LA MATRIOSHKA

Tras un recodo del camino la caravana de mercaderes avistó la villa fortificada. Venían de lejanas tierras y durante meses de arduo viaje habían cruzado Oriente, las frías tierras de la tundra rusa y la enigmática ciudad de Constantinopla, en el imperio otomano.

Viajaban con carromatos llenos de sedas y tapices, especias y otras mercancías desconocidas hasta hacía poco tiempo en aquellos reinos. Hombres beduínos de la Arabia llevaban de las riendas magníficos caballos pura sangre cuyos pelajes de azabache brillaban al sol del mediodía como diamantes negros. Seis esclavos portaban un palanquín ostentoso en el que viajaba el más rico de todos los viajeros. Alrededor de él una escolta de seis guerreros nubios con arcos y flechas protegían su persona y sus riquezas.

Era la hora del Ángelus. Las campanas de la cercana iglesia llamaron a la oración a los siervos que labraban los campos fuera de los muros. Los aguadores detuvieron a los sufridos asnos que repetían un camino circular con la noria para extraer el agua de los pozos. Cesó entonces el continuo chirrido de los engranajes y los animales, agradecidos por el descanso, alzaron la cabeza. Dentro de los muros defensivos los canteros que construían un nuevo torreón silenciaron los golpes rítmicos del martillo y el cincel con los que daban forma a las grandes piedras.

También la caravana se detuvo para el rezo, ya que algunos de los comerciantes eran adeptos a la fe de los llamados cristianos. El viajero del palanquín suspiró asqueado. La doctrina del Cristo era como una mancha pegajosa que se extendía cada vez más. Una molestia continua para él y sus hermanos.

El hombre se hacía llamar Zaaben aunque en realidad era un demonio principal llamado Astaroth, un Gran Duque del Averno ascendido al círculo humano para ganar una apuesta contra Belcebú y Lucifer. La apuesta era conseguir 666 almas, las más hermosas de entre todas, las que por su color y forma únicos no pudiesen ser encontradas en ninguna otra época o lugar. Acarició el cofre que siempre lo acompañaba y en cuyo interior guardaba las valiosas piezas que ya había conseguido arrebatar a sus dueños con tentaciones y engaños. Sólo una le faltaba para completar el número.

Al finalizar la oración del Ángelus, la caravana continuó a buen paso, entrando a la villa por una puerta amplia que conducía a la plaza del mercado. Al ruido de los vendedores con sus reclamos se sumó el de un grupo de gente jaleando a dos soldados que enfrascados en un duelo, entrechocaban sus espadas con violentos golpes. En uno de los talleres que daba a la calle media docena de mujeres movían con destreza las piezas de telares artesanos tejiendo alfombras de intrincados dibujos. Y en el cercano callejón un mesero golpeaba una cacerola llamando a los transeúntes a probar por sólo una moneda la comida y el vino de su taberna.

La llegada de la caravana silenció muchos de los ruidos de la plaza y fue seguido de exclamaciones y murmullos. La gente se acercó curiosa, deseando ver y tocar las novedosas mercancías e intentando averiguar quién era el noble señor que viajaba de incógnito en el lujoso palanquín.

La noticia corrió como la pólvora y llegó a oídos del Canciller de la villa, que enseguida envió a su criado de confianza para ofrecer la hospitalidad de su casa a tan ilustre visitante y acomodo en las caballerizas para su guardia y sus pertrechos.

El criado cumplió el encargo con diligencia y poco después el demonio Astaroth, alias Zaaben entró con los suyos al palacete ubicado en la parte alta de la ciudad. La riqueza de la vestimenta y joyas de Astaroth impresionaron gratamente al Canciller. Lo invitó a compartir las viandas de su mesa con su mujer, sus dos hijos varones y sus esposas y una hija menor poco agraciada, a la que no había conseguido casar hasta ese momento.

Delante de las bien servidas mesas un juglar tañía un laúd y un bufón daba volteretas haciendo tintinear los cascabeles cosidos a su jubón.

Astaroth correspondió a la hospitalidad regalando tres piezas de fina seda a las damas casadas, mientras pensaba en qué ofrecer a la joven soltera. La muchacha apenas había alzado la mirada ni cruzado palabra alguna con los presentes. Finalizada la comida se retiró sola al cercano jardín donde tomó un bastidor y continuó su labor de bordado.  Astaroth la siguió. Para ver su alma necesitaba ver sus ojos y a través de ellos descubrir cuál era el anhelo oculto que la consumía.

No fue difícil. La muchacha era fea, su fealdad la humillaba a los ojos de las otras damas y daría lo que fuera por ser hermosa. El demonio se acercó amistoso. La obsequió con un collar de jade mientras le contaba que la joya había pertenecido a una de las concubinas del Emperador de un lejano país llamado China. Que allí las mujeres usaban un elixir mágico para ser bellas y por suerte, él traía un frasco entre sus mercancías. Eso sí, su precio era muy elevado. Luego se retiró dejando a la joven pensativa, convencido de que ella lo haría llamar. Y así fue.

Cuando vio su alma a través de sus ojos comprobó extasiado que era, sin duda, la más perfecta de todas las que había robado, y quiso tenerla. Animó a la joven dama a probar el elixir y ella lo usó esa noche con la esperanza de volverse hermosa.

A medida que recibía cumplidos por su repentina belleza, más crecía su vanidad y más deseaba poseer el elixir al precio que fuera.  Astaroth se lo ofreció prometiendo que solo le haría pagar por él un precio justo y ambos se dieron la mano para sellar el trato

La muchacha descansaba en el jardín cuando el demonio fue a cobrar su deuda. Apenas fue consciente de que una extraña debilidad la invadía y los ojos se le cerraban. Hasta la noche los sirvientes no la molestaron creyendo que dormía.

Astaroth partió con la caravana al día siguiente. Dentro del cofre había guardado la noche anterior el alma número 666 con la que acababa de ganar la terrible apuesta.

Impaciente, abrió el cofre una vez más. Dentro, un paño escondía una original muñeca Kokeshi. Había sido hecha para él por un monje japonés de la región de Tohoku, al pie del monte Osorezan donde se hallaba la entrada al Infierno. Era de madera de abedul finamente tallada, estaba pintada con exquisitos matices irisados y ocultaba en su interior la última de las almas y otras piezas más pequeñas que contenían las valiosas 665 almas restantes.

Cuando la caravana abandonó la villa, el toque a difunto de todas las campanas los acompañó hasta el último recodo del camino. Su tañido lúgubre causó desasosiego entre los viajeros que partían, excepto en aquél del palanquín que, completada su misión, solamente fue capaz de sentir júbilo.

Casi tres siglos más tarde un artesano juguetero ruso decidió tallar en una madera de tilo una figura como regalo para su esposa, quién días antes había dado a luz una niña. Creó cinco piezas huecas, de más pequeña a más grande, que encajaban unas dentro de otras como en un útero materno formando una muñeca, y le dio el nombre de Matrioshka. En su interior guardó los más puros deseos del alma, el agradecimiento por el milagro de la vida y su incondicional amor por la familia. Conmovido, el Dios de todos ordenó que cada Matrioshka fuese tallada en número impar cinco, uno de sus predilectos, para recordar a los demonios que cinco eran los sentidos que permitían al alma conectarse a la realidad física y cinco los elementos, tierra, aire, agua, fuego y espacio que conformaban el mundo de las criaturas terrenales del que Él era único Soberano.

Aquellas criaturas que Él mismo había creado moldeando barro con sus manos, e insuflando vida con su aliento.

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