Hace un tiempo escribí un relato sobre mi vida, digamos, la parte de mi vida que podríamos llamar cotidiana. Lo titulé Invitación, siendo muy consciente de que muchos lectores lo tomarían como una invitación, la gente no es boba, entiende bien lo que está escrito y no le anda buscando la quinta pata al gato, me gusta esa clase de gente. Seguro alguno y seguramente muchas algunas le buscaron la quinta pata al gato, pero claro, de esas no puedo hablar, porque no vinieron. A raíz de esa invitación autoficcionada, afortunadamente, he recibido muchas visitas, de toda clase y color, a cual mejor intencionada y bella. No es posible relatarlas todas, y para esbozar algo no tengo más remedio que hacer alguna clase de división de la amplia muestra, por franja etaria, género, y ese tipo de cosas. Los primeros, yo sabía, fueron los hombres heterosexuales de mediana edad o un poquito más, hasta sesenta y algo (no puedo decirlo con certeza pues no le pregunté la edad a todos, tal pregunta, en ese contexto, resultaba delicada). Sí puedo decir que ninguno cercano a los setenta se animó. Perfectos desconocidos, entraron a mi estudio que queda a unos pocos metros de mi cama, curiosos y afables. No faltó, como no podía ser de otra manera el que quiso levantarme, ni tampoco faltó el que no lo deseó pero igual lo intentó. Yo no soy ninguna belleza y esa situación no me halaga para nada. La frenada todos se la tomaron muy bien y todos pudieron sostener una conversación centrada en cualquier cosa que no tuviera nada que ver con aumentar las chances de tener relaciones sexuales con esta humilde servidora. Así que esta parte de la muestra se desempeñó muy bien y contribuyó a mejorar un poco mi tan mermada fe en la humanidad. Todo esto no es un experimento, es mi vida, así que lo más importante fue lo mucho que disfruté de todos estos encuentros con esta franja etaria y este género de gente que yo siempre más bien tiendo a rechazar con bastante ahínco. Como todos me trajeron un libro en calidad de ofrenda, tuve, por algún momento, la sensación de ser una prostituta literaria, me dije a mí misma que NO, porque con ninguno tuve ningún tipo de contacto físico ni les proporcioné ningún tipo de placer sexual, creo yo. Dudé un poco, ya que sabido es que, muchas prostitutas proporcionan a sus clientes una buena charla y no por eso dejan de ser prostitutas. Resolví este dilema sirviendo café, que no sé por qué pensé que es algo que las prostitutas no hacen. Todos se fueron despacito, como no queriendo. Otra cosa muy distinta fue la llegada de una amplia muestra de mujeres de mediana edad. No todas me ofrendaron un libro, pero fui compasiva y las perdoné. Se anunciaron por whats app (mi timbre no funciona), pero en todos los casos esto resultó una redundancia. Una a una las recibí haciéndome la sorprendida, como si no supiera que ya estaban cerca. Temo que si lo digo ahora se molesten, pues muchas que han venido pueden estar leyendo este relato, pero la verdad es que cuando estaban en la esquina de Durazno o incluso antes, cuando iban cruzando la calle Maldonado, ya me había dado cuenta que estaban, ya las sentía, imagínense lo que habré sentido cuando las tuve frente a mí, tomando un café y charlando sobre libros, hijos, amores, cocina, sexo y todas esas delicias. Por discreción, no voy a relatar el desenlace de alguno de estos encuentros, pero sí quiero decir algo que me sorprendió, algo que sí golpeó mi ya mermada fe en la humanidad. Las que la pasaron bien, las que más disfrutaron, se fueron apuradas, corriendo, antes del amanecer, tan alegres como asustadas.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS