Olvido al genio que fraguó la fórmula Z. Tres vocales y dos consonantes perdidas en los páramos de su niñez o en sendas de sus antepasados migrantes que ejercieron el voto de mejor fortuna por capital o política, me da igual. De su apellido se usaba solo la Z, -Z mirá esto, -Z aquello. Era tolerante, presto a ser un objeto de necesidad como los cochinillos que reunía en una bolsa plástica. Acompañando al Jasón de Don Chaffey, liderando aventuras nocturnas cuando mis padres frecuentaban festines del rey Pelias («deus illusionum» por consagrar al televisor como hacedor de incontables conceptos de otros planos y magno educador de mis escapes). Sin ellos saber que en secreto Pelias le había llenado la cabeza a Jasón con lo del Vellocino y por fuero de atracción me creí reclutado dentro del elenco de argonautas, lo que se cree uno de niño.
La repetición telúrica e incesante de la Z le ha de haber llevado a la exasperación, mortificándome en estos años tildados del después y «petateado» en mi cama sobre pensando el error, alzo una pira que endiablada llega a mi mente de aquel entonces, creando cenizas sin dar la advertencia. Ingenuo nos tildé de Zetes y Calais embarcados en travesías, gritos de imprecaciones al mar, susurros en clase, dicción precisa desde su casa a mi boca, hablando de nuestros matriarcados, sus sistemas y el orden foral. Rogando sin rogar para llegar a decrépitos sin retar dioses y variar la historia mítica o cruzar esa delgada línea que blandía paletas y golpes correctivos.
Pasaron pocos años para darme cuenta que mi rol siempre fue de espectador y a sus argonautas nunca los presentó, ¿Pelias maldito? Recuerdo sin poder precisar, vagar por veredas rodeando un sinnúmero de veces los hexágonos grises, inventando juegos para otros y viéndome desde arriba (minúsculo) verlos representar mis ocurrencias, sentado en jardineras y tubos de hierro, aprendiendo tretas para esconderme, desear jugar con todos, saltar para huir, correr de otras manos, enterrando cada vez mas recesos por horas en otros mundos de hojas. Especulaba objetos anti-gravedad para llevarme lejos, sobre los techos, en las barras de metal, como las alas de los Bóreas desafiando mi insípida revelación, pensando si estaría Z reclutando héroes o jugaría a imaginar conmigo, a fingir que podía ser parte de su construcción de ficción. La separación se premeditó en carácter, intereses. Aquel cierre de colegio en agosto del noventa y nueve en el que convidó a medio grado a su casa y yo, embobado con la colección privada de arte en su sala, reconocía algunos nombres: Goyri, Rojas, Recinos, Xicará, Mérida. Fue la última vez que los vi, que pena verse dispersos luego de la muerte de su propietaria.
(La promiscua memoria me hace reinventar) ¿Entenderé la compasión, las partidas y retas que perdía por lástima? Los amigos le abarrotaban en las Argo Navis y ¡fuera las bestias vencidas, débiles, susceptibles, crédulas!
¿A bordo de cuantas trasnochadas te viste Z? Emergían mis entrañas de la cutícula de una alimaña kafquiana, en su jaula-dormitorio, aliviado con sueños que para infortunio al despertar, siempre eran ceguera. Buscabas mas mundo, ¿Te hallaste más mientras me fragilizaba de inexperiencia? Ibas por los aires con elegancia y en mi tormenta e ímpetu te gritaba (supongo en vano), hablaba a las nubes que visitabas, donde te admiraba por la suerte, el ánimo que vertías con voz segura, las compañías, los mares, el Vellocino de Oro, escribiéndote al vacío como si fueras Wilhelm. Distendido el tiempo y al salir del exoesqueleto me quedé desparramado sin forma, contemplándome sacabas promesas de nunca relacionarte con ciertos aventureros, que a coro en sus gestas: -Tus amigos son los libros hijueputa! Te acercabas discreto algunas veces: -No lo pensés mucho, son unos idiotas. Pero izabas nuevamente al horizonte y solo de paso, en intermitentes y contadas veces retornabas sin tocar embarcadero: -a vos te va bien porque solo eso te pasás haciendo, -venite… si querés. Allí me quedaba parado desde la orilla, ver a la marea dibujarse en la punta de mis recién formados dedos.
Te quería de veras, en mi enfurruñamiento posesivo, en los jardines recónditos y pasillos que recibieron las penas ingenuas, jugando a explorar la soledad y recordando al hundirme, porque espiritualmente me fue imposible no lanzarme detrás tuyo, observando sumergido desde otra nave invertida las promesas vanas, izadas en el único mástil de los latidos cada vez mas lentos.
Disiparte en presente es fuerza del ajetreo diario. Llevo con orgullo tu confianza que logro aforar a conveniencia como disfraz, la seguridad en la definitividad de esa última letra, la primera de tu apellido, por simple, sin estridencia y zumbadora, forzosamente consonante.
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