Ese día me sentía muy contenta; antes de levantarnos había convencido a mi hermana, que compartía la habitación conmigo, de jugar a las visitas. Era el juego que más me gustaba.
Yo nunca era anfitriona, ni visitante, ni hija, ni sobrina de nadie; de eso se ocupaban mis hermanas. Yo en todas las casas, siempre era la radio. Me apasionaba ese papel porque podía cantar, recitar, hacer de locutora, y esas eran las tareas más hermosas que existían; por eso sufría cuando alguien giraba la imaginaria perilla para apagarme.
Me acomodaba en un rincón de la sala y con las dos manos sujetaba delante de mi cara, uno de esos tarros redondos de Dulce de batata que el almacenero obsequiaba a mi madre y que ella utilizaba como molde para tortas.
Mientras la dueña de la casa ordenaba todo para recibir a la visita, ya la radio recomendaba el mejor jabón de tocador y anunciaba que, el próximo domingo, habría carreras en el hipódromo.
En el momento en que llegaba doña Paula, se oía, justamente, la canción que a ella le gustaba más; luego otra y después otra… Al poco tiempo los tímpanos de las comadres no resistían más, era cuando la dueña de casa se levantaba de su silla y con un sonoro ¡CLICK! Intentaba apagar la radio. Pero el aparato sufría un desperfecto inexplicable y no se apagaba. Por si los responsables de la emisora no se hubiesen percatado, la mujer decía en voz muy alta:
¡¡ Voy a apagar la radio !!, ¡¡CLICK!
Pero la susodicha seguía encendida. Una vez, dos veces, y nada . . . Se enfurecía la señora y le aplicaba un violento puñetazo al artefacto, que a la vez, del otro lado, hacía impacto en pleno rostro de la locutora, quién en ese momento, se esforzaba por calcular la temperatura ambiente, para dar ¡la exacta información!
A esa altura de las circunstancias, ya la anfitriona recibía el apoyo logístico de su ocasional visitante, quién le aconsejaba que atacase por los laterales, por la retaguardia, ¡por dónde fuere! . Había que terminar con esos malditos sonidos, decían.
Pegaba la señora . . . Y pegaba su visita . . .
Indignada por tanta violencia y superada numéricamente, la pobre radio no tenía más remedio que acallar sus voces. Y como si fuera poco, hacer algunas concesiones; por ejemplo, prometer que la próxima vez que se jugara a esto, se apagaría inmediatamente cuando la dueña de casa lo dispusiera.
– Señoras y señores: ante los hechos que son de conocimiento público, interrumpimos nuestra transmisión, por razones de fuerza mayor. Buenas noches.
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