I
Subir el volumen de la música ya no sirve, el pitido en los oídos
se hace insoportable, interrumpe toda lógica, todo pensamiento sano
e invoca la obscuridad de la eliminación voluntaria. Sustentar la
miseria de los días vividos por alargar la búsqueda de ese algo que
nos trae a la vida, ya no es suficiente. El espejo no logra
sostener las partes de esta máscara decadente, de esta carne que se
cae a pedazos por la falta de pensamientos honrados, congruentes con
la biología de respirar.
Yo, y yo, y yo también y yo, el último yo de todos los yos cayó en el agujero negro del vacío causado por la falta de respuesta y cuando cayó no hubo vuelta atrás, las letras se dieron vuelta y la lectura se hizo ilegible, el idioma de la vida se convirtió en veneno.
II
El aire, como duele el aire cuando la mente quiere callarse de gritar, cuando los fracasos purgan las motivaciones y cuando el parásito del auto odio carcome las bases de la salud mental. Ese bicho rastrero que muerde el cerebro infectándolo del terrible mal de la infelicidad.
Como duele
despertar, abrir los ojos y sostener la luz de esta terrible cárcel
existencial, este lugar repleto de colores, paisajes, gente, voces,
teorías, afanes y emociones, todo esto se convierte en una prisión
que el cuerpo ya no quiere tolerar.
El aire, no tolerar
la vida cuando en la esquina gritan que todo existe por el mero
precepto de estar vivo, que todo existe porque el vivo lo observa.
Todo desaparece cuando el latido se agota, cuando las ganas se
esfuman y los objetivos son asesinados por los fracasos.
III
Dulce locura, madre de todos los vicios de aquellos que piensan en excesos, de esas gentes que hacen poco y casi se desmoronan con las miserias de lo hecho. Dulce locura, del vicio de odiar la vida danos la sanación y del arte de no comprender a la gente danos la
comprensión, danos la bendición de una nueva máscara, de una nueva
imagen para tolerar las batallas pérdidas y las que están por
venir.
Dulce
locura, madre del callado que quiere gritar, pero se detiene por el
que dirán, por aquellos que estando lejos se alejarán más, por
aquellos que no conoce, pero que con su grito se espantarán y
huirán.
IV
Una mancha más cerca del labio superior. El marrón ocular hoy más
apagado que ayer. Los dedos temblando, no toleran el frío, no
toleran el tacto y ya no obedecen las ordenes de la sana voluntad, se
resisten a hacer. La piel decae, palidece, se muere. La mente está
turbada, enloquecida, confunde la realidad con la ficción, confunde
la vida con la muerte y se agobia sin poder gritar.
Una
mancha más cerca del ojo izquierdo, lunar, planeta, galaxia de lo
que se muere, de las palabras que se olvidan al despertar, de las
pesadillas que se han visto y no se han podido dejar atrás.
Una
mancha más, el espejo así lo refleja, la podredumbre del alma en
todo esplendor. Crece el odio, me arranco un mechón de cabello,
golpeó la cabeza contra la pared, me muerdo los labios hasta que la
sangre no se hace esperar y después todo el cuerpo tiembla, listo
para colapsar, listo para recibir una dosis de medicina que garantice
estabilidad, pero la medicina es inútil, toda una revolución se
organiza en la mente deprimida.
V
Grito, grito mucho, la gente se escandaliza. El rostro recibe la bofetada,
la madre hace presente sus lágrimas, pero la razón se resiste a
volver, no quiere regresar a esta realidad de papel. Después de
despojarme de mi máscara, me vi y no me respondí, no había nada
allí, ni siquiera el nombre podía hacerme volver, no había nada
allí, nada, todo lo que fui, todo lo que construí fue un sueño de
un segundo de lucidez.
Me
matan, me está matando, me destroza por dentro, me muerde, me duele,
me desangro, pero nadie ve. Impactada por el tamaño de los daños
busco la cura, busco el remedio entre las ramas de los montes que
circundan lo que ven mis ojos, ¿qué ven mis ojos?
Sombras,
arbustos grises en esplendor, tranquilidad vestida de blancura y la
siempre brisa que sacude las plantas de lavanda. Lavanda para
tranquilizar el trote de mis nervios, lavanda para oler la fragancia
de la vida que adoré.
Pruebo,
huelo, veo, intento oír, pero recibo dolor, recibo intranquilidad,
recibo demencia.
VI
Corro, corro mucho y tropiezo. Se agrieta la piel, lloran las rodillas,
lloran los ojos, se estremece el cuerpo, se desparrama la sangre. Me
duele, busco coserme, no encuentro el hilo, solo existe una aguja
oxidada, intento remediar la herida, pero no hay remedio. Cada
intento aumenta el tamaño de la herida y me reniego, me quejo, pido
ayuda, pero no hay nadie. Tiemblan las manos, los nervios se aceleran
y la soledad se hace eco del silencio.
Caen
las lágrimas, se mezclan con la sangre, se retuercen las piernas,
vuelven los pies sobre la rocas filosas, nos consolamos, nos decimos
que no moriremos hoy, son leves las heridas de hoy comparadas con las
de ayer.
VII
La
navaja susurra al oído una canción, declama poemas de amor, se dice
eternamente fanática de la piel, quiere besarla y sanarla del dolor,
solo hace falta un pequeño empujón.
El
veneno se declaró ayer por la noche, dijo que desea besar los
labios, bailar con nuestra lengua, deslizarse por la garganta, arder
en la sangre y palpitar en el corazón.
La
cuerda se declara fanática del color del cuello, de su textura, de
la forma, desea abrazar con vehemencia, hasta que el aire se haya
despedido.
La
bala no nos rechaza, quiere conocer lo que pensamos, retozar con
nuestras ideas, invitarlas a volar más allá de lo que la cabeza
puede albergar.
El
abismo nos invita a saltar, desea que las profundidades nos puedan
abrazar, estrujar el cuerpo…
VIII
Nos
detenemos, caemos, nos miramos al espejo, vomitamos por el asco que
nos inspira la existencia.
La
distorsión, la fealdad, cerramos los ojos, intentamos respirar,
respiramos, nos alejamos, corremos, rompemos el espejo, rompemos la
carne, brota la sangre, sonreímos, probamos y volvemos a dormir.
Despertar,
el rito de despertar, hallarse en el mismo lugar, el mismo dolor, la
misma pesadilla de aquella otra realidad.
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