SOPHIE Y NEREA

Todas las tardes, como parte de su merienda, Sophie pedía, a su mamá, que le llevara una fruta. La manzana era su preferida, en especial las rojas, aunque también le gustaban las peras y los duraznos.

Su mamá, no sabía qué ocurría con aquella fruta, pues nunca encontraba rastros de ella al entrar a su cuarto, a levantar los trastos con los restos de comida que quedaban.

Cuando la cuestionaba sobre este hecho, Sophie siempre le contestaba:

—Ay, mamá, pues se la doy a Nerea, mi amiga. Ella es un unicornio, y le encanta comer fruta.

—Pero, hija, ya te he dicho que los unicornios no existen. Ellos viven solo en tu imaginación —contestaba su mamá.

—Algún día le pediré que me acompañe y la traeré a casa para que la conozcas —decía Sophie a su mamá —, aunque me ha dicho que solo quien crea en ella con todo su corazón, será capaz de verla.

—Sí, pequeña, algún día será, continúa soñando, que mientras me tengas a tu lado, no te faltará una fruta que llevarle a tu amiga —decía su mamá, mientras la arropaba y, dándole un beso en la frente, le daba su bendición preparándola para dormir.

Una mañana, Sophie se encontraba más alegre que de costumbre. Sus ojos verdes parecían brillar con más intensidad de lo habitual, y su sonrisa irradiaba una luz tan blanca y hialina, que los rayos de sol que se filtraban por su ventana palidecían de vergüenza al no poder competir con su brillo.

—Anoche tuve una experiencia maravillosa —le dijo a su mamá —. Por fin conocí a la familia de Nerea. Conviví toda la noche con sus papás y con su hermano. Nos divertimos mucho.

—Y, ¿en dónde fue que los conociste, mi pequeña? —Preguntó su mamá —. ¿Acaso vinieron todos a verte aquí?

—No, mamá ¿cómo crees? Estaba a punto de dormirme cuando un pegazo entró por la ventana. Me dijo que era amigo de Nerea y que ella le había pedido que viniera por mí, para llevarme al bosque encantado, en donde vive con su familia, pues quería que me conocieran —contestó Sophie.

—Veo que tu imaginación no tiene límites, pequeña —dijo su mamá—. Vamos, déjame levantarte que ya es hora de tu terapia.

—¿Sabes una cosa, mamá? —dijo Sophie—. Ayer, mientras estaba con la familia de Nerea, experimenté, por primera vez, lo bonito que se siente ser parte de una familia. Yo nunca conocí a mi papá, pues tú me dijiste que cuando yo era aún una bebé, él nos abandonó. Siento mucho que, por mi culpa, nos haya dejado a las dos.

—Nunca pienses eso, pequeña. Tú eres un ser muy especial que requiere que la gente que esté a su lado tenga, igual que tú, un corazón muy grande para poder dar cabida a su amor. Por desgracia hay quien, al saber que tu amor es mayor que la capacidad que tienen de acogerlo en su corazón, sienten miedo y prefieren alejarse, pues temen causarle daño, y eso jamás se lo perdonarían —contestó la mamá —. Nunca dudes que tu papá te ama mucho más de lo que te imaginas.

Ese día, llegaron un poco retardadas a la quimioterapia de Sophie, pero ella, pese a todo lo que implicaba, la soportó muy bien, pues había encontrado un nuevo aliciente para vivir.

Por la noche, Sophie le pidió a su mamá que esta vez, en lugar de una fruta, le diera cuatro, pues quería llevar una de regalo a cada miembro de la familia de Nerea.

Su mamá, como recompensa por el ánimo tan especial con que ese día había recibido su terapia, no argumentó nada y, accediendo a su petición, le llevó cuatro manzanas rojas en un plato.

Al día siguiente, Sophie ya no despertó. Su mamá la encontró muy bien arropada en su cama, con un semblante de tranquilidad y una dulce sonrisa en su rostro, como nunca antes la había visto.

Buscó las manzanas por toda la habitación y no pudo encontrar ni rastro de ellas.

Esa noche tuvo un sueño muy extraño: un unicornio entraba a su cuarto por la ventana. Despertó alterada y notó que la ventana de la habitación estaba abierta. Se levantó a cerrarla y vió que la luz de la luna iluminaba el cielo como nunca antes lo había hecho.

Entonces, observó algo que no podía creer. Se talló los ojos con sus manos y no tuvo duda de lo que estaba viendo: la silueta de cinco unicornios que volaban juntos hacia el horizonte.

—FIN—

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