El día era lunes y el clima frío y lluvioso, como siempre en abril. Desperté a eso de las 11:00 am, relativamente motivado. La universidad había sido siempre una mierda, sin duda, pero desde que la conocí a ella valía la pena el sufrimiento de asistir. Una semana de polas y sexo y ya casi ocho meses de noviazgo. Su nombre era Mariana y estaba loco por ella.
La conocí en clase de narrativas policiacas, o polacas, o poligámicas, no recuerdo. A fin de cuentas, todas las clases son, en esencia, la misma. El caso es que quedamos en el mismo grupo de trabajo. Sus ojos eran cafés, su pelo teñido de amarillo, sus pómulos grandes y sus labios rojos como cerezas. No era gorda, pero sus senos eran casi tan monstruosos como su culo; y, honestamente, esto último fue lo único que me importó cuando la conocí. Por aquel entonces no tenía la mínima intención de cuadrarme con ninguna vieja de la universidad. Las conociera o no, todas me caían mal de entrada, por alguna razón. Aunque no por eso me oponía a comerme a una que otra cuando se presentaba la oportunidad.
Pero ella me cautivó desde el inicio. Lo hablaba todo con determinación y alegría. Reía tiernamente, olía a coco y tocaba mi brazo cada vez que me dirigía la palabra. De clase salimos a la Pola, donde compramos cada uno una cerveza y definimos los últimos detalles de lo que sería nuestro trabajo. El alcohol, mi mejor amigo desde chico, me ayudó con la cobardía y le dije que, acabada la sesión de estudio, se tomara otra pola conmigo. Así lo hicimos.
Esa noche nos dimos nuestro primer beso, a los pocos días hicimos el amor, y terminado el semestre estaba completamente enamorado de ella. Perdí aquella clase miserablemente, como casi todas, pero gané su corazón y era lo único que me importaba. Desde entonces ir a la universidad ya no era una tortura, por lo menos no una tan agonizante. Su compañía hacía que todo valiera la pena. Que todo fuera llevadero.
Aquel lunes, el día en que todo cambió, llegué tarde a clase y me senté en la última fila. La vi un poco adelante y a la derecha y sonreí como un estúpido enamorado. Posicioné mi cabeza tratando de dar con sus ojos y le hice muecas para hacerla voltear, pero no lo conseguí. Le escribí un mensaje a WhatsApp diciéndole que volteara a su izquierda, y si bien la vi mirar su celular, no reaccionó de ninguna manera. Me pareció extraño, pero no le di mucha importancia. Puse el partido del Real Madrid en el celular y esperé a que terminara la clase.
La experiencia fue tan devastadora que casi no la recuerdo. Solo tratar de hacerlo me hace romper en llanto y querer arrancarme los ojos. Sé que corrió su cara cuando intenté besarla, y clavó su mirada en mí como un águila de caza. Su rostro de seriedad absoluta, no diría que de odio, más bien como un leon observando a una gacela. Sus ojitos cafés fijos en los míos, sus labios de cereza moviéndose en cámara lenta pidiéndome que por favor ya no volviera a hablarle. El mundo girando a mi alrededor. El suelo temblando bajo mis pies. Mi corazón rompiéndose en mi pecho. De ese día lo único que recuerdo con claridad es que el Madrid venció 1 por 0 al Betis.
Esa noche, o la siguiente, tumbado en la cama, no podía entender qué había pasado, por más que lo pensara. No tenía sentido. La noche anterior, o anterior anterior, habíamos salido a comer. Habíamos reído igual que siempre, e incluso hicimos el amor. Apreté sus hermosas nalgas mientras besé sus labios hacía no más de 24 horas, o 48, y ahora, aparentemente, la había perdido por completo. Me dolían los ojos de tanto llorar. Le escribí un mensaje por milésima vez. De nuevo, solo un chulo. Y donde antes había una foto de los dos disfrazados para Halloween, ahora no había nada. Cuánto extrañaba ver esos dos chulitos azules y esa foto.
Decidí que alguna cagada tuve que haber hecho. Era la única explicación, y estaba determinado a llegar al fondo de ello y recuperarla. Varios días de vagancia, vicio y ver televisión me hicieron falta para llegar a esa conclusión.
La confronté una tarde en su casa. Los celadores me conocían así que pude verla sin ser anunciado. Ahora me arrepiento a diario de haberlo hecho. Le imploré por una explicación y, para mi desgracia, la obtuve. Al parecer era un perdedor. Un vago sin pasiones ni aspiraciones. Un bruto, un perezoso, un aburrido y un degenerado. Todo al mismo tiempo. Estaba ya harta de la monotonía, de perder el tiempo a mi lado. Le rogué como cualquier vago perdedor lo hubiera hecho, pero nada conseguí. Cerró la puerta en mi cara, no sin antes pedirme, una vez más, que ya más nunca la buscara.
Me tumbé allí, frente a su puerta, y cerré los ojos. Recordé el día que conocí su hogar y a su familia. Jugamos UNO esa noche y me preparó una pasta a la Marianera, como solía llamarla. Era un verdadero esperpento culinario, pero en ese momento, tumbado sobre la fría baldosa, hubiese dado lo que fuera por comerla una vez más. Y tenerla a ella de postre. Mierda, en verdad quería morir.
Nada en esta vida es más difícil que ver a quien uno más ama transformarse en otra persona por completo. El mundo entero cambia con ella. Las personas se tornan frías y crueles. Verlas sonreír y disfrutar de sus vidas era, para mí, un ataque directo en mi contra. Todo era borroso y aterrador, y ella acechaba siempre en la distancia, como un fantasma atormentando mi existencia. Su felicidad era peor que un puñal en el pecho. Reía y reía siempre frente a mí. Ni una pisca de compasión. Y, aun así, la amaba igual que siempre.
Lo único que tenía para recordarla era al pequeño conejillo de indias que habíamos comprado juntos hacía ya un par de meses. Su nombre era Pikachú y era mi única compañía. Me miraba siempre sollozar con sus pequeños ojos bizcos mientras comía lechuga en mis piernas, y sentía que al menos él se compadecía de mí.
En las tardes solía sentarme en el roundpoint de la 19 con tercera, frente a la abominación esa que hacía soniditos de pájaro y los intelectuales llamaban arte, y mirar las protestas sociales que por aquel entonces eran el pan de cada día. Esperaba que alguna bala perdida o papa bomba me encontrara, pero nunca tuve suerte. Aun así, presenciar la violencia me daba un poco de paz, y el gas lacrimógeno servía de excusa para mis ojos siempre llorosos.
Un día cualquiera recibí un mensaje de ella. Ver la notificación me llenó de alegría. Sentía que, después de tanto, mi alma volvía a mi cuerpo. Para mi desgracia el sentimiento duró poco: Quiero que me entregues a Pikachú. Del cielo al infierno en un segundo.
Respondí, tras considerarlo por unos minutos, que lo haría. Empaqué al conejillo y salí disparado a su casa. No era lo que esperaba, pero tenía la oportunidad de verla. En algún lugar, dentro de esa bruja, aún estaba mi Mariana, lo sabía. Y lucharía hasta el final para encontrarla. Anduve más rápido que nunca por entre las calles en llamas. Gritos y disparos en el fondo; mi mente enfocada en mi misión, y Pikachú chillando en su guacal.
Cuando llegué, el celador me detuvo y me dijo que dejara al animalito en la portería. Me rehusé y le dije que llamara a decir que, si ella no bajaba, no lo dejaba. Y que era un hijo de puta muerto de hambre, de paso. El celador timbró y me pasó el citófono: Déjalo ahí, por favor. Te prometo que mañana hablamos, amor. Por ahora solo necesito a Pikachú. Su voz sonaba entrecortada, como si hubiese estado llorando. No podía creer lo que escuchaba. Mi corazón creció y me sentí vivo. La bipolaridad hecha día. Le dije que la amaba, dejé a Pikachú y me disculpé con el celador antes de partir. En verdad era un estúpido.
Esa charla nunca llegó. Y me di cuenta que, junto con el inmenso amor que le tenía, había ahora mezclado un poco de odio. Me aterraban estos nuevos sentimientos y me esforzaba por mantenerlos fuera. Con eso en mente decidí disparar mi última bala. No quería esta vida sin ella. Mariana quería a alguien mejor, entonces sería yo alguien mejor. Era la única posibilidad.
Me peiné, me afeité y, por primera vez en años, me puse una camisa manga larga y pantalones de material decente. Compré unas flores en el camino y la confronté, allí en el salón frente a todos. Recité mi discurso y esperé lo mejor. Mariana fue la primera en cagarse de la risa, y todos los demás la siguieron. No podía creer lo que estaba pasando. Si esto no era un sueño tenía que ser el infierno. Ella era Satanás y los demás sus súbditos. Ella Scar y el resto las hienas. En tu puta vida vuelvas a dirigirme la palabra, fue su única respuesta. Dejé caer las flores y salí corriendo de allí. Ese fue el último día que entré a clase, y el último también que estuve sobrio.
Ahora la veía únicamente en la Pola. Se había perforado el labio y andaba siempre escotada. La veía acompañada por manes diferentes cada tarde. Un par de veces, borracho o drogado, intenté hablar con ella, pero siempre terminaba rompiéndome la cara con el harem de manes que la acompañaban y, evidentemente, nunca salí victorioso. Ya actuaba únicamente por instinto. Mi mente no funcionaba y mi corazón ya estaba muerto. La vida no era más que una conglomeración de días. Protestas, drogas, putas e indigentes. Y eso era más de lo que merecía. Cuánto extrañaba a mi conejillo.
Una noche cualquiera, sentado mirando las protestas, apareció una flaca de pelo corto frente a mí, pidiéndome un cigarrillo. Me percaté de su presencia cuando estaba ya casi encima mío. Se lo di y se sentó a mi lado. Olía a bareta y perfume. Vestía como hippie y hablaba como hippie. Me causó gracia que mi ruptura me hubiese llevado a ser uno de ellos. Su nombre era Nicole. Era bonita, pero en mi mente nunca estuvo estar con ninguna otra además de Mariana. Sin embargo, se volvió mi única compañía. Fumábamos y bebíamos cerveza cada tarde en el mismo lugar. Tuvimos, inclusive, la fortuna de presenciar una muerte juntos.
Nos acostamos un par de veces y fue ella quien me alentó a buscar a Mariana de nuevo. Sabía que Nicole estaba enamorada de mí, pero en el fondo siempre quiso que fuera feliz. Ella, en cambio, no tenía esperanza alguna para consigo misma. Me decía que su vida había perdido todo el sentido el día que su madre murió, que desde entonces estaba en tiempo extra. A veces me avergonzaba de no prestar más atención a sus problemas.
Nicole me acompañó a la fiesta de la facultad, a pesar de estudiar otra carrera. Nos encontramos en nuestro lugar de siempre antes de enprender nuestro camino. Prendimos un bareto y miramos al cielo. Las estrellas me dicen que hoy algo bonito va a pasar, me dijo. La miré con ternura. A mí solo me dicen que está de noche. Nos reímos a carcajadas como buenos hippies.
Camino a la fiesta un indigente se nos acercó. Sus ojos eran amarillos y su nariz exageradamente larga. Apenas tenía dientes. La mala vibra y el mal olor que emanaba nos repelió al instante. Era un demonio, de eso estábamos seguros. Cruzamos la calle a paso rápido y nos gritó: ¡La muerte los espera, gomelos hijueputas! Teníamos absoluta certeza, por alguna razón, que sus palabras eran ciertas.
En la fiesta nos embriagamos y, para mi inmensa sorpresa, estaba más que satisfecho con la compañía de Nicole y sin la presencia de Mariana. Pero claro, eso no podía durar.
Primero escuché su risa, luego apareció apenas a un par de metros. Hacía varios días que no la veía. Se había tatuado el cuello, su pelo era rojo, estaba más desnuda que vestida y en sus orejas lucía un par de expansiones, de las cuales aún brotaba sangre. Sentí náuseas. Nicole me abrazó y me ofreció un trago: Dale pues, papito, a por ella. La besé antes de tomarme mi shot, y fui por lo mío.
Tomé a Mariana por el brazo y antes de que pudiera reaccionar le dije que estaba feliz de que me hubiera dejado. Que era una malagradecida y no merecía estar conmigo. Que no era la persona de la que me había enamorado y que, le gustara o no, iba a reclamar mi beso de despedida. La besé mientras agarré su culo con fuerza, y tan rápido como llegué, me fui. Regresé a donde Nicole con la cabeza en alto, la abracé y reímos y tomamos el resto de la noche. Observé a Mariana de reojo un par de veces y siempre la descubrí mirándome y sonriendo. Victoria.
Al día siguiente, con la cabeza retumbando, recibí temprano una llamada de Nicole. Me pidió que nos viéramos lo antes posible donde siempre, que estaba terriblemente deprimida. Colgamos y, aun orgulloso por mi éxito la noche anterior, decidí aplicar la misma técnica de nuevo. Pensaba haber descubierto el secreto de las mujeres. Le escribí a Mariana: Paso por Pikachú en una hora. No me vayas a dejar esperando. Satisfecho me bañé y bajé a mi carro.
Cuando iba en camino recibí su respuesta: una selfie de ella desnuda y sonriente en la cama de otro man, el cual mordía su cuello, acompañada por la frase No estoy en casa, y una carita de diablo. Frené en seco y comencé a llorar. De nuevo el vació en mi interior, los escalofríos en mi nuca. El mundo girando más rápido que nunca. Grité con todas mis fuerzas y golpeé mi cabeza contra el timón.
Llegué a su edificio y empujé al celador, quien intentó detenerme. Forcejeé con él hasta que la mamá de Mariana, que venía entrando, nos vio y nos separó. Le dije que venía por mi mascota y no me iría sin ella. Estaba dispuesto a matar a ambos si era necesario, o por lo menos eso me dije a mí mismo. La señora me invitó a seguir y me trató con cariño y ternura. Quise abrazarla y llorar en sus brazos, pero debía ser fuerte. Me llevó al cuarto de Mariana donde Pikachú yacía muerto en su jaula. Era apenas una bolsa de huesos. Quedé inmóvil. La señora tapó su boca horrorizada. Di media vuelta y salí corriendo de allí. Volví a mi casa, apagué mi celular y me tumbé en la cama a esperar.
Llegó varias horas más tarde. Le abrí e inmediatamente me pidió perdón. Me dijo que hacía mucho no iba a su casa, que el alcohol y las fiestas la tenían jodida. Que ella amaba a Pikachú tanto como yo. Lloró atacada y me abrazó. Me pidió perdón una y otra y otra vez. La aparte con firmeza y la golpeé en el rostro. Sentí un inmenso alivio al hacerlo. Cayó al suelo y la levanté por el pelo. Le pegué en el estómago con todas mis fuerzas y la llevé, arrastrándola, a mi cama.
Le quité la ropa y, tomándola por el cuello con ambas manos y apretando con firmeza, la follé hasta que perdió la conciencia. Sus ojitos me miraban con una mezcla de tristeza y compasión, mientras se cerraban lentamente. Su rostro estaba rojo e hinchado y su entrepierna ensangrentada. Dejé escapar un par de lágrimas mientras la veía recobrar la conciencia. Le dije que la mataría si volvía verla, a lo cual nada respondió, y salí de casa. Solo ella sabe cuánto tiempo se quedó allí, acostada en mi cama.
Cuando llegué a nuestro lugar de encuentro era ya de madrugada. El cuerpo de Nicole yacía tumbado en el pasto. Un par de chulos picoteaban los cortes en sus muñecas, mientras el indigente de ojos amarillos fumaba bazuco al otro lado de la calle, observando con detenimiento. Me tumbé al lado de mi amiga, la tomé de la mano y entendí por qué la gente protestaba. Miré a las estrellas esperando un consejo.
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