La calé que me caló

La calé que me caló

Facundo Pistola

25/05/2023

“Gitana, robaste mi alma. Gitana, me vuelves loco (…) Por vos vendería el alma al mismísimo demonio”. Tomo estos versos prestados porque son los que más se ajustan. ¿Para qué revolver en los intrínsecos vericuetos de mi mente en busca de las palabras exactas? ¿Para qué, si mis sentimientos ya los escribió alguien más y los pudo sintetizar de la mejor manera posible?

Es que así fue, me robaste el alma. Mi alma es tuya, pero si aún fuera mía la vendería por vos. Me transformaría en el nuevo Fausto de Göethe por vos. Si tan solo fueras mía y sólo mía. Claro, lo haría si existiera tal cosa como el alma. Conocerte fue el segundo flechazo al corazón. Un disparo certero levemente a la izquierda del centro de mi caja torácica. Pensar que cuando niño le tenía miedo a las gitanas. Fobia. Un miedo heredado de mi madre que, desde pequeño, me “enseñó” que todos los gitanos eran ladrones. Que las gitanas metían a los niños debajo de sus polleras y se los llevaban para siempre, alejándolos de sus padres, de sus hermanos, de sus amigos. ¡¿Qué no daría hoy por ello?!

Con los años llegó el librepensamiento. Ahí entendí el significado de las palabras discriminación, intolerancia, prejuicio. También comprendí el error de las generalizaciones, de meter a todos en una misma bolsa, el error de pensar que todos los cisnes son blancos solo porque soy incapaz de ver uno negro.

Gitana, vos no sos como aquellas de los mitos. Vos sos fina, delicada. Sos rubia, la única gitana rubia que conozco. No sos como las gitanas que veía en mi infancia. No usas esas polleras largas y floridas hasta los tobillos. No tenés sus arrugas en la piel ni sus verrugas de bruja. Es cierto que aquellos, los míos, eran ojos inocentes. Ojos que prácticamente no conocían el mundo, mucho menos la libido. Quizás por eso y un poco por el miedo inculcado yo las veía así.

Y quizás por aquello es que me volví adicto a vos. Porque eras distinta a todas. Eras el cisne negro. El rubio cisne negro en medio de tanta claridad. Todo el mundo dice que la oscuridad es útil porque te permite diferenciar la luz. Con vos me pasó al revés. Sos la oscuridad que envenena mis días. Porque tus besos son tan adictivos como venenosos. Lo sabe hasta el que nunca los probó. Lo bien que hace esa gente, aunque no sepan lo que se pierden.

Es que ese vestido azul bien ajustado que usabas la primera vez que te vi te quedaba a la perfección. Y no pude resistirme. Soy un hombre débil, hago mea culpa de eso. Ese vestido traía escrita una advertencia que no leí. Una advertencia que no quise leer. Soy un hombre débil. Y te me acercaste en un momento difícil para mí. Siendo justos fui yo el que me acerque a vos, pero no opusiste ninguna resistencia.

Jamás pensé que iba a entrar en uno de esos antros, pero ya dejé en claro que soy un hombre débil. Y ahí estabas, en medio de todo el catálogo. Paradas una al lado de la otra como en una exposición esperando por el cliente oportuno. Y te elegí a vos. En ese momento odié tu pasado. Odié a todos los que te besaron y te usaron. Imaginé a cientos de hombres tirar tu vestido azul al costado de la cama cuando ya no les servías más. Me odié a mí mismo por llenarme de tanto odio. Te odié a vos por saber que nunca ibas a ser mía. Me odié aún más a mí por saber que siempre iba a ser tuyo.

“Siéntese, por favor”, me pidió el médico. En su cara se podía leer claramente el diagnóstico de este agnóstico. No eran buenas noticias, eso era evidente. Pero, ¿cuán malas eran? El médico revolvió entre un par de dosieres hasta dar con el mío. El médico, el médico…el doctor, el galeno, el facultativo. Recordaba un puñado de sinónimos, la situación no podía ser tan grave. ¿Recordaba los nombres de mis padres? Sí. ¿La capital de Albania? Sí. ¿La antipartícula del electrón? Sí. No, no podía ser tan grave. Estaba todo ahí: los cuentos de Borges, las películas de Woody Allen, la gramática inglesa y la fonética francesa, las provincias del país ordenadas alfabéticamente, los dioses de la mitología romana y sus equivalentes griegos, los versos de Drexler, los besos no dados, los besos dados, los dados besados en las noches de juerga, los amigos, los sobrinos.Todo parecía seguir en su lugar. Sin embargo…

“Tenemos evidencias suficientes para confirmar que se trata de una enfermedad neurodegenerativa…”. Primer flechazo al corazón. Dejé de oír. Mis ojos se posaron en la bata del médico y se perdieron en su blancura. Me sentí aturdido, como en las películas. La visión se desenfocó y solo oía rumores, como si estuviera enterrado en lo más hondo del mar. Sólo escuchaba con claridad el tictac del reloj, que sonaba intermitentemente con la pesadez más absoluta. “…enfermedad desmielinizante…”. Sentía la muerte rondar, porque perder la razón también es una forma de muerte, la pérdida del yo. Yo soy yo porque pienso, si no pregúntenle a Descartes. “…cuadro progresivo…”. El collar del médico brillaba. Claro, era su estetoscopio. Del griego stêthos ‘pecho’ y skopeîn ‘examinar’. Mi pecho seguiría funcionando casi a la perfección, el corazón, los pulmones, siempre y cuando al cerebro no se le ocurriera dar una orden avisando lo contario. Pero, ¿quién era capaz de prever lo que podía pasar en la región de sinapsis a esa altura? “…pérdida de la memoria, dificultades motoras, parálisis de extremidades…”. La vida es un chiste, un chascarrillo del demiurgo.

Me levanté y salí del consultorio. El médico me miraba atónito ante mi falta de reacción. Creo que en realidad le ahorré el trabajo de simular que se preocupaba por mí. ¿Qué tenía de especial yo? Era solo uno más de sus pacientes con pasaje de ida. Al llegar a la puerta de calle la secretaria del doctor me deseó unos buenos días. La miré y le levanté el dedo del medio. Mentira, no lo hice pero debería haberlo hecho. A un condenado a muerte puede permitírsele cierto odio hacia sus sanos semejantes, aunque sea en el momento de recibir las buenas nuevas. Me gustó ese odio, era nuevo para mí. Porque tenía una fuerte raíz en la envidia. Envidia de los que pueden vivir. Siempre pensé que estaba en este mundo contra mi voluntad. Pero sentir esa envidia me abrió los ojos, envidiar a los vivos me hizo ver que, a pesar de no ser consciente de ello, en realidad yo también quería vivir.

Quería vivir, pero según el médico ya era tarde. ¿A dónde ir? ¿Qué hacer? Y lo más importante, ¿cuánto tiempo de movilidad y cordura tenía? Sé que suena a cliché, pero cuando salí a la calle empezó a llover torrencialmente. La gente corría a guarecerse bajo los techos. Decidí que la culpa de mi actual situación era mía y solo mía, un castigo por algo que había hecho o había dejado de hacer estos años previos. El castigo no solo era justo sino necesario. Sentí la imperiosa necesidad de infringirme más dolor. Pero no soy el mejor de los masoquistas, mi nivel de tolerancia al dolor es bastante bajo. Lo único que se me ocurrió era mojarme. Caminar por las calles bajo la lluvia, empapándome de ese líquido tan vital. ¡Vaya ironía!

Caminé y caminé durante horas. Deambulé por toda la ciudad sin rumbo fijo hasta que el sol desapareció allá por el oeste. ¿Deambulé sin rumbo fijo? ¿Por qué la redundancia? ¿Las neuronas ya empezaban a ponerse perezosas? ¿Tan rápido avanzaba? Llegué al río. Los mejores bares de la ciudad estaban del otro lado. Decidí cruzar el puente en busca del alivio del sopor de un vaso de whisky, o seis. Entré en el primer bar con el que me topé y pasé allí las quien sabe cuántas horas más sombrías de mis días.

Cuando salí del bar había parado de llover. Había perdido la noción del tiempo, pero la ciudad estaba desierta, ya dormía. El único que tenía los ojos abiertos era un pequeño e indecoroso cartel de neón que mantenía su vigilia sobre una puerta melancólica en una fachada un tanto lúgubre. Y entré a encontrarte sin buscarte. Algo así como Oliveira y la Maga. Sabía que ibas a estar del otro lado aún sin saber nada de vos ni de tu existencia.

Entre paréntesis, no culpo al whisky de mi bajeza. Soy un hombre débil y el alcohol no hizo otra cosa que darme las ínfulas indispensables para un cobarde como yo. Mi decisión estaba tomada, el alcohol simplemente me empujó.

Abrí la puerta y te vi. Allí estabas como en un catálogo del cual sobresalías en tu apretado vestido azul. Y supe que iba a ser tuyo. Según el médico mi enfermedad no tenía cura. Avanzaría irremediablemente igual que el tiempo, implacable. Pero nunca habló de paliativos. Y en vos hallé el más placentero de ellos. Tu veneno viaja por mis venas y me hace olvidar el dolor, los miedos, el paso del tiempo. Sos como el rayo de sol que te entibia en las frías mañanas de agosto, el que hace abrir las rosas en la primavera. El rayo de sol que hace trinar los pájaros después de la lluvia y mover la cabeza a los girasoles en verano. Sos el rayo de sol que da vida, aunque seas el peor de los venenos. Sos un rayo de sol y, a la vez, la sombra que proyecta.

Sos todo eso y más, gitana. Sos mi cable a tierra y a la Tierra. Porque yo no soy de este mundo, soy un bicho raro. Soy hijo del dolor y de la desesperación. Hijo de Schopenhauer y de Kierkegaard, de madre desconocida. Pero tus besos me hacen más terrestre, más humano. Me hacen menos yo. Poder huir aunque sea un rato de mi yo es un placer de dioses. Por eso te llevo siempre conmigo, porque te necesito para huir, para huir de mí, de la rutina, del odio, de la banalidad.

Y a pesar de tus defectuosas virtudes ningún hombre debería probarte. Mucho menos si ese hombre es débil. Mucho menos si ese hombre débil se encuentra desesperado. Porque al igual que mi enfermedad, la adicción a vos es irreversible…

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