de venganzas. Murmuraban penalidades amargas, perennes, inolvidables. El niño fatigaba un descanso breve que resultaba inútil para recuperar al menos el aliento antes de un nuevo desmayo.

Tan de repente como el silencio espurio suspendió ese momento, un alarido del que sermoneaba sonó repentino, iracundo y con energía fatal, irrumpiendo feroz el instante suspenso que duró una lágrima apenas, taciturna. Gritó violento, con voz metalosa, inmisericorde. El grito despabiló al sufriente, sodomizado, quien volvió de su desmayo aliviador, como a quien vuelven arrojar con pie desnudo, a andar sobre unas brazas del tamaño brutal de unos pomelos.

Cada exclamación se siguió de un latigazo, de vara de sauce, sangrada, que hacía de escalpelo enfermo, a lo bruto, cortajeando la piel abatida.

Y el acompañante redundó monocorde:

— ¡No te acostarás con varón como los que se acuestan con mujer! ¡Es una abominación! ¡Es una abominación! ¡Es una abominación! –Tres veces repitió como halaba o cedía tres veces la soga del tormento.

Luego, llevados por esa posesión, los dos hombres unieron sus voces en el panegírico cruel. Uno decía con enjundia, y el otro replicaba aún más poseso. A la primera voz querellante, la segunda le hacía un eco imperativo.

Eleuterio dejó de girar alrededor del niño suspenso. Quedó frente a él, mirando el conjunto enmarañado de heridas que cruzaban la espalda en todas direcciones. Con voz más calma, con aire pedagógico, retomó el soliloquio, indiferente.

El griterío de cada oración condenatoria se repitió siempre dos veces, como si al duplicar los reclamos, el martirio consumara su crueldad a extremos, y mutara a una especie de imprecación para espantar los desvíos de los mandamientos bíblicos que los hombres achacaban al infante.

Cuando descendieron el cuerpito soltando las ataduras, dejaron al niño por largo tiempo tirado al pie del gran árbol de paseo que creció frondoso en los fondos temidos de la propiedad.

El que llevaba ropa como disfraz de sacerdote, tal vez llevado de alguna preocupación, lo tapó con un mantón sucio. El niño yació desfallecido durante más de un día. Solo un conjuro milagrero, no lo mató con la helada madrugadora en esa oportunidad.

Gavino, antes del desmayo, mientras lo descolgaban, sintió por un instante que estaba muerto, pero que Dios empedernido no lo dejaba entrar al cielo constelado, obligándolo a permanecer en ese campo donde solo sufría castigos inhumanos, aporreos quebrantahuesos y laceraciones. A su edad y en su condición, no tenía ninguna posibilidad de evaluar a Dios en sus conductas. Si había un Dios supremo, de seguro había desertado en aquellas porciones de llanura, propiedad de una humanidad extraviada y que lo permanecía colgando y colgando y colgando, del enorme árbol al fondo del rancho destartalado. Y a sus pies, impertérrito, en los portentos de sus raíces, algo de sepulcro cotidiano sobre los que descansaba luego de cada azotaina.

Para Gavino la soledad, alucinando, los párpados cerrados como con furia, la boca clausurada hasta de palabrotas, y orinándose a más no poder del miedo que lo atropellaba como un caballo espantado. Para Gavino la soledad, y esos hombres brutales y esa mujer, también hombruna, abyecta que miraba a través de una ventana rota, un vago horizonte sin porvenires.

En el cielo de sus delirios bajo el árbol copioso, vio una niña degollada, tinta en suturas de sangre hasta los pies, quien solícita le tendía una mano roja como una rosa sublime. La mano era una rosa de un rojo llameante, de cielo flamígero y arrebolado, y el gesto de sus dedos decía del juvenil clamor melancólico, expectante, desprovista de engaños, de segundas intenciones.

La rosa era la mano de consuelo puro; apetalados los dedos y fragantes de incendios exterminadores, propiciaban castigos a los infelices de los brutos tormentos, y tanteaban el fondo de los sinsabores y proponían un sentimiento acogedor, purificante para la víctima. Hasta entonces, Gavino, no había conocido ese sentimiento de redención.

La imagen de la niña era la suya propia. Un espejo que miraba otro espejo, repitiéndose a sí mismo, infinitamente. Compartían el rostro hasta en el detalle. Se espejeaban uno al otro. Sombra de espejos, luces de espejos, memorias de espejos.

La fantasmal figura que fulguraba, atemperó los dolores y escandalizó su imaginación. Daba una caricia de palomo, roces emplumados de calma chicha, dichosa. Aún desmayado, por primera vez en mucho tiempo, tuvo hasta cierta conformidad a pesar del dolor de las heridas.

Al despertar, los padecimientos se atropellaron unos a otros, multiplicando el martirio por mucho tiempo. Una migraña carnívora devoró su cerebro amortajado y eliminó los sueños subversivos. Los padecimientos retornaron de su viaje en tropel para hacer sentir su perdurabilidad y consistencia. Así lo anoticiaron que no estaba muerto. La muerte sería esa noche aciaga, cuando flotaría cayendo-cayendo, desde las alturas competentes de un noveno piso.

La imagen de la niña era la de su hermana. Gavino supo de su existencia mucho tiempo después de haber huido del rancho. Fue Marlene quien la informó una tarde de intimidades, cuando habló de ese pasado desconocido.

La foto de Acacia parecía la propia. Marlene la encontró en un sobre de Marian guardado en un roperito del burdel. Tal vez Marian los dejó así, sin mucha reserva para que la propia Abigaíl en alguna oportunidad la encontrara por accidente. Pero fue la pequeña Marlene quien se topó con el hallazgo revelador.

Eran recortes de un periódico pueblerino, impreso el retrato de una niña que era el retrato mismo de Abigaíl, su mismo rostro, ese que descifró entre espejos que se miraban unos a otros en aquel ensueño consolador.

Con la foto impresa en el periódico, sobre su mano blanca, sin mirar a ningún misterio, vio el reflejo de sí mismo pero construido en un tiempo muy anterior a su propio nacimiento. Cuando se reconoció en la muchacha, lloró desconsolado. Hacía tiempo que no sabía llorar, desde que los costrones del dolor se escabulleron bajo la piel que se había acuareleado cuan fina porcelana simplemente encantada.

Fue ese parecido crucial con la hermana muerta la que indujo a uno de sus torturadores, Eleuterio, a la sospecha segura de que el niño estaba poseído por el alma perturbada de la pequeña Acacia. Y en esa posesión maligna explicó el raro gusto, para él, del niño por vestirse como mujer, usando las ropas de la muchacha muerta.

La aberración de esa muerte temprana, creía Eleuterio, había sido replicada con la aberración de un niño-mujer que venía a atormentar los días de la familia para privarla de la paz, la tranquilidad y el goce de los frutos del trabajo rudo en el campo. Al final esos dos hijos, habían sido una calamidad inmanejable para esos tres adultos que atribuían sus perversiones a las inconveniencias de una niña impudente y un hermano travestido.

Hasta la desaparición de Acacia los desenfrenos estaban comprimidos y ocultos en rincones temidos de esas psiquis corruptas.

La niña, al crecer, dejó de parecer niña y asomó como mujer, provocando lascivia en los varones adultos. Las breves faldas descifraban unas bragas blancas que transparentaban los repliegues de un sexo que despuntaba en vellos acaramelados. El surco del sexo se pintaba excitante al ojo de los hombres aquellos.

Los varones dejaron, definitivamente, de mirarla como infanta. Incluso Eleuterio sufrió esta embriaguez que lo atormentaba en las noches, y daba tumbos en un catre donde se acovachaba desde que Ambrosia lo echó de la cama hacía bastante tiempo.

Mientras se masturbaba extraviado, sentía del pubis de la niña el olor furtivo que lúdico jugueteaba mordisqueando frenético los bordes sinuosos de su nariz rugosa.

Descifraban los hombres sus pequeños senos, mitades de cúpulas de suculentas redondeces, lubricadas de mieles lloradas de a gotones, tan firmes y propias de la primera pubertad, que invitaban a dar rienda suelta a las manos curiosas de la muchachada en celo. Esperaban la oportunidad para apropiarse de ese insinuante cuerpo de amazona para desvirgarlo.

Cuando menstruó por primera vez, la situación se volvió incontrolable. Eleuterio fumando un cigarrito sintió que el fósil bruto de la pederastia conmovía infinito sus rústicos testículos latentes.

¿Cómo alejar la tentación de aquella casa? ¿Cómo alejar ese exabrupto de sexo impermitido que invitaba a su esperma envenenado de óxidos corrosivos, prestos a cometer semejante abominación condenatoria? Desde antes que Moisés ordenara diez veces a los idólatras, separaron sus sexos los padres de las hijas, las madres de los hijos. Eleuterio buscó en el Mateo el consuelo. Dijo extraviado:

Así se hizo. Siguiendo la palabra del Mateo, Eleuterio, una madrugada, sacó a la niña de la cama y la llevó hasta el cobertizo de mala muerte. Con ella, cargó en una vieja valija las ropas y pertenencias de Acacia. Nunca dejó de oler ese perfume a clítoris lubricado que celebraba la juventud desfachatadamente.

Ambrosia nunca preguntó por su hija. Se limitó a mirar a través de la desvencijada ventana, bebiendo un tazón humeante de mate cocido.

Su marido, sin que nadie interrogara sobre la ausencia, la justificó diciendo que, con seguridad, se había marchado con algún paisano porque estaba claro que ya tenía el diablo entre las piernas que es por donde el pecado entra en las mujeres. Su primera sangre así la denunciaba.

Y Dionisio lamentó el suceso de la huida (aunque desconfió siempre del relato); él estaba convencido que el derecho de pernada lo asistía.

Nunca se volvió a saber de Acacia. De ese asunto, se dijo, no se ha de hablar más. Así el silencio se apropió de su pasada existencia.

Cuando los vecinos, bastante tiempo después, preguntaron por la niña, recibieron insultos y hasta alguna golpiza por entrometidos. De ese modo espantaron a los del vecindario, quienes rara vez volvieron a aproximarse a aquel rancho decadente. Los tres habitantes de la tapera, gritaban que algún hombre del pueblo se la había llevado para desflorarla y no había vuelto más. En el boliche, el chisme soez y la burla depravada, hicieron eco suficiente, disimulando la ausencia de la muchacha con historias inventadas por calenturientos.

Como era común que trabajadores golondrinas pasaran por el lugar de cosecha en cosecha, no faltó quien atribuyó a algunos de ellos el rapto nupcial con la bella y virgen muchacha.

Gavino, cuando encontró la valija con los ajuares de la niña, no sospechó a quién podrían pertenecer. En su imaginación infantil, creyó encontrar un raro tesoro, que tal vez hubiera pertenecido a una vieja y adinerada pariente en línea ascendente, de esas que debieron existir allá lejos y hacía tiempo, pero de las que él nunca supo sus historias.

Fue una tarde, de verano, extraña. El calor abrumaba con sus soles vertiéndose en las cañadas que evaporaban sus humedades hediendo a barro viejo.

Gavino jugaba en el cuartucho apartado que servía para depositar trastos inútiles. Una especie de reducido galpón de poco uso en los fondos de la propiedad. Luego del precario cobertizo, venía la arboleda de paraísos que se agigantaban año a año.

Encontró esa vieja valija familiar arrumbada en un rincón. Adentro, con esmero, estaban guardadas diferentes ropas de niña. Envueltas en papel blanco, cada una llevaba un minúsculo jaboncito de tocador, por cierto, ya reseco, que habría perfumado los ajuares con elegancia. Cada paquete, a su vez, estaba envasado en bolsas de nylon muy viejas, que conservaban todavía algunas letras de las tiendas a las que promocionaban.

Gavino se encontró a gusto con el hallazgo. La primera vez que usó alguna de las ropas de la niña desconocida, solo se limitó a un gorro, alguna mantilla, nada que le llevara más que un instante deshacerse de ella.

Luego, conociendo el sueño pesado de los mayores, decidió mudar toda su indumentaria por las otras, y transformarse. La mutación no se limitó a lo exterior.

Consiguió un espejito que supo robar de las pertenencias de su madre, probablemente herencia de la suya, quien le había legado unas cuantas chucherías sin valor alguno, antes de su muerte, en el modesto hospital de la zona.

A medida que pasaron los días, Gavino puso más encomio en la metamorfosis. No se limitó a disfrazarse usando esas ropitas sobre las propias. No. Se desnudaba y casi con ceremonia, iba vistiéndose con aquellas, cuidadosamente. Hubo un momento que adquirió hasta aspecto de muñeca. Esmirriado, la piel de tono ocre con brillos de marfiles, de facciones maravillosas, delicadas, la nariz pequeña y respingada, primorosas las pequeñas orejas, y su boca, como una pincelada, roja carmesí, purísima. Los ojos eran de color verde esmeralda, cristalinos, cautivadores. Un extraño no hubiese podido advertir que se trataba de un niño, por el contrario, hubiese tenido la segura impresión que estaba ante una de las más bellas niñas que se le hubiesen presentado en su vida. La mismísima Acacia, de vuelta al poblado, vaya a saber de dónde.

Nunca advirtió que su tío lo contemplaba a través de una rendija abierta entre las tablas que formaban las paredes del barracón. Tal vez lo hizo por una semana o dos semanas, difícil saberlo. Acompasó los cambios que lucía el niño, que apenas iluminado por la leve luz que lograba filtrarse a través de los tablones, adquiría esa apariencia erotizante, la misma que Acacia mostraba al pararse a contraluz en la puerta del rancho, para que se descifrara su entrepierna jugosa.

Fue una tarde, fatal, indescriptible, fálica e inesperada. El hombrón entro desabrochando su cinturón; avanzó contra el niño mientras dejaba caer sus pantalones. Dionisio agarró del pescuezo a Gavino, que no podía zafar de esas tenazas que eran las rudas manos de su tío. Le arrancó la ropa de un tirón. Arrojó al niño al piso y le puso un pie enorme encima suyo. Dejó caer sus calzones negros de mugre y orinados. Su miembro erecto parecía una daga.

Gavino permaneció inmóvil, como suspendido en el tiempo, aprisionado entre el pie gigante y el piso terroso del cuartucho roñoso. La tierra se le pegaba en los labios y comía esa pasta apelmazada a pisotones.

Mientras desvirgaba al niño, se convenció que en realidad estaba desflorando a la niña fugada, que se había apropiado de ese cuerpo para retornar de la ausencia y azuzarlo.

Gavino no pudo gritar. No hubiera podido hacerlo. Contra el piso de tierra, en su boca se estrujaban unas palabras pequeñas, lastimosas, por la presión del enorme cuerpo del hombre aquel que lo sodomizaba.

Cuando Dionisio acabo, dejó al niño allí tirado, como un muñeco embarrado, en llanto, a quien una sangre le caía por los muslos. De vuelta a la casa, el hombre inventó una historia macabra contra el pequeño, al que señaló como poseso por el alma pervertida de la muchacha pecadora que, desde un lugar inimaginable, espeluznante, gobernaba a los hombres como a piojos.

El padre consideró ciertas las revelaciones que su hermano le hizo sobre las verdaderas razones de las ambigüedades de su hijo, de las que Dionisio lo puso al tanto a la ligera, una tarde cercana, casi como en broma.

Se convenció de que la niña con sus embelesos (aquella madrugada en que se disponía a acatar al Mateo), podría haber burlado su destino y escapado su espíritu furtivo de sus cerrojos terrosos y profundos, para malograr a la familia. Dudó si, desde una lejanía incomprensible, Acacia infectó al muchacho con su sexualidad, para acosar a los hombres que sucumbían ante su eléctrica libido. ¿No había cumplido el consejo de Mateo, cuando arreó a la niña a su morada definitiva? ¿Acaso cometió un error del que no tenía conciencia?

Dionisio agregó incriminador que el muchacho, y a través de él la fugitiva, lo obligaban a sostener relaciones contrariando los preceptos divinos. Se justificó señalando que podía reconocer esa fuerza superior a su voluntad, y que se hallaba indemne ante ese sortilegio crucial que le impedía resistir deseándolo con la fuerza más poderosa de su corazón. Acacia bajo la piel del niño, era como un demonio, posesivo, ante le cuál el hombre quedaba reducido a un autómata.

Reclamó a Eleuterio el martirio como modo de expiación, hasta el sacrificio supremo, de ser necesario, para desalojar al pecado de aquella casa, hasta entonces, bendita por Dios.

Desde entonces, el hombre abusó del niño las veces que se le placía, justificándose en los supuestos poderes maléficos del infante poseso.

El padre, por su parte, se encomendó en la oración, y aceptó que la perversión provenía del niño, embrujado por la fugitiva hermana. Al final de cuentas, tuvo que aceptar que en Gavino convivían dos espíritus, el del niño, intrascendente, y el de la niña, gobernando hasta la anatomía del imberbe, para martirizar a un pobre hombre como era su hermano.

Cuando Gavino era abusado, el padre fisgoneaba por un agujero que había realizado en su habitación, con un escoplo que tenía arrumbado en el mismo gallinero. Evaluaba si aquella degradación resultaba útil para exorcizar y devolver la masculinidad a su afeminado hijo, para liberar al niño de la posesión. Esperaba ver expulsar el espíritu de Acacia por su boca.

Los abusos se repitieron, pero los resultados, a su parecer, no eran los que esperaba. Gavino no respondía nunca si ya no deseaba vestirse de mujer, y con medias palabras que no comprendía, se lo interrogaba sobre el alma perversa de una muchacha ausente. Pero él no podía hablar. Nunca lo hubiera podido hacer. Las palabras se escondían en su lengua, aferradas hasta el fondo de la garganta temblorosa. Las palabras se escondían bajo la lengua, y él debajo del silencio que lo comprometía, y el silencio debajo de un dolor imperturbable. Atolladas allí las palabras, se precipitaban en definitiva a un abismo vitalicio, que maceraba el odio como un amargo vino en un fúnebre odre. El odio se haría filo y el filo, cuchilla.

Si para los adultos, el triunfo del pecado parecía irreversible, para Gavino, disturbios de tristezas y cóleras se duplicaban a la espera del momento oportuno. Ya llegarían al trote roto bajo el caliente aliento de un verano precoz. Mancomunados los tumultos, cavarían una doble tumba, póstuma, sospechada de todo pecado, atroz, en un rincón reconocido de la hectárea familiar, bajo el cobertizo de los chapones semejantes, llenos de cráteres abiertos a pura granizada, a la vera de unos árboles hercúleos que aguijoneaban al cielo naranja tumefacto de hilos violetas como asombrosas venas.

Los ásperos sonidos de los abusos que llegaban hasta donde la madre permanecía sentada, mirando hacia un punto fijo, solo la impulsaban a ponerse de pie y dirigirse siempre a la misma ventana, para mirar través de ella, en dirección a un horizonte imaginario, cuando la oscuridad de la noche gobernaba imbatible. Bebía su mate cocido en un tazón humeante, indiferente.

VII

Ahora las sirvientas, a la cocina

Abigaíl caminaba entre vapores tácitos y sagaces. Eran vapores lúbricos que caían verticales desde los diminutos senos a la cadera y de allí a la juntura de la ingle. Se dirigía al departamento de Podestá, a quien se lo presentaron con el pomposo nombre de coronel Don Arancibia López Huidobro. El hombre-coronel que la puso a su servicio, placeres incluidos en la propuesta que “Pérez y Pérez” le hizo oportuno.

Irradiaba esa luz propia que le pertenecía y casi desvestía, transparentando hasta su sombra constelada, y a su paso, los caminantes se paraban timoratos a observar la figura incolora que les despabilaba la lágrima de amores imposibles, cariciosa.

A medida que avanzaba, parecía cargarse de síntomas de acariciamientos, pero eran apenas suspicacias de mirones escrupulosos que equivocaban el sentido de las cosas. No eran acariciamientos, eran venganzas que esperaban el momento de su consumación. A veces los deseos engañan a los sentidos y derivan en falsas suposiciones.

Sus piernas largas, su pelvis armoniosa y sus senos como dos sutiles pinceladas, hacían naufragar las miradas de aquellos que sí se animaban a asomarse seducidos, al océano de sexos cóncavos que imaginaban. Acompañaba la cadencia erótica de su andar, acentuada por sus zapatos de taco aguja altos, altísimos, exagerados, con el movimiento de sus juncosos brazos, envueltos en gasa transparente, que terminaban en esas delgadas manos de dedos de pecados. Manos y antebrazos enfundados en guantes largos y delicados, blancos como el vestido, como la capelina, que escondían las preciosuras de su anatomía que divulgaba delicados músculos y lanceolados huesos.

Contrariando los órdenes del esclavizador, se pintó las uñas de rojo carmesí, rojo de sangres frescas y surgentes. Rojo premonitorio del último instante, obnubilado e inerme, del ronco estertor del que cuelga un hilo de vida apenas hilo hasta cortarse, abriéndose y cerrándose aherrojado el pulmón comatoso, abandonado al designio de un supuesto dios que todo lo sabe y todo lo decide.

Avanzaba con la cabeza inclinada mirando hacia abajo, con su gran capellina que parecía una cordial aureola que escondía su rostro. Un cabello rubio de oro caía sobre las redondeces de los hombros de fruta, que brillaban apenas, húmedos y sabrosos.

Llevaba una cartera de tamaño mediano, que le regaló el hombre-coronel a la vuelta de un otoño-invierno de fracasos. El bolso oscilaba y acompañaba indiferente el paso elegante de su andar.

Justo ese día, el último, el de la muerte en dosis exageradas de “Juana de Arco” en puro estado líquido, evocaba ese otro de sueños descorazonados, sueños encadenados una al otro, donde los muertos desfilaban estupefactos, haciendo sus reclamos impacientes. Tal vez la muerte con plena aflicción desesperaba de aquellos, y esperaba implacable que esta personita redimiera en un algo aquellas injusticias resonantes.

Abigaíl no recordaba por qué ese día de revelaciones fue a lo de su amante asignado. Siempre se comunicaba él, que era quien decidía los encuentros y las despedidas. ¿Reclamó su presencia, jadeante, lúdico, procaz, masturbador? No podía afirmarlo. Sus conductas siempre se repetían sistémicas. Por eso cada encuentro se parecía al anterior y este al anterior y así hasta perderse en aquella noche de cena de bocados extravagantes de un amigo común, donde se conocieron champagne de por medio. Justo allí donde propuso “Pérez y Pérez” luego de una orden terminante que impartió a Marian, quien debió convencer a un avezado político que solo aceptó el trueque, cuando contó sobre seguro con la entrepierna de la madama, entrepierna que anhelaba tanto como al dinero. Fue la noche que Abigaíl contradijo a Schiller, solfeando a Lorca. Recitando versos que, como cangrejos, atenazaron la libido de sepulcros que le ardía la entrepierna al hombre-coronel inflamado en bruto de deseos hoscos. Absurdo. Loco. Desesperado. Cruel.

Se esforzaba en rastrear en los recuerdos un indicio de la convocatoria, pero así y todo resultaba infructuoso. La rutina se imponía irrefutable. Salvo esa noche en que “Juana de Arco” cumplió su cometido de liquidar al infiel.

Sí recordaba que caminó al tuntún hasta la puerta del edificio y entró como llevada de la mano, el brazo, la cadera, el tobillo, por una muerte tunante que se bebía las vidas de los comunes como si nada. La empujaba por la espalda, impertinente.

También, que vio a un Caronte urbano doblando la esquina de una calle de la que no sabía el nombre, gélido, imperturbable, degustar de a una las tumbas alineadas primorosamente desde entonces en el corazón de Balvanera.

De Jean Jaures hasta Jujuy, los espíritus en batallón de espectros lúgubres, cargados de atmósfera atroz tan coléricos de melancolías, iban del santuario al andén número dos, para insistir que Abigaíl los cargase por un rato de amor y suavidades, de consuelos, tan necesarios para los sorprendidos de golpe por los dolores de las muertes a repetición. Se hacían banderas, y multicolores y musicantes, y convocaban libertadores a una infinita e implacable cruzada contra los corruptos. No aceptaban que la terminal mutara su cáscara cementosa a la de una catedral de enlutamientos a pocos metros del santuario que surgió en respuesta de tantos mutismos interesados.

Siguió esa visión ya estando en la modesta cama con el hombre, sin sucumbir ni un ápice a su eyaculación atroz, purulenta, hiriente. Recordaba que se durmió profundamente para soñar no un sueño erótico, sino esas muertes luego que el hombre-coronel abandonara su cuerpo.

Desde entonces sentía esos fantasmas penantes rondar sus lagrimales; eran espíritus que la convocaban y se colgaban de sus caderas bamboleantes, de vaivenes sensuales y gimnastas correveidiles hasta el sexo indiferente, rumbo al momento sublime de la propia muerte. Incluso, en ciertas oportunidades, sentía la necesidad de correrse hasta el santuario de las calles Mitre y Ecuador, y mirar las zapatillas colgantes –que amenazaban desenrollarse de sus alturas para buscar consuelo–, para llorar como si todos los muertos le pertenecieran. Cuando eso ocurría, sentía que una zurra brutal la desencajaba hasta el agotamiento.

Como todas las veces cuando el hombre-coronel acababa, en aquella oportunidad de ensueños sepulcrales, abandonó la cama sin aviso previo. Se levantó y se fue. Desapareció desnudo pasando de la habitación de servicio a la cocina comedor. Llevado de su celo, tal su costumbre, cerró con llave la puerta. Luego se escuchó el desliz del pasador de hierro. No le dirigía una sola palabra. Siempre se comportaba, al terminar, como si no existiera; como si allí estuviera una persona sorda, ciega, muda, sin tacto y sin olfato: acaso una figura de porcelana fría, una invención en hielo ideal, vicioso, calavérico. Reducía esa humanidad a un crudo juguete rellenado de voces y palabras de puro compromiso. Un elemento desechable. Una glándula apetecible, a la intemperie del amor verdadero.

El hombre-coronel, en ciertas oportunidades, disfrutaba disfrazar a Abigaíl. Cada tanto, descolgaba de su ropero uno de los finos vestidos que compraba por internet en altas casas de costura, y se lo hacía lucir para su satisfacción en aquel cuartucho de servicio. En ocasiones, le daba también un par de exquisitos zapatos que se combinaban de manera perfecta con la ropa. Luego, la obligaba a desvestirse y devolverlo. Abigaíl nunca pudo establecer por qué en ciertas oportunidades, y no otras, le ordenaba vestirse con esas suntuosidades, para luego reclamarle violento las devolviera. En un santiamén, de princesa a zapallo, sin mediar explicación alguna, como la que incluso asistía a Cenicienta, en el cuento de Perrault. Le retiraba la ropa y el calzado, y le señalaba la torpe inscripción en el revés de la puerta del roperito.

Bado balbuceó unas palabras que no impidieron que las dos se sentaran a su mesa. “Nunca arreglamos este encuentro”, dijo malhumorado, sin que eso impidiera que sus visitantes actuaran como si no hubiera pronunciado palabra. El coro repitió unos lamentos que Bado distrajo sin desearlo.

Se sentaron, Marlene a su derecha, Abigaíl a su frente, tocando con sus largas y sensuales piernas las musculosas del muchacho. En yunta le desmenuzaron las ideas y las emociones, y estas últimas fueron decisivas en ese encuentro no pactado.

No era una armada de temer aquella. Tres náufragos, apenas. Un muchacho perdido en Buenos Aires, al que un coro no alcanzaba a protegerlo de monstruos embriagados de beber sangre. Una niña que proclamaba sus drogas en ofertas curiosas, sumisa en una red de tratas, y quien se presentaba como “descartable”, alertando sobre su propio final, mientras recordaba en voz alta una violación en plena infancia. Bado estaba advertido de cómo se presentaban al mundo de los comunes los “liquidables”. Pero en muchas ocasiones las advertencias son livianas como las plumas.

“Descartable” sonaba terminal en boca del “amorcito”, aquel, allí presente. “¡Descartable! ¡Descartable!”. Repetía. Apenas un brebaje de células latentes; una espuma de sangres despreciables; unas pocas palabras de exterminios. Tan solo eso. Casi sin humanidad. Un dato errado de una anatomía extraña. De nombre Abigaíl, nombre de escalofríos de solo suponerlo en su caída final, crujiendo huesos en el impacto asesino en una noche ajena en Barrancas de Belgrano.

Y Bado escuchó como ella parecía describir los tiempos por venir. Tal vez reconociera con anticipación el último instante en que sus ojos verían el cielo, la flor, el rostro de alguien muriendo a las patadas (un amor imposible, negado desde el vamos), la nada singular que devuelve el reposo después de una vida de humillaciones. Cayendo-cayendo, frágil, agonizante, como un anuncio sesgado a durísima pedrada, aleve, redentora, hacia la vereda nómada que escurría sus durezas hacia el borde macizo de la calle, donde la sangre se amontonó fosforescente e inútil.

Para retomar el sueño o solo distraerse, esperando que Podestá le impartiera la orden de salir (él en su baño se lavó con fruición su desquiciada esperma en su entrepierna), contó sus costillas, tales simples ovejas que balaban entrañadas, melografiando una canción desconocida. De arriba hacia abajo, en ese orden, repetidas veces, como si fueran los marfiles bicolores de los pianos, recorriendo con sus dedos índice y mayor las ondulaciones en su pequeño tórax. Él volvería para indicarle que se vistiera porque había llegado el momento de salir del departamento. No se despedía nunca. Tampoco lo haría en esa oportunidad.

Cuando Silverio apagaba las cámaras debía abandonar el edificio en minutos precisos, contados. Un imaginario tictac apuraba el tiempo preciso de la salida. Adiós-adiós. Hasta que él le ordenara volver respetando la liturgia de la furtividad. Desesperante, clandestina, lujuriosa.

Abigaíl se vestía a las apuradas. Sus escasas ropas y su natural desaliño favorecían el apuro. Una blusa, un pantalón vaquero (no usaba ropa interior en esas circunstancias), algo de abrigo si el frío se aventuraba. Se calzaba una especie de alpargatas coloridas; no usaba medias. Acomodaba su cabello castaño recatado a lo Edith Piaf, solo con sus delgados dedos. Salvo el último día, el del ataque mordaz de la doncella guerrera, día de rizos de oro y capelina blanca, que el hombre-coronel le ordenó baboso luciera para su agrado.

Por entonces no se depilaba el cuerpo entero como después haría, sofisticando al extremo su figura. No usaba maquillaje ni se pintaba las uñas porque así se lo había ordenado su amante. Salvo esa vez, por encrespar los nervios del fulano. De lo contrario, nada de artificio.

Salía usando la puerta de servicio, la misma por la que ingresaba para atender a Podestá. A esa altura lo llamaba por su nombre, Arancibia. Nunca “mi amor”, le daba asco, arcadas. Carecía de la capacidad reguladora de sus cólicos como Marlene. Ella le decía “tu amorcito”, solo por embroncarla.

Cuando salía al igual que cuando llegaba, podía oír el clic chismoso de la mirilla de la puerta de la vieja vecina, auscultando la figura dudosa de aquella visita tan andrógina como excitante. Sarita se preocupaba de observar la partida, y eso que Abigaíl parecía inmóvil, de brazos cruzados, refunfuñando a la espía o mejor advirtiéndole con señas inverosímiles, el riesgo de husmear los asuntos de semejante desalmado.

Caminaba de a saltitos, flotando apenas. Bajo la atenta mirada de un solo ojo de la chusma de enfrente. Abandonaba el edificio usando su llave de la puerta de entrada.

Cuando el hombre-coronel dejaba la cama nunca lo seguía, así se lo ordenó Marian, protectora, sin vueltas, y le dijo que se lo prendiera con alfileres a la memoria para que los espasmos de los pinchazos no permitieran que olvidara el consejo. Tampoco sugerir acompañarlo. También Marlene le dijo que respetara su posición en la relación. Victimario y víctima. Cazador y presa. Términos exactos de esa ecuación de sexo y droga. Marcia se reía de tanto consejo. Insistió siempre que eran inútiles. Todos sabían cómo terminaría la historia. A qué tantos cuidados.

No era que Abigaíl no sintiera curiosidad por saber cómo era esa vivienda más allá de la habitación de la sirvienta, pero la desechaba con rapidez, no tanto por las recomendaciones de Marian y las otras mujeres, sino porque siempre tenía presente la advertencia que el propio Podestá le hizo al respecto.

Como una rúbrica, Podestá hizo pirograbar una advertencia en el mueble de la habitación de los encuentros. Abigaíl la leyó más de una vez con atención, casi con obsesión e intriga. Silabeando, la frase serpentina. La oración inscripta esmeradamente con una púa caliente en una de las puertas del roperito mistongo del cuarto de servicio, decía amenazante; “Ahora las sirvientas, a la cocina”. Y Abigaíl sabía que era menos que una sirvienta, si hasta tenía vedado el acceso a la cocina-comedor. Marlene le dijo una tarde perdida: “Está el último orejón del tarro y después venimos nosotras. No jodas nena.” Juzgaba exagerada la afirmación de su compinche. En la escala social que Podestá imaginaba para su mundo privado, Abigaíl ocupaba el anteúltimo estrato. Más abajo estaban esos “negros de mierda”. Pero, así y todo, era prudente no descartar la advertencia por completo. La distancia entre ella y los “negros de mierda” era delga da como un cabello. Convenía tener presente las divinas proporciones de la vida.

Nunca se atrevió a preguntarle al hombre-coronel el significado exacto de esa frase provocativa, ni por qué la habían grabado en el anverso de la puertita aquella. Intuía que estaba dirigida a la ocasional mucama que sirviera a los propietarios de la casa. No habría imaginado nunca que se trataba de una sentencia dicha tras un fusilamiento ocurrido casi dos siglos atrás. Tampoco hubiese comprendido la correspondencia entre ejecución y servidumbre. De haberlo sabido, no se hubiera sorprendido.

Esperando esa orden de marcharse, se acomodó para un breve sueño. Necesitaba, aunque más no fuera, un pequeño descanso. No era su costumbre, pero en esa oportunidad una modorra desconocida invadió sugestiva sus arterias lloronas, lancinantes, que circulando la sangre en mortajita narcotizaba impudorosa sus reflejos. Suspiró entrecortado, sin alborotos, como entre tímidos algodones. Tal vez el relajamiento le aflojó unos recuerdos. Esos que llenos de excrementos hundían sus enfermedades hasta el alma. Volvieron los recitados perniciosos de los textos sagrados sufridos en la infancia. Se le agarrotaban en las hendijas que abrían los varillazos en la pielcita grácil del infante.

Se sentía pender del mismo árbol de los fondos del rancho, mientras chorreaba bajo sus sombras surcos de heridas brutas que trazaba el azote. Recordaba el caer de la varilla rugosa del sauce, explicando en tormentos, versículos enteros del Libro de las revelaciones. Y un degüello trascendental de espejos, que dejaba al garete hasta los puros esternones de esas iconografías que se reconocían una a la otro como verdaderos hermanos, casi gemelares. Abigaíl no alcanzaba a comprender la imagen de su imagen en el espejo del espejo sin cabeza, abierta la garganta de par en par como un misterio.

La involución a ese pasado no le pareció caprichosa. Era un retorno a asuntos de difuntos desconocidos, condenados en incertidumbres, esos que se niegan a sepulcrarse a cambio de escarmientos de los que nunca se debe preguntar los porqués, para escapar del bruto cancerbero y exponerse.

Un giro apocalíptico, enredaba sus días en sus hondos intersticios llenos de sombras arácnidas siempre amenazantes. Desde que Marlene le dijo para qué Marian la había preparado con tanta enjundia, y le habló de ser útiles instrumentos de venganza, consideró posible lavar sus propias mugres si ayudaba a un pecador malvado a transitar al mundo de los penitentes, a la espera del día del juicio final, sorbiendo golpe a golpe su propia sangre de su propio costado. Ese fue su afán y su esperanza. Pero no estaba en condiciones de discernir en instrumento de quién podría convertirse. Nunca supo de un hombre de doble apellido, que diseñaba el argumento con una elegante pluma fuente de tinta roja de sangre.

Con ese prodigio fue con Marlene a presentarse ante Bado. Dos “discrepantes” (en realidad dos “liquidables”), con su propuesta justiciera. Si no fuera obediente (le dijeron “hablá poco, no digas boludeces”), hubiese recitado hasta los gritos: “Yo soy el instrumento de la venganza. Llevo a Dios en las costras de mis heridas en el cuerpo a fuerza de latigazos; y él, y no otro, me dictará la razón para redimir a un muerto del que no se ni el nombre ni la historia.

Y cuando penetrara su cuerpo ese pene puñalero en pedernal y fósforo prendido, ardiente, fatídico (que le devolvía a Dionisio con garras, colmillos y cuchillos despedazando por dentro su intestino), disimularía su asco saboreando gota a gota la venganza que permanecía ignorada, emboscada en el estrecho tubo de una aguja hipodérmica perfecta. Y esperaba disfrutar indiferente, contemplando la muerte lamer los últimos anhelos de vida del desgraciado ese. Codiciaba percibir el estertor final del condenado, cuando esa muerte estupenda entrara a saltos por la boca pequeña e insignificante de la aguja plateada, recorriendo las arterias acartonadas, mordisqueando la túnica íntima y desfigurando una a una las células endoteliales, hasta llegar al corazón que se paralizaría mortuoriamente apático. El hielo de la muerte triunfante daría satisfacción a los insatisfechos, con sus cristales ciliados petrificando las curvas caprichosas de los pliegues cutáneos, así se coronaria el final de modo inapelable. Se prometía cantar en ese instante sublime “Nada fue en vano: El hielo de la muerte, y el calor del pleno invierno, perdí el miedo a la distancia de lo malo y de lo bueno…” Tal vez su voz se acaramelará en ese instante.

El día de las revelaciones, el hombre-coronel tardaba en regresar para echarla. El tiempo se hizo espeso y olía arrogante en su tardanza. Largos fermentos de segundos se hicieron interminables a sus anchas. Silverio detuvo todas las imágenes que los ojos pudieran guardar en sus retinas. Allí quedaron, suspensos testigos de la ceguera.

Giró sobre su lado izquierdo; insistió en la visión en sueño y aunque más no fuera, lo que dura un suspiro, buscó la revelación de aquel augurio inédito. El sexo no fatigaba su humanidad, la droga sí, más que el alcohol que anestesiaba. Pero la alucinación perseguía sus pensamientos como perro de presa y estableció su estado de ánimo. Quedó mirando a la pared.

La pared era blanca, pero se hizo oscura. Se podía hasta palpar el color rojo de coágulos sudados y no negros de agonías. Rojo cuajado, colérico, de muchas sangres sorprendidas, temblorosas.

Se encontró viajando en un destartalado tren del Sarmiento hacia dos formas confusas de la muerte. Venía del oeste populoso, en dirección a la máquina de disturbios que era la ciudad ajetreada.

Había ruidos humanos que provenían de distintas direcciones. Eran sonidos sustanciales que llegaban de a ratos. Unos sonaban a pulmones colapsando de asfixias y envenenamientos; otros, en cambio, a golpes, machucones y metales que se despedazaban como simples telitas de cebollas.

Podestá enfermizo abandonaba de rodillas el viaje. Estaba vestido de riguroso uniforme. Ya no era Podestá. Gritaba su nombre a cuatro vientos: “coronel Don Arancibia López Huidobro”. Abigaíl permanecía expectante. ¿Huía? Se escuchaban los ruidos metálicos forcejeando los unos con los otros, grotescos, vacantes de humanidad, amortajando de un modo u otro hasta las osamentas.

El coronel recitaba su enojo con el gentío; detestaba a la muchedumbre en la terminal de Once. Pero su desprecio y su indiferencia no eran los de siempre. Miraba a las personas desde una perspectiva diferente; los apreciaba apretujados, sudados y jadeantes entre entrañas apiladas y en perpetuo colapso. “Negros de mierda no quiero que me toquen”, repetía una y otra vez como un conjuro metafísico; subido a una gran escalera ornamentada de pedazos humanos que salían de un aprisco oloroso, pringoso de heces y vómitos y sangres y orines, repetía “negros de mierda no quiero que me toquen. Negros de mierda no quiero que me toquen. Eliminen a los niños tóxicos. Eliminen a los jóvenes tóxicos. –Reclamaba a una legión de sicarios que encendían luces cianhídricas y que aullaban alucinados a la muerte–. Niños de mierda. Jóvenes de mierda. Negros de mierda. No quiero que me toquen.”

Un simulacro de noche callejeaba a sus anchas, y un puñado de jóvenes se abigarraba en una puerta soldada de manera imprudente. Eran los niños tóxicos que el coronel Don Arancibia López Huidobro deseaba exterminar. Eran los jóvenes tóxicos que lo enfadaban hasta desbocarlo.

Niños, jóvenes, pujaban por salir, como puja el naciente para salir de la madre desesperando por vivir. Infructuosos trataban de romper el pórtico de hierro, indestructible, de oxiacetilénica costura, hermético sarcófago inesperado. Se sumaban angustias que, entre tóxicos y chatarras que se arrugaban al impacto, impedían que Abigaíl se incorporara para un rescate oportuno entre tantas inmolaciones. Convalecía unas lágrimas que rodaban con gesto de lágrimas en funesto momento.

La gente se apiñaba. Un vapor venenoso se iba filtrando lentamente por unas bocas chisporroteantes que surgían incesantes de unos agujeros negros encadenados unos a los otros. Eran eslabones como cangrejos desovando a fuerza de ponzoñas. La gente perdía su color y se tiznaba de exterminios. Políticos corruptos, empresarios corruptos, policías corruptos, aceleraban a risotadas los vapores asfixiantes enllamarados. No iluminaban a pesar de su incendio. Solo un humo espeso y negro que ahogaba las luces, se desprendía de sus puntas que se enroscaban ascendentes calando los cornetes de los desprevenidos. Cianhídricos soplaban ecuménicos, intoxicando el porvenir a sus anchas. Y las narices de los condenados se deshacían de hollín y corrosivos, y los bronquios se evaporaban como espumitas intrascendentes. Los muertos se apilaban involuntariamente, sin reconocerse. Unos niños iban y venían de una oscura caverna, cargando sobre sus frágiles hombros las sombras de otros niños que permanecieron inmóviles para siempre.

Y mientras los niños rescataban, un fárrago de brazos, piernas, espaldas, cabezas se apretujaba disonante, inarmonioso, casi beligerante, fragmentado, entre las láminas de los vagones desencajados. Se olían lamentaciones humanas dislocadas.

El viento era un fuego helado, y a pesar del insistir monocromático de breas vaporosas de las humeadas tiznantes, entraba a montones por una ventanilla rota como esos destinos.

Era pleno verano. ¿Diciembre? ¿Enero? ¿Febrero? No podía precisarlo. La fecha exacta resulta indescifrable. Hacía calor, pero un frío que helaba las sangres maduraba, y sones en ruinas de una navidad corroída, inducían a suponer que el sueño estaba rondando las calamitosas festividades que se aproximaban o ya habían sucedido.

Si no era la navidad que espeluznaba, lo sería un fin de año de martirios. Pero el frío hedor del verano confundía las cosas. Abigaíl sintió helarse el cuerpo como jamás, en ese verano de funestos acertijos.

“Vaya paradoja”, pensó. A fuera, por la ventanilla, en hora temprana, se veía el día de verano como suele mostrarse. El sol se jactaba de unas palomas que arremetían a la distancia contra sus luces encandiladoras. Adentro, en el tren zigzagueante, ese helar tan implacable como extraño, amenazaba. Era el mismo helar que fibrilaba el corazón hasta colapsarlo. Causaba disgusto sentir esos ciertos hielitos golpeteando las mejillas mientras el sol redondo se estiraba afuera en etapas para capturar las palomas que arrullaban.

Desaprensivos, hombres adinerados de sobornos y coimas, funcionarios pudientes con rostros de puñales, conducían el tren hacia un lugar oscuro, lleno de incógnitas que se bifurcaban sin porvenires. Unas seguían sin destino preciso, hacia ningún lugar sabido. Otras se acercaban rápidamente a un murallón estrafalario, lleno de retratitos de muertos hasta entonces desconocidos, que se agolparon en el andén número dos, mientras otros, muchos más, a doscientos o trescientos metros, se acomodaban uno al lado del otro, mientras el humo negro de las burdas toxinas de los burdos políticos-empresarios-policías, los envolvía cociéndolos en ácido de cámaras de exterminio, devastándolos sin excusas.

Abigaíl despertó o creyó despertar, que no es lo mismo. Abrió los ojos. Murió muchas veces en el viaje. Murmuró a la orilla de una de esas muertes, una ensarta de venganzas incapaces. Todavía colgaba del enorme árbol, mientras el espejo degollado sonreía amorosamente esperando el encuentro definitivo. Los dos espejos se mostraban las cicatrices como escarapelas. Sin cabezas, sin ojos, podían así y todo suponerse. ¿Duró el sueño algo más que lo que urde el propio sueño para hacerse pesadilla? Estaba en angustias respirando en arritmias.

No pudo jamás despejar esas sensaciones desde entonces. Y al caminar entre vapores tácitos y sagaces hacia el departamento de López Huidobro, se convidaba de esas muertes, como si les fueran propias cada una, y que en hieles y ungüentos salitrosos avivaban las viejas cicatrices en las espaldas, en las piernas, en los glúteos, que retomaban en un santiamén los dolores de la infancia trunca.

VIII

Yahvé es bueno

Sousse despertó sobresaltado. Estaba angustiado.

  • ¡Me quedé dormido la reputísima madre que me parió! –Se tomó la cabeza con las manos y se apoyó sobre sus muslos–. ¡Qué cagadón! –Gritó.
  • ¡Uy la puta madre! ¡Tengo ocho llamadas perdidas del diario! De esta no me salva ni Dios. Vaciló. No estaba seguro de atender. Sabía que lo estaba llamando personalmente su jefe, su director, ¿su amigo?
  • Despertate nena. Estoy fregado.
  • ¡Despertate por favor! – Marlene intentó abrir uno de sus ojos. No pudo. Volvió a acurrucarse en la cama, se tapó con la manta y trató de seguir durmiendo. –Estoy cagado, nena. Me van echar de una patada en el culo.
  • Cristina, pásame con el jefe. –Le dijo a la telefonista que atendió su llamado.
  • Ya te pasó y que Dios te ayude… –Respondió la recepcionista que había escuchado los gritos del jefe cuando grababa cada uno de los ocho mensajes en el buzón de voz del celular de Sousse.
  • ¡Qué hacés infeliz! ¡Pelotudo! ¡Inútil! ¡Vago de mierda!
  • Escuchame Cacho… –Sousse trató de explicarse.
  • ¿Escuchame? ¿Escuchame? ¿Yo te tengo que escuchar a vos? ¡Sorete! ¡Hijo de puta! ¡Fumón de mierda!
  • Yo sé que estás enojado…
  • ¿Enojado? ¿Vos sos pelotudo de nacimiento o te entrenás todos los días? ¿Enojado? Enojado es poco. Es nada. Si te tengo acá te cago a patadas hasta que te borro el orto para siempre.
  • Yo sé que me mandé un cagadón…
  • Te di la nota que me pediste, te la di para sacarte del pozo en el que estabas. Tuve que arreglar con tipos de Inteligencia con la gracia que me causa; me porté como un amigo cuando no te debo nada. Te di la entrevista, te di el contacto. Todos me decían: “¿A ese boludo le vas a dar esa nota?” “¿A ese borracho?” “¿A ese drogón?” ¿Querés que te siga diciendo todas las cosas que en el medio se dicen de vos? –La ira del director del diario iba en aumento a medida que recordaba las verdugueadas que tuvo que soportar cuando Fausto lo llamó para comunicarlo con el mismísimo Segni, quien le informó que Sousse lo había dejado plantado.
  • Ya sé, ya sé… yo te agradezco de corazón, pero fue sin querer…
  • Pero vos que sos: ¿el Chavo del ocho? Estúpido. Pelotudo de mierda. Cómo me vas a decir “fue sin querer”, “fue sin querer queriendo” ¡nabo! ¡Nabo del ocho! Vos sos “el pelotudín colorado”. ¿Qué carajo tenés en la cabeza? ¡Imbécil!
  • Me quedé dormido, no sentí el despertador…
  • ¡A las seis de la tarde no escuchaste el despertador! ¿En qué mundo vivís idiota? ¿A qué hora te acostaste anoche?
  • No me acosté tarde; me eché a dormir la siesta, un rato, y me quedé dormido.
  • Con la pendeja esa que te chupa la pija ¿no? Le diste a la nariz y después a garchar. La buena vida ¿no? Total, acá hay un boludo que siempre te banca, siempre te da laburo, siempre te paga el sueldo. ¡Te dije que dejarás la merca mientras trabajaba! Pero no podés con el vicio, ¡viejo drogón! No podés, es más fuerte que vos. Te gobierna la droga y una pendeja puta. Me tenés podrido Juan, ¡me tenés repodrido!
  • Escuchame, Cacho…
  • ¿Sabés lo que podés hacer? ¿Sabés lo que podés hacer? Primero te vas a la reputísima madre que te parió. Después te fumás un caño de un metro y la colilla te la metés en el ojete con la bracita bien prendida. Y cuando tengas unas buenas ampollas en el orto, desde el balcón de tu casa, tirate de culo, así sabes lo que es que te lo rompan a patadas como me lo rompieron a mí por tu culpa. ¡Matate imbécil! Seguí garchando con pendejas drogonas y durmiendo la siesta, pero acá no laburás más.
  • Por favor Cacho, escúchame.
  • ¡Te escucho un carajo! ¡Un soberano carajo! ¡Chau! ¡Fuiste para siempre! Y te aviso que no laburás en ningún medio nunca más en tu puta vida. Me voy a ocupar de que nadie te tome ni para lamerle el culo al último idiota de una redacción. ¡Chau! ¡Forro! Mañana pasá por personal, cobra tu guita y tomátela, no te quiero ver más en mi puta vida.
  • Cacho. Cacho escúchame. –La comunicación se interrumpió abruptamente.
  • ¿Qué pasa Juan? –Preguntó Marlene que se despertó escuchando los gritos del jefe por el altoparlante del celular.
  • ¡Me mandé una cagada, nena! ¡Un cagadón!
  • ¿Qué hiciste, ahora?
  • Me quedé dormido, no fui a la entrevista… –Marlene sintió que el mundo se le vino encima. Trabajó para establecer el contacto de Sousse con Bado; a Bado lo tuvo que buscar, casi atropellarlo, convencerlo. Esa había sido su orden. Hasta se comió varios sopapos porque no lograba engancharlo. “¡Cogetelo, pendeja! ¿O no estás para eso?” Pero Bado no era de esos. Y cuando hizo contacto trabajó para presentarle a su amante, Sousse. Esa era la clave de la maniobra; Sousse y Bado y luego alguien que ella no conocía, quien sacaría provecho de ese vínculo. Creyó que todo estaba arruinado “por este pedazo de boludo”, como pensó y no dijo, deseando salir corriendo a cualquier parte.
  • No te puedo creer… ¿Cómo se puede arreglar?
  • No sé, nena, no sé. Cacho me echó a la mierda por boludo. –Explicó con resignación. Marlene estaba más angustiada que el propio Sousse. Sabía que era un boludo. Lo sabía a ciencia cierta, pero no imaginó nunca que podía echar todo por la borda en tan corto tiempo.
  • ¿Querés que hable con Cacho? Por ahí yo puedo convencerlo, decirle algo que lo calme.
  • ¡No! ¡A vos no te puede ni ver!
  • Si a mí ni me conoce… ¿Encima le contaste de lo nuestro? –Sousse esquivó la mirada de Marlene, quien solo deseaba golpearlo hasta desmayarlo.
  • ¡Qué cagada! ¡Carajo! ¿Cómo me pude quedar dormido?
  • ¿Cómo te quedaste dormido? ¡Querés que te lo diga! ¡Te dije, boludo, que no te dieras! ¿Te dije o no te dije? ¡Te dije que era importada! Que esa pegaba en serio, no como la mierda esa que comprás vos que viene cortada…
  • Sí, me dijiste. Pero vos no me tenías que haber dejado…
  • Ahora la culpa la tengo yo, boludo. ¡Ahora la culpa la tengo yo! “Un poquito, un poquito”, dijiste. Te dije “pará, pará”. No me haces caso nunca, boludo. ¡Sos más drogón que la mierda…!
  • ¡Qué cagada! ¡Por Dios, qué cagada!
  • Cacho, ¿qué pasa? – Preguntó temeroso–. Yo quería explicarte…
  • Segni te espera hoy a las 15 hs. en su oficina. Ese debe tener la representación de Dios o del Diablo, porque si no son esos dos, a nadie le interesaría salvarte el culo a vos, drogón de mierda.
  • ¡Gracias, Cacho! ¡Gracias, Cacho! No va a volver a ocurrir. No te voy a fallar. ¡Te lo juro!
  • ¡Por qué no te vas a jurar a la puta madre que te parió! Yo te aseguro que no va a volver a ocurrir, porque si me fallás esta vez, voy a tu casa, te pego un tiro a vos y después a la pendeja drogona esa que tenés al lado. Ya lo sabés.
  • ¡Marlene! ¡Marlene! Despertate. Me reincorporaron. Cacho me devolvió el laburo y la nota. –Marlene se despertó sobresaltada. No comprendía muy bien de qué le hablaba Sousse.
  • ¿Qué decís, boludo? –Preguntó sin poder despertar por completo.
  • ¡Cacho me devolvió el laburo! –Marlene lloró emocionada.
  • ¡No llorés, mi amor! –Le dijo amoroso mientras le acariciaba la ingle. Pero Marlene lloraba porque se había salvado de una nueva paliza. Su clítoris insensible ni se enteró del paso de los dedos roñosos de Sousse. La sedación de los somníferos había desconectado casi todos sus sentidos, incluido el del sexo.
  • Anda y besale el culo a Cacho, por favor. ¡No lo puedo creer! Ese tipo tiene los huevos de oro.
  • No boluda… Me salvó el otro, el entrevistado, se ve que pegó onda conmigo. Aunque cuando me fui la vez anterior me hizo pegar un sorete de aquellos. ¡Qué tipo! Le dijo a Cacho que no quería que otro le haga la entrevista.
  • ¿En serio? Debe ser anormal…
  • ¡Callate boluda! ¡Qué grande el chabón! ¡Quiere un periodista de raza! –Marlene ni quiso disimular su gesto de incredulidad. Eran esos momentos en que se convencía de que realmente, Sousse, era “un boludo marca cañones”, como llamaba Marian a algunos hombres a los que atendía.
  • ¡Dame un beso! ¡Dame un beso! –Exaltado Sousse le reclamó mientras la apretaba contra su cuerpo. Marlene recibió los labios de Sousse con repugnancia. Sintió esa ríspida lengua penetrar su cavidad bucal y tocar la suya, reseca. Pensó que vomitaría en cualquier momento. Ahogó una arcada en la boca del estómago. Se había acostumbrado a esa habilidad, después de estar algunos meses con ese y otros “vejestorios”, como decía en oportunidad en que iba a recibir sus instrucciones. ¿Algún día se acabaría ese suplicio?
  • Quedate tranquila nena. –Le dijo su contacto esa extraña tarde en que el sol se encaramó hierático a unas nubes aisladas que perdieron el viento–. Todo termina, al fin nada puede escapar. Todo termina. –Marlene se sintió en el sepulcro, bajo la cínica mirada de su contacto.
  • ¡Amigo Sousse, ¡Juan Antonio, de cincuenta y tres años de edad! ¿Cómo anda? –Lo abrazó efusivo, hasta afectuoso.
  • Yo le quiero agradecer… – Balbuceó Sousse con cierta timidez.
  • ¡Por favor! ¡Quién no se queda dormido una vez en la vida! ¡No hay que dramatizar! ¡No hay que dramatizar! Le pedí a Fausto que me pusiera en contacto con su director. Lo llamé, me presenté y le pedí por usted.
  • Cacho, por favor, desdramatizá –le dije–. Y le repetí casi sin dejarlo hablar: Cacho, desdramatizá, por favor.
  • ¿El Ceo? Ya lo creo. Hubiese resultado un gran inconveniente. ¡Cómo se lo agradezco! ¡No se da una idea! Claro que Cacho es un buen tipo; yo le hice cada cagada… lo reconozco.
  • Es que ustedes, los periodistas, con esa vida dispendiosa que llevan, siempre de noche buscando las noticias; perseguidos por el alcohol, las mujeres, alguna sustancia ilícita… ¿no? –Sousse sonrió bobamente como si tratara con un cómplice–. ¡Cómo no se van a quedar dormidos en alguna oportunidad!
  • Pero yo quiero agradecérselo. ¿Cómo puedo?
  • Ya tendrá oportunidad, Sousse. Favor con favor se paga. Recuérdelo.
  • Cuente conmigo. Tengo muchos defectos, pero soy agradecido.
  • Lo tendré en cuenta. Ahora pase y hablemos adentro. ¿Le parece?
  • Sí, seguro; tengo tantas cosas para conversar con usted.
  • Me parece que hoy en vez de café cargado le vendrá mejor un cálido té de tilo. –Segni, con un ademán caballeresco, invitó a Sousse a ingresar al departamento.
  • Ahora estoy convencido que esta entrevista va a hacer historia. –Eufórico Sousse, trataba de entusiasmar a su anfitrión quien, por el contrario, lo miraba con marcado asombro y tomó repentinamente distancia de la actitud amistosa del visitante.
  • ¿Té o café cargado?
  • Té. Acepto la sugerencia.
  • Yo lo preparo. María hoy no nos acompaña. –Se justificó Segni. El hombre giró sobre sus pasos y se metió en la cocina, en la que, sobre una hornalla encendida, una pava llena de agua dejaba escapar por su pico un vapor hirviente. Desde la cocina se oyó la voz del anfitrión seca y vigorosa.
  • Me sorprende su espíritu. Me veo en la obligación de señalarlo. –Subrayó Segni circunspecto el comportamiento casi festivo del periodista–. Cualquier otro estaría apesadumbrado, o al menos algo preocupado por un suceso que lo colocó al borde del despido y el fin de su carrera. En cambio, usted, derrocha optimismo y hasta considera que está a las puertas de una entrevista histórica. Me pregunto extrañado: ¿entrevista histórica? ¿Sobre qué versaría dicha entrevista “histórica”, –y dijo esta palabra dibujando con sus dedos comillas en el aire– que no fuera el tema por el que me convocó su director a través de nuestro común amigo Fausto?
  • No sé. Tal vez la astrología, el amor, la Justicia. Lo que multiplique el “feeling” entre entrevistador y entrevistado. Entre usted y yo. Si hay “feeling”, la información fluye con naturalidad. Este acontecimiento que nos tuvo como protagonistas, tuvo algo de catalítico. Le puso leña al fuego sin que la llama nos consuma.
  • Fascinante. Nunca lo hubiera pensado de ese modo. “Echar leña al fuego sin que la llama nos consuma”. ¿No tiene miedo de quemarse, Sousse?
  • Para nada. Este lamentable suceso de mi ausencia en el día de ayer, y que usted tan generoso ha salvado, me ha motivado positivamente. Me impuso que estoy ante un acontecimiento especial que va a marcar para siempre mi carrera profesional. Qué digo mi carrera, mi vida. Un viraje en mi destino.
  • En eso le doy la derecha. Usted sí que es un verdadero visionario. Un profeta, me animaría a decir. –Cínico aprobó Signe la perorata de Sousse sobre su manifiesto cambio de destino.
  • ¿Le puedo confesar una cosa, Segni?
  • Seguro. Adelante, escucho.
  • No deseo volver sobre el tema de “La Reliquia”. ¿Estamos para fantasías de vivos bicentenarios, lucha de sicarios, heroísmos banales?
  • ¿Usted qué cree Sousse? Dígamelo.
  • Que no. Estoy convencido. A mí me conmueven otros sucesos.
  • ¿Cuáles? Me encantaría saber.
  • En el plano de la espiritualidad, la astrología, como le dije. En el plano de la vida terrenal, la Justicia. En el plano de los sentimientos, el amor. Nada de eso encuentro en esta historieta que mi informante me transmitió con empecinamiento. Su relato lleno de situaciones espeluznantes, de giros esotéricos, de rituales pederastas, me inquietó al principio, cuando me puse en contacto con él por iniciativa de Marlene.
  • Sousse, debo decirle que no puedo salir de mi asombro. La entrevista anterior, estaba usted tan consustanciado con la investigación sobre “La Reliquia”. Husmeaba la vida de un tal Podestá, que no se sabe si era Podestá, o el coronel Arancibia López Huidobro, a quien vaya a saber quién querría involucrar en este delirio; elucubraciones sobre sus muertes reales o ficticias; desbordes de un imaginario sicario que no tenía nombre, solo se lo reconocía por dos simples iniciales. ¿Cuáles eran?
  • “A” y “C”. AC.
  • Eso. AC. Un coronel salvaje que mató a su esposa a golpes, pero lo dejó debidamente asentado en una “Orden del día N° 5: Escarmiento ejemplar”, que, además, y como si fuera poco, violó a su hija hasta que se aburrió de ello. Un subordinado que decidió acabar con la vida de su superior disparándole en la nuca con precisión quirúrgica. Una ejecución a la orilla del Riachuelo y un testigo clave que al final no lo era.
  • Todos podemos cambiar, Segni.
  • Es cierto. Usted no se ha privado del cambio. Pero sabe una cosa Sousse, a mí me gustaría seguir con ese tema, saber más de su fuente, de Marlene, de esa relación estrambótica que ustedes tres mantienen a tal punto que lo motivó para convencer a Cacho de promover esta investigación. Del documento que nos entregó. Ese, se acuerda, el de la golpiza mortal. Le aseguro que si hay alguien interesado en saber más de todo eso soy yo. Como nadie. Más que Cacho. Mucho más que usted.
  • Como usted quiera, a mí no me fatiga repetir las fruslerías de “La Reliquia” las veces que usted me lo pida. Favor con favor se paga.
  • Explíqueme esa idea suya de presentarse como denunciante ante la Justicia, para que esta promueva una investigación. No quepo en mi entusiasmo por escuchar sus argumentos.
  • Simple Segni. ¿Quién podría estar en mejores condiciones de dilucidar una historia tan novelesca?
  • La Justicia, presumo, de acuerdo a su criterio.
  • En efecto. ¿A quién le preocuparía que la Justicia intervenga? –Preguntó Sousse dando muestra de una ingenuidad difícil de explicar para un hombre de su experiencia.
  • Al coronel Podestá, por ejemplo. Si existiera. O al coronel López Huidobro, si de él, en definitiva, se tratara. A la institución que integraría ese coronel asesino y torturador. Al sicario AC. O a otros sicarios como él. ¡Qué sé yo! Hay tanta gente que se sentiría molesta si la Justicia metiera sus narices en asuntos tan pesados. A alguien, seguramente, le hubiera preocupado.

Su celular sonaba insistente. Miró espantado.

El teléfono dejó de sonar. Un aviso decía claramente: “tiene ocho mensajes nuevos”, y otro, más acusador, “tiene ocho llamadas perdidas”:

Se decidió a llamar. A esa altura de la noche no era prudente escudarse en que no había escuchado el celular. Tampoco inventar una descompostura, un accidente, nada. Cacho lo conocía demasiado. Ya le debía una, lo dejó plantado noches atrás, en la redacción del diario, cuando lo esperó en vano después de la entrevista con su contacto. “Como siempre”, le habría dicho, “hacés lo que se te canta el culo”.

Pero no lo llamaba por la clavada, lo llamaba por su faltazo a la segunda reunión. No atinaba a ordenar la puteada que quería gritarle. Las palabras se le amontonaban en la boca y se deban unas contra otras, haciéndolo tartamudear involuntariamente. Quería decirle a viva voz “sos un hijo de puta”, y agregar histérico “sos un tremendo hijo de puta”, “sos un tremendo pelotudo”. Y que tenía que haber ido a la entrevista así le hubieran amputado una pierna, un brazo, los testículos.

Sousse sacudió con todas sus fuerzas a Marlene.

Marlene no reaccionaba. Estaba sumida en un sueño profundo.

Llamó a la redacción.

Sin mediar saludos la voz del jefe sonó iracunda del otro lado de la línea.

Sousse se tomó la cabeza con la mano libre. Su rostro se contorsionaba con mayor intensidad a medida que los insultos y el timbre de la voz de su jefe iban en aumento.

Dejó la habitación y se dirigió al baño. Se metió bajo la ducha caliente, tratando de despejarse.

Marlene lloraba por los rincones. Podía sentir la paliza que le iban a dar por culpa de “ese boludo de mierda”. Ya las había padecido por “ese boludo de mierda”, que era el preámbulo con el que empezaba la golpiza. Y cuánto más quería explicar, más le pegaban, y más veces le repetían “¿y vos para qué carajo estás, pendeja? ¿Para qué te pusimos ahí?”. Mientras los sopapos se hacían más fuerte, escuchaba como un lamento “¿y vos para qué carajo estás, pendeja de mierda?”. Se ganaba una nueva golpiza, como si ella fuera la responsable de la mediocridad y chatura del tipo ese con el que la obligaron a encamarse. La última vez que la garrotearon, tuvo que esconderse casi por quince días hasta que se le desinflamó la cara, y se disimularon los moretones por todo el cuerpo. Para colmo, Sousse le hizo un escándalo, atribuyendo su ausencia a una escapada “con un pendejo”.

Pasaron varias horas en silencio. Marlene, cansada, se fue a dormir. Cree que le dijo “chau boludo, no te aguanto más”. O “me quiero morir, boludo”. Sousse no pudo ni responder. Esa noche no pudo dormir. Marlene, en cambio, sí, muy profundo. Se tomó varios tranquilizantes, y mientras tragaba las píldoras pensó cómo sería eso de morirse de una buena vez y para siempre, nada de morirse un rato y volver a oler ese perfume inmundo de tabaco y alcohol y merca que embadurnaba hasta la sombra de Sousse. Morirse para siempre y salir de esa mierda en la que estaba atrapada.

Sousse abrió una botella de whisky importado que tenía reservada para una gran ocasión. No era el caso, pero estaba tan deprimido que creyó que lo mejor era pegarse una soberana borrachera. “Un pedo de aquellos”, se prometió indulgente. Después vería que podría hacer con su perra vida.

Se acomodó en el sofá-cama que tenía en su living comedor. Daba a un amplio ventanal desde el que podía mirar todos los miradores vecinos. De frente al pulmón de manzana, en el que la oscuridad no permitía distinguir colores, solo las luces de algunas habitaciones de los edificios que enfrentaban al suyo, demostraban alguna actividad en esa madrugada algo fría.

Apoyó la botella de whisky Dimple Premium escocés sobre la mesita ratona de algarrobo, que distaba a poco menos de un metro de la poltrona.

No era en esas circunstancias como esperaba disfrutar el Dimple Premium. Fue previsto para la buena fortuna. Pero la buena fortuna nunca lo asistió. Sosegar sus angustias podría ser entendido, de algún modo, como un giro hacia la buena fortuna. Al menos una mueca. Si olvidaba las angustias, seguramente, podría camuflar sus sentimientos más funestos y hasta bordear alguno de tranquilidad.

El sofá-cama no era todo lo cómodo que necesitaba, por lo menos, esa noche. Se acomodaba una y otra vez procurando encontrar la posición más relajante. Nunca pudo comprarse un buen sillón donde dedicarse al ocio creativo, como él calificaba esos momentos de extravíos, mientras fumaba un cigarrillo de marihuana.

Alguna vez Cacho le preguntó qué tenía de creativo sentarse frente a un ventanal en un sofá-cama, y aunque fuera en el sillón más cómodo de todos los de la creación humana, a fumar marihuana. No supo que responderle.

Recordaba que esa noche en que su jefe llegó hasta su domicilio para advertirle, una vez más, que estaba muy próximo a quedarse sin trabajo por sus vicios, se lo quedó mirando lleno de incógnitas. No le preocupaba en verdad –o no tenía acabada conciencia producto de la droga–, la posibilidad del despido y un futuro de desocupado crónico. Sino esa duda que le había transferido Cacho casi con displicencia, que se comportaba como un gusano que horadaba sus tejidos, exigiéndole una respuesta lógica sobre cómo se manifestaba el estado del ocio creativo en medio de las obnubilaciones de la droga.

Después de una larga fumata esa misma noche, cuando Cacho ya se había marchado resignado, supuso que los aspectos creativos de su ocio estaban enfocados en la posibilidad de combinar magistralmente distintos tipos de marihuana. Si alcanzaba el éxito con ella, podría incursionar con las plantaciones de hoja de coca. Así divagaba.

Era un total ignorante de la botánica, y más de la biología. Lo suyo había sido siempre hacer crónicas mediocres, talvez producto de no haber encarado su vocación botánica. ¿Sería necesario saber de biología molecular, o de la exótica genética molecular, de caracteres heredados o adquiridos, para fusionar dos o tres tipos de marihuanas, para hallar la piedra filosofal del cannabis? Si era así, estaba terminado. A duras penas aprobó la secundaria con pobres notas en todas las asignaturas. Ni hablar de botánica, ni hablar de biología. La matemática era ciencia oculta.

Pero suponía que debería existir algún método científico abreviado, un atajo fantástico que le permitiera producir una especie mutante del cannabis que lo proyectara al mundo de los viciosos con éxito definitivo. El dinero fluiría como un manantial maravilloso. Amnesia CBD, Amnesia XXL, Big Kush, Blue Cheese Autoflowering, o Critial 2.0 Autoflowering. ¿Cuál de todas esas combinaciones resultaría la mágica, la de efectos sorprendentes, que armonizaran alucinación y relajamiento, vuelo alucinógeno e introspección metafísica? ¿Cuál sería su extraordinario mercurio sófico, que transformara en cannabis todo lo que tocara?

Repasaba esa lista de plantines que solía resultar interminable, especulando con hallazgos genéticos prodigiosos y mutaciones benéficas. Ahí hallaba su creatividad: planificar injertos extraordinarios de variedades tan diversas de marihuana, hasta hallar la que le devolviera el ánimo, la juventud y la gallardía, que la barata, así como la cocaína nacional (“mala porque viene cortada”, diría Marlene) y el whisky berreta le habían despojado.

Lo que más lo angustiaba de esos despojos, sentado con su vaso de whisky mientras miraba la noche a través de la ventana, era la pérdida de su juventud. Marlene lo ponía a prueba todos los días. No pudo explicarle a Cacho que esa tarde terminó tan cansado, que no tuvo más remedio que dormirse a conciencia de que iba a faltar a su compromiso con Segni.

Sospechaba que cuando ella faltaba tal vez por una o dos semanas (llegó incluso a desaparecer de su vida por un mes), es porque estaba con alguien más joven que él. Y los golpes y lastimaduras que descubría en el cuerpo de la muchacha, las atribuía a una “cogida salvaje”, como le reprochaba a los gritos al regreso de las ausencias. Marlene, que apenas podía disimular los cardenales que adornaban toda su anatomía, no sabía si su ignorancia era de estúpido o de hijo de puta. Solo lo preocupaba que no “cogiera con pendejos”, porque eso lo frustraba por completo. Se veía obligado a aumentar el consumo de drogas y alcohol para disipar sus angustias porque se sentía en marcha acelerada hacia la tercera edad.

Comprendía la situación. ¡Claro que la comprendía! Al autojustificar la ausencia de la joven, se sentía avejentar vertiginosamente.

¿Qué edad tendría Marlene? ¿Veinte? ¿Veintiún años? Él ya tenía cincuenta y tres. Y una hija algo menor que la noviecita. Que su hija lo despreciara no llegaba a fastidiarlo por completo. Que le cuestionara la edad de su casi concubina, sí.

Sabía que un día Marlene se marcharía definitivamente. Hasta entonces, algo de marihuana, algo de cocaína y bastante de citrato de sildenafilo (¡Dios bendiga a Pfizer!, gritaba extasiado cuando tenía relaciones sexuales con la muchacha). Creía que es combinación habían sostenido la pareja hasta ese momento. Nada más alejado de la realidad.

Sousse se durmió sin darse cuenta. Dejó caer el vaso de whisky vacío al piso. Al golpear contra el parquet se rompió en varios pedazos. Por el ventanal entreabierto se podían escuchar sus ronquidos guturales. Si Dios o el diablo, lo hubieran venido a buscar en ese momento, ni se hubiera enterado.

Marlene dormía a pata suelta en la cama de dos plazas, empastillada con barbitúricos que la propia Agencia le proporcionaba; los necesitaba porque en muchas noches no podía dormir. Esa, la noche del nuevo fracaso de Sousse, en su somnolencia somnífera, hasta pudo disfrutar de no sentir ese aliento barroso de alcohol, marihuana y tabaco, que le producía nauseas cuando debía besar en la boca a Sousse. “Si al menos se lavara lo dientes”, pensaba fastidiada de ese mal sabor de la lengua y la saliva del hombre. “Si al menos se lavara los dientes”.

Lo despertó el celular que vibraba como una cascabel. Le dolía la espalda de haber dormido medio encorvado en el sofá. El fresco de la mañana entraba por la rendija de la ventana. Tenía el cuerpo helado.

Temió responder el llamado. Pensó que iba a recibir otra filípica como la tarde-noche pasada. Puteadas y más puteadas de Cacho, quien descargaba su ira cada vez que se presentaba la ocasión.

Dudó mirando el celular con espanto. Su Samsung Galaxy A5 6 2016 – Sm A510m 4g, se estremecía exigiéndole que respondiera el llamado. Pensó que el aparato había cobrado vida propia y conspiraba contra su integridad. Un mensaje de texto le dio una orden terminante: “Atendé boludo que Dios está de tu parte”. ¡No lo podía creer! ¡Cacho anunciaba la nueva buena! ¡Dios estaba de su lado! Atendió perder tiempo.

Suspiró aliviado. La buena suerte lo acompañaba. Atribuyó a ese giro extraño de la fortuna, a las bondades del Dimple Premiun, que tal vez tuviera una fórmula mágica diseñada por borrachines escoceses, para incidir beneficiosamente en el destino de sus consumidores. Compraría otra cuando recibiera el jugoso pago por entrevista a Segni. Si media botella había cambiado su suerte de tal modo, seguramente una entera lo pondría en el camino del éxito definitivo.

Llamó a Marlene que dormía profundamente.

Sousse abandonó su departamento en estado de exaltación arrebatada. Estaba convencido que Dios lo había ungido esa mañana. ¿No dicen los árabes que para llegar al día hay que atravesar la noche más oscura? Tal vez no fueran los árabes, ni los chinos, o alguien de este planeta. Qué le importaba a Sousse si alguien, alguna vez, había pronunciado esa sentencia. Pero así había sido su derrotero en las últimas horas. De la desgracia mayúscula, del padecimiento tortuoso, al frenesí vivificante.

Para engordar su ego, se llevaba en la boca el sabor ensalivado de la nena, esa “bebé” erótica, que él creía que le había devuelto, junto a sus excitaciones aupadas en el sildenafil, una utopía de amor y juventud que deseaba disfrutar hasta que se evaporara, como se evapora el alcohol con el paso del tiempo.

La alegría de ese día no se comparaba ni con la que sintió tiempo atrás, cuando se encomendó ocuparse de esa historia de fantasmas, pederastas y perseguidos. Entonces se sucedían los días de fracasos en que el despido definitivo estaba a pedir de boca, al alcance de la mano de cualquiera que estuviera si quiera un grado por encima de su jerarquía. Pobre notero vacío de proyectos, todo presagiaba un porvenir desgraciado.

Sin merecer ninguna consideración de parte de sus pares y de sus jefes, la calle lo esperaba como futura y única morada. Si no lograba juntar el dinero para abonar los dos alquileres que ya debía, incluidos los punitorios y las expensas, solo los cirujas, que alguna vez entrevistó para una nota intrascendente, serían los que le tenderían la mano para que se arrellenara junto a ellos, cartón de tinto Resero de por medio, para morigerar el frío que en la intemperie es cruel y mucho, parafraseando el verso discepoliano.

Tanto jolgorio se fundaba en el perdón nunca imaginado, insospechado; esa disculpa prodigiosa que Segni le regaló para devolverle la fe extraviada entre vicios incorregibles. ¡Segni, el salvador! ¡Segni, el caballero! El que pasó a ser la figura magnánima, el redentor que lo rescató de un final patético no solo en su carrera, sino en su vida. Así que, con ese mismo ánimo festivo, tomó la despedida extraña que Segni le brindó la noche de la primera entrevista. Aún sonaba en su cabeza esas palabras entre amenazantes y cínicas: “El documento que nos entregó es una copia. Queremos el documento original. No sabe cuánta gente está intrigada por saber de dónde sacó usted la copia de ese formulario, perdido hacia un tiempo, en un confuso episodio en una base de nuestra Agencia. Nos robaron un archivo y usted, justo usted, tiene copia de uno de los formularios que nos hurtaron. ¡Qué feo es robar, Sousse! ¡Qué feo!”

Le diría lo que Segni quisiera. Para él no habría secretos. “La Reliquia”, esa pura fantasía que un tal “Bado” (que apodo tan raro, pensó cuando lo supo), para que fabricara un cuento en lo posible redituable, ya no lo inspiraba a la investigación, no resultaba la palanca que a Arquímedes lo decidió a proponerse mover el mundo con solo un modesto punto de apoyo. Ya no era el impulso vital que lo seducía a motorizar un trabajo que despertara la curiosidad de los lectores, al menos de esa porción del mercado de lectores, siempre dispuestos a comprar historias fantásticas, a pesar de que se las considerara ridículas.

Con Segni como lazarillo, ya no temía al futuro mediato con sus promesas de desocupación y mendacidad. Él sabría guiarlo por el camino de la buenaventura, y talvez otra historia con otro sentido y otra moraleja, pudiera construir para cerrarle la boca a los detractores que esperaban acomodados, su nuevo y definitivo fracaso.

Como todos los días, en la estación Agüero tomó el subte. Y como siempre, combinó en 9 de julio con la “C” para llegar rápido a Constitución. Podía haber tomado el 12 o el 39. Pero el subte se acomodaba a sus deseos de llegar rápido, aunque fuera estrujado por una multitud que olía a jabón de tocador y perfumes penetrantes. El lento deambular de los colectivos lo irritaba, y ni hablar cuando quedaban prisioneros de un piquete lleno de personas que reclamaban por sus derechos.

Llegó a Constitución en algo más de treinta minutos. La mañana fresca, a diferencia de otras en que se sentía enfermar por el frío, hasta le pareció revitalizante.

Desde Constitución hasta la casa de departamentos en donde nuevamente lo esperaba Segni, lo separaban algunas cuadras que caminó con apuro. Cuando su primera visita, tuvo la preocupación de contarlas y hasta de contar los pasos que a brincos debía dar para llegar hasta la puerta del edificio de su entrevistado. En esa oportunidad las mediciones habían sido descartadas en beneficio de la prisa. Cuando llegó al edificio donde Segni tenía su estudio, llamó con insistencia, haciendo sonar varias veces el timbre del portero eléctrico.

  • ¿Juan Antonio? – Preguntó Segni con seguridad.
  • Sí, soy yo. Soy yo. –La respuesta era tan entusiasta que Segni captó su estado de ánimo por el auricular del portero eléctrico.
  • Repita conmigo la contraseña, exigió Segni a modo de chanza. –Sousse no comprendió lo que el otro le solicitaba por el micrófono. No sabía de qué le hablaba.
  • Repita conmigo: “Yahvé es bueno”.
  • ¿Cómo? –Preguntó confundido.
  • Repita amigo, repita. “¡Yahvé es bueno! “¡Yahvé es misericordioso!” –Sousse, llevado por una obediencia inexplicable, repitió casi al borde de la risa.
  • “¡Yahvé es bueno! “¡Yahvé es misericordioso!” No sé qué significa, pero si usted me lo solicita, obedezco.
  • ¡Eso! ¡Muy bien! La obediencia es esencial para tener una vida plena y victoriosa. ¡Sin obediencia, no hay victorias! Ahora pase, pase, amigo Sousse, Juan Antonio. Pase rapidito que no quiero perder tiempo, la ansiedad por la recompensa me atosiga.

Al llegar a la puerta del departamento del cuarto piso, Segni lo esperaba con los brazos abiertos.

Tuve la sensación que le costó mucho dar marcha atrás con su despido. Pero no quería que designen a otro periodista, me complicaba las cosas. Mucho lío, volver a empezar, pedir el informe manuscrito, leer el informe, evaluar al nuevo por su caligrafía, otra vez todos esos trámites burocráticos, explicar, pedir autorización, explicar, pedir autorización, para que a su vez expliquen y pidan autorización, así hasta el infinito. ¿Y sus fuentes? ¡Cómo íbamos a perder el contacto de sus fuentes! ¿No le parece? Una verdadera complicación. No crea que fue tan fácil elegirlo a usted. No crea que fue fácil tener ese documento en mis manos y saber que usted, y solo usted, lo poseía hasta que nos lo dio y va a ayudarnos a revelar el misterio de su aparición. Solo usted tiene esas misteriosas “fuentes” que le regalan informes clandestinos. Pero, por suerte su director es una persona comprensiva y tuve la capacidad de persuadirlo. Felizmente respondió a mi reclamo satisfactoriamente. Hablar con el Ceo de la empresa hubiera resultado impertinente. ¿No le parece?

Pasaron al salón de reuniones. A diferencia de otras oportunidades, el ambiente estaba frío y silencioso. Estaban solos. Si Sousse hubiese podido moderar su exagerado optimismo –optimismo que distorsionaba la realidad objetiva–, si hubiese logrado abandonar esa visión superficial de los hechos, hubiera comprendido que había algo nefasto en el ambiente. Fuera por su estado de ánimo, o por la resaca de la noche anterior, no estaba en capacidad de hacerlo. Se podía palpar la espesura de un sentimiento fatídico, que ganaba espacio a medida que Sousse se iba adentrando en sus divagaciones. La oscuridad penetraba todos los ambientes y una capa gris volvía turbia la luz mortecina de un par de lámparas cálidas de bajo consumo y reducidos watts de potencia. No era equivocado decir que no se trataba de una luz empobrecida, sino de una oscuridad pavonada, que se imponía por su densidad por dónde se mirase.

Debo reconocer que pequé de ingenuo. ¡Y esa copia de un documento del que no tengo la menor idea de dónde lo sacó mi informante! Yo lo convencí a Cacho para que apoyara mi investigación. Incluso le sugerí que nos presentáramos ante la Justicia, para promover una investigación judicial que esclareciera la veracidad de las afirmaciones que hacía ese muchacho. Que le diéramos a la justicia el documento. Si íbamos a difundir esa historia de ultratumba, mejor sería ponernos a buen recaudo para evitar demandas que solo se resuelven con enormes sumas de dinero.

Y así se cruzaron nuestros caminos. La búsqueda de la verdad y la necesidad de salvaguardar los intereses económicos del diario, nos puso en contacto. Algo superior hay en todo esto, ordenando que nuestras sendas se entrecrucen definitivamente.

Y ahora, en un giro copernicano, usted me dice que todo aquello era un tráfago de ocurrencias mal hilvanadas, un desparpajo de antojadizas elucubraciones, una mentira elevada al rango de novela, con el mero objetivo de sacarle plata a su medio. Todo producto de una fuente afiebrada que le entregó una fotocopia trucha de un informe también trucho, que le transmitió sus alucinaciones de manera convincente, incluso hasta hacerlo pensar que podía haber en ellas algo de verdad, y que merecía ser llevada a los estrados judiciales, para que la magnánima Justicia nos aliviara con su sabia sentencia, la pesada carga de esa historia en nuestros abrumados corazones. ¡Qué tal! Eso sí que es cambiar de opinión.

  • ¿Le parece?
  • De algo estoy seguro, a un coronel sí le preocuparía que se lo llame a declarar por apremios ilegales, violación, asesinato, etc. ¿A usted no le parece?
  • Bueno. Si eso hubiera existido, supongo que sí. Pero solo se trataría de hacer justicia. ¿No le parece?
  • La verdad, no. Usted, Sousse, ¿cree que inmiscuirse en asuntos como esos, de muertos, torturas, asesinos, podría ser objeto de la Justicia? Y agrego a mi pregunta, ¿cree que a la Justicia le podría interesar en meterse en esos asuntos?
  • ¡Por supuesto!
  • A mí, me parece que no. Jamás. Ahora que usted me lo señala le voy a pedir que me aleccione; por favor ¡desásneme! Haga de cuenta que está ante un neófito, un ignorante decidido a escuchar su explicación porque le juro, para mí, su afirmación es una extraordinaria novedad.
  • ¡Usted sí que tiene sentido del humor! Hace esto para confundirme, seguro. –Exclamó Sousse, algo sorprendido por la confesión de su entrevistado.
  • Sentido del humor no tengo. Ni el más mínimo. Soy bastante reacio a las boludeces. Y suelo enojarme con violencia cuando tratan de tomarme el pelo. Pero no se inquiete. Mi deseo de conocer su punto de vista tal vez se deba a que hoy va a ser un buen día para mí y, por transición, también lo será para usted.
  • Pero sabe una cosa Sousse, usted… usted está tan contento, está tan convencido que la vida la sonríe, que hasta me perturba su ingenuidad. Usted es… ¿cómo decirlo sin ofenderlo? Algo “naif”. Eso. “Naif”.
  • Boludo, quiere decir.
  • Bueno, si usted prefiere. Se lo dije en alguna oportunidad: ustedes, los “pesquisantes” que ofician de periodistas de investigación, literatos frustrados, tienen una gran tendencia a fabular, a imaginar sucesos impactantes que luego se difunden para “esclarecer” a la opinión pública. Ahora, usted abandona ese estado de fabulación y lo reemplaza por otro, el de su promisorio futuro. Ni la historia que lo motivó a la investigación, ni el futuro extraordinario que usted imagina, se corresponden con los hechos que se están sucediendo.
  • Lo de mi futuro asumo la exageración. Pero no me va a negar que hubo investigaciones periodísticas que cambiaron la historia.
  • ¿Sí? Dígame una.
  • Watergate.
  • ¿Watergate? ¿Usted es de los que creen que a Nixon lo derrocaron por espiar al Partido Demócrata? Tal vez considere también que a Kennedy lo mató un loco solitario de nombre Oswald. ¿Quiere que le diga lo que creo?
  • Seguro.
  • Son fabulaciones. Note Sousse, que no digo “fábulas”. Esos hechos no tienen nada de didácticos, no fueron organizados y realizados con fines moralizantes. Es pura contrainformación. Digo, “fabulaciones”. Entre una fabulación y la verdad hay una diferencia sublime.
  • Yo, cuando converso con una persona, cualquiera, no necesariamente alguien como usted, o un intelectual, o un profesional con cierta preparación, con cualquiera, hago como cuando una mamá le pasa el peine fino a su hijo para despiojarlo. ¿Vio alguna vez la enjundia que ponen las madres para despiojar a un hijo? Pasan el peine una vez, otra, otra y otra, hasta que logran sacar hasta la última liendre. Cuando el niño está limpio, la madre disfruta con regocijo.
  • Sousse… Sousse… Sousse… –Pronunció tres veces el apellido de su entrevistador, como Pedro negó tres veces a Cristo. Abrió un compás de espera largo, denso, inquisidor, que avinagró aún más el momento.
  • Yo sé por qué se quedó dormido en aquella oportunidad, cuando debía realizar su segunda entrevista.
  • ¿Y por qué cree usted que eso ocurrió?
  • Porque usted es alcohólico, Sousse. Y además es adicto.
  • Bueno, alcohólico… alcohólico, no. –Balbuceó confundido–. Bebo socialmente. Y alguna vez he fumado un porro. Nada permanente. Disfrutes ocasionales.
  • ¿Usted cree que soy pelotudo, Sousse? ¿Qué soy incapaz de reconocer a un alcohólico crónico de un bebedor ocasional? ¿De un adicto fumaporro, un crónico de los nariguetazos, a un inocente que prueba por esnobismo? ¿Tanto me subestima?
  • No… es que yo…
  • Ese día, Sousse, usted usó merca importada, de la mejor, reconózcalo. La compró esa “Marlene”, a una mujer de vida licenciosa, de nombre Marcia, quien trabaja en un lupanar. Marcia… Marcia… aunque yo creo que se llama María, o Mierda… no sé. Pero para darse dique se cambió el nombre por uno que hasta parece gringo. Su Marlene –y dijo “Marlene” afrancesando la pronunciación para ridiculizarla–, es la misma que le presentó a su fuente. ¡Su fuente! ¡Un pendejo que tiene un hermanito en el norte, rumbo a Santa Fe, haciéndose el héroe! La merca, “pega en serio”, le dijo la muchacha esa que usted cree que la sedujo. “Un poquito, un poquito”, dijo usted como si estuviera pasando inocente su lengua sobre un heladito. “Esta pega… ¡pará boludo!” le dijo varias veces. “Pará boludo, esta pega en serio”, porque es importada. “La nacional es floja, viene cortada”. Le dijo la señorita, descalificando el “compre nacional”. Debe ser partidaria del libre mercado. Un intríngulis de nuestra historia.
  • Usted, Sousse, dejó la habitación totalmente afligido por su macana. Se dirigió al baño. Se metió bajo la ducha caliente. Se oyó esa vocecita adolescente que le dijo algo así como “me quiero morir, boludo”. Usted no dijo palabra. ¡Pobre hombre! ¡estaba tan apesadumbrado!
  • Sousse, usted estaba tan mortificado que abrió una botella de whisky importado que, entiendo, tenía reservada para una gran ocasión. Bueno, convengamos que no era el caso, pero estaba tan deprimido, que creyó que lo mejor era agarrarse un pedo como no había conocido nunca. Y eso que usted chupa de lo lindo, amigo. No va a parar hasta la cirrosis. Después, se dijo resignado, “veré que puedo hacer con mi perra vida”.
  • Apoyó la botella de whisky Dimple, el Premium escocés que compró para disfrutar en una oportunidad que se suponía habría de ser maravillosa, sobre la mesita ratona de algarrobo que distaba a poco menos de un metro del sofá y se tomó media botella. ¡Media botella de un whisky de cinco mil pesos! ¿Cómo hizo para comprar una bebida tan costosa? No quiero suponer que usted y la pendeja esa venden falopa entre sus amistades para hacer una diferencia. Marcia se va a enojar y mucho, se lo advierto. Marcia, viene de Marte, guerrera… Mina jodida, se lo aseguro.
  • Yo… yo… por Facebook. –Balbuceó espantado.
  • ¿Por Facebook? ¡Qué interesante! Pero la contactó usted a ella, ¿no es así?
  • Si… no… si… no sé, no recuerdo.
  • No recuerda, Qué pena. ¿Qué edad cree que tiene esa muchacha?
  • No lo sé… qué me quiere decir…
  • Shhh… –Segni llevó su dedo índice hasta los labios reclamando silencio. –Escuche y no pregunte pelotudeces. ¿Qué edad cree que tiene esa muchacha?
  • No lo sé, nunca se lo pregunté.
  • ¿Nunca se le ocurrió preguntarle la edad?
  • No, porqué debería haberlo hecho, es mayor, es mayor….
  • Le reitero mi pregunta: ¿Qué edad cree que tiene esa nena? ¿Veinte?
  • No sé, no sé… puede ser…
  • ¿Diecinueve?
  • No, veinte, veinte. –Segni movía su dedo índice negativamente.
  • ¿Dieciocho?
  • Puede ser… parece más grande…
  • ¿Diecisiete?
  • Diecisiete no puede ser, es mayor, yo sé que es mayor. –Segni insistente y con más energía agitaba su dedo índice negativamente.
  • ¿O dieciséis? ¿Qué me dice Sousse? ¿No sabe ni siquiera qué edad tiene la nena? ¿Quiere que lo ayude?
  • “El que promoviere o facilitare la corrupción de menores de dieciocho años, aunque mediare el consentimiento de la víctima será reprimido con reclusión o prisión de tres a diez años.” ¡De tres a diez años! –Exclamó exaltado–. “La pena será de seis a quince años de reclusión o prisión cuando la víctima fuera menor de trece años. Cualquiera que fuese la edad de la víctima, la pena será de reclusión o prisión de diez a quince años, cuando mediare engaño, violencia, amenaza, abuso de autoridad o cualquier otro medio de intimidación o coerción, como también si el autor fuera ascendiente, cónyuge, hermano, tutor o persona conviviente o encargada de su educación o guarda.” De-diez-a-quince-años… repitamos juntos Sousse: De-diez-a-quince-años… –Sousse repitió idiotizado–. ¡Muy bien! ¡Otra vez! De-diez-a-quince-años… Y eso que aquí ni se menciona lo horrible que es mandar a una nena a comprar drogas y obligarla a consumirlas para luego abusar sexualmente de ella. Drogas, pastillas, estupro. ¿Usted se imagina lo que pensaría un juez de conocer esta aberración? ¿Y los presos? ¡Los presos! Gente sin escrúpulos. ¿Sabe cuán poco aprecian a los abusadores en las cárceles?
  • Pero yo no… la conocí por Facebook… yo nunca me imaginé… – Sousse lloró desconsolado.
  • Ahora quiero que se vaya a su casa. ¿Me entiende? –Segni ayudó a Sousse a incorporarse de su silla y caminó con él hasta la puerta del departamento–. Lleve con usted ese DVD que quiero que vea. Pero en su casa Sousse, ¿me entiende? Mírelo en ese hermoso televisor Led de 42 pulgadas marca “Noblex”, que tiene en su habitación, sobre esa cómoda de nogal blanco, en donde mira películas pornográficas. ¿Cuál es su actriz porno preferida? ¡No me lo diga! ¡No me lo diga! Déjeme adivinar. ¿Mia Khalifa? ¿O Jesse Jane? No, no. Debe de ser Sunny Leone. ¿O todas? Que inconveniente. Es que usted mira tanta pornografía… ¡Y encima le hace ver esas porquerías a la nena! ¡Qué atrevido, Sousse! ¡Qué atrevido!
  • ¿Por qué me hace esto? ¿Qué quiere de mí?
  • Nada malo zonzo, zoncito. No me llore. Yo no quiero nada malo. Usted me da lo que yo quiero, hace lo que yo le pido y yo le doy a cambio un futuro venturoso. Con fama, con dinero, con falopa ¡importada! ¡Nada de mierda nacional, cortada con vidrio molido! Con decenas de pendejas para cogerse sin que nadie se lo recrimine…
  • ¿Y qué puedo tener yo que usted necesite?
  • Usted mire el DVD. Cuando termine de verlo, yo le juro que lo voy a estar llamando. Y entonces vamos a conversar entre amigos. Yo le voy a decir qué necesito, y le voy a hacer una oferta que le va a dar la razón a su optimismo. Hoy, Sousse, como usted me dijo, cambió para siempre su destino.

Sousse no podía discernir si, en efecto, Segni lo estaba tomando a la chacota o hablaba en serio, mostrando un carácter agreste y amenazante. Agregó sin esperar una palabra del periodista.

La verdad es una cuestión que debe encararse desde la ciencia y nunca desde la moral. ¿Cree que la “Justicia” le interesa en algo la verdad? ¿La Justicia hace un esfuerzo por establecer científicamente la verdad? ¿Y cuál es la ciencia que le permite ese conocimiento? ¿Las ciencias jurídicas? ¿A usted le parece que es ciencia lo jurídico? La “Justicia” se limita a estudiar e investigar cómo repartir convenientemente porciones precisas de impunidad. Esa es toda su ciencia.

No investiga la realidad y luego la manifiesta en un comportamiento moral. Por el contrario. La Justicia invierte la ecuación. Ubica la verdad como un suceso moral y nunca apegado a los hechos que siempre es ámbito de la ciencia. La ciencia es rígida, es dura, busca la precisión. ¿Puede fallar? Puede fallar. Pero no por laxitud. En cambio, la moral de un juez es tan laxa, tan laxa, que siempre va a encontrar un vericueto para que se imponga la impunidad. Incluso, afirmo, la moral de un juez es tan inconsistente, que puede fallar sobre una inmoralidad evidente, transformándola en su sentencia en una excelsa virtud.

El problema es saber qué cuota de impunidad está en juego y de qué lado de la impunidad está ubicado ese juez en particular. Para eso funcionan aceitadamente lo que ustedes llaman “carpetazos”, una manera de hacer entrar en razón a las cuotas partes de la impunidad necesaria. Ese equilibrio es indispensable, para garantizar el ordenamiento social que nosotros, en especial, estamos abocados a garantizar. Ese equilibrio, Sousse, muchas veces sino las más, no depende ni surge de un factor único, ni de decisiones tomadas por un unicato de espiraciones cuasi monárquica. Depende del capital que está en juego, la sangre que se está dispuesto y en condiciones de cuantificar para asegurar incrementar ese capital, y de cómo se repartan los beneficios surgidos de esos intereses y de las cuotas de sangre derramada. Para nosotros la verdad no tiene los atributos que usted le atribuye. Sé que usted piensa que las personas como yo nos vemos compelidos a realizar actos inmorales. Que todo lo que hacemos podría ser considerado como inmoral. Pero eso es irrelevante. Nosotros no reparamos en lo verdadero y lo falso, la verdad y la mentira, ni ninguna de esas naderías. Lo tangible se resume en una simple premisa: qué es útil y que no es, para sostener el statu quo de la organización social y su estratificación en clases sociales, cada una disfrutando de su capacidad de organizar una corrupción sustentable, como gusta decirse ahora, lubricadas por el dinero, único reaseguro posible, desde los tiempos iniciales de la historia hasta el presente. En resumidas cuentas, Sousse, nosotros, los jueces, los políticos, los poderosos, no tenemos ni moral ni principios, solo objetivos.

Quien le habla y mueve sentimientos amistosos en usted, en relación a su persona y a su investigación, en especial su “fuente”, su informante, tengo claros objetivos. El intríngulis que tenemos aquí es que usted no logra descifrarlos. No comprende cuál es su situación real. Y eso me da mucha pena. Se lo juro. Desearía que usted estuviera despabilado para que el porvenir magnífico que imaginaba no lo sorprenda con una paliza descomunal. Si alguien debe ser aporreado, lo mejor es que esté preparado para ello. Se lo aseguro por experiencia.

Sousse no atinó a responder. Había quedado mudo tras la exposición tan rigurosa, cínica y amenazante de su entrevistado. No lo advirtió, pero estaba enredado en la fina telaraña que le fue entretejiendo a lo largo de las distintas entrevistas que sostuvieron.

Aprovechando el silencio de Sousse, Segni agregó en tono confidente:

Pero el niño vuelve a la escuela. Y ahí está lleno de niños sucios, asquerosos, a cuyos padres les importa un carajo si sus hijos están llenos de piojos, de liendres, de parásitos. Y estos contagian a los niños aseados.

Y esos pobres niños aseados que se han vuelto a infectar, retornan a la casa portando las mugres que les transfirieron los roñosos. Y la madre, atenta y esmerada como siempre, apelando a su inagotable paciencia, vuelve a pasarles el peine fino. Una vez, otra vez, otra vez y otra vez, hasta que logra sacar nuevamente hasta la última liendre. Eso hago yo con mis interlocutores. Una vez, otra vez y otra vez. Hasta que ya no les queda nada que yo no conozca o reconozca de su historia y de su personalidad. Luego, como a las liendres, los aplasto. Eso termina con la contaminación. ¿Me explico? Un silencio atípico, acidulado, se apropió del momento.

Sousse, Juan Antonio, de unos cincuenta años de edad aproximadamente, tal vez algunos más; bastante alto y erguido, algo entrecano, algo teñido, de labios finos amoratados, nariz aguileña crispada, ojos claros enrojecidos, divorciado en tres oportunidades porque sus mujeres no soportaron más sus borracheras y su afición a las drogas, con una relación con una hermosa joven de nombre Marlene quien lo abominaba, malhumorado cuando no conseguía estupefacientes, díscolo porque se le acababa el whisky, desprolijo porque quedaba maltrecho por sus vicios, padre de una hija que no lo le atendía ni un llamado porque lo aborrecía, había quedado a merced de su entrevistado, quien, a esa altura de la relación, se comportaba, siguiendo al tango, “como juega el gato maula con el mísero ratón”.

Después, con su compañera de narices, se echó un polvo, y se durmió la siestita. ¿No fue así? Se despertó recién cuando Cacho, muy enojado, lo llamó ocho veces. Ocho veces, Sousse. Se las cuento para que no las olvide: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Ocho veces. Las tengo contadas una por una. Las tengo grabadas una por una. ¿Quiere que le diga el horario exacto en que se realizó cada llamada? ¿Le gustaría escuchar el rosario de puteadas de su director? Son ocho rosarios. Nadie putea con tanta variedad de palabras como Cacho.

Sousse estaba aturdido. Trataba de recordar toda la conversación que tuvo con Marlene esa misma tarde-noche en la que su jefe lo despidió por teléfono. ¿Cómo podía Segni conocer con tal precisión los diálogos de ese día? Su conclusión lo confundió aún más.

“Y yo te dije ¡pará! ¡pará! Pero nunca me hacés caso. ¡Sos un drogón de mierda!” –Recordaba con exactitud esa reprimenda de Marlene con su vocecita casi adolescente. “Pero vos no me tenías que haber dejado…”, respondió a la muchacha haciéndola cómplice de su metida de pata. “Ahora la culpa la tengo yo. Vos me dijiste: un poquito, un poquito. No me haces caso nunca. La nacional es floja, viene cortada. La importada pega… pega…” Segni continuó con su minuciosa descripción.

Usted y la mocosa pasaron varias horas en silencio. Hasta que la nena, cansada, se fue a dormir. Usted esa noche no podía dormir, no podía pegar un ojo. En cambio, la pendeja, a pata suelta. Muchos barbitúricos. Empastillada hasta las tetas. Así son los jóvenes Sousse, totalmente indiferentes a lo que les pasa a sus mayores.

Sousse estaba atónito. No sabía qué hacer, qué decir, qué pensar. La descripción que Segni le estaba haciendo de las angustias de esa tarde-noche, de los pormenores de las circunstancias que se sucedieron desde que Cacho lo llamó por teléfono para insultarlo, para despedirlo, era tan exactas que trató de suponer en qué lugar y cuándo habían instalado cámaras y micrófonos en su casa. Pero lo que no alcanzaba a comprender, lo que más lo desorientaba, era para qué fin se había llevado adelante esa pesquisa. Toda su autovaloración, su autoestima, se derrumbaron a medida que Segni avanzaba con el relato.

Así que se acomodó en el sofácama que tiene en su living comedor. Miró por su ventanal los ventanales vecinos, como en muchas otras oportunidades. Como en esas, cuando pesca alguna pareja cogiendo sin tener en cuenta que podía haber un mirón… ¿cómo se dice? un “voyeur”, un fisgón, un pervertido drogadicto y alcohólico observando cómo otros disfrutan de sus sexos. Si me equivoco, corríjame. Estamos entre amigos. –Sousse estaba perplejo, como autista, incapacitado de hablar, de moverse, de pensar.

Luego, se durmió. Acabado, dispuesto a rendirse ante quien fuera, esperando la nada por futuro.

Pero a la mañana, ¡oh misterio! Dios pegó un volantazo maravilloso. Y aquí está, hablando conmigo. Como amigos, casi como hermanos. ¡Ah! Me olvidaba. Antes la besuqueó a la nena, la lamió con su lengua, le frotó la concha con los dedos, aunque a ella le pareció una pasada de lija. Un beso de lengua, luego se chupó los dedos para saborear el gustito del clítoris, porque a las buenas noticias hay que acompañarla con un blend de sabores sofisticados. Whisky, falopa, lengua y clítoris púber. Usted, Sousse, es un exquisito. Le juro que lo envidio. Míreme Sousse, y respóndame con la verdad. ¿Cómo conoció a esa nena?

¡Quince Sousse! ¡Quince! ¡Aleluya hermano! ¡Tú eres acreedor a un estupro! ¡Felicitaciones! ¡Tú amada Justicia te espera para considerar el tamaño de tu perversión y la extensión de tú condena!

¡Ay Sousse, Sousse! Como diría mi abuelita, lo que pueden los pelos de una concha joven, no lo puede una yunta de bueyes. Escuche Sousse, escuche, esto es poesía pura. ¿Me escucha? Sousse movió mecánicamente su cabeza, afirmativamente.

¡Usted tiene una hija, Sousse! ¡Casi de la misma edad que esa nena que retiene en su casa! ¿Qué le parece que la “Justicia” va a considerar sobre usted si se entera de todas estas perversiones?

Mire con atención el DVD. Considérelo un “instructivo”, una especie de catálogo explicativo que lo va a poner al tanto de algunas cosas que no sería conveniente que se ventilen en su apreciada Justicia. Porque usted cree en la Justicia, ¿no es verdad? ¿No me dijo que cree en la Justicia? ¿O ahora ya no le parece tan interesante la idea de ir a la Justicia a promover investigaciones sobre personas que no pueden defenderse? ¿Le dije que a los coroneles no les gusta que ventilen sus vidas en los estrados judiciales? Se lo dije, ¿verdad? Cuando usted termine de ver este DVD yo lo voy a llamar, se lo aseguro.

A pesar de esta deliberada distorsión aparecen, aunque borroneadas, algunas letras que ayudaron a construir un patrón que, en un software diseñado por nuestros ingenieros en informática, logró deducir casi todo el posible alfabeto. Pasamos a trabajar, entonces en la reconstrucción del texto. Esto lo pueden apreciar en la diapositiva dos, que es la que exponemos a continuación.

Si ustedes lo desean, podríamos mostrarles las páginas completas de donde fueron extraídos estos fragmentos.

Se trata de la “Historia de Belgrano”, de Bartolomé Mitre. Una edición que creemos se hizo en el año 1950, aproximadamente. Nuestros especialistas en ediciones, creen que se trata de una publicada en el año del Libertador General San Martín, en 1950, en la presidencia de Perón, la primera de sus presidencias.

Sería una edición de la Editorial Anaconda. Fue impresa en la Argentina. La calidad de su papel es única, por eso su color amarronado que no es producto de los años transcurridos, sino del tipo de papel que se usó. Estamos esperando un estudio de la composición del papel y de la tinta que se pudo rescatar.

Se trataría de las páginas 171, correspondiente al capítulo XII, “Paraguay. 1810 – 1811”. Es la columna de la diapositiva número 1, ubicada más a la izquierda.

La página número 231, del capítulo XIX, “Tucumán. 1812”. Que es la que la segunda desde la izquierda.

La que está en el extremo derecho de la diapositiva es la página número 342, del capítulo XXVII, “La independencia – El Congreso de Tucumán. 1816”.

La que le sigue a esta, es la página número 270. El capítulo es el XXI, “Salta – 1812”.

El orden no es aleatorio, es cronológico. En el extremo izquierdo, el fragmento seleccionado es el de la campaña de Belgrano al Paraguay. Le sigue el de la Batalla de Tucumán, luego el de la Batalla de Salta y, finalmente, el del Congreso de Tucumán. Las fechas, en consecuencia, son 1811, 1812 y 1816. No sabemos si las fechas son o no un mensaje en sí mismas. Todavía los equipos de encriptación de datos están trabajando. Pero lo que estamos en condiciones de decirles señores es que no cabe la menor duda que las personas que asesinaron al coronel Arancibia López Huidobro se referencian en el General Belgrano. –Un rumor ronco creció entre el auditorio. “Pérez y Pérez” llamó a silencio. López Teghi lo observó con malicia–. El porqué de esta referencia es tarea de ustedes. Esperamos que estos descubrimientos los ayuden a encontrar a los responsables del homicidio.

Los jefes se retiraron del salón al mismo instante. Los otros espectadores aguardaron breves momentos para seguirlo. Los excelianos, tras su jefe; los “faraones”, tras el suyo. Todos en silencio. Cada uno elucubrando el camino a seguir luego de las revelaciones.

Al final, todo volvía a un lugar conocido de sobra: mayo, mes de revoluciones, chispas y praderas incendiadas. El hombre de la bandera, volvía a escena sin que nadie supiera como lograba su extraordinaria superviviencia.

XI

Cazador furtivo

Silverio repasó con sus manos doblemente enguantadas esa especie de bargueño, de aproximadamente un metro de ancho, por ochenta centímetros de profundidad y poco más de un metro de altura. Lo deslumbraba su lustrado en tono caoba suave, y esos adornos de bronce repujado, cada uno en una esquina. Le resultaba ingeniosa la idea de adornar su frente con cuatro cajones falsos, dos en la parte superior que ocupaban cada uno la mitad del ancho del mueble, y dos cajones que abarcaban el ancho total. Sus manijitas de bronce reproducían un exquisito dibujo de una filigrana que hasta podría parecer árabe. Pero era inglesa. La delicada lancería era el resultado tal vez de una aleatoria imitación del arte islámico.

Sabía que el tablero horizontal superior, también finamente trabajado, disimulaba con gracia su virtud de abatible; que las bisagras que le daban movimiento estaban enmascaradas con delicadeza extraordinaria, dentro de la tabla, sin usar ni clavos ni tornillos. Una calidad en la carpintería que no se apreciaba en los muebles modernos.

Para Silverio era un misterio cómo habían podido los carpinteros empotrar esos bronces con tanta gracia para que, al mismo tiempo, fueran lo bastante firmes como para que cumplieran su función con eficacia.

Deslizó varias veces su mano acariciando la tapa del mueble y antes de rozar con la punta de sus dedazos enguantados el lateral derecho, donde embutida, estaba la cerradura también de bronce, suspiró como si acariciara sensual un hermoso cuerpo. Abrió la puerta y descubrió el freezer. Tuvo un gesto de satisfacción que llamó la atención de Abigaíl, quien observaba no sin extrañeza, tanto el cuerpo inerme del coronel, como aquel grandote cortejando un mueble antiguo. Recién había logrado calmarse. Minutos antes, cuando ni siquiera se había desvestido, el tipo se inyectó la droga con urgencia e ingresó en un silencio áspero. No solía quedar enmudecido. Siempre ordenando, amenazando, prometiendo castigos. Pero esa noche calló de golpe, y adquirió ese silencio de sepultura; silencio de lúgubre vacío.

Abigaíl no recordaba las veces que pulsó el llamador para poner al tanto a Silverio que algo no estaba bien. La clave para Abigaíl era simple, pulsar tres veces. Una, dos, tres. Nada más. Arriba, en el departamento de Silverio, una luz roja se encendería tres veces, tres destellos pequeños como tres sollozos. Debían ser cortos, como hechos al pasar, casi como tres besos de luz. Esa fue la indicación que le dio para que lo informara de cualquier inconveniente. A su buen criterio quedaba la decisión de usar aquella alarma.

Cuando el coronel estaba en su casa los viernes de recreo, solo una vez oprimía el interruptor. La luz chispeaba brevemente, un resplandor seco, como si Podestá hablara a través de la lamparilla de luz filosa, anunciando el tormento de sexos amarrados cautivos en el vicio. Un toque eléctrico en la lámpara roja era la señal para que el portero quitara de funcionamiento la cámara. Estaba convencido que la filmadora era cegada durante diez minutos por su expresa orden, y que era esa ceguera del ojo de la videocámara, la que acompañaba la llegada y el ingreso de esa esfinge latigada que daba escalofríos de solo mirarla, incluso de soslayo. El hombre de exactitud prusiana, relojes rigurosos, a las veinte horas de la noche recibía a su presa, a las siete horas de la mañana siguiente –luego que dejaba agarrotado el camastro que sirvió de lecho–, la despedía sudada. Nunca un error, nunca un retraso.

Pero esa noche la luz de alarma se prendió y apagó repetidas veces. No sonó como la simple luz que era. Sonó rabiosa, histérica, iracunda. Silverio entendió los berrinches de la luz y bajó sin hacer escándalo. Al llegar a la puerta de servicio del departamento B del primer piso, golpeó acariciándola con sus nudillos, indicando con ese golpeteo preestablecido, que era él quien acudía por el llamado desesperado. No usó su llave. Ignoraba lo que realmente ocurría en ese departamento. Si topaba con Podestá se habría visto envuelto en una verdadera desgracia.

Abigaíl abrió confiada, esperando el socorro que reclamó con sus destellos a través de la lamparilla roja. Al entrar sigiloso, Silverio le vio el rostro desfigurado, la boca herida de un solo interrogante. Le dijo que la aguja sorprendente –conservaba esa imagen con un puntito rojo en su extremo subcutáneo–, entró matando clandestina una vida de secretos que se esperaba durara como duró su estirpe. Silverio no precisó mayores explicaciones. Sin embargo, Abigaíl no reparó en el gesto de silencio que le hizo apenas ingresó. Balbuceó “me parece que se murió”, o algo así como “el tipo se murió”. No era lo que “Pérez y Pérez” esperaba de él. Cuando recibió el mensaje por el celular de emergencia que tenían asignado por una situación anómala con Podestá, suspiró con fuerza y solo dijo “qué hijo de puta”. Y repitió con más fastidio “¡qué pedazo de hijo de puta!” Y se acordó del “puto martillo de brujas”, y comprendió que Podestá jodió el asunto como ninguno. “Su martillo de brujas y toda su mierda en helicóptero”, despotricaba “Pérez y Pérez” mientras digería la noticia de la muerte anticipada del “Vasco”. Una muerte irresponsable. Una muerte al “divino pedo”. Todo el plan “A” se acabó en el último jadeo del vicioso. A los tumbos, entonces, el gambito para seguir la partida, tal vez buscando tablas, para salvar la ropa.

“Pérez y Pérez” sabía que de la muerte nadie podía retornar, y menos el “gran coronel Don Arancibia López Huidobro”, –como recitaría la fanfarria militar el día de sus exequias–, por quien ni Dios ni el mismísimo diablo, harían una modesta concesión para ayudarlo a esquivar el hoyo de la tumba. Allí viajó y allí se quedaría, descendido a sus infiernos.

Silverio le indicó a Abigaíl que esperara con un ademán de su mano, y luego se llevó el dedo índice a los labios para reclamarle silencio. Calma y silencio, acallar las palpitaciones al galope. La sangre de la amante hacía también su ruido en la cabeza, sonando a herramienta que remueve encarnizados escombros, como si un ave rapaz desde adentro del cráneo, insistiera a picotazos salir a través de los ojos desbocados, aterida de pánico, irreconocible. Y el muerto ahí, tirado, como una marca boba, una soga de carne y hueso inanimada, desnudo, exánime, derrotado.

Volvería, le dijo para calmarla; que estuviera segura que volvería a ordenar esa muerte en posición de feto, con prolijas amarras en las manos y pies, para que no manoteara ni pataleara a los dioses rabiosos que lo esperaron apetitoso esa noche en que empezó a ser larva y solo larva, en una bóveda de hielo. Volvería por el muerto y también por ella. Y a cada uno lo suyo, lo que le tocara de ahí en más y para siempre. Tenía que mandar los mensajes a su base, como “Pérez y Pérez” le había ordenado ante cualquier emergencia, y saber así el destino de las cosas.

Subió sereno los cinco pisos que lo separaban de su departamento. Nada de correr, la fatiga no arreglaba esos asuntos. Sin ruidos, respirando apenas; llegó huraño, mirando en todas direcciones para espantar por si acaso una maldición del muerto que dejó allí abajo. Abrió la puerta, de la que mantenía adecuadamente aceitadas sus rudas bisagras para que no chirriara alcahuetas, y despertara a otros viejos que dormían su eucarístico sueño en la noche citadina. Ingresó sigiloso y buscó en un cofre un teléfono que nunca antes había utilizado.

Su primer mensaje fue “Job 14:10-12”. Esperó la respuesta. Minutos después llegó. “Marcos 16:5”, decía escueto. Y luego, otro, tan breve como el primero. “Ezequiel 3:1”. Cabeceó asistiendo. Sus dedazos no lo ayudan a escribir rápido y bien. Tecleó y borró varias veces, torpe, nervioso. Finalmente escribió “Job 38:30”. Como respuesta leyó “Salmos 72:19”. Allí terminó el intercambio de mensajes.

Pidió ratificar la orden sobre Abigaíl. Escribió “¿Levítico 18:22?”. Si Abigaíl hubiese tenido oportunidad de leer el texto que el hombrón enviaba desde ese celular, no habría tenido inconveniente en saber qué estaban tramando. Nadie como ella conocía la Biblia, la tenía estampada en todo el cuerpo, a varillazos. Fueron dos mensajes, el primero decía: “Números 21:17”, al que Silverio respondió: “¿Si es negativo?” “Mateo 14:1”. Leyó sin error. Ya no necesitó responder. Se cargó de un facón grande que emboscó en sus enormes pantalones de trabajo, por detrás del cuchillo verijero que siempre llevaba para defenderse. Si tenía que hacerlo, el tajo sería grande, un descogote profundo, irreparable. El estropicio de sangre ya se vería cómo componerlo. “¡Así es la vida!”, se dijo y no por consolarse, “órdenes son órdenes”. Ni sabía que en la historia de Abigaíl otra cabeza rodó a la sepultura por otra lascivia manifiesta. “Órdenes son órdenes”, obediente y sin congoja, se animó a lo que viniera. ¡Era tan improbable que ese ser extraño saltara con éxito su fuga! Solo una langosta, solo un felino en estado de combate llegaría a ese extremo satisfactoriamente. “¡Así es la vida!” ¿Por qué el salto propuesto? Interrogó cuando se trazó esa hipótesis de fuga. “Para que se mate”, le dijeron y no preguntó más, era innecesario. Recordó entonces lo que Podestá le enrostró una vez por metido, “saber es lo peor que le puede pasar. El que sabe muere primero”. En ciertas lides, ser ignorante es un salvoconducto.

Volvió al departamento, pero en esa oportunidad ingresó usando su llave maestra. Las luces y sombras se fatigaban entre los cuerpos con vida del hombrón y la ninfa, y el del muerto que ya adquiría cierta apariencia apelmazada. Se quedó mirando como embobado la escena. Admiraba inexplicablemente esa escuálida estética de Podestá en ese cuarto que los arquitectos habían destinado al personal de servicio, aunque él lo había reservado para sus encuentros sexuales. El sexo se le hacía ritual en ese antro; pestilente, amargo, triturado. Era donde desde hacía un tiempo, recibía a Abigaíl, su propiedad. Otras parejas menos cordiales también pasaron lúbricas noches con el hombre que yacía muerto.

A pesar de que restringió el uso del lugar a sus encuentros amorosos, para Silverio mantenía cierto encanto el adorno del cuartucho. Era una mezcla de ascetismo espartano y detalles de mayordomía, como para que el ambiente pudiera contener tanto al esquizoide que eyaculaba en pus sus venenos, como a la pareja de turno, sin dejar nunca de establecer la diferencia social que los abismaba. Para todos sus visitantes, la misma orden de siempre. De veinte a veinte y diez, de siete a la siete y diez, las cámaras debían dejar de filmar. Si hubiese sabido que otro jefe, su superior, revocó su orden de apagarlas esos diez minutos a la llegada y a la partida de sus amantes, se hubiera comportado como una fiera. “¿Apagar las cámaras?”, preguntó exaltado “Pérez y Pérez” cuando Silverio le contó lo de la orden. “Ni en pedo. Que se deje de joder.” Fue la respuesta. Pero el portero nunca le transmitió a Podestá la contraorden. “Pérez y Pérez” descartaba que no lo haría. Lo autorizó a no entregar aquellos DVD que correspondían al viernes y el sábado del encuentro. Le ordenó conservarlo en su departamento, la caja fuerte que se instaló allí, era lo suficientemente segura como para resguardar las grabaciones.

Pero si la disposición fue inútil para Silverio no lo fue para Abigaíl. Siempre fue puntual, y Podestá sabía que siempre lo sería. El escrupuloso sentido de la puntualidad se le infundió como vitamina por los poros de la piel. Tal vez fue el choque de sudores de eléctricos jadeos, el que transmitió ese temor a un retraso, a un equívoco horario.

  • Era un milico. ¿No? –Afirmó Silverio con simple sonrisa trasparente–. Una orden y a cumplirla, qué mierda. Y sino, al carajo. –Y mientras hablaba con desenfreno en voz baja, empezó a manipular el cadáver.
  • Más o menos. –Tímida Abigaíl aprobaba desorientada la humorada del gigante. No comprendía por qué tanta naturalidad frente a un suceso desgraciado.
  • Puntualidad. Puntualidad y método. A tal hora me levanto, a tal hora me lavo los dientes, tantos segundos para cepillarme, tantos para enjuagarme; a tal hora voy a cagar, tantos segundos para limpiarme el culo, tantos para entrar, tantos para salir… así para todas las cosas, incluso para coger. ¿No? Simple. Vos de eso sabés porque eyaculaba con puntualidad. Sencillez y disciplina castrense. Planificación en estado puro. “¿Usaba forro?”, preguntó insolente. Abigaíl bajó la cabeza y no respondió de odio.
  • Ahora le abro la boca y adentro. –Explicó Silverio como si se tratase de un cirujano próximo a resolver una cirugía innovadora.
  • ¿Y eso qué es? –Preguntó indiferente.
  • “La venganza de los Pérez”. –Respondió con cínica convicción Silverio.
  • ¿Del tipo ese que veo con Marlene?
  • No sé de qué me hablás. –Silverio interrumpió la confidencia. Tenía presente aquello de que el que menos sabe, más vive. No era asunto suyo con quién habla ella o esa Marlene a quien desconocía.
  • ¿Esa es la venganza? ¿Ese rollito insignificante?
  • Este mismo. Este rollito va a dar qué hablar. Por este rollito, esta muerte tendrá un sentido inesperado.
  • Jamás pasés esta puerta. –La que daba de la zona de servicios a la concina-comedor–. Ni se te ocurra entrar en la casa. –Nunca debió refrendar la orden; obedeció sin cuestionar. Repitió murmurando para sí, las palabras pirograbadas en la puerta del roperito: “Ahora las sirvientas, a la cocina”. Cada uno sabía el lugar que le correspondía.
  • ¿Y qué hay de nosotros? ¿Qué será de nosotros? – pensó en preguntar, como si eso le pudiera dar algún alivio. Pero eligió callar. Supo que no hubiera recibido ninguna respuesta. Se asumió tan desdichada y solitaria como cuando llegó esa noche debajo de su blanca e inmaculada capelina blanca.

“Hay que dar el ejemplo”, decía ¿no? –con voz suave, imitando el tono con el que el coronel hablaba–. Si él podía, todos podían. No había excusas. Y a la mierda…

Para Silverio, la obsesión de la puntualidad, la relacionaba con la fascinación por la precisión de los cazadores furtivos. El acoso de la presa debía ser preciso para ser exitoso. Elegir el territorio de caza, emboscarse, esperar pacientemente, conocer los horarios de la víctima, usar el arma adecuada, todo se asociaba con lo puntual. La psicología del cazador furtivo se diferencia en un todo del cazador común. El cazador que se aviene a las normas, sigue el articulado que el formulario le impone. Mira, camina, atiende. Si le toca en gracia, dispara. Un tirito. Rara vez, dos. De ahí a que obtenga una pieza que lo reconforte, habrá que ver. Si lo logra, le cobrarán una riestra de impuestos interminables y muy onerosos, un verdadero robo.

En cambio, el cazador furtivo acecha, acosa, se regodea en el disparo, se satisface en la sangre que mana. Adora la muerte clandestina y la muerte clandestina es puntual, porque no sabe si tendrá otra oportunidad para manifestarse. Podestá era un especialista en ese asunto. Su relación con Abigaíl respondía a esos patrones. Cazador y presa. Victimario y víctima. Amo y esclava. Solo que la ecuación se resolvió abruptamente. La muerte debía ser, de ocurrir, oportuna y útil. Y hasta no era descabellado pensar que fuera en sentido inverso. Pero un evento ligado al vicio desbocado, modificó la sustancia del futuro que cabía esperarse para un hombre de las condiciones del oficial aquel y de su extraña pareja. No fue su voluntad lo que alteró el resultado, fue el propio cazador que, excedido, fue presa de sí mismo. El cazador resultó cazado y su víctima, observaba como se preparaba el cadáver para su momificación casera.

Silverio no apuró el rito del amarre del cadáver. No sabía por qué, pero esa era su orden, amarrarlo de manos y pies. Abigaíl se desentendió de la liturgia. ¿A qué los amarres? Entendió que lo estaba vistiendo de víctima al muerto. Y supo de inicio que la preparación solo era un dato menor. Sospechó a dónde iba a guardar el cadáver el portero. En esos años, aleccionada por Marian, se acostumbró a no preguntar por lo que no le decían. “No estamos para preguntar”, le dijo en más de una oportunidad, mientras la hostigaba con los versos de Schiller. “Lo nuestro no entra por los oídos”. Cierto, muy cierto. Hacía tiempo que su curiosidad estaba muerta.

De modo repentino cantó. Cantó para serenarse. Era una manera post morten de aislarse de la escena. Para alejarse del lugar a través de una musiquita liviana.

Silverio se irritó profundamente cuando oyó la canción. Abigaíl cantaba casi en voz alta. Tuvieron una discusión que fue subiendo el tono hasta que, ambos, se dieron cuenta de qué peligroso y estúpido era lo que estaban haciendo. Abigaíl midió a carcajadas lo cerca que estuvieron de una ridícula trifulca en la que ella llevaría la peor parte. El hombre comprendió que la querida del finado no se dejaría arrear como una vaca. Tocó el puñal con su mano y midió el cogote de la amante, por las dudas.

Cuando Silverio terminó de preparar el cadáver, de rodear sus tobillos con cinta, así como las muñecas, dedicó sus esfuerzos a acomodar la tumba en la que debía quedar depositado hasta que, por alguna circunstancia que él ignoraba, fuera descubierto. El rollo de papel que debía introducir en la boca del muerto, estaba todavía en un pequeño saco esterilizado, dentro en un bolsito minúsculo que Silverio llevaba colgando del cuello.

Abrió con delicadeza el mueble dentro del cual se hallaba el freezer James Horizontal Fhj310k, importado. También levantó la tapa del congelador. El freezer estaba vacío. Un vapor helado se alzó con forma de estambres desde su interior. Un olor a húmedo cadáver invadió las narices confundiendo el olfato. Con frecuencia, el coronel lo vaciaba para limpiarlo. Siempre era poco lo que conservaba en él. Sus largas ausencias, su discreción en la comida, hacían que no fuera mucho lo que necesitaba conservar en el congelador.

Acomodar el cuerpo no le implicó ningún esfuerzo. Silverio era muy fuerte como para que aquello lo complicara. El coronel, de condición atlética a pesar de su edad, en los últimos tiempos se había desmejorado y perdido peso quizá en exceso.

Sacó del pequeño attache el rollito, prolijo, apretadito, para introducirlo en la boca del desgraciado. Abigaíl miró entre asombrada y escéptica la escena.

Abigaíl dudó en preguntar. No podía imaginar como un rollo de tamaño insignificante, de no más de dos centímetros de largo y tal vez uno y medio de diámetro, podía condensar “la venganza de los Pérez”, unos tipos que se le hacían de piedra, de madera dura, de soportar martirios. Su odio, estaba segura, no podía caber en algo tan minúsculo. No sabía qué le ofertó Marlene al muchacho, pero recordaba su gesto de rechazo y su seca negativa al convite que leyó en una cartita que le entregó la chiquita esa tarde en el bar donde se vieron. “no, no, no”, repitió tres veces y le devolvió el sobrecito con el papelucho adentro.

En el rollo solo había algunas vocales, algunas consonantes, todas borroneadas y confusas, que obligarían a sesudos especialistas a descifrar el acertijo que los rufianes de la moderna inquisición, los esparcidores de la muerte, habían pergeñado de llegar a una situación semejante. Cuando culminaran sus estudios, la logia de los “Pérez”¸ quedaría sindicada como la responsable del asesinato. El gambito, sin embargo, resultaría un fracaso. En las sombras, otro burócrata esperaba agazapado aprovechar en su favor la felonía hasta que el propio Reinafé convocó a un concordato entre las partes en disputa. Allí acabó la milicia entre los propios.

Abigaíl miraba la patética tumba sin expresión en el rostro. Si se lo hubiese permitido, habría sonreído. Sus interrogantes no estaban entonces dirigidos al muerto ni a su extraña sepultura. Eran sobre su vida. Ante la mirada asombrada del portero que la observaba aferrado a la cuchilla disimulada entre la ropa, se puso de pie y se encogió de hombros; dio unos pasos en dirección al mueble donde ya reposaba el muerto con su recado en la boca, como yendo a un lugar imaginario, y vio un inmenso portal que tenía en el frontispicio una inscripción que decía en letras de molde “descartable”. Silverio la aparató con delicadeza y cerró las tapas, ocultando el cadáver de la vista.

El bedel, devenido en sepulturero, se movía cómodo en el ambiente; demostraba estar familiarizado con la casa. Tenía un conocimiento preciso de todo lo que allí había y de cómo se debía manipular cada cosa. Era llamativo apreciar semejante hombrón moverse con una delicadeza extrema. Abigaíl seguía sus cuidados movimientos en silencio.

¡No era esa la primera vez que incursionaba en el sector de servicios del departamento! Por su carácter y su formación, jamás hubiera improvisado. Supo aprovechar las largas ausencias del coronel cuando se hallaba en misión por su tarea. Combinaba precisión y completa prolijidad en su relevamiento. “Pérez y Pérez” se lo había exigido, y de eso modo, además de completar la provocación del rollo en la boca, puso a prueba las habilidades de penetración del gigante.

Silverio conocía de memoria –y hasta podría haberlo hecho con los ojos cerrados–, las dimensiones de la habitación en donde el coronel tenía sus encuentros amorosos. El largo de la cama, la consistencia del colchón, el olor del cotín, el volumen del ropero, los cuidados del freezer.

Antes de la muerte, en todas las oportunidades que pudo, midió con sus observaciones el lavadero, su piletón azulejado con mosaicos multicolor, recordaba incluso cuántos y de qué color eran los azulejos venecianos que dibujaban ese arabesco sofisticado en la amplia pileta de lavar. El pequeño baño (con seguridad, salvo Abigaíl, no lo utilizaba ninguna otra persona), con su antiguo inodoro de cascada inglés marca “Pescadas”, sus tablas de asiento laqueadas. Todo conservado con esmero. La ducha, en cambio, había sido anulada. Donde estuvo el caño acodado y la flor, había un tapón de hierro que dejaba ver una colita minúscula de estopa, anulando la salida de agua de la ducha. A Abigaíl le hubiese gustado poder ducharse para volver a su casa. Se lo pidió con temor no a una reprimenda, sino a una paliza. En más de una oportunidad la cacheteó mientras le decía en voz baja “puta de mierda”. Si a Abigaíl en esas circunstancias se le hubiese ocurrido levantar la voz, la hubiese molido a golpes. Pero el desquiciado, en esa ocasión, descartó el pedido solo con un gesto despectivo. “Me gustan sucias y con olor a sexo”, le respondió repulsivo. Mentía.

Al baño principal, el que estaba en el cuerpo central de la casa, nunca le consintió su acceso. Se lo dijo de modo terminante la primera vez que la citó para un encuentro.

Aunque nunca lo manifestó más que en un par de oportunidades, Silverio disfrutaba que Podestá, tan pagado de sí mismo, nunca descubrió su ingreso a la zona de servicio. Se regodeaba ante “Pérez y Pérez” que, sin embargo, no dejó de advertirle lo peligroso que era ese juego. Si el coronel descubría sus incursiones, las consecuencias no serían agradables. Con mucho esfuerzo lo pondría a salvo a mil kilómetros de distancia. Aunque Silverio sabía que eso no era seguro.

La mayor osadía fue llegar hasta la biblioteca del finado, y allí recortar con precisión de cirujano, el libro de la “Historia de Belgrano”, de Bartolomé Mitre, que usaron para la serpentina funeraria que, especulaban entonces, pondrían en la boca del muerto, cuando la logia cayera en la trampa del homicidio que “Pérez y Pérez” organizaba, usando a Marlene y Abigaíl, sin que estas supieran realmente a qué servían. La puerta de entrada a la debacle de la logia, debía ser ese muchacho que se apodaba Bado y que administraba las pruebas en contra de la Agencia, entregándole documentos secretos a un mediocre periodista, que un desquiciado almacenó en un archivero en la mansión del norte.

Las incursiones de Silverio en los dominios del cazador furtivo, las realizó para conocer a fondo el escenario de la trampa contra los relicarios. Cuando se pensó en el rollo, ya se tenía clara conciencia de que la vida de Podestá estaba muy comprometida por sus vicios. Y, además, aunque ninguno de ellos lo sabía, estaba el asunto del rosario, que selló ese destino con el mismo peso del bloque de cemento que llevó la monja amarrado a sus pies la noche del vuelo de la muerte.

La hipótesis de su muerte tomó cuerpo en todos los planificadores. Y “Pérez y Pérez” que no era estúpido, lo habló con el propio Podestá. Morir “al pedo”, le dijo, “una desgracia terminar tu vida de un modo indigno”. Un último servicio y el bronce para siempre. Como Belgrano, como San Martín. A Podestá siempre le sonó a fanfarroneada, a oferta fácil e incumplible. San Martín, Belgrano, Podestá… “¡Qué boludez!” se consoló inteligente.

El coronel libidinoso sabía que el consumo de drogas era cada vez mayor y cada vez más brutal; no podía acotarlo, lo dominaba cuando se lo proponía. Ni toda su voluntad de infante entrenado para acosos interminables, ni su inquietante preparación como comando, le aseguraban cierto control sobre sus vicios. Y aunque “Pérez y Pérez” no le dijo lo del rosario, lo intuyó. Ser un cebo que tentara la venganza de los conspirados no le pareció descabellado. Pero no era su muerte lo que estaba en sus planes, si la propia venganza del fracaso del norte.

De las incursiones en su casa no estuvo nunca enterado. Para “Pérez y Pérez” esa ignorancia demostraba la decadencia de su camarada. Pero Silverio, luego de un tiempo, hizo de sus incursiones también un vicio. No se trataba de encender un porro ni aspirar una línea, era más sutil, incluso estimulante, como un elixir excitante que convocaba hedonista a la falta de respeto.

El placer que sentía al incursionar en la vivienda de ese jefe, se había vuelto su propia droga. Nada de química, nada de combinaciones temerarias. Paso leve, exacto, sin rozar ni muebles ni adornos, excitarse al tantear los libros, los discos, los cuadros, sentir en las yemas de los dedos un orgasmo portentoso. Había quedado atrás el desafío que “Pérez y Pérez” le hizo para ponerlo a prueba. Se transformó en vicio transgredir los dominios prohibidos, burlarse del encumbrado jefe, ese asesino profesional implicado fuera a saberse en cuántas muertes, y salir victorioso en cada incursión.

En soledad, en su cama, recordaba cada oportunidad en que penetraba la vivienda. Inventariaba el ingreso, las miradas en un sentido y otro, abajo y arriba, atrás y adelante, de un lado al otro, repasaba los rincones y, en especial, identificaba los olores. Teatralizaba su participación en el futuro. Ensayaba sus trabajos. Simulaba preparar el o los cadáveres. ¿Cómo podría saber el desenlace que tendrían esos coitos de sexos de serpientes, con sabor a corrales, a garfios que agonizan los tejidos humanos, de entraña ensangrentada? Sexo adobado de tétricas combinaciones químicas en forma de pastillas, líquidos y polvos narcotizantes, necrotizantes de la arrugada alma de ese par de viciosos.

Pronosticaba los amarres (como de seguro debería hacer como le indicó su jefe para simular un rito vengativo), introducir el cuerpo en el freezer con absoluto cuidado, introducir el rollo en la boca muerta, limpiar la habitación con obsesivo esmero. Repasar el lugar con la mirada. Salir sin hacer ruido. Volver a su apartamento, en la terraza. Descansar alegre. Satisfecho.

Pocas personas podían atribuirse la perspicacia de reconocer cualquier perfume en el ambiente, en la cama, en los muebles, donde fuera. Silverio podía oler el particular aroma del coronel, incluso desde su departamento en la terraza, después del sexto y último piso. Era una rara virtud que no sabía a qué atribuirla. Ese tufo a veces lo exasperaba.

En sus incursiones a la habitación de servicio, lo que más lo convocaba era el olor del cotín. Y eso que Podestá se esmeraba en limpiarlo luego de cada relación. Su preocupación por no manchar el colchón lo decidió a disponer sobre el mismo, primero, un nylon de buen gramaje, trasparente, que crujía con el movimiento de los cuerpos. Era un ruido que fatigaba a Abigaíl. Lo llevaba en sus oídos durante días.

Luego, una gruesa sábana muy vieja pero muy bien conservada. Así, defendía la higiene del colchón de cualquier fluido que pudiera mancharlo. Detestaba esas manchas, más si eran de mierda y esperma. O saliva y esperma. Sangre y esperma. Porque a veces su coito era tan violento, que alguna sangre se escabullía entre las piernas.

Tal vez a Silverio lo que lo atraía de ese perfume penetrante, mezcla de sexo y brutalidad que quedaba impregnando en la tela floreada del colchón de una plaza, fuera su persistencia, su capacidad de sobreponerse a cualquier limpieza, a cualquier perfume. Era una permanencia que no tenía que ver con la cualidad de los olores o de los perfumes de los cuerpos. No podía explicarla, pero podía hasta palparla. Tenía algo glacial, de azote de varilla, de tajo en la garganta.

Con las sábanas Podestá era más exagerado. El coronel evaluó, en alguna oportunidad, deshacerse de ellas luego de una noche de sexo, incinerándolas. Le sobraban lugares donde hacerlo. Su obstinación no llegó a tanto. Pero hacía lavar las sábanas con obsesión maníaca. Las mandaba a un pequeño lavadero a la vuelta del edificio. Y en más de una oportunidad había regresado con las mismas para que las volvieran a lavar.

Las pasaba por su nariz y captaba quizás esa mínima molécula de olor a semen, o, pero aun, a sudor de Abigaíl, que era frecuente, porque la habitación pequeña carecía de buena ventilación y el calor sofocante hacía sudar los cuerpos en refriega de manera abundante. La gruesa tela de trama prieta debajo de la sábana, y el nylon impermeable sobre el cotín de lana, aumentaban aún más el calor haciéndolo, a veces, insoportable.

El olor de la transpiración lo distinguía como distingue un animal salvaje el perfume de la sangre que mana de una presa herida. El suyo, consideraba, era varonil, punzante. El de Abigaíl, perverso, inquietante. No debía, entonces, quedar ni el menor rastro de ellos. Así que, hasta que no se satisficiera su necesidad de limpieza impoluta, las sábanas debían ser lavadas todas las veces que fueran suficientes.

No discutía jamás el pago por ello. Se lavaban todas las veces que el cliente lo reclamara, y este pagaba los servicios sin molestarse. Uno, dos tres, las veces que consideraba indispensable. Solo cuando frotaba contra su nariz las sábanas y le quedaba en los cornetes prendidos solo los olores del jabón líquido y del enjuague para ropa, es que se daba por satisfactoria la limpieza.

El propietario ya se había acostumbrado a la obsesión de su cliente y en alguna oportunidad, no siempre, había decidido no cobrarle el último lavado en homenaje a un consumidor tan perseverante y limpio hasta la obsesión.

En cambio, para Silverio, que podía distinguir entre esos olores el perfume de Abigaíl, percibía en él una desesperación de sangres. Se hacía tan evidente en su cerebro, que hasta se configuraba el tamaño de una mortaja prematura, en forma de baldosa, al borde de un asfalto inanimado.

Estaba convencido todo ese tiempo, desde que Podestá le presento a Abigaíl, que estaba tratando con dos cadáveres que ignoraban su muerte. O que tal vez ya hubieran muerto, uno aullando al ardor incinerante de “Juana de Arco”, y el otro en el sucucho del rancho perdido, y no se hubieran dado cuenta de sus malogrados destinos. Por una condición especialísima esas esqueléticas figuras, se prolongaron hasta esa habitación de eyaculaciones harpías, alargando en el tiempo lo que estaba predicho, para hacer evidentes todas las cicatrices que reptaban sinuosas por las almas de esos dos condenados.

Él mismo se consideraba un muerto en estado latente. “Pérez y Pérez” le prometió hasta el hartazgo salvarlo de cualquier desgracia. Silverio agradecido, estaba convencido que esas eran palabras ligeras como las hojas muertas. Por eso andaba calzado siempre con su cuchillo verijero. Nada de armas, mucho ruido. La deflagración, el olor de la pólvora, el estampido titánico de la bala lanzada hacia la muerte, no lo conformaban. Le dijo a “Pérez y Pérez” un día de confesiones: “no va a ser gratis, jefe. Al que venga con ganas de ponerme, lo llevo puesto”.

Miró a Abigaíl con desconfianza, siempre la mano en el mango de la cuchilla. ¿Y ahora?, se preguntó. ¿Salto, degüello, estrangulamiento? ¿Y ahora? ¿Qué hacemos? Pareció preguntarle al amante con ojos de borrego abandonado.

Abigaíl se tomó el cuello con las domas manos. Pareció protegerlo; fue solo un acto reflejo. Quedó su espejo enfrentado a otro espejo, la garganta abierta, transparente en sangre, acongojada. Pero en los ojos del gigante se vio langosta, gato, rana, viento. Era un salto imposible, al vacío inexplicable. Pero no esa noche, otra, distinta. Vio la mano en la cuchilla, el ojo en su cuello, y un susurro de tráquea sonando hasta la fractura.

A pesar de esta deliberada distorsión aparecen, aunque borroneadas, algunas letras que ayudaron a construir un patrón que, en un software diseñado por nuestros ingenieros en informática, logró deducir casi todo el posible alfabeto. Pasamos a trabajar, entonces en la reconstrucción del texto. Esto lo pueden apreciar en la diapositiva dos, que es la que exponemos a continuación.

Si ustedes lo desean, podríamos mostrarles las páginas completas de donde fueron extraídos estos fragmentos.

Se trata de la “Historia de Belgrano”, de Bartolomé Mitre. Una edición que creemos se hizo en el año 1950, aproximadamente. Nuestros especialistas en ediciones, creen que se trata de una publicada en el año del Libertador General San Martín, en 1950, en la presidencia de Perón, la primera de sus presidencias.

Sería una edición de la Editorial Anaconda. Fue impresa en la Argentina. La calidad de su papel es única, por eso su color amarronado que no es producto de los años transcurridos, sino del tipo de papel que se usó. Estamos esperando un estudio de la composición del papel y de la tinta que se pudo rescatar.

Se trataría de las páginas 171, correspondiente al capítulo XII, “Paraguay. 1810 – 1811”. Es la columna de la diapositiva número 1, ubicada más a la izquierda.

La página número 231, del capítulo XIX, “Tucumán. 1812”. Que es la que la segunda desde la izquierda.

La que está en el extremo derecho de la diapositiva es la página número 342, del capítulo XXVII, “La independencia – El Congreso de Tucumán. 1816”.

La que le sigue a esta, es la página número 270. El capítulo es el XXI, “Salta – 1812”.

El orden no es aleatorio, es cronológico. En el extremo izquierdo, el fragmento seleccionado es el de la campaña de Belgrano al Paraguay. Le sigue el de la Batalla de Tucumán, luego el de la Batalla de Salta y, finalmente, el del Congreso de Tucumán. Las fechas, en consecuencia, son 1811, 1812 y 1816. No sabemos si las fechas son o no un mensaje en sí mismas. Todavía los equipos de encriptación de datos están trabajando. Pero lo que estamos en condiciones de decirles señores es que no cabe la menor duda que las personas que asesinaron al coronel Arancibia López Huidobro se referencian en el General Belgrano. –Un rumor ronco creció entre el auditorio. “Pérez y Pérez” llamó a silencio. López Teghi lo observó con malicia–. El porqué de esta referencia es tarea de ustedes. Esperamos que estos descubrimientos los ayuden a encontrar a los responsables del homicidio.

Los jefes se retiraron del salón al mismo instante. Los otros espectadores aguardaron breves momentos para seguirlo. Los excelianos, tras su jefe; los “faraones”, tras el suyo. Todos en silencio. Cada uno elucubrando el camino a seguir luego de las revelaciones.

Al final, todo volvía a un lugar conocido de sobra: mayo, mes de revoluciones, chispas y praderas incendiadas. El hombre de la bandera, volvía a escena sin que nadie supiera como lograba su extraordinaria superviviencia.

XI

Cazador furtivo

Silverio repasó con sus manos doblemente enguantadas esa especie de bargueño, de aproximadamente un metro de ancho, por ochenta centímetros de profundidad y poco más de un metro de altura. Lo deslumbraba su lustrado en tono caoba suave, y esos adornos de bronce repujado, cada uno en una esquina. Le resultaba ingeniosa la idea de adornar su frente con cuatro cajones falsos, dos en la parte superior que ocupaban cada uno la mitad del ancho del mueble, y dos cajones que abarcaban el ancho total. Sus manijitas de bronce reproducían un exquisito dibujo de una filigrana que hasta podría parecer árabe. Pero era inglesa. La delicada lancería era el resultado tal vez de una aleatoria imitación del arte islámico.

Sabía que el tablero horizontal superior, también finamente trabajado, disimulaba con gracia su virtud de abatible; que las bisagras que le daban movimiento estaban enmascaradas con delicadeza extraordinaria, dentro de la tabla, sin usar ni clavos ni tornillos. Una calidad en la carpintería que no se apreciaba en los muebles modernos.

Para Silverio era un misterio cómo habían podido los carpinteros empotrar esos bronces con tanta gracia para que, al mismo tiempo, fueran lo bastante firmes como para que cumplieran su función con eficacia.

Deslizó varias veces su mano acariciando la tapa del mueble y antes de rozar con la punta de sus dedazos enguantados el lateral derecho, donde embutida, estaba la cerradura también de bronce, suspiró como si acariciara sensual un hermoso cuerpo. Abrió la puerta y descubrió el freezer. Tuvo un gesto de satisfacción que llamó la atención de Abigaíl, quien observaba no sin extrañeza, tanto el cuerpo inerme del coronel, como aquel grandote cortejando un mueble antiguo. Recién había logrado calmarse. Minutos antes, cuando ni siquiera se había desvestido, el tipo se inyectó la droga con urgencia e ingresó en un silencio áspero. No solía quedar enmudecido. Siempre ordenando, amenazando, prometiendo castigos. Pero esa noche calló de golpe, y adquirió ese silencio de sepultura; silencio de lúgubre vacío.

Abigaíl no recordaba las veces que pulsó el llamador para poner al tanto a Silverio que algo no estaba bien. La clave para Abigaíl era simple, pulsar tres veces. Una, dos, tres. Nada más. Arriba, en el departamento de Silverio, una luz roja se encendería tres veces, tres destellos pequeños como tres sollozos. Debían ser cortos, como hechos al pasar, casi como tres besos de luz. Esa fue la indicación que le dio para que lo informara de cualquier inconveniente. A su buen criterio quedaba la decisión de usar aquella alarma.

Cuando el coronel estaba en su casa los viernes de recreo, solo una vez oprimía el interruptor. La luz chispeaba brevemente, un resplandor seco, como si Podestá hablara a través de la lamparilla de luz filosa, anunciando el tormento de sexos amarrados cautivos en el vicio. Un toque eléctrico en la lámpara roja era la señal para que el portero quitara de funcionamiento la cámara. Estaba convencido que la filmadora era cegada durante diez minutos por su expresa orden, y que era esa ceguera del ojo de la videocámara, la que acompañaba la llegada y el ingreso de esa esfinge latigada que daba escalofríos de solo mirarla, incluso de soslayo. El hombre de exactitud prusiana, relojes rigurosos, a las veinte horas de la noche recibía a su presa, a las siete horas de la mañana siguiente –luego que dejaba agarrotado el camastro que sirvió de lecho–, la despedía sudada. Nunca un error, nunca un retraso.

Pero esa noche la luz de alarma se prendió y apagó repetidas veces. No sonó como la simple luz que era. Sonó rabiosa, histérica, iracunda. Silverio entendió los berrinches de la luz y bajó sin hacer escándalo. Al llegar a la puerta de servicio del departamento B del primer piso, golpeó acariciándola con sus nudillos, indicando con ese golpeteo preestablecido, que era él quien acudía por el llamado desesperado. No usó su llave. Ignoraba lo que realmente ocurría en ese departamento. Si topaba con Podestá se habría visto envuelto en una verdadera desgracia.

Abigaíl abrió confiada, esperando el socorro que reclamó con sus destellos a través de la lamparilla roja. Al entrar sigiloso, Silverio le vio el rostro desfigurado, la boca herida de un solo interrogante. Le dijo que la aguja sorprendente –conservaba esa imagen con un puntito rojo en su extremo subcutáneo–, entró matando clandestina una vida de secretos que se esperaba durara como duró su estirpe. Silverio no precisó mayores explicaciones. Sin embargo, Abigaíl no reparó en el gesto de silencio que le hizo apenas ingresó. Balbuceó “me parece que se murió”, o algo así como “el tipo se murió”. No era lo que “Pérez y Pérez” esperaba de él. Cuando recibió el mensaje por el celular de emergencia que tenían asignado por una situación anómala con Podestá, suspiró con fuerza y solo dijo “qué hijo de puta”. Y repitió con más fastidio “¡qué pedazo de hijo de puta!” Y se acordó del “puto martillo de brujas”, y comprendió que Podestá jodió el asunto como ninguno. “Su martillo de brujas y toda su mierda en helicóptero”, despotricaba “Pérez y Pérez” mientras digería la noticia de la muerte anticipada del “Vasco”. Una muerte irresponsable. Una muerte al “divino pedo”. Todo el plan “A” se acabó en el último jadeo del vicioso. A los tumbos, entonces, el gambito para seguir la partida, tal vez buscando tablas, para salvar la ropa.

“Pérez y Pérez” sabía que de la muerte nadie podía retornar, y menos el “gran coronel Don Arancibia López Huidobro”, –como recitaría la fanfarria militar el día de sus exequias–, por quien ni Dios ni el mismísimo diablo, harían una modesta concesión para ayudarlo a esquivar el hoyo de la tumba. Allí viajó y allí se quedaría, descendido a sus infiernos.

Silverio le indicó a Abigaíl que esperara con un ademán de su mano, y luego se llevó el dedo índice a los labios para reclamarle silencio. Calma y silencio, acallar las palpitaciones al galope. La sangre de la amante hacía también su ruido en la cabeza, sonando a herramienta que remueve encarnizados escombros, como si un ave rapaz desde adentro del cráneo, insistiera a picotazos salir a través de los ojos desbocados, aterida de pánico, irreconocible. Y el muerto ahí, tirado, como una marca boba, una soga de carne y hueso inanimada, desnudo, exánime, derrotado.

Volvería, le dijo para calmarla; que estuviera segura que volvería a ordenar esa muerte en posición de feto, con prolijas amarras en las manos y pies, para que no manoteara ni pataleara a los dioses rabiosos que lo esperaron apetitoso esa noche en que empezó a ser larva y solo larva, en una bóveda de hielo. Volvería por el muerto y también por ella. Y a cada uno lo suyo, lo que le tocara de ahí en más y para siempre. Tenía que mandar los mensajes a su base, como “Pérez y Pérez” le había ordenado ante cualquier emergencia, y saber así el destino de las cosas.

Subió sereno los cinco pisos que lo separaban de su departamento. Nada de correr, la fatiga no arreglaba esos asuntos. Sin ruidos, respirando apenas; llegó huraño, mirando en todas direcciones para espantar por si acaso una maldición del muerto que dejó allí abajo. Abrió la puerta, de la que mantenía adecuadamente aceitadas sus rudas bisagras para que no chirriara alcahuetas, y despertara a otros viejos que dormían su eucarístico sueño en la noche citadina. Ingresó sigiloso y buscó en un cofre un teléfono que nunca antes había utilizado.

Su primer mensaje fue “Job 14:10-12”. Esperó la respuesta. Minutos después llegó. “Marcos 16:5”, decía escueto. Y luego, otro, tan breve como el primero. “Ezequiel 3:1”. Cabeceó asistiendo. Sus dedazos no lo ayudan a escribir rápido y bien. Tecleó y borró varias veces, torpe, nervioso. Finalmente escribió “Job 38:30”. Como respuesta leyó “Salmos 72:19”. Allí terminó el intercambio de mensajes.

Pidió ratificar la orden sobre Abigaíl. Escribió “¿Levítico 18:22?”. Si Abigaíl hubiese tenido oportunidad de leer el texto que el hombrón enviaba desde ese celular, no habría tenido inconveniente en saber qué estaban tramando. Nadie como ella conocía la Biblia, la tenía estampada en todo el cuerpo, a varillazos. Fueron dos mensajes, el primero decía: “Números 21:17”, al que Silverio respondió: “¿Si es negativo?” “Mateo 14:1”. Leyó sin error. Ya no necesitó responder. Se cargó de un facón grande que emboscó en sus enormes pantalones de trabajo, por detrás del cuchillo verijero que siempre llevaba para defenderse. Si tenía que hacerlo, el tajo sería grande, un descogote profundo, irreparable. El estropicio de sangre ya se vería cómo componerlo. “¡Así es la vida!”, se dijo y no por consolarse, “órdenes son órdenes”. Ni sabía que en la historia de Abigaíl otra cabeza rodó a la sepultura por otra lascivia manifiesta. “Órdenes son órdenes”, obediente y sin congoja, se animó a lo que viniera. ¡Era tan improbable que ese ser extraño saltara con éxito su fuga! Solo una langosta, solo un felino en estado de combate llegaría a ese extremo satisfactoriamente. “¡Así es la vida!” ¿Por qué el salto propuesto? Interrogó cuando se trazó esa hipótesis de fuga. “Para que se mate”, le dijeron y no preguntó más, era innecesario. Recordó entonces lo que Podestá le enrostró una vez por metido, “saber es lo peor que le puede pasar. El que sabe muere primero”. En ciertas lides, ser ignorante es un salvoconducto.

Volvió al departamento, pero en esa oportunidad ingresó usando su llave maestra. Las luces y sombras se fatigaban entre los cuerpos con vida del hombrón y la ninfa, y el del muerto que ya adquiría cierta apariencia apelmazada. Se quedó mirando como embobado la escena. Admiraba inexplicablemente esa escuálida estética de Podestá en ese cuarto que los arquitectos habían destinado al personal de servicio, aunque él lo había reservado para sus encuentros sexuales. El sexo se le hacía ritual en ese antro; pestilente, amargo, triturado. Era donde desde hacía un tiempo, recibía a Abigaíl, su propiedad. Otras parejas menos cordiales también pasaron lúbricas noches con el hombre que yacía muerto.

A pesar de que restringió el uso del lugar a sus encuentros amorosos, para Silverio mantenía cierto encanto el adorno del cuartucho. Era una mezcla de ascetismo espartano y detalles de mayordomía, como para que el ambiente pudiera contener tanto al esquizoide que eyaculaba en pus sus venenos, como a la pareja de turno, sin dejar nunca de establecer la diferencia social que los abismaba. Para todos sus visitantes, la misma orden de siempre. De veinte a veinte y diez, de siete a la siete y diez, las cámaras debían dejar de filmar. Si hubiese sabido que otro jefe, su superior, revocó su orden de apagarlas esos diez minutos a la llegada y a la partida de sus amantes, se hubiera comportado como una fiera. “¿Apagar las cámaras?”, preguntó exaltado “Pérez y Pérez” cuando Silverio le contó lo de la orden. “Ni en pedo. Que se deje de joder.” Fue la respuesta. Pero el portero nunca le transmitió a Podestá la contraorden. “Pérez y Pérez” descartaba que no lo haría. Lo autorizó a no entregar aquellos DVD que correspondían al viernes y el sábado del encuentro. Le ordenó conservarlo en su departamento, la caja fuerte que se instaló allí, era lo suficientemente segura como para resguardar las grabaciones.

Pero si la disposición fue inútil para Silverio no lo fue para Abigaíl. Siempre fue puntual, y Podestá sabía que siempre lo sería. El escrupuloso sentido de la puntualidad se le infundió como vitamina por los poros de la piel. Tal vez fue el choque de sudores de eléctricos jadeos, el que transmitió ese temor a un retraso, a un equívoco horario.

  • Era un milico. ¿No? –Afirmó Silverio con simple sonrisa trasparente–. Una orden y a cumplirla, qué mierda. Y sino, al carajo. –Y mientras hablaba con desenfreno en voz baja, empezó a manipular el cadáver.
  • Más o menos. –Tímida Abigaíl aprobaba desorientada la humorada del gigante. No comprendía por qué tanta naturalidad frente a un suceso desgraciado.
  • Puntualidad. Puntualidad y método. A tal hora me levanto, a tal hora me lavo los dientes, tantos segundos para cepillarme, tantos para enjuagarme; a tal hora voy a cagar, tantos segundos para limpiarme el culo, tantos para entrar, tantos para salir… así para todas las cosas, incluso para coger. ¿No? Simple. Vos de eso sabés porque eyaculaba con puntualidad. Sencillez y disciplina castrense. Planificación en estado puro. “¿Usaba forro?”, preguntó insolente. Abigaíl bajó la cabeza y no respondió de odio.
  • Ahora le abro la boca y adentro. –Explicó Silverio como si se tratase de un cirujano próximo a resolver una cirugía innovadora.
  • ¿Y eso qué es? –Preguntó indiferente.
  • “La venganza de los Pérez”. –Respondió con cínica convicción Silverio.
  • ¿Del tipo ese que veo con Marlene?
  • No sé de qué me hablás. –Silverio interrumpió la confidencia. Tenía presente aquello de que el que menos sabe, más vive. No era asunto suyo con quién habla ella o esa Marlene a quien desconocía.
  • ¿Esa es la venganza? ¿Ese rollito insignificante?
  • Este mismo. Este rollito va a dar qué hablar. Por este rollito, esta muerte tendrá un sentido inesperado.
  • Jamás pasés esta puerta. –La que daba de la zona de servicios a la concina-comedor–. Ni se te ocurra entrar en la casa. –Nunca debió refrendar la orden; obedeció sin cuestionar. Repitió murmurando para sí, las palabras pirograbadas en la puerta del roperito: “Ahora las sirvientas, a la cocina”. Cada uno sabía el lugar que le correspondía.
  • ¿Y qué hay de nosotros? ¿Qué será de nosotros? – pensó en preguntar, como si eso le pudiera dar algún alivio. Pero eligió callar. Supo que no hubiera recibido ninguna respuesta. Se asumió tan desdichada y solitaria como cuando llegó esa noche debajo de su blanca e inmaculada capelina blanca.

“Hay que dar el ejemplo”, decía ¿no? –con voz suave, imitando el tono con el que el coronel hablaba–. Si él podía, todos podían. No había excusas. Y a la mierda…

Para Silverio, la obsesión de la puntualidad, la relacionaba con la fascinación por la precisión de los cazadores furtivos. El acoso de la presa debía ser preciso para ser exitoso. Elegir el territorio de caza, emboscarse, esperar pacientemente, conocer los horarios de la víctima, usar el arma adecuada, todo se asociaba con lo puntual. La psicología del cazador furtivo se diferencia en un todo del cazador común. El cazador que se aviene a las normas, sigue el articulado que el formulario le impone. Mira, camina, atiende. Si le toca en gracia, dispara. Un tirito. Rara vez, dos. De ahí a que obtenga una pieza que lo reconforte, habrá que ver. Si lo logra, le cobrarán una riestra de impuestos interminables y muy onerosos, un verdadero robo.

En cambio, el cazador furtivo acecha, acosa, se regodea en el disparo, se satisface en la sangre que mana. Adora la muerte clandestina y la muerte clandestina es puntual, porque no sabe si tendrá otra oportunidad para manifestarse. Podestá era un especialista en ese asunto. Su relación con Abigaíl respondía a esos patrones. Cazador y presa. Victimario y víctima. Amo y esclava. Solo que la ecuación se resolvió abruptamente. La muerte debía ser, de ocurrir, oportuna y útil. Y hasta no era descabellado pensar que fuera en sentido inverso. Pero un evento ligado al vicio desbocado, modificó la sustancia del futuro que cabía esperarse para un hombre de las condiciones del oficial aquel y de su extraña pareja. No fue su voluntad lo que alteró el resultado, fue el propio cazador que, excedido, fue presa de sí mismo. El cazador resultó cazado y su víctima, observaba como se preparaba el cadáver para su momificación casera.

Silverio no apuró el rito del amarre del cadáver. No sabía por qué, pero esa era su orden, amarrarlo de manos y pies. Abigaíl se desentendió de la liturgia. ¿A qué los amarres? Entendió que lo estaba vistiendo de víctima al muerto. Y supo de inicio que la preparación solo era un dato menor. Sospechó a dónde iba a guardar el cadáver el portero. En esos años, aleccionada por Marian, se acostumbró a no preguntar por lo que no le decían. “No estamos para preguntar”, le dijo en más de una oportunidad, mientras la hostigaba con los versos de Schiller. “Lo nuestro no entra por los oídos”. Cierto, muy cierto. Hacía tiempo que su curiosidad estaba muerta.

De modo repentino cantó. Cantó para serenarse. Era una manera post morten de aislarse de la escena. Para alejarse del lugar a través de una musiquita liviana.

Silverio se irritó profundamente cuando oyó la canción. Abigaíl cantaba casi en voz alta. Tuvieron una discusión que fue subiendo el tono hasta que, ambos, se dieron cuenta de qué peligroso y estúpido era lo que estaban haciendo. Abigaíl midió a carcajadas lo cerca que estuvieron de una ridícula trifulca en la que ella llevaría la peor parte. El hombre comprendió que la querida del finado no se dejaría arrear como una vaca. Tocó el puñal con su mano y midió el cogote de la amante, por las dudas.

Cuando Silverio terminó de preparar el cadáver, de rodear sus tobillos con cinta, así como las muñecas, dedicó sus esfuerzos a acomodar la tumba en la que debía quedar depositado hasta que, por alguna circunstancia que él ignoraba, fuera descubierto. El rollo de papel que debía introducir en la boca del muerto, estaba todavía en un pequeño saco esterilizado, dentro en un bolsito minúsculo que Silverio llevaba colgando del cuello.

Abrió con delicadeza el mueble dentro del cual se hallaba el freezer James Horizontal Fhj310k, importado. También levantó la tapa del congelador. El freezer estaba vacío. Un vapor helado se alzó con forma de estambres desde su interior. Un olor a húmedo cadáver invadió las narices confundiendo el olfato. Con frecuencia, el coronel lo vaciaba para limpiarlo. Siempre era poco lo que conservaba en él. Sus largas ausencias, su discreción en la comida, hacían que no fuera mucho lo que necesitaba conservar en el congelador.

Acomodar el cuerpo no le implicó ningún esfuerzo. Silverio era muy fuerte como para que aquello lo complicara. El coronel, de condición atlética a pesar de su edad, en los últimos tiempos se había desmejorado y perdido peso quizá en exceso.

Sacó del pequeño attache el rollito, prolijo, apretadito, para introducirlo en la boca del desgraciado. Abigaíl miró entre asombrada y escéptica la escena.

Abigaíl dudó en preguntar. No podía imaginar como un rollo de tamaño insignificante, de no más de dos centímetros de largo y tal vez uno y medio de diámetro, podía condensar “la venganza de los Pérez”, unos tipos que se le hacían de piedra, de madera dura, de soportar martirios. Su odio, estaba segura, no podía caber en algo tan minúsculo. No sabía qué le ofertó Marlene al muchacho, pero recordaba su gesto de rechazo y su seca negativa al convite que leyó en una cartita que le entregó la chiquita esa tarde en el bar donde se vieron. “no, no, no”, repitió tres veces y le devolvió el sobrecito con el papelucho adentro.

En el rollo solo había algunas vocales, algunas consonantes, todas borroneadas y confusas, que obligarían a sesudos especialistas a descifrar el acertijo que los rufianes de la moderna inquisición, los esparcidores de la muerte, habían pergeñado de llegar a una situación semejante. Cuando culminaran sus estudios, la logia de los “Pérez”¸ quedaría sindicada como la responsable del asesinato. El gambito, sin embargo, resultaría un fracaso. En las sombras, otro burócrata esperaba agazapado aprovechar en su favor la felonía hasta que el propio Reinafé convocó a un concordato entre las partes en disputa. Allí acabó la milicia entre los propios.

Abigaíl miraba la patética tumba sin expresión en el rostro. Si se lo hubiese permitido, habría sonreído. Sus interrogantes no estaban entonces dirigidos al muerto ni a su extraña sepultura. Eran sobre su vida. Ante la mirada asombrada del portero que la observaba aferrado a la cuchilla disimulada entre la ropa, se puso de pie y se encogió de hombros; dio unos pasos en dirección al mueble donde ya reposaba el muerto con su recado en la boca, como yendo a un lugar imaginario, y vio un inmenso portal que tenía en el frontispicio una inscripción que decía en letras de molde “descartable”. Silverio la aparató con delicadeza y cerró las tapas, ocultando el cadáver de la vista.

El bedel, devenido en sepulturero, se movía cómodo en el ambiente; demostraba estar familiarizado con la casa. Tenía un conocimiento preciso de todo lo que allí había y de cómo se debía manipular cada cosa. Era llamativo apreciar semejante hombrón moverse con una delicadeza extrema. Abigaíl seguía sus cuidados movimientos en silencio.

¡No era esa la primera vez que incursionaba en el sector de servicios del departamento! Por su carácter y su formación, jamás hubiera improvisado. Supo aprovechar las largas ausencias del coronel cuando se hallaba en misión por su tarea. Combinaba precisión y completa prolijidad en su relevamiento. “Pérez y Pérez” se lo había exigido, y de eso modo, además de completar la provocación del rollo en la boca, puso a prueba las habilidades de penetración del gigante.

Silverio conocía de memoria –y hasta podría haberlo hecho con los ojos cerrados–, las dimensiones de la habitación en donde el coronel tenía sus encuentros amorosos. El largo de la cama, la consistencia del colchón, el olor del cotín, el volumen del ropero, los cuidados del freezer.

Antes de la muerte, en todas las oportunidades que pudo, midió con sus observaciones el lavadero, su piletón azulejado con mosaicos multicolor, recordaba incluso cuántos y de qué color eran los azulejos venecianos que dibujaban ese arabesco sofisticado en la amplia pileta de lavar. El pequeño baño (con seguridad, salvo Abigaíl, no lo utilizaba ninguna otra persona), con su antiguo inodoro de cascada inglés marca “Pescadas”, sus tablas de asiento laqueadas. Todo conservado con esmero. La ducha, en cambio, había sido anulada. Donde estuvo el caño acodado y la flor, había un tapón de hierro que dejaba ver una colita minúscula de estopa, anulando la salida de agua de la ducha. A Abigaíl le hubiese gustado poder ducharse para volver a su casa. Se lo pidió con temor no a una reprimenda, sino a una paliza. En más de una oportunidad la cacheteó mientras le decía en voz baja “puta de mierda”. Si a Abigaíl en esas circunstancias se le hubiese ocurrido levantar la voz, la hubiese molido a golpes. Pero el desquiciado, en esa ocasión, descartó el pedido solo con un gesto despectivo. “Me gustan sucias y con olor a sexo”, le respondió repulsivo. Mentía.

Al baño principal, el que estaba en el cuerpo central de la casa, nunca le consintió su acceso. Se lo dijo de modo terminante la primera vez que la citó para un encuentro.

Aunque nunca lo manifestó más que en un par de oportunidades, Silverio disfrutaba que Podestá, tan pagado de sí mismo, nunca descubrió su ingreso a la zona de servicio. Se regodeaba ante “Pérez y Pérez” que, sin embargo, no dejó de advertirle lo peligroso que era ese juego. Si el coronel descubría sus incursiones, las consecuencias no serían agradables. Con mucho esfuerzo lo pondría a salvo a mil kilómetros de distancia. Aunque Silverio sabía que eso no era seguro.

La mayor osadía fue llegar hasta la biblioteca del finado, y allí recortar con precisión de cirujano, el libro de la “Historia de Belgrano”, de Bartolomé Mitre, que usaron para la serpentina funeraria que, especulaban entonces, pondrían en la boca del muerto, cuando la logia cayera en la trampa del homicidio que “Pérez y Pérez” organizaba, usando a Marlene y Abigaíl, sin que estas supieran realmente a qué servían. La puerta de entrada a la debacle de la logia, debía ser ese muchacho que se apodaba Bado y que administraba las pruebas en contra de la Agencia, entregándole documentos secretos a un mediocre periodista, que un desquiciado almacenó en un archivero en la mansión del norte.

Las incursiones de Silverio en los dominios del cazador furtivo, las realizó para conocer a fondo el escenario de la trampa contra los relicarios. Cuando se pensó en el rollo, ya se tenía clara conciencia de que la vida de Podestá estaba muy comprometida por sus vicios. Y, además, aunque ninguno de ellos lo sabía, estaba el asunto del rosario, que selló ese destino con el mismo peso del bloque de cemento que llevó la monja amarrado a sus pies la noche del vuelo de la muerte.

La hipótesis de su muerte tomó cuerpo en todos los planificadores. Y “Pérez y Pérez” que no era estúpido, lo habló con el propio Podestá. Morir “al pedo”, le dijo, “una desgracia terminar tu vida de un modo indigno”. Un último servicio y el bronce para siempre. Como Belgrano, como San Martín. A Podestá siempre le sonó a fanfarroneada, a oferta fácil e incumplible. San Martín, Belgrano, Podestá… “¡Qué boludez!” se consoló inteligente.

El coronel libidinoso sabía que el consumo de drogas era cada vez mayor y cada vez más brutal; no podía acotarlo, lo dominaba cuando se lo proponía. Ni toda su voluntad de infante entrenado para acosos interminables, ni su inquietante preparación como comando, le aseguraban cierto control sobre sus vicios. Y aunque “Pérez y Pérez” no le dijo lo del rosario, lo intuyó. Ser un cebo que tentara la venganza de los conspirados no le pareció descabellado. Pero no era su muerte lo que estaba en sus planes, si la propia venganza del fracaso del norte.

De las incursiones en su casa no estuvo nunca enterado. Para “Pérez y Pérez” esa ignorancia demostraba la decadencia de su camarada. Pero Silverio, luego de un tiempo, hizo de sus incursiones también un vicio. No se trataba de encender un porro ni aspirar una línea, era más sutil, incluso estimulante, como un elixir excitante que convocaba hedonista a la falta de respeto.

El placer que sentía al incursionar en la vivienda de ese jefe, se había vuelto su propia droga. Nada de química, nada de combinaciones temerarias. Paso leve, exacto, sin rozar ni muebles ni adornos, excitarse al tantear los libros, los discos, los cuadros, sentir en las yemas de los dedos un orgasmo portentoso. Había quedado atrás el desafío que “Pérez y Pérez” le hizo para ponerlo a prueba. Se transformó en vicio transgredir los dominios prohibidos, burlarse del encumbrado jefe, ese asesino profesional implicado fuera a saberse en cuántas muertes, y salir victorioso en cada incursión.

En soledad, en su cama, recordaba cada oportunidad en que penetraba la vivienda. Inventariaba el ingreso, las miradas en un sentido y otro, abajo y arriba, atrás y adelante, de un lado al otro, repasaba los rincones y, en especial, identificaba los olores. Teatralizaba su participación en el futuro. Ensayaba sus trabajos. Simulaba preparar el o los cadáveres. ¿Cómo podría saber el desenlace que tendrían esos coitos de sexos de serpientes, con sabor a corrales, a garfios que agonizan los tejidos humanos, de entraña ensangrentada? Sexo adobado de tétricas combinaciones químicas en forma de pastillas, líquidos y polvos narcotizantes, necrotizantes de la arrugada alma de ese par de viciosos.

Pronosticaba los amarres (como de seguro debería hacer como le indicó su jefe para simular un rito vengativo), introducir el cuerpo en el freezer con absoluto cuidado, introducir el rollo en la boca muerta, limpiar la habitación con obsesivo esmero. Repasar el lugar con la mirada. Salir sin hacer ruido. Volver a su apartamento, en la terraza. Descansar alegre. Satisfecho.

Pocas personas podían atribuirse la perspicacia de reconocer cualquier perfume en el ambiente, en la cama, en los muebles, donde fuera. Silverio podía oler el particular aroma del coronel, incluso desde su departamento en la terraza, después del sexto y último piso. Era una rara virtud que no sabía a qué atribuirla. Ese tufo a veces lo exasperaba.

En sus incursiones a la habitación de servicio, lo que más lo convocaba era el olor del cotín. Y eso que Podestá se esmeraba en limpiarlo luego de cada relación. Su preocupación por no manchar el colchón lo decidió a disponer sobre el mismo, primero, un nylon de buen gramaje, trasparente, que crujía con el movimiento de los cuerpos. Era un ruido que fatigaba a Abigaíl. Lo llevaba en sus oídos durante días.

Luego, una gruesa sábana muy vieja pero muy bien conservada. Así, defendía la higiene del colchón de cualquier fluido que pudiera mancharlo. Detestaba esas manchas, más si eran de mierda y esperma. O saliva y esperma. Sangre y esperma. Porque a veces su coito era tan violento, que alguna sangre se escabullía entre las piernas.

Tal vez a Silverio lo que lo atraía de ese perfume penetrante, mezcla de sexo y brutalidad que quedaba impregnando en la tela floreada del colchón de una plaza, fuera su persistencia, su capacidad de sobreponerse a cualquier limpieza, a cualquier perfume. Era una permanencia que no tenía que ver con la cualidad de los olores o de los perfumes de los cuerpos. No podía explicarla, pero podía hasta palparla. Tenía algo glacial, de azote de varilla, de tajo en la garganta.

Con las sábanas Podestá era más exagerado. El coronel evaluó, en alguna oportunidad, deshacerse de ellas luego de una noche de sexo, incinerándolas. Le sobraban lugares donde hacerlo. Su obstinación no llegó a tanto. Pero hacía lavar las sábanas con obsesión maníaca. Las mandaba a un pequeño lavadero a la vuelta del edificio. Y en más de una oportunidad había regresado con las mismas para que las volvieran a lavar.

Las pasaba por su nariz y captaba quizás esa mínima molécula de olor a semen, o, pero aun, a sudor de Abigaíl, que era frecuente, porque la habitación pequeña carecía de buena ventilación y el calor sofocante hacía sudar los cuerpos en refriega de manera abundante. La gruesa tela de trama prieta debajo de la sábana, y el nylon impermeable sobre el cotín de lana, aumentaban aún más el calor haciéndolo, a veces, insoportable.

El olor de la transpiración lo distinguía como distingue un animal salvaje el perfume de la sangre que mana de una presa herida. El suyo, consideraba, era varonil, punzante. El de Abigaíl, perverso, inquietante. No debía, entonces, quedar ni el menor rastro de ellos. Así que, hasta que no se satisficiera su necesidad de limpieza impoluta, las sábanas debían ser lavadas todas las veces que fueran suficientes.

No discutía jamás el pago por ello. Se lavaban todas las veces que el cliente lo reclamara, y este pagaba los servicios sin molestarse. Uno, dos tres, las veces que consideraba indispensable. Solo cuando frotaba contra su nariz las sábanas y le quedaba en los cornetes prendidos solo los olores del jabón líquido y del enjuague para ropa, es que se daba por satisfactoria la limpieza.

El propietario ya se había acostumbrado a la obsesión de su cliente y en alguna oportunidad, no siempre, había decidido no cobrarle el último lavado en homenaje a un consumidor tan perseverante y limpio hasta la obsesión.

En cambio, para Silverio, que podía distinguir entre esos olores el perfume de Abigaíl, percibía en él una desesperación de sangres. Se hacía tan evidente en su cerebro, que hasta se configuraba el tamaño de una mortaja prematura, en forma de baldosa, al borde de un asfalto inanimado.

Estaba convencido todo ese tiempo, desde que Podestá le presento a Abigaíl, que estaba tratando con dos cadáveres que ignoraban su muerte. O que tal vez ya hubieran muerto, uno aullando al ardor incinerante de “Juana de Arco”, y el otro en el sucucho del rancho perdido, y no se hubieran dado cuenta de sus malogrados destinos. Por una condición especialísima esas esqueléticas figuras, se prolongaron hasta esa habitación de eyaculaciones harpías, alargando en el tiempo lo que estaba predicho, para hacer evidentes todas las cicatrices que reptaban sinuosas por las almas de esos dos condenados.

Él mismo se consideraba un muerto en estado latente. “Pérez y Pérez” le prometió hasta el hartazgo salvarlo de cualquier desgracia. Silverio agradecido, estaba convencido que esas eran palabras ligeras como las hojas muertas. Por eso andaba calzado siempre con su cuchillo verijero. Nada de armas, mucho ruido. La deflagración, el olor de la pólvora, el estampido titánico de la bala lanzada hacia la muerte, no lo conformaban. Le dijo a “Pérez y Pérez” un día de confesiones: “no va a ser gratis, jefe. Al que venga con ganas de ponerme, lo llevo puesto”.

Miró a Abigaíl con desconfianza, siempre la mano en el mango de la cuchilla. ¿Y ahora?, se preguntó. ¿Salto, degüello, estrangulamiento? ¿Y ahora? ¿Qué hacemos? Pareció preguntarle al amante con ojos de borrego abandonado.

Abigaíl se tomó el cuello con las domas manos. Pareció protegerlo; fue solo un acto reflejo. Quedó su espejo enfrentado a otro espejo, la garganta abierta, transparente en sangre, acongojada. Pero en los ojos del gigante se vio langosta, gato, rana, viento. Era un salto imposible, al vacío inexplicable. Pero no esa noche, otra, distinta. Vio la mano en la cuchilla, el ojo en su cuello, y un susurro de tráquea sonando hasta la fractura.


[1] William Shakespeare.


[1] De acuerdo a la entrevista que se transcribe en el capítulo segundo de este libro, existe la posibilidad de que “Podestá” y Arancibia López Huidobro fueran la misma persona. Elegimos mantener el nombre de “Podestá” en la generalidad de las ocasiones que se lo menciona, sin descartar el uso de su nombre (Arancibia) y su doble apellido (López Huidobro). También se lo nombra por su apodo “Vasco”. Lo hacemos a sabiendas de que no hay plena seguridad de que se trate de la misma persona.

[2] Personal Civil de Inteligencia.

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