La bebida era su debilidad, miles de veces creyó que podría luchar contra su gran vicio, un vicio que la dejó sola en mundo embriagante de sueños que no se concretaron, más allá de su imaginación.
Poco a poco su habitual cosmos iba desapareciendo, para transformarse en un planeta solitario, habitado sólo por ella y sus mil botellas vacías, medio llenas y llenas completamente. Las cuales la acompañaban con el ruido característico que hacían al abrirse y al derramarse al caer en una copa. Como así también el estruendo que ocasionaban cuando Lola las descorchaba una tras de la otra. Esa gasificación que prendía la mecha, para despedir velozmente a los corchos, en un volar corto, que finalizaba al toparse con la dureza del cielo raso. Y al igual que cohetes de artificios, el espectáculo finalizaba en el momento en que los fuegos se desintegraban y el show se daba por finalizado.
Lola era una mujer bella, contundente, de caderas prominentes, pechos voluminosos. Sus cabellos negros brillantes atados con cola de caballo y unos ojos penetrantes que no pasaban inadvertidos, para los advertidos, al verla.
Había estado casada unos años, no tenía hijos. Nunca le preocupó ni le atrajo el tema de la maternidad. Quería gozar de la vida de otra manera. De una pareja ardiente, una deliciosa cena a la luz de las velas, de viajes sin itinerarios, de noches perdidas adrede, de amaneceres húmedos. Pero la bebida no era una buena consejera.
Lola era risueña, más con las primeras copas. Con las últimas se quedaba generalmente dormida, divagando con proyectos imposibles, con utopías impostergables. Ese día de primavera, se despertó sin el sonar del despertador. El timbre no dejaba de tintinear. Se levantó agitada, aún mareada de tanto alcohol. Desde el otro lado, le dijeron que traían un telegrama. Abrió la puerta, firmó la planilla. Se alistó para abrir la misiva. No podía creer lo que leía. La habían despedido. Ella era una exitosa relacionista pública., trabajaba conjuntamente con su ex pareja en una empresa internacional. Él se encargaba del área de Publicidad. Allí se habían conocido hace unos cinco años atrás. Al poco tiempo se casaron. Y unos años después se divorciaron. El telegrama no explicaba motivos.
Se vistió y se fue rápidamente en busca del auto. El tiempo parecía eterno. Por fin llegó al imponente edificio, quiso entrar, pero el guardia la frenó;
– No podés pasar, órdenes de arriba.
– Pero sabés quién soy yo, no te hagas el vivo o vas a terminar abriendo las puertas de los autos del parking; dijo ella insolentemente
– Por favor señora , no me comprometa; insistió él
– ¿Comprometerte? Te voy a hacer echar maleducado.
Empujón va, empujón viene. Apareció en escena el CEO de la multinacional.
–Lola Herrera ¿no entiende el español? Le acaba de decir Francisco que no puede entrar. Son órdenes mías. ¿O el alcohol no la deja pensar a esta hora de la mañana? Está despedida por el papelón que hizo el fin de semana en la inauguración de la nueva sucursal. Sostuvo firmemente el presidente de la firma para Latinoamérica
– ¿De qué me está hablando? Le dijo Lola.
–En el video institucional, que intentó filmar su ex, se la ve muy suelta de ropas, de copas, persiguiéndolo por doquier. Hecho que además de ser un bochorno, le imposibilitó a Juan Manuel Urtiza realizar la campaña planeada. Lo que haga con su vida me tiene sin cuidado. Pero el señor Juan Manual nos advirtió que el material no sirve para hacer la publicidad estipulada. Le respondió fríamente el CEO.
– ¿Ah, fue Juan? Estúpido, traidor. Quiere sacarme del medio para disfrutar su nueva noviecita sin culpas, gritó Lola enardecida.
– Mire Lola, sus problemas personales no nos incumben. Si sigue insistiendo se la llevará la policía y le iniciaremos una demanda por perjuicio moral y económico. Le aconsejo que se marche ya. Le advirtió nuevamente el señor Máximo Luis Ponce.
– ¿Me está amenazando acaso?, vociferó con un timbre de voz elevado.
– No me venga con golpes bajos, baja es su forma de comportarse últimamente. Tómelo como un consejo.
El señor Ponce se dio media vuelta, le dijo algo al oído al jefe de Seguridad. Y caminó sin volver a mirarla. Lola entendió que era mejor retirarse. Y partió hacia su hogar; pero antes fue a hacer unas compras para los días subsiguientes. Estaba muy deprimida y no quería volver a salir hasta aclarar sus pensamientos llenos de ira y desencanto.
Llegó a su morada se puso ropas cómodas. Preparó una picada con jamón serrano, salamín, queso de campo, manís, papas fritas y una cerveza helada. Puso música de fondo, tomó el celular y le escribió un mensaje a Juan Manuel:
– Hola, muy lindo lo tuyo. Sé que no terminamos en el mejor de los mundos, pero si me quisiste alguna vez como me decías, no tenías por qué arruinarme mi carrera y dejarme en la vía. Sos lo más bajo. Perdón si tu noviecita ve que te estoy escribiendo. Jodete. Te voy a llamar hasta que me atiendas. Así que hacelo ya, porque me caigo por tu casa, y flor de escándalo te hago. No creo que a tus suegros les agrade el espectáculo. Te doy media hora para contestarme. Llamame.
Lola estaba que se prendía fuego, fuego por la cólera encendida en alcohol del barato. Abrió la segunda botella de cerveza. Seguía esperando el llamado que no llegaba. Fue hasta la bodeguita que tenía en el living y descorchó un champagne, ese que guardaba para una noche especial. Esa noche lo era, pero no por lo feliz. Cuando fue a buscar refuerzos, al ver todas las botellas vacías, bamboleante se fue a vestir para ir a la casa de los suegros de Juan donde vivía con su nueva pareja. Pero el celular sonó. Era él. Juan le suplicó que se calme, que si creía sentirse lo suficientemente entera, podrían encontrarse en el bar de siempre. Ella le gritaba, no podía contenerse. Él le dijo que no tuvo nada que ver con su despido. Ella no quería escuchar y seguía levantando el tono de voz. Juan también levantó el tono, y le dijo algo que la dejó atónita.
– Sabés qué reina, siempre fuiste vos. Nunca me miraste. Siempre te quise y eso no cambió. Pero me cansé de ser tu perrito faldero. No sé si me querías tanto. Lo que te pasó es que tu ego no soportó que me cansé de tus destratos, que rehaga mi vida, que siga adelante, me harté. Y nuestro jefe también se cansó de tu insolencia. No es él ni soy yo. Sos vos la que te boicoteás constantemente. Gritó él colérico. Y agregó – Si querés hablar a las 11 PM voy al bar de siempre. Te espero media hora, si no llegaste me voy, tengo una nueva vida, de esas que no te hacen esperar infinitamente. Y te aclaro, no es para volver, es sólo para que hablemos. Si no estás muy borracha y podés llegar allí ,estaré esperándote por última vez. Luego, no quiero volver a verte nunca más. Y cortó.
Lola se quedó tiesa mirando una pantalla apagada. Estaba muy mareada, intentó levantarse pero se desplomó en el sillón. Quería ir a verlo. Sabía que era la última oportunidad que tendría para cantarle las cuarenta. Ella lo creía culpable. Sentía que él no podía vivir cerca de ella, lo percibía en sus ojos deseosos al verla llegar. Lola admitía que se sentía superior a la nueva mujer de su ex, tan sencilla, tan correcta, tan dispuesta. Estaba segura que Juan Manuel armó ese circo para que la despidieran. Y pensaba que como su jefe se sentía atraído también por ella aceptó comprar el show. Cómo pudieron hacerle algo semejante, se preguntaba una y otra vez, entre gritos y llantos.
Con olor hediendo llegó a su cuarto, tomó su mejor vestido blanco, atrevido, que dejaba al descubierto su prominente busto. Se calzó los zapatos altos, se puso su mejor perfume, ese que a él lo hipnotizaba siempre. Repentinamente, sintió un mareo profundo y nauseabunda se recostó un rato antes de salir.
Cuando se percató, saltó de golpe, corrió en busca de las llaves, miró el reloj eran las 10 de la mañana. Me quedé dormida, pensó. Preparó la ducha para darse un baño, puso la cafetera a calentar. Se miró en el espejo próxima a desnudarse para entrar en el agua. Y vio en el reflejo del espejo empañado, su imagen borrosa que estaba toda ensangrentada. Buscó por toda la casa botellas rotas, pero no vio ninguna en ese estado. Rastreó cada recoveco buscando algo quebrado, pero nada halló. ¿Habrá vomitado toda esa malasangre consumida, mezclada con litros de alcohol?
Mientras trataba de comprender, lo que no tenía respuesta, otra vez resonó insistentemente el timbre, tal vez otro telegrama. Ya entendí, pensó. Déjenme en paz estoy fuera. Pero ante la insistencia, abrió la puerta. Eran unos policías.
– Señora Lola Herrera, venimos a detenerla por el crimen de Juan Manuel Urtiza, asesinado en un bar ayer a las 11PM.
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