La conocí en Japón, mientras viajaba en el tren bala Shinkansen Hikari.
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Es impresionante la velocidad a la que vamos; más de trescientos kilómetros por hora, y lo más curioso es que solo lo sé por el velocímetro instalado sobre la puerta. De no tenerlo, nunca me hubiera imaginado que un medio de transporte terrestre pudiera alcanzar esa velocidad.
Al mirar por la ventana, todo pasa muy rápido. Quien no está acostumbrado, puede sentir mareos si se empeña en mantener la vista en el exterior. Mejor me enfoco en el interior. Todo es tan extraño, que parece sacado de una película futurista. Es notable la diversidad de los pasajeros. A pesar de que todos se parecen, como sucede con la raza oriental, cada uno tiene su propia personalidad. La chica sentada dos asientos delante de mí seguramente es una Geisha, pues su atavío y su meticuloso maquillaje la delatan. Va acompañada de una jovencita que no deja de observarme. Quizás se deba a mi frondosa y negra barba, que no es muy común por estos lugares. Entonces me doy cuenta de que no es la única que lo hace; siento varias miradas penetrándome, como si me tratara de un fenómeno. Incluso varios pasajeros me toman fotos, de manera muy discreta, con su celular.
Le sonrío y se ruboriza, tratando de esconder su pálido rostro tras el kimono de su mamá, kimono, por cierto, con un colorido maravilloso, con gruyas y sakuras bordadas con hilos dorados sobre fina seda. Esta es la mejor época del año para poder observar el Hanami, pues el ver todo el suelo tapizado con las flores rosas y moradas de los sakuras, es algo increíble.
El tren llega a la estación de Osaka y se detiene. Sé que se trata de este lugar pues puedo ver, a lo lejos, el famoso Castillo de Osaka, ubicado sobre una colina.
Al detenerse el Shinkansen, ni un segundo antes, la Geisha se levanta y jala del brazo a la chica, quien me dirige una última mirada antes de salir,. Incluso me parece haber visto una sutil reverencia escapar de su cuidada cabecita. Correspondo con una sonrisa, lo que hace que se ruborice. Ambas voltean hacia el castillo y hacen una reverencia.
Yo me dirijo a Tokyo, en donde alquilé, a muy buen precio, un pequeño cuarto en el vecindario de Ichigaya, cerca de la estación Shinagawa. Tiene una ventana que da hacia un parque rodeado de sakuras, por lo que la vista es impresionante, sobre todo en época del Hanami. Aún me falta algo más de una hora para llegar.
Este recorrido Tokyo-Hiroshima, debo hacerlo cada semana, pues mi trabajo temporal en la NTT (Nipon Telegraph and Telephone), consiste en asegurar la entrega, “just on time”, de la fibra óptica necesaria para las nuevas instalaciones. y en esta ciudad se encuentra la fábrica más grande del mundo de este producto: la Fujikura Co. A pesar de que el viaje dura poco más de cuatro horas, el Shinkansen lo hace muy agradable.
Arribo a mi estancia con el tiempo suficiente para cambiarme y asistir al Gion Corner. Ahí, pasaré una alegre jornada disfrutando del baile de los abanicos, donde Geishas profesionales, provenientes del barrio de Roppongi, en Minato cuentan, con bailes típicos, la historia de Japón.
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El tiempo vuela y ha transcurrido una semana, por lo que tengo que viajar, una vez más, a Hiroshima.
Al abordar el tren bala, me encuentro con la Geisha y su joven acompañante. El asiento frente a ellas se encuentra libre, por lo que no dudo en ocuparlo. Saludo con la usual reverencia de inclinar la cabeza y el típico Sumimasen. Ambas mujeres corresponden mi saludo de forma sensual, como si se tratara de una coreografía.
Esta feliz coincidencia se repite cada semana, durante mis viajes a Hiroshima. Yo trato, siempre, de cuidar mi apariencia, manteniendo mi barba muy bien arreglada.
Debido a mis recurrentes viajes de negocios a este país, he aprendido un poco de su idioma por lo que, a pesar de lo tímido que soy, un día me atrevo a decirles; “Totemo Kirei desu ne. Anata ga suki desu”. Ambas se ruborizan y, la mayor, empieza a mover su abanico como solo una Geisha profesional sabe hacerlo.
A partir de ese día, y gracias a mi conocimiento del japonés, me entero de que la chica se llama Mishima, y que su abuelo fue un Samurai Meiji, que perdió la vida durante la Segunda Guerra Mundial defendiendo al Shogün, desde el castillo de Osaka.
Meses después de conocernos, Mishima y yo contraemos nupcias, y tenemos un hijo al que llamamos Danielito, como mi padre. Decidimos, entonces, radicar en México, mi país natal.
—FIN—
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