Aún recuerdo aquellas largas tardes de diván, tratando de sacar lo que yo, de antemano, sabía que nunca iba a encontrar. Buscaba en cada rincón de mi mente, y no podía hallar ni tan solo un indicio de que lo que había ocasionado tanto dolor se quedó incrustado en mi ser. Sin embargo, al mirar mi cuerpo desnudo en el espejo, antes de una ducha, las cicatrices que surcan mi espalda son muestra de lo que aconteció no solo un día, sino que terminó convirtiéndose en una manera de desahogar tanto coraje, tanta frustración, tanta impotencia. Ahora, el solo escuchar el ruido que ocasiona un cinturón al deslizarse por cada trabilla del pantalón, hace que mi piel se erice, poniéndome la carne de gallina. Y todo para qué, si al fin y al cabo toda la familia debía encontrarse reunida en punto de las siete, antes de tomar los “Sagrados Alimentos” para rezar el Santo Rosario, dando gracias a un Ser, a menudo lejano y ausente, por todas las bendiciones recibidas durante el día a punto de concluir. Al final, Dios siempre perdona todo.
Mi padre, mi amado padre tan cruel y a la vez tan misericordioso y benevolente. Confundía su deber de corregir y educar, con su necesidad de demostrar quién llevaba los pantalones en nuestra familia. Quién representaba la máxima autoridad.
Tenía una colección de tirantes y nunca utilizó ninguno, pues un cinturón era, sin duda, una herramienta que resultaba mucho más práctica a la hora de aplicar sanciones. “La letra con sangre entra”, era una de sus frases predilectas al momento de recibir una calificación escolar con notas por abajo del promedio aceptable. Ninguna excusa resultaba válida, pues el no aprovechar al máximo la oportunidad de acudir a una buena escuela, que proporcionara una excelente educación, era considerado un derroche; un desperdicio del dinero empleado que en nuestra casa nunca sobraba. Él trabajaba mucho, esa era su obligación y la cumplía cabalmente. La mía era estudiar. Aprender todo lo posible, pues mientras más supiera, más oportunidades tendría de triunfar en la vida.
“Gracias a Dios yo no tuve un hijo retrasado”, era la frase que acompañaba el silbido ocasionado por su cinturón al cortar el aire, poco antes de estamparse en mi tierna e inocente espalda. Ninguna resistencia valía; lo mejor era cerrar los ojos y esperar el golpe, aunque siempre resultaba peor de lo que se temía.
Hoy, muchos años han pasado, y al ver a mi hijo despertar cada día con una sonrisa, no me importa si sabe cuánto es dos más dos, ni si la letra n sigue a la m o la antecede. No me importa si ensucia su ropa tres o cuatro veces al día, o si la mitad de mis ingresos se me va en comprar pañales. No me importa si no puede siquiera pronunciar mi nombre, o extender sus brazos para darme un “abrazo de oso”. No me importa si el sol salió; si afuera hace frío o llueve; no me importa más nada. Lo único que vale para mí es ver la luminiscencia e inocencia de su mirada; la calidez de su sonrisa; el amor por la vida que emerge de cada poro de su lisiado cuerpo; cada caricia suya que borra, poco a poco, las cicatrices de mi marcada espalda.
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Yo no uso cinturón, uso tirantes que, además de sostener mis pantalones en su lugar, me hacen recordar que la mejor herramienta para educar a un hijo, se encuentre en el corazón, y no en una tira de cuero atada a la cintura.
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Cuando recuerdo a mi padre, me doy cuenta cuánto lo extraño, y lo que daría por sentarme una tarde a platicar con él y decirle “mira, papá, yo si tuve un hijo retrasado, y cada día doy gracias a Dios por haberme elegido para ser su guía en esta vida”.
En verdad, me considero un padre muy afortunado. Soy, sin duda, un ser privilegiado.
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