El amor, ese enigma eterno que se desliza entre los pliegues de nuestras vidas, susurra interrogantes en mi mente inquieta. En un mundo donde los diálogos infantiles sobre nuestras caricaturas preferidas se han transformado en conversaciones acerca de los amores que nos cautivan, me pregunto cuándo ocurrió esta transmutación. ¿Cuándo dejamos de ser niños y nos adentramos en el laberinto del amor?
Fue así, sin duda, en algún punto entre la ingenuidad de la infancia y el despertar de la adolescencia, cuando el amor adquirió una dimensión desconocida. Se volvió un tema de conversación constante, presente en cada mirada furtiva y en cada suspiro contenido. Pero, ¿cuándo exactamente el amor trascendió las palabras y se convirtió en esa fuerza inabarcable que nos abraza y nos consume?
No hay un momento preciso, como no lo hay en las páginas laberínticas de la obra de Julio Cortázar, donde el amor se revele en su esencia más pura. Es un proceso sutil, una metamorfosis que ocurre en los recovecos del corazón y se despliega en las sinuosidades del tiempo. El amor es como una partitura musical, una composición compleja que se va tejiendo entre notas de alegría, tristeza, pasión y desencuentro.
Puede ser que el amor, en su plenitud, no sea solo un destino al que arribamos, sino un camino que recorremos incesantemente. Es un rompecabezas de emociones y encuentros fortuitos, donde cada pieza encaja de forma única en la búsqueda constante de esa conexión profunda con otro ser humano. Es el fluir de las almas entrelazadas, el vaivén de la atracción y el magnetismo que nos impulsa hacia el abrazo del ser amado.
Y así, en cada uno de esos encuentros efímeros o en las relaciones que trascienden el tiempo, el amor se revela en toda su complejidad. Es un volcán en erupción, una tormenta desatada en el alma, pero también una brisa suave acariciando la piel. Es el fulgor de los ojos que se encuentran, el latir acelerado del corazón que se sincroniza con otro. Es ese momento donde el mundo se desvanece y solo queda el universo compartido por dos seres que se aman.
Entonces, en respuesta a la pregunta que resuena en mi ser, el amor se convierte en eso, en amor, cuando logramos abrazar su esencia en toda su complejidad. Cuando aceptamos que no hay una definición única ni una fórmula precisa para capturarlo. El amor es un misterio que nos envuelve, una melodía que se compone en cada latido y se despliega en cada gesto de ternura.
Así, al igual que los relatos de Julio Cortázar, el amor nos sumerge en un laberinto de emociones, donde cada encuentro y desencuentro nos enseña a apreciar su grandeza. Porque solo al adentrarnos en ese torbellino de pasiones y emociones encontramos la respuesta a nuestra pregunta más íntima: ¿
qué es el amor?
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