Llegando entré y saludé a quienes me estaban mirando y amablemente contesté a quiénes me saludaron. En seguida me aproximé al cajón que contenía los restos mortales del difunto, me santigüé y con mucho fervor elevé mis oraciones por su alma. Luego de leer de reojo los nombres que aparecían en las blanquinegras esquelas que se lucían en los enormes y bonitos arreglos florales que expresaban su cariño y su dolor a los deudos, me acerqué a darles mi más sentido pésame y a manera de consuelo le dije al oído a la viuda. «Los tiempos de Dios son perfectos».
En seguida muy seriamente saludé a todos los presentes estrechándoles la mano y ellos me alcanzaron la suya con un gesto de dolor estampado en sus rostros que me decía. “¡Que en paz descanse!”. Luego busqué un lugar dónde tomar asiento por unas horas, para acompañar en su sufrimiento a la familia. Después se fueron armando los grupos donde los asistentes, desde los más vivarachos hasta los más opas, se pusieron a conversar, narrar y oír anécdotas y escuchar algunos chistes refinados o los malvados chismes que la alegre gente de este valle suele contar. Eso no puede ser de otro modo, porque estaban ni más, ni menos que en el velorio de un paisano, del que dirán casi todos los que harán uso de la palabra en su camino al cementerio. “¡Querido amigo no te has muerto, tan solo te has adelantado!”
Llegado el momento nos sirvieron unas tasas de ponche de almendras con un toque de aguardiente de caña del valle, acompañado de un trozo de torta, cuyo olor y sabor, por lo menos a mí, me acercó a los felices tiempos de la infancia, y quizá por eso se hizo más sabrosa la charla, pero sin perder la compostura, toda vez que la presencia del difunto y su inconsolable familia, desde su lugar, imponían un compasivo respeto. Sin participar directamente en ninguna de esas tertulias, yo me deleitaba escuchando las viejas chanzas pueblerinas que ahí se dicen o sorprendiéndome con las novedades que sucedieron delante de mis propias narices, pero que en todo o en parte, no me enteré. O lo bueno y lo malo que le sucedió a alguno de los paisanos. Y así muy sutilmente hablaban sin aludir puntualmente a alguien o algunos, aunque eso no era necesario, porque al tiro se sabía de quién o de quiénes y porqué estaban hablando. A veces lo hacían de un modo tan general que podrían estar hablando de varios de ellos, incluso de ti mismo sin que te dieras cuenta.
Por ahí la viuda de uno de los que se murieron cruelmente en los peores momentos de la pandemia, sin poder quejarse, ni despedirse de sus seres queridos, refiriéndose al fallecido como un pariente lejano y sin que se lo preguntaran comentó. “Por ejemplo mi abuelita que en sus buenos tiempos fue una hermosa mujer y la principal heredera de la hacienda “Orccopampa», tuvo dos hijos para Lucio Rodríguez, otros dos para un comerciante arequipeño que apellidaba Cabrera, uno para el administrador de su hacienda y el ultimito para un Guardia Civil que se llamaba Andrés Arce, que era tío del difunto”.
Al oír eso me apareció en la cabeza un signo de admiración que me dijo. “¡Ta’suagüela! y ni siquiera tuvo necesidad de casarse con ninguno”. Pero haciendo rápida memoria acerca de lo que se dijo, ese hecho no era ninguna novedad en otros tiempos, pues ser madre soltera con muchos hijos no era nada raro y eso sucedía dentro de no pocas familias que viviendo en la ciudad, eran dueñas de un pequeño fundo de esos que a los paisanos les encanta llamarla «hacienda» o de una buena chacra en las inmediaciones del pueblo, de donde a base de un trabajo constante salía el diario yantar en forma de maíz para los tamales, las humitas, los choclos, el mote, la chochoca, el guiñapo, etc. Sin faltar las manzanas, peras, paltas, duraznos, pacaes, lucmas, higos, membrillos, ciruelos, nísperos, guayabas y los frutos de otros árboles exóticos que podían echar exitosamente sus raíces en esta tierra.
Tampoco les faltaba gallinas, patos, cuyes, conejos y chanchos que con mucha dedicación se criaban para el autoconsumo y si por su abundancia se vendían algunos, era para comprar las otras cosas que también se comían, como el arroz, azúcar, harina, aceitunas, chocolates, fideos, avena y panes cuando no se elaboraban en casa. Sin que les faltara un pequeño hato de ganado cuyo número dependía de la disponibilidad de sus pastos, de donde se proveían de leche, quesos y mantequilla. En su momento la venta de los toros les dejaba algún dinero para adquirir la vestimenta de todos sus miembros y atender la educación de los menores, que sí o sí, debían ser lo mejor de la familia. Y si después de todo sobraba algo se convertía en un ahorro para adquirir herramientas, semillas y todo el menaje de la casa, así como para cubrir el pago de la luz eléctrica y las necesidades mayores como los de la salud y la ampliación o mantenimiento de la casa.
Sin ser feministas esas mujeres se sentían mejor que los hombres que pasaron por sus vidas y con su inmenso amor, como una gallina con sus polluelos, se preocupaba por todas las necesidades vitales de su prole y por eso ni a ellas, ni a sus parientes les interesaba dar cuenta de porqué los padres de sus hijos no se quedaban a vivir a su lado, para compartir las responsabilidades del hogar o por lo menos de sus hijos.
Al parecer por esos tiempos los hombres no eran tan importantes para las mujeres como lo son ahora, aunque esto último tampoco es cierto del todo, porque si algún valor suelen darle a sus hombres, es solo para subirlos a lo más alto que puede remontarles su ego y narcisismo, para luego dejarlos caer inmisericordemente en la forma de una andanada de juicios de alimentos y sus incrementos, donde los jueces, aun sabiendo que el obligado es un vago y bueno para nada, solo para hacerle saber que pueden hacer lo que les da la gana con la “justicia” que administran, les clavan una obligación alimenticia que jamás, ni trabajando podrían pagar y por esa razón estos pobres diablos acaban lamiendo las rejas de la cárcel por la comisión del delito de omisión a la asistencia familiar, hasta que sus parientes y amigos haciendo varias polladas “Pro-Kevin”, logran reunir y pagar todo lo que debe el “angelito”, para que pueda abandonar su encierro.
Pero esa desgracia volverá a sucederles cada vez que a la “malas madres” de sus odiosas criaturas les dé la gana, especialmente cuando vean que sus expresidiarios, con su colita o un moño adefesioso, montados en una cagona moto china, están saliendo o conviviendo con otra mujer.
–¡No te voy a dejar en paz huevón! Porque por tu culpa estoy metida en este horrible pueblo criando solita a tu hijo, cuando por mi juventud y belleza debería estar en Estados Unidos o Europa. –Les suelen decir.
–¡Hablas huevadas solo porque tienes lengua! Ni te atrevas a seguir jodiéndome, porque estoy juntando plata para hacerle una prueba de ADN a quién dices que es mi hijo y con eso te voy a cagar cholita de mierda y por pendeja te van a meter a la cárcel donde te está esperando la prima hermana de la Abencia Meza. –Les suelen responder.
–¡Cholita? Para que sepas maricón, ¡yo soy hacendada!! Acaso crees que no sé qué ahí adentro te ha hecho su mujer el negro del wasap y por eso estás loco por volver.
–Ya te he dicho cholita cachera, tu comunidad no es tu hacienda.
En cambio, en aquellos tiempos, los críos sin padre de esas mujeres eran los queridos vástagos de todos los adultos de la familia y cada quién a su modo se encargaba de enseñarle con mucha paciencia el oficio con el que se mantenían.
Después escuché decir a la misma mujer que los hijos de su abuelita e incluso su propia madre, un día salieron del pueblo por su cuenta con rumbo a las principales ciudades del país, cargando una pequeña maleta y una carta de súplica o recomendación a un pariente o a un buen amigo de la familia para que con el correr del tiempo y después de mucho trabajo y grandes sacrificios acabaran siendo buenos profesionales, exitosos empresarios o simplemente buenos hombres y por eso útiles a su familia, la sociedad y la patria. Incluso contó que alguno de sus tíos fue a buscar a sus padres biológicos, no solamente para conocerlos, sino hasta para brindarles su apoyo. “Tan bonito los habían criado que como todo buen cristiano no tenían envenenada su alma de resentimiento”. Decía orgullosamente.
En esta parte de la conversación nos sirvieron un suculento caldo de gallina, porque ya era las ocho de la noche y por ese motivo la mayoría de los presentes dejaron de hablar. Entonces en medio de ese pequeño silencio me puse a pensar. “¿Así de simple habrá sido la vida en otros tiempos? O solo se trata del cotorreo que ocupan las soñolientas horas de los velorios”.
OPINIONES Y COMENTARIOS