Pedro es una de esas personas idiotas y alegres. Seguramente cuando Freud dijo la frase: “Solo hay dos formas de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra es serlo”, se refería a alguien como Pedro.
Esto pasó un día en la escuela, en una clase de Filosofía. Pedro estaba ya cerca de terminar sus estudios secundarios y no podía dejar de pensar en esa chica que le gustaba tanto. Entonces, la voz del profesor interrumpió su ensoñación:
—A ver, Pedro, decime qué hablé hasta ahora.
La realidad es que Pedro siempre había sido bastante indiferente a todo. No le importaba quedar mal con el profesor ni con sus compañeros, así que simplemente dijo que no sabía. Pero el profesor, ensañándose con él, decidió emprender una discusión.
—Estamos hablando de la justicia.
—Ah, sí. ¿Qué pasa con ella? —toda la clase rio.
—Abrí el libro en la página 78, ahora.
Pedro era el único que no tenía el libro abierto en la página indicada.
—Listo —dijo Pedro, pero su compañero de al lado notó que no estaba en la página correcta. Enojado, le agarró el libro y lo posicionó donde correspondía.
—Bueno, Pedro, ahora decime qué ves en ese dibujo.
—Una mujer.
La clase volvió a reír.
—¿Qué sostiene la mujer?
—Tiene los ojos vendados —dijo Pedro con razón, pero evitando responder la pregunta del profesor.
—Buena observación. ¿Por qué te parece que la justicia tiene los ojos vendados?
—Dicen que la justicia es ciega.
Cuando Pedro conectaba con algo podía ser razonable, y de hecho, era considerablemente culto, de una forma en la que nadie se explicaba.
—¿Por qué dicen que la justicia es ciega?
—Porque tiene que decidir qué es justo.
Otra vez la clase rio.
—¿Por qué es ciega?
—Porque tiene que ser imparcial, indiferente a si se trata de un amigo o un desconocido.
—Muy bien. Antes no respondiste a mi pregunta: ¿qué sostiene la mujer?
—Una balanza levemente inclinada.
—¿Qué significa?
—Que la justicia no existe.
La clase volvió a reír.
—¿Y la espada?
—¿Qué espada?
Las risas estallaron otra vez.
—¡Bueno, basta! A la mierda con la justicia, a la mierda con todos ustedes y a la mierda con usted, profesor. ¡Usted es una mierda!
Toda la clase quedó en silencio, esperando la reacción del profesor. Pero este ni se inmutó. Mantenía una media sonrisa y estaba decidido a seguir picando a Pedro.
—Desde que empezó el año, la conversación que estoy teniendo con Pedro es la más relevante hasta el momento —dijo el profesor—. Pedro es un insolente, un desagraciado. Pero al no importarle nada, ni mi autoridad, ni el verdadero significado de la justicia, ni los estudios de los filósofos, ni la sabiduría en general, ni nada… Pedro es sincero. Y además demuestra saber algunas cosas. Mi forma de evaluarlos se divide en dos partes: una es el examen y la otra, el comportamiento durante las clases. Hasta ahora, vos, Pedro, fuiste un cero en las clases. Sin embargo, te sacaste un seis en el examen. Por lo tanto, si querés aprobar la materia, vas a tener que seguir respondiendo mis preguntas. Y creeme, a mí me da exactamente igual aprobarte o verte en diciembre de nuevo, pero me gustaría aprovechar esta situación para ver hasta dónde podemos avanzar.
El resto de la clase, que sabía que estaba aprobada porque había tenido buenas notas y se había comportado correctamente, sintió que era justo que Pedro tuviera su oportunidad, aunque el profesor lo estuviera forzando un poco.
—Está bien —dijo Pedro, motivado más por el reto que por la idea de aprobar. Además, sintió que sus compañeros no se iban a reír más de él—. Pero voy a decir lo que piense, y si se ríen, chau, me importa una mierda.
—¿La justicia entonces no existe?
—Existe. Pero el mundo es injusto. La justicia no anula la injusticia. Solo castiga a quienes producen la injusticia. Y ni siquiera la sociedad llegó hasta ese punto.
—¿Por qué no?
—Porque hay injusticias todos los días, algunas graves que quedan impunes.
—Muy bien, Pedro.
El profesor quedó conforme con la respuesta y continuó la clase.
Cuando salieron al patio en el recreo, el grupo principal rodeó a Pedro. Algunos decían que el profesor no lo iba a aprobar porque lo había insultado. Otros creían que sí, porque habían notado que al profesor le había gustado la charla.
Pedro no quería entender nada. Se fue al baño a fumar con dos amigos que no eran de su curso.
—El profesor de Filosofía es un pelotudo —les dijo—. Me estuvo cuestionando un montón de cosas de la justicia y esas mierdas.
Se pusieron a hablar de chicas. Para Pedro eso era más interesante. Les contó que una lo ignoraba. Uno de sus amigos dijo que todo era una cuestión de azar. Pedro no estuvo de acuerdo, pero se quedó con la frase. No pensó más en la justicia por el resto del día ni por el resto de su vida. Todo era cuestión de azar. Se tiene suerte o no, y si no, se busca otra opción.
La locura de Pedro
Empoderado por la sensación de haber sido protagonista, decidió desafiar al azar. Sin espada pero con confianza, sin los ojos vendados pero ignorando sus sentidos, decidió cruzar las cinco calles que separaban la escuela de su casa sin mirar a los costados.
Las primeras cuatro esquinas las cruzó sin problemas; justo no pasaban autos. En la última, un taxista que no lo vio tuvo que frenar de golpe y lo insultó. Pedro, al pisar la vereda, sintió que despertaba de un sueño. Le devolvió el insulto al taxista y siguió caminando.
Un hombre que había presenciado la escena empezó a seguirlo.
—Ey, pibe.
Pedro se dio vuelta. El tipo le apuntaba con un arma.
—Dame la billetera.
Pedro lo miró fijo.
—Andate a la mierda.
Se dio vuelta y siguió caminando.
El ladrón, desconcertado, le pegó un culatazo en la cabeza. Pedro se tocó la frente, vio un hilo de sangre en su mano y, furioso, le gritó:
—¡Qué mierda hiciste!
El ladrón, impactado, lo miró como si estuviera viendo a un loco.
—Estás enfermo, pibe.
Dio media vuelta y se fue.
Pedro llegó a su casa. Un fino hilo de sangre recorría su rostro. Su madre, concentrada en planchar, sin mirarlo, le preguntó:
—¿Cómo te fue en la escuela?
Pedro se secó la frente con la manga y respondió:
—Bien, aprobé Filosofía.
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