Era pleno 1972, período en que la clase trabajadora comenzó a recorrer un camino para conquistar sus derechos, sus demandas. Requerían dar respuesta a los problemas de la sociedad, a la pobreza y a la escasez de alimentos. Se proponía terminar con la sociedad de clases. Se comenzó a dar paso al llamado gobierno del pueblo. Los cordones industriales fueron la respuesta que entregó la clase obrera ante el empresariado. La responsabilidad de producción quedó en manos de los sindicatos y sus trabajadores. Los beneficiados serían los sectores más carentes.
Era un período muy tenso y de gran agitación social. El gobierno había sido superado. La clase trabajadora, mediante los cordones industriales, entregó una respuesta certera, sin miedo y ofensiva ante la oposición y los empresarios. Los obreros estaban decididos, incluso a tomar las armas para defender lo que el pueblo trabajador había aportado a la riqueza de un grupo privilegiado. Por otro lado los acomodados, también la clase media, se sentían vulnerados en sus derechos y seguridad. Eran dos bandos irreconciliables. El aparato estatal no daba las garantías de seguridad para una sana o al menos aceptable convivencia. El país había experimentado distintas protestas, que había desembocado en el gran paro de octubre.
Las noticias eran siempre de ataque de posturas ideológicas. El país se había radicalizado, también la prensa. La sociedad vivía en un estado de alerta que afectaba el acontecer nacional y la vida cotidiana. La visión de país cada vez era más polarizada. Algunas instituciones de carácter no gubernamental ni política trataban de mediar. Se escuchaba frases clises, estereotipadas, como: “Chile es de todos”, “El alma nacional”, “Todos somos responsables de todo”, “La unidad es la única salvación”, “La patria conquistó su futuro” y muchas más. Acercarse a los kioscos era ver titulares y noticias cargadas de descalificaciones y odio, con términos groseros e incontables. Se utilizaba un lenguaje inculto informal, vulgarizándolo todo. La manera de contar los hechos —o mal contar los hechos— era a través de un lenguaje casi obsceno. Lo popular o coloquial sería una joya ante estas vergonzosas expresiones. El periodismo había perdido su propósito; había caído muy bajo. Muchas veces me avergonzaba de ese lenguaje, sentía vergüenza ajena —pensaba en lo que dirían mis profesores de ello—.
Se debatían proyectos de leyes de manera incesante, pero permanecían por largo tiempo en el parlamento. Había una lucha permanente de poder. Las políticas públicas favorables, muchas veces no tenían el presupuesto para hacerlas efectivas. Declaraciones inoportunas de un lado e inadecuadas del otro La violencia se había apoderado de los distintos actores de la vida nacional.
En la academia prácticamente no se conversaba de temas políticos. Siempre se privilegió los tiempos únicamente para el desarrollo académico. Sin embargo, durante el año se vio interrumpido el proceso por distintos paros y movilizaciones sociales. Claro, los profesores tomaban medidas para que estudiáramos en casa.
La editorial, por ser una empresa estratégica, permanecía siempre activa. Cada día era un trabajo incesante de trabajadores y maquinarias. La política de la empresa permanecía intacta, llevar la cultura a los distintos rincones de la capital y del país. El tiraje eran montañas de libros, revistas y otros ejemplares, como nunca antes visto en el país. Los compromisos internacionales seguían en aumento. La diversidad de títulos de producción propia, era lejos la más numerosa de Latinoamérica.
Habíamos terminado un año muy convulsionado. Comenzaba 1973, con tanta o más tirantez y resistencia que el que había ocurrido hasta ahora. Se decía que era un clima de efervescencia social como nunca antes. Estábamos en verano, luego llegaría marzo. Tenía temor por lo que podría venir. Se especulaba de todo. Desde un quiebre institucional hasta una guerra civil, pasando por anarquía, intervención, sublevación y tantas otras calamidades. De alguna manera, o mejor, de gran manera, todo mi presente y futuro dependía de la estabilidad del país. Mi apreciación de la convivencia nacional era pesimista. La editorial era un lugar privilegiado para estar al día del acontecer y con ello, de alguna manera, pronosticar los sucesos.
El trabajo en el departamento editor era cada vez más intenso. No había tiempo para otra cosa que ocuparse sin descanso. Cada semana, cada mes era más demandante. Lectura, correcciones, sugerencias, observaciones era parte de cada jornada. El éxito alcanzado por el proyecto editor nos exigía mucha dedicación. Antes de empezar a laborar nos reuníamos el equipo editor, bajo los lineamientos de la jefatura y el trabajo pormenorizado de los ejecutivos laborales. El compromiso era siempre el mismo o más, ascendente. Cuando me encontraba agotado, pensaba en las conversaciones que había tenido con jefes y ejecutivos. Sacaba fuerzas. Aparecía ese empuje inexplicable que proveía de energía suficiente.
—¡Estamos con algunas dificultades! ¡Muchas complicaciones!
—Las importaciones han sufrido mucho retraso, especialmente la tinta y repuestos. También algunas maquinarias de última generación.
—El papel es otra dificultad que tenemos con los proveedores. Estamos viendo la posibilidad de traerlo de Brasil —dijo don Belisario Arenas—.
—Estamos en invierno, por tanto todo se hace más crítico. ¿Qué vamos a hacer…? No lo sabemos —repitió otro ejecutivo—.
—Para nosotros julio y agosto son meses críticos en la producción de nuestra empresa y también en las otras empresas.
—Y la situación de inestabilidad y convulsión social agrava aún más las cosas. El panorama no se ve nada de alentador.
—Con suerte nos queda reservas para dos semanas. No hay tinta, menos papel.
—Las paralizaciones y huelgas hacen agravarlo todo. Eso acarreará dificultades para la solvencia de nuestra editora.
—¿Y los compromisos, los proveedores, los centenares de sueldos que cubrir…?
—El próximo mes nuestro director tiene agendada una reunión en el ministerio de Hacienda. Será importante. De ello dependerá el futuro de Quimantú.
Esto fue parte de lo que se conversó en aquella reunión extraordinaria de ejecutivos y asistentes con la jefatura de la empresa. Para mí fue un balde de agua fría. Era un futuro incierto para mí y para la empresa. Mis sueños y aspiraciones se desvanecían. Los sindicatos de la empresa tenían las mismas aprensiones. Lo que hasta hace poco era un proyecto próspero, hoy se desplomaba. No podía ser tanta maravilla mis logros conseguidos hasta hoy. No podía ser tanta fastuosidad.
Aquí estaba, en este punto. Frente a un panorama adverso. La academia por otro lado se hacía afectada por la tensión reinante. Estábamos en agosto y aún no se cerraba el semestre. Todo ello producto de paralizaciones y movilizaciones de índole local y nacional. Los diarios eran pesimistas, también los comentaristas radiales y de la televisión. La opinión pública estaba por el enfrentamiento. El desabastecimiento seguía en alza. Hasta para comprar productos no tanto imprescindibles había que hacer filas. Prosperó el mercado negro. Lo que estaba viviendo, lo hacía desde un lugar privilegiado —como lo dije—, desde primera fila, desde un lugar protagónico.
Recordaba a mi familia… y de la paz en la que vivían. Hasta sentí envidia por ello. En ese instante a mi mente llegó aquello del hijo pródigo. Jamás me haría ni la más mínima idea de volver a la montaña. Un día salí de la cordillera de Nahuelbuta y me prometí no regresar. No era por orgullo. Solo por desarrollo personal, nada más. Había conocido de la alegría y belleza del campo. También del sacrificio y las limitaciones propias del lugar. Aunque me había criado en sencillez y austeridad, también era justo que pensara en mis sueños. Vestí de poncho y chupalla, también de ojota y retobo. Ayudé a trabajar la tierra y a tantas tareas cotidianas. Ahora, después de un tiempo, había llegado a usar zapatos y vestirme de traje formal. El trabajo ahora era distinto, también mis estudios. Pero ahora todo podía cambiar. Los logros y comodidades se podían desvanecer de un momento a otro…
—¡Será un septiembre distinto!
—Durante las dos primeras semanas nos dedicaremos a avanzar en los contenidos. Recuerden que este año nos hemos atrasado en todo.
—Es imperioso avanzar en todo. Nada de lo importante debe quedar fuera. Nuestro programa de estudio es amplio y todo es importante —señaló el profesor Meneses—.
Este era la actitud de todos nuestros profesores, algo así como que el mundo se va acabar. Pedían que fuéramos maduros e informados para ser capaces de tomar decisiones.
—Estimados estudiantes, recuerden que en la vida estarán enfrentados a constantes aprietos o dilemas.
—Todas las decisiones implican una elección. Cada vez que escojan entre ellas, aceptarán aquellas que crean buenas y rechazarán aquellas que les parecen malas.
—Por lo tanto, todas las decisiones envuelven valores. A lo que Jean Piaget llama “conflictos cognitivos” para la toma de decisiones.
—Siempre se enfrentarán entre dos dimensiones: los intereses personales de bienestar y los intereses laborales o profesionales —dijo finalmente—.
Las clases seguían siendo intensas como siempre. Se escuchaba de reuniones frecuentes de profesores. La verdad es que para mí lo primordial eran los estudios, nada más. Poca atención ponía a conversaciones, discusiones o rumores del acontecer del país. Muchos liceos estaban en toma y en paro de profesores y de estudiantes. La academia siempre se había distinguido de privilegiar lo académico por sobre otros intereses.
—Hay tiempo para todo —decía el rector—.
—En la academia funcionamos como maestros y ustedes como profesores, fuera de nuestro horario, como ciudadanos —insistía—.
—Entonces, la justicia social comienza en el aula, primeramente estando en haciendo todas las clases y luego que estas clases se realicen bien.
—Esto permitirá entregar a ustedes las mejores herramientas para salir de cualquier tipo de vulnerabilidad y con ello, acceder a una profesión —insistía—.
El primer viernes de septiembre nos citaron a reunión con el director, el gerente y todo el equipo de ejecutivos laborales de la editora. Había un ambiente tenso. La preocupación era el desabastecimiento de la materia prima y los desperfectos habituales de las maquinarias. Eran temas recurrentes como consecuencia de ello.
—Es importante que guardemos la calma. Tendrá que haber alguna solución.
—Estamos en 1973, una década de tantos adelantos tecnológicos y nuestra empresa en una situación crítica. Toda una paradoja.
—El ministerio de Hacienda no ha dado ninguna solución.
—Hemos tocado otras tantas puertas y nada —dijo el director con frustración—.
—Tenemos agendada una reunión con nuestros acreedores el martes próximo y ese mismo día una apelación a Hacienda —concluyó—.
Fue un instante de mucho silencio. No se cruzó ni una sola palabra. Las miradas y rostros eran suficientes. Luego que se retiró el director y el gerente, nadie se movió. A mi mente se vino un escenario oscuro, quedando en blanco por un momento. Miraba por las ventanas, como queriendo encontrar respuestas. Allegué un catálogo de la editorial… observé atento las ilustraciones: el edificio, los talleres, los distintos diseños de libros y revistas, también el gran proyecto editor Quimantú.
Los asistentes fueron abandonando el lugar casi de manera sonámbula. La sala paulatinamente se fue quedando vacía. Quedé solo. Me costaba respirar.
Estábamos iniciando la segunda semana de septiembre. La rutina de siempre, de la casa al trabajo, del trabajo a la academia y en las calles una convivencia social agitada como siempre. Ese segundo martes de septiembre llegué únicamente hasta las puertas de la editorial.
Se bajó el telón de todo… de la editorial, de la academia, de mis sueños.
Me mantuve una semana en Santiago. Pensé en qué hacer. Tomé mi maleta y viajé hasta Concepción. Ahí me quedé. Jamás permitiría repetir el libreto del hijo pródigo.
Mis ahorros me duraron algunas semanas. Luego me empleé en la feria libre de calle Rodríguez. He hecho de todo; desde cargar sacos, arrastrar carretillas, recoger desperdicios, hasta gritar mercaderías.
Espero algún día juntar dinero y viajar a Buenos Aires. Allá la empresa editora es una de las más grandes y prósperas. En Argentina no se paga impuesto a los libros.
Ahora me hacía sentido las palabras del director: “No permitan que nadie le robe su sueño. Sigan su corazón sin importar las consecuencias”.
Yo tengo un sueño y es mío.
OPINIONES Y COMENTARIOS