El sol estaba en su punto álgido del día. Así lo sentía en su piel. Sus ojos entreabiertos, intentaban disuadir la luz, que tanto le costaba a sus pupilas asimilar. Su cara, a la sombra de esa tela cubre expresiones, dibujaba una sonrisa mientras se sentaba en los pensamientos de la noche anterior. En los que recordaba con claridad. Tenía la baza del olor, que fusionado con su recuerdo, la transportaban directamente a los besos sutiles. A esa luz que no evitaba, porque alumbraba todo su ser y todo su camino. Esas luces que la guiaban a casa.
Despacio, atravesando el descampado, respirando, uno, dos y tres. Quitando con cuidado, tirando con las yemas de sus dedos, con la mayor sutileza posible. Ansiedad, nerviosismo, taquicardia….
Un sin fin de palabras, que todas juntas formaban un eclipse lunar.
Y llego al portal, y se volvió hacer de día. Metió la llave en el buzón. Saco un papel de deberes de su hijo, naturaleza. Hablaba de eclipses, solsticios y equinoccios. Sus ojos se detuvieron en una frase:
EQUINOCCIO: Día donde la diferencia de duración entre el día y la noche es maxima.
Primera semana de mi equinoccio, día sin horas, noche con el tiempo en pausa. Parada, esperando al siguiente solsticio, para que el equilibrio volviera a posarse en su alma y poder mirar sus ojos a todas las horas del día. Sin evitar la luz, sin cerrar los ojos. Porque sus pupilas se adaptaban perfectamente al brillo, que desprendía su corazón.
Y llegó la noche, y se adentro en su bosque. Desnuda, bajo la luz de la luna, miro al cielo.
Muy bajito susurro:
-Mi sol, mi luna, aquí te espero.
En la oscuridad y en la luz de nuestro universo.
En nuestro bosque de Nogales y de abetos.
Cada noche de mi vida, aquí te espero.
Cerro los ojos, y se durmio, undiendo sus pecho en su espalda. Cada equinoccio de otoño, cada solsticio de invierno….
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