Desde que abrazó el oficio orfebre de esculpir, no hace cosa diferente. Se levanta pechera enjalmada, cincel y martillo en mano;cuando no: el soplete y la máscara de soldar.

El ritual creativo se repite día tras día sin que el hombre logre modelar la perfección, cosa que no le permite un instante de sosiego y claridad mental, que pudiera conducirlo a elaborar la obra con la que cree se consagrará.

Sin embargo hoy será diferente. Luego de su baño matutino, su infaltable jugo de naranja y su torta con café, estará presto a moldear  lo que no tiene forma. Jacinto, que así se llama nuestro escultor, comenzará un nuevo día amasando toda la arcilla de que dispone.

Siguiendo sus dibujos y esquemas en el aire, modelará sin descanso el tronco, el que tiene que ser esbelto, seductor. Luego esculpirá sus brazos hasta lograr que tengan apariencia fina. Sus manos delicadas y ágiles, tendrán toda su atención y maestría escultórica. Con su cuello de garza habrá construído un camino elegante hacia la cara, y una vez ahí; deberá calcar la faz de Afrodita y moldear sus pechos de lanza, para finalmente poner en su cabeza la cabellera de la Diosa del amor y la belleza.

Terminado su trabajo, reposará varios días hasta que ella seque totalmente para dar inicio a los detalles. Esculpirá su nariz, sus ojos, sus uñas y pies, además del atuendo que le enfundará.

Desde aquel instante, el taller será su único hábitat y en él gastará cada bocanada de vida hasta empezar a alucinar y convencerse que es real: la mujer por la que los fantasmas de humo lo torturaron sueño tras sueño y cuya figura dibujaba en el aire, logrará nublar su razón y le hará creer que estira sus brazos para juntos bailar hasta el cansancio, la danza interminable de la locura y la genialidad.

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