Sentado en la banca más lejana del parque, donde la luz del sol llegaba poco, escondido tras sus lágrimas y sumido en una soledad absoluta, estaba un viejo payaso, quien sostenía en una de sus manos, un ramillete de globos de colores. Su pintado rostro, ya sin alegría, era iluminado por un solitario rayo del sol, que había logrado atravesar esa maraña de árboles que cubrían todo el parque.
Vestía zapatos grandes, un ancho pantalón viejo descolorido sujeto con tirantes en los hombros, una camisa colorida con un corbatín rojo y un sombrerito que le cubría su cabeza. Sus labios pintados semejaban una sonrisa eterna de alegría, y su rostro recubierto de múltiples estrellas de colores, le acentuaban más su aspecto de payaso, rematado este hermoso cuadro vivo por una pelotita de color rojo, colocada en su nariz.
Lo reconocí al instante, era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que cuando niño había animado mi fiesta de cumpleaños, jamás olvidé esos ojos, por donde brotaba un alma llena de amor y simpatía, su mundo había girado alrededor de esa mirada triste, pasando de la risa a la nostalgia.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que en una noche de bohemia había perseguido a la luna, enamorándola y recitándole poemas de amor que le brotaban de lo más profundo de su alma a través de sus ojos, hasta terminar desfallecido en las playas del mar.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que luego en las playas del mar, con su cómplice, el viento, quien le traía las bellas olas para que escuchasen sus cuentos y esta se desternillaban de la risa hasta volverse locas y todas terminaban amándolo.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que había discutido con el sol, diciéndole que, con su presencia, sin trampa alguna, solo con la risa, a los niños se les iluminaba más el rostro que las que originaban sus rayos solares.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, quien, con la risa y alegría, alejó a la señora muerte de los niños enfermos, expresándole.
—Mientras yo juegue con un niño, y de su rostro brote una sonrisa, tú no tendrás ningún poder en sus vidas.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que encontré en las fiestas de mi pueblo, quién con su vozarrón contabas chistes, relatos e historias regionales, que la gente festejaba hasta el delirio, el mismo que en la plaza principal se sentaba al lado de los habitantes, les hacía una broma y después con una carcajada interminable seguía recorriendo las calles.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que un día observé frente a un restaurante popular, con dos carteles pegado a su cuerpo, y con megáfono en mano perifoneando el menú del día, invitando a la gente a entrar, a comer, para él ganarse un plato de comida, llenando, como por arte de magia el lugar.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que distinguí en los desfiles de las fiestas de once de noviembre en Cartagena, huyendo despavorido a los buscapiés y matasuegras que le lanzaban, y le metían en sus anchos pantalones.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que observé en época de elecciones cuando los políticos lo abrazaban, y trataban de engañarlo para que repitiera como un loro lo que ellos deseaban que dijera, aunque tú, payaso, estabas muy por encima de ellos y no te prestaste para esas artimañas.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que aconsejaba a las muchachas de la noche y todos terminaban borrachos y llorando las alegres tristezas de sus vidas. Eran los mismos ojos tristes color miel que seguían a los mariachis en el recorrido de sus serenatas trasnochadas, que los hijos del dios Baco les brindaban a las féminas recién cortejadas.
Era el mismo payaso de ojos tristes, color miel, que lloró en la pista del circo cuando su compañera, su cómplice, la madre de sus tres hijos cayó enferma en plena función y él por respeto a su público y profesionalismo, sonriendo, pero con su alma sufriendo, terminó la función, aunque ese desenlace fatal que padeció, lo sumió el resto de sus días en una tristeza absoluta.
Al verlo en la banca más lejana del parque, llegué donde estaba y me senté a su lado, inquiriéndole con una voz suave.
―Por favor, cuánto cuesta un globo. ―pregunté con voz suave, me miró con esos ojos tristes color miel, estos resaltaron aún más con el rayo del sol que lo iluminaba.
Al mirarme se reflejó en su cara, esa bella sonrisa pintada y con su voz pronunció:
―Págueme lo que usted quiera y llévese el que más le guste ―exclamó con voz resonante, mirándome con esos ojos, que reflejaban una gran tristeza.
Hablamos un tiempo, le recordé lo de mi cumpleaños de niño, el rostro se le iluminó, sonrió en forma estrepitosa, me contó que cuando salió de mi casa en su vieja bicicleta, cayó en un hueco y terminó en un hospital con magulladuras en todo su cuerpo.
Como si fuese a una cita real, y con esos ojos tristes color miel, empezó a distinguir a los bulliciosos niños que llegaban al parque, nuestra conversación había finalizado, al despedirme lo abracé con cariño y sentí que su tristeza y un poco de esa nostalgia que lo acompañaba penetraba en mí ser.
Ese viejo payaso bohemio, descalabrado por la vida, propietario de la tristeza y la nostalgia, se levantó de la banca, y con pasos lentos caminó al centro del parque, hacia su público, los niños, quienes poco a poco lo fueron rodeando.
¡Oh!, entonces el viejo payaso de ojos tristes, color miel, sufrió una increíble metamorfosis, su alma de payaso alegre floreció, dando inicio a su hermoso espectáculo, y mediante la risa, el arma más preciosa y eficaz que dominaba, empezó a transportar, a esos niños, al reino mágico de la fantasía y la imaginación, holaaa, holaaa, holaaa, vengan niños, acérquense…
GUSTAVO HERRERA BOBB
Derechos de autor: DNDA – MIINTERIOR COLOMBIA. LIBRO 10 TOMO 1112 PARTIDA 06
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