La primera vez, que yo recuerde, fue cuando me regalaron aquella cámara. Cumplía quince años. Pero, si me la regalaron es que ya habían notado mi obsesión por observar detalles mínimos, secundarios, detalles en los que nadie se fijaba. Un agujero en la tierra; una rama, sólo esa, única, quizá idéntica a las demás, hipnótica para mí; un anciano sentado el banco del parque con la mirada perdida; un bebé llorando mientras su madre atiende al hermano; una nube sólida, frágil y necia, que rueda hasta desaparecer. A veces, permanecía inmóvil largo rato observando un pájaro que movía la cabeza de un lado a otro. Creo que deseaba descubrir porqué las cosas estaban ahí y después, quizá, no estarían. ¿Quién sabe lo que habría en esa cabecita de niño? De un modo u otro, mi primera cámara de fotos me dio una capacidad sobre lo real que mis padres hubieran temido de sospecharlo: el super poder de captar lo efímero, de parar el movimiento natural de las cosas.
El resultado de mi tarea en las tardes de verano eran hormigas en primer plano, el bostezo del frutero, un niño saltando en el charco de la fuente. Fotos que nadie entendía. Se hubiera esperado de mí que fotografiara paisajes, reuniones familiares, muchachas posando.
Elegí como novia la chica en la que no se fijaron mis amigos. Una mujer de curvas indomables que vestía para disimular todos sus complejos. Yo, sin embargo, desembalé la pasión con una Nikon. Pasaba horas observando un pliegue de la sábana cubriendo su cuello, casi cubriendo su cuello. Era el pliegue, a punto de desaparecer cuando ella se moviera, lo que me hipnotizaba. Mi lente acariciaba sus muslos, reverenciaba la luz que se posaba en ella, que se deslizaba hacia sus profundidades. Su melena, compuesta de millones de huellas, peleando, desafiando la jornada, era el centro de mi vida.
Nunca quise profesionalizar mi pasión por la fotografía. Rondaba los treinta y me conformaba con un empleo de administrativo en un despacho de abogados. Para mí la cámara era una inevitable caricia sobre lo que veía. No era capaz de tocar la vejez, pero podía captar el mínimo instante en que la melancolía de los viejos acerca un paso más hacia la muerte.
El golpe de la primavera, la lluvia desesperada de mayo; una niña bajando un tobogán; un hombre en la barra del bar frente a un vino, el vaso de vino resbalando por su garganta, calentando su culpa; un papel de helado, hojas secas, un pañuelo sucio y la sacudida del viento. No puedo tocar el asco, nombrar las ausencias, parar la infancia, detener el frenético ritmo de las estaciones. ¡No, no puedo! Mi hija jugando, la cazuela de su madre en ebullición, un libro que cae, un gato ágil saltando la valla, los pasos lentos, nadar hasta crear silencio, silencio dentro, silencio azul. La densidad que sostiene el movimiento no se deja penetrar, aun así, disparo, disparo, disparo una y otra vez.
Lidia dormía en el sofá. La tarde de sábado la arropaba y parecía una de mis fotografías. Me pareció lo más cercano a la quietud, a la posibilidad de atrapar el instante. Entonces empecé a fotografiar durmientes, rostros parados en el sueño, en la profundidad. El mejor lugar era la estación, donde había siempre alguien abandonado a las horas de espera. Una pareja de turistas durmiendo cabeza sobre cabeza, un hombre sin hogar que pasaba las horas en el último banco, un bebé sobre los brazos de la madre, muchos bebés a lo largo de los años que pasé fotografiando en la estación, en el mercado, en la plaza.
La quietud de los durmientes me llevó a la quietud de los muertos. Fue acompañando a mi amigo en el duelo de su padre. El reflejo pálido de esos rostros sin vida me permitía respirar despacio. Observar la quietud me obsesionó y empecé a colarme en los velorios. En un descuido de familiares hacía fotos al difunto. Era marzo helado, por un momento, mi necesidad de atrapar momentos efímeros, me hizo pensar. Esta vez estaba tomando fotos de un instante eterno, la muerte.
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