Hace mucho tiempo, cuando aún la naturaleza era muy común, y los humanos disfrutaban a diario de ella junto con los animales. Vivía un perro junto con su ama en su pequeña cabaña en medio de un bosque. Él era un perro de color café como el chocolate y de patas blancas como la nieve, que a pesar de ser alto, le gustaba jugar como cualquier niño en sus primeros años de infancia.
Aunque era muy juguetón también era un gran guardián. Alertaba si presentía algún peligro o ahuyentaba a las personas o animales con sus ladridos.
Cierto día, al llegar el alba, “Hércules”, como nombró la señora al perro, se fijó que una pequeña liebre se acercaba a la cabaña, y como nunca había visto un animal tan curioso rondando el lugar y menos con las orejas más largas que las de él, se acercó sigilosamente para verlo de una manera más detallada.
La liebre, aunque atraída por el aroma de la comida que en ese momento salía por la ventana de la cocina, sintió unos pasos sobre el césped acercándose, y cuando volteo a ver de dónde provenía, dio un gran brinco y corrió para alejarse de Hércules, que ya se encontraba a pocos metros de él. Estaba aterrado de ver un animal más grande que él acercarse de la manera tan sigilosa como lo hizo Hércules.
El perro levantó la mirada junto con su cabeza después de ver el salto tan extraño que dio la liebre. Y al ver que corría alejándose de él, se fue detrás de la liebre corriendo con pasos agigantados. Aun dando grandes zancadas, Hércules no alcanzaba a la liebre que corría a toda velocidad sin mirar atrás.
Cuando se percató que ya estaba muy lejos de la cabaña, la liebre se detuvo y miró hacia atrás para ver si aún estaba Hércules cerca. Al ver que ya no había nadie, la liebre cruzó un arroyo montándose encima de un madero, que estaba atravesado sobre el agua cristalina, para luego meterse a su madriguera que se encontraba al otro lado de la orilla del riachuelo.
Por otro lado, Hércules al haber perdido de vista a la liebre, dio vuelta atrás y regresó a la cabaña. Se quedó acostado la mayor parte de la mañana frente a la puerta principal, mirando hacia todos los lados que le era posible, para fijarse si se acercaba de nuevo la liebre, pero a la vez pensando de qué manera acercarse más sin que se vuelva a alejar y poderla atrapar.
Antes de ser medio día, la liebre volvió a acerarse a la cabaña, esta vez más decidida que antes, porque el aroma que percibía era muy conocido y delicioso para su gusto, no quería irse sin probar al menos un bocado de ella, y no era de extrañarse.
Lo que tanto atraía a esta pequeña liebre era nada más y nada menos que una tarta de zanahoria, que la señora de la casa acababa de sacar del horno y que dejó reposando al borde de la ventana.
No obstante, Hércules que aún seguía atento a todo desde la puerta de la cabaña, se quedó acostado con los ojos cerrados pero con su hocico apuntando hacia la ventana en donde estaba la tarta. Su gran olfato que nunca le ha fallado, ya le había avisado de la presencia de la liebre. Él seguía con sus ojos cerrados, pero con su fiel olfato y sus orejas más atentas que nunca.
Por otro lado, la liebre se iba acercando en medio del césped, tratando de camuflarse en ella, aprovechando que era de su misma altura, caminaba con su cabeza abajo procurando no hacer notar sus largas orejas, al salir del césped, se dio cuenta que Hércules estaba a unos cuantos metros de la ventana pero acostado y con los ojos cerrados.
Sin pensarlo dos veces, la liebre se acercó a la ventana apoyándose en sus dos patas traseras, pero sus patas delanteras al posarlas sobre los maderos del marco de la ventana, crearon un crujido que alertó al perro de inmediato.
Hércules en seguida abrió sus ojos y casi como un rayo se levantó y se abalanzó sobre la liebre, pero ésta en milésimas de segundo alcanzó a escabullirse de sus grandes y temerosos colmillos, que con solo verlos le erizaba la piel a la pobre liebre.
Después de salir librado de los dientes de Hércules sin ningún mordisco, se fue de nuevo corriendo hacia su madriguera, pero esta vez Hércules le seguía el paso detrás de él, y no sabía que más hacer sino seguir corriendo. Al llegar al arroyo, la liebre quien ya sabía cómo cruzar rápido sobre el madero que estaba atravesado, siguió su camino sin disminuir su velocidad. Hércules quién confiado de poder lograr hacer la misma hazaña, corrió sobre el madero pero este no contó con la misma suerte.
Una de sus patas traseras resbaló e hizo que perdiera el equilibrio y cayera sobre el arroyo.
La liebre, quien ya se dirigía hacía su madriguera, miro hacia el arroyo y se dio cuenta que su gran acechador era ahora el que estaba siendo acechado por el riachuelo. La corriente lo iba arrastrando lentamente mientras el luchaba por salir de ahí, pero su patas resbalaba en cada piedra en que se quería apoyar.
La liebre se aproximó a Hércules y al verlo todo maltrecho y tratando de luchar por su vida, se acercó a él a un costado del arroyo, con sus dientes la pequeña liebre sujeto fuertemente una rama seca pero muy rígida, el cual Hércules también mordió en el otro extremo, esto lo ayudó a apoyarse mejor y lograr salir así del arroyo.
Después de descansar un poco y sacudirse el agua de su pelaje, Hércules se acercó a la liebre y lamiéndole su cabeza, le agradeció tanto que prometió nunca más atacarlo si se acercaba a la cabaña por comida, volviéndose así su amigo por siempre.
FIN.
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