Recuerdo muy bien el día, era jueves. Me habían citado a la oficina del ejecutivo laboral don Esteban Carrera. Estaba acompañado del ejecutivo laboral, jefe editor, don Belisario Arenas.
—Le hemos llamado por esto —mostrándome dos páginas impresas—.
La verdad que no entendía nada. Sentí temblar mi mentón y fría las manos. Se me pasaron muchas cosas por mi mente, que no me dieron respuesta alguna. Traté de recordar alguna circunstancia especial. Pero nada. No me había pasado nada. No había hecho nada. Ni siquiera una mala intensión.
—¿Qué sabe de esto? —me señaló don Esteban—.
—No sé a lo que se refiere.
—Lea el texto… haber que encuentra —señaló, indicándome las páginas, don Belisario—.
—Ocurre que este texto está alterado, al menos en dos párrafos —adelantó don Esteban, como para apresurar saber cuál era la irregularidad—.
—Este es un texto clásico, una obra de arte. Habla sobre la concepción del hombre bajo la mirada humanista y social. Nada de esto se puede alterar, ni siquiera una coma —dijo el ejecutivo editor—.
—Nosotros como empresa, como editora seria, tenemos que hacer un trabajo perfecto. No podemos desprestigiarnos. Por ningún motivo —señaló don Esteban—.
Eran interrogantes, cuestionamientos que mis superiores mencionaban. Los sentía como hostigamiento. Yo seguía sin entender. A momentos trataba de pensar en quién o quiénes podrían estar detrás de esto.
—¡Ah! ¡Paciencia, paciencia con los pensadores sociales! A veces pródigos cuando se trata de designar nuevos fenómenos sociales. Esto conduce a que utilicen nombres diferentes para designar el mismo objeto. Otras veces, a la inversa, optan por emplear un mismo concepto para aludir a situaciones distintas —dijo don Belisario—. Luego se paró abruptamente del escritorio. Se acercó a la ventana, subió las persianas y miró atentamente a la calle y a todo su alrededor. Nada dijo. Se produjo un silencio. De espalda veía solo su silueta, ya que el contraluz daba ese efecto. En instantes la oficina parecía haberse llenado de un ambiente enigmático. Los tres no dijimos nada. Apenas intercambiamos unas miradas con don Esteban.
En ese momento me vino el recuerdo de papá. Era la misma actitud. Cuando conversábamos algún tema importante, se paraba del puesto y miraba por la ventana. Observaba el paisaje y escuchaba. Hacía pausas para darse tiempo a la reflexión.
—Las decisiones deben meditarse y tienen que estar conectadas a nuestra realidad y costumbres cotidianas —decía—. Ahora entendía la actitud de mi padre.
Mis profesores de la academia hacían algo similar.
Claro, las medidas a tomar deben estar conectadas a la realidad. La teoría es teoría. Estas deben estar vinculadas al mundo real, a las circunstancias. Siempre debe estar presente la variable situacional.
—Ahora, se originan nuevas tendencias que promueven la intervención directa del Estado en la economía. Se aspira a redistribuir la renta de una forma más social, garantizando el estado de bienestar. Sí, promueven una redistribución de la riqueza mediante un sistema impositivo. Una corriente comprometida con la pobreza, así como la prioridad de poseer extensos servicios públicos generalizados —dijo don Belisario—.
—Pero aquí radica el problema. Una dificultad que nos toca a nosotros como empresa editora. El error radica aquí, en la alteración de esos dos párrafos —dijo, alzando la voz don Esteban—.
—Una misma concepción, una misma corriente con matices. Es por esta situación que tenemos el problema con los dos párrafos —señaló de manera vehemente don Belisario—.
—Una misma corriente; pero dos tendencias. Una dista mucho del concepto social. Una de ellas contempla entre sus principios la garantía del funcionamiento de la democracia representativa, así como una economía social, pero de mercado —dijo don Esteban—.
—Ahora entiendo. Ahora lo entiendo todo. De seguro aquí hubo intervención de terceros. No tengo dudas —señalé con la mayor convicción—.
—Lo digo con toda honestidad don Esteban, don Belisario. Aquí hay personas que alteraron las páginas y es importante descubrir al involucrado o a los involucrados, nada más.
En ese momento me sentía engañado. Jamás había pensado en que pasara algo así. Saqué fuerza y valentía no sé de dónde. Era lo que me estaba sucediendo y no permitiría por ningún motivo que viniera a enlodar mi trabajo honrado y transparente. Mi ingenuidad me había jugado una mala pasada. Sería una lección para mi futura labor y los cuidados que debería tener.
Don Belisario Arenas, ejecutivo editor, me señaló que esta situación anómala debía darla a conocer al director de la editora. Por la gravedad de esto se debería realizar una investigación para dar con el responsable o los responsables —Y… bueno, usted hasta el momento es el primer sospechoso.
—Pero Andrés, yo le creo. Lo conozco muy bien. Si no ha hecho nada irregular no tiene por qué temer. Se deberá dar con la verdad —dijo don Esteban, dándome gestos de apoyo—.
—Les agradecí a él, también a don Belisario. Le manifesté toda la colaboración para dar con el infractor o los infractores.
Después de esa difícil entrevista, que jamás había vivido, me propuse interiorizarme aún más de los contenidos en los que estaba trabajando y en observar detalladamente los accesorios y herramientas de un convencional cajista tipógrafo.
Ahora de todo lo que me estaba sucediendo se venían a mi memoria las palabras de mis padres. Los consejos que señalaban cuando debíamos ir al pueblo: Una persona de campo puede tropezar fácilmente en el pueblo. Hay que vestirse de desconfianza, calzar para pisar en tierra firme y sobre todo, poner la duda siempre. No confíen en nada, ni en nadie —decían—.
Era lo que siempre nos señalaban, y ahora me hacía mucho sentido. Ahora por lo que me había sucedido en mi trabajo, y que era grave, grave porque estaba en juego mi ocupación. La desconfianza era un tema para mis padres, y yo diría que para la propia cultura del campo. Sería por algo. Ahora me quedaba claro. La cultura en la ciudad deforma los valores de las personas. Si solo pensara en el daño que me estaban haciendo. Alguien había invadido mi puesto de trabajo y habría alterado o cambiado los moldes de aquel importante texto. Tantas enseñanzas de mis padres y que ahora comprendía.
Por todo lo que había provocado el problema en mi trabajo, es decir, la alteración del contenido de los textos, me llevó a interiorizarme por temas relacionados con diversas concepciones e ideas sociopolíticas. Corrientes que se barajan en el mundo para la conducción de los gobiernos. Por ejemplo, supe que la tradición de la corriente conservadora es profundamente contraria al principio de igualdad. Esta concepción afirma de manera consistente sobre la desigualdad natural de los hombres principalmente —aquí, entonces, los conceptos claves para apreciar su filosofía—. En cambio la tradición liberal considera la libertad como primordial valor. Esta libertad es entendida de forma distinta a como la entienden los progresistas; aunque lo cierto es que muchos de los postulados liberales de libertad ya se comenzaban a asumir por algunos progresistas —y que era novedoso para la ciudadanía—. El individuo es libre cuando no está sometido a una dominación. En este sentido —la idea de libertad de la concepción social— está directamente emparentada con la concepción de la libertad de la tradición republicana —tal como lo mencionan muchos investigadores e ideólogos—.
Todo esto me ayudaba a comprender mejor sobre las distintas ideas que subyacen de los conceptos esenciales. También me quedaba claro que dentro de una corriente sociopolítica se conforman distintas tendencias. Habrá, por tanto, estilos moderados, y otros extremos. Pude entender que existían corrientes sociopolíticas con valores democráticos y otras con ideas totalitarias. En definitiva, ahora estaba entendiendo mejor todo.
Recuerdo también que muchas veces mi madre me decía que cuando viniera al pueblo no nos acercáramos por ningún motivo a una concentración de personas. Menos aún si estas tuvieran un carácter político. —A los mirones les puede tocar la peor parte —me decía—.
—Pueden ser agredidos o bien lo pueden llevar preso porque los pueden confundir entre tanta gente —insistía—.
Ahora, al respecto, viene a mi mente cuando bajé a Curanilahue con una serie de encargos, entre ellos al correo y a la estación de trenes. Me recuerdo como si fuera hoy. Era un día de invierno de 1970. Me desvié de mi trayecto porque me llamó la atención una gran concentración de personas. Se veían muchas banderas y lienzos con consignas. Las bocinas proclamaban canciones, gritos y discursos. Era un ambiente bullicioso que nadie podía pasarlo inadvertido. El improvisado escenario era un carro de un tractor. En un instante apareció entre el abucheo de la multitud un destacado candidato con su comitiva —era nada menos que uno de los tres candidatos a la presidencia de la nación; por tanto, muy, pero muy relevante—. Alzó las manos, hizo gestos de gratitud y luego, su acalorado discurso:
—¡Conciudadanos! ¡Conciudadanos! ¡La patria! ¡La patria! ¡La patria…!—.
En pleno discurso sentí proyectiles de un grupo de adversarios que apareció —casi por arte de magia—, a una cuadra de distancia. Enseguida disturbios, desorden, gritos, atropellos y golpes. Entre ese alboroto huyó velozmente el candidato, que iba protegido por su comitiva. Enseguida llegó la fuerza pública con un contingente bien guarecido. Arremetió dispersando a los manifestantes y tomando detenidos a unos cuantos. Las piedras, el humo, la violencia me hizo huir rápidamente —claro, para ser sincero, sintiendo mucho temor—. Era lo que mi madre me había dicho. Que nunca me acercara a un grupo de personas, más aún si eran concentraciones políticas. Tenía toda la razón. Del mismo modo, también ahora me hacia sentido eso de las distintas tendencias que se producen en una misma corriente del pensamiento. Siempre habrá fanáticos y grupos exaltados. Ahora le daba mucho valor a los consejos de mamá. Era lo que también se hacía notar en mi propio trabajo.
Las clases en la academia continuaban tan intensas e interesantes como siempre. Pese a todo lo que me estaba ocurriendo, trataba que ello no influyera en mis estudios. Lo tenía claro —me convencía—. Quien nada hace, nada teme, me repetía para darme conformidad y ánimo. Esto me ayudaba a no desconcentrarme de las distintas actividades académicas. Me sentía responsable y perseverante a toda prueba. Nada ni nadie podría derribar mis sueños. Era mi tesoro y venía a recordar las elocuentes y ejemplares palabras del rector en la ceremonia de graduación. Las sentía nítidas como si las estuviera escuchando en aquel significativo momento.
Sabía que si no me esforzaba no tendría no buenos resultados. Claro, la dedicación y esfuerzo no es gratuito, requiere de voluntad y esfuerzo. Ahora bien, mi motivación y espíritu de superación hacía más llevadero todo.
—Lengua, lenguaje… idioma.
—Señalen qué le dicen estos términos —dijo muy entusiasta, mientras escribía los términos el profesor Meneses—.
Fue todo participativo. Se escribió una lluvia de idea. Enseguida la clase magistral del maestro. Sin duda el discurso de un experto.
—Castellano. Castellano. Aún le llamamos así. La asignatura de castellano, llamada así por el idioma castellano; pero que ha ido evolucionando. Hoy es un idioma más rico en palabras por la interacción de los propios hablantes que habitan en las distintas regiones del mundo, también por la influencia de otras culturas y pueblos. Entonces es mejor llamarlo, con propiedad, idioma español; cuya base es el castellano —explicó el profesor—.
—Estudiantes, el español es de todos el idioma más perfecto y el segundo más hablado en el mundo. Hay un acuerdo generalizado entre expertos que el castellano debiera pasar a llamarse español. Una de las razones, por la diversidad de palabras que aportaron los árabes, vascos, Filipinas y América. Los árabes con más de cuatro mil palabras y América con seis mil. Es que España ha sido un símbolo casi universal. Su idioma tiene las raíces en el latín.
—Palabras de origen árabe… ¿mencionen algunas? —nos hizo participes—.
Y en ese momento comenzó de manera improvisada a crearse una lista de estas palabras: aceite, azúcar, fideo, jarra, naranja, taza, algodón, zanahoria…
—Muchas, pero muchas palabras de origen árabe. Las utilizamos sin saberlo, increíble ¿no es verdad? Es que los árabes estuvieron en España. De ahí su influencia —mencionó con su elocuente voz—.
—El pueblo celta, etnia originaria, que habitó en la región de España y otros lugares de Europa, también como lengua indoeuropea, aportó algunas palabras utilizadas hasta hoy, como: cerveza, boca, taladro, berro, camino, camisa…
—América también ha hecho un gran aporte al idioma con muchas palabras, proveniente de todos los países de habla hispana —sentenció—.
—Así es. En pleno 1972 todavía llamamos castellano a la lengua. Espero pronto se le llame como debe ser: español —comunicó con la mayor certeza y convencimiento—.
Luego nos pidió que escribiéramos un pequeño ensayo sobre temas de nuestro interés. Debíamos utilizar solo palabras del idioma castellano. Esta simple actividad nos sirvió para darnos cuenta de lo restringido que era para estos tiempos hablar en castellano. Nos costó expresar las ideas de la manera natural que utilizamos para comunicarnos. En definitiva, el profesor nos aclaró del por qué sus argumentos daban a su favor; es decir llamarla mejor como lengua española o español.
Mis estudios estaban siendo cada vez más intensos. Eran muchos temas de interés que estaba aprendiendo cada día. Las distintas actividades académicas me mantenían ocupado. No me quedaba tiempo para pensar en otras cosas, menos aquello que me afligía. Gracias a mi interés por los estudios, estos habían llegado a ser mis mejores aliados.
Mi rutina era de la casa al trabajo y del trabajo a la academia; sumado a ello el estrés que producía la convivencia social por el acontecer del momento. Era un ir y venir, un ciclo sinfín. La recargada agenda me obligaba a desdoblarme al máximo. Cada amanecer era un verdadero desafío que debía enfrentar. Pero la intacta motivación y energía eran mis mejores compañías.
—Lo necesitan, joven.
—El señor Esteban Carrera y el señor Belisario Arenas lo necesita. Lo esperan en la oficina —dijo un empleado—.
Ese ha sido un momento que me quedó marcado para siempre. Fue como si estuviera jugando mi futuro. Era éxito o fracaso. Sentí temblar las piernas, también mis latidos se apresuraron. Enseguida tome fuerza, respiré profundo, acomodé la chaqueta y me dirigí a la oficina.
—Asiento joven Andrés. Tenga la bondad —dijeron ambos, casi al unísono—.
Quien tomó la palabra fue el señor Belisario Arenas:
—La realidad en términos políticos es construida. Esta realidad no es concluida.
—Entonces la realidad política es un producto de la historia. Si es de la historia, tiene un modo cambiante, dinámico y en constante movimiento —entiende—.
—Para bien o para mal la violencia y el conflicto juegan un papel importante en la política. La realidad política en definitiva, es producto de una serie de conflictos organizados o más bien la violencia —en todos sus términos—, es parte de la historia —entiende, reiteró—.
—Aquí está la dificultad. ¡Falta de rectitud, de honestidad y de tolerancia!
—¡Las conciencias no se manipulan, ni menos se las engañan! —dijo de manera enérgica—.
—Es necesario convencer, persuadir, educar… pero no forzar, manipular ni extorsionar las voluntades ni conciencias. Toda acción humana sea práctica o teórica debe ser noble, es decir íntegra, en toda la expresión del término.
—Las ideas, los pensamientos, las ideologías se van forjando, no se imponen. Las convicciones son propias y únicas de las personas —sostuvo—.
Yo escuchaba atento y entendía; pero no sabía a quién iba dirigido su discurso. Aunque no dejaba de relacionar lo que señalaba don Belisario con lo sucedido. Como que cada palabra venía hacia mí, hasta sentí que me incriminaba.
—Joven Andrés, descuide. Ya hemos descubierto quien ha alterado de los textos. Está muy claro para nosotros —dijo don Belisario—.
—Suponíamos que no podía ser usted, sabiendo de su trayectoria y honradez —complementó don Esteban—.
En ese momento respiré hondo, empuñé mis manos y permanecí rígido. No se me ocurría qué hacer. Sabía que en algún momento se conocería la verdad. Había sido un largo tiempo viviendo lleno de angustia, también impotencia por no contar con pruebas para demostrar mi inocencia. Mi único aval era mi responsabilidad y trayectoria conocida por mis jefes; pero para estos casos no es suficiente.
—Tenemos las pruebas. Véalas, aquí en las cajas. Los caracteres de imprenta son iguales, pero no idénticos. El cajista ocupó la partida de caracteres que importamos de Alemania y usted, los ingleses. Claro, imprimen iguales, pero dejan un minúsculo espacio que no se ve a simple vista. El pequeño detalle se aprecia examinándolo con lupa de alta resolución —dijo don Esteban—.
—El cajista tipógrafo está confeso y ya no es parte de la empresa —señaló don Belisario—.
—Bueno, no sé qué decir. Debería señalar que la duda sobre mi honorabilidad no la merecía, pero puede sonar presentarme presuntuoso —dije—.
—¡No! ¡Por ningún motivo! La modestia exagera también es mala. Pecar de humildad igualmente le puede acarrear dificultades, ya que esta puede estar al favor del servilismo o de la humillación —expresó don Belisario—.
— Hay momentos en que se debe exacerbar el orgullo. Demandar derechos y dignidad es justo para las personas —concluyó don Esteban—.
Después de esa larga y decisiva conversación me volví raudo a mi puesto de trabajo. Quería trabajar y trabajar sin cesar. Era como si me hubiera sacado un gran peso de encima. Fue un día muy productivo, tan así, que terminé holgadamente con la meta que me había propuesto. Enseguida fui a colaborar en el departamento de edición. Luego, con la mayor tranquilidad me fui a la academia, sin antes pasar al monumento de la Fuente Alemana. Contemplé sus personajes y caídas de agua. Muchos pajaritos multicolores se acercaban a beber. Los árboles, las flores, la brisa y el sonido complementaban la fantástica escena.
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