- Mil Años de Recuerdos en Burgos
Tenía apenas veintitrés años y me encontraba sentado en mi viejo coche. El Renault que había conducido durante años se encontraba ahora estacionado frente a unos edificios gastados. Sin duda, estos edificios eran una muestra de la arquitectura del pasado, pero su aspecto actual resultaba deprimente y desolador. La lluvia fría de noviembre había cubierto las calles de gris y el único bar de la zona había cerrado sus puertas debido al mal tiempo. Las ventanas y puertas estaban selladas y el sonido de la lluvia golpeando el techo y las paredes del lugar creaba una atmósfera de intimidad y calma.
El interior del bar era oscuro, con apenas unas pocas luces encendidas que proyectaban sombras por toda la habitación. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido allí, esperando a que el clima mejorara y la gente volviera a llenarlo con sus risas y charlas. Era un lugar lleno de nostalgia y añoranza, que invitaba a recordar el pasado y reflexionar sobre lo que el futuro traería.
«Otra vez en Burgos», pensé para mí mismo. El lugar donde había pasado muchos de mis años de juventud, pero ahora todo parecía diferente. La lluvia y la tristeza del lugar me invadían y me hacían sentir como si estuviera atrapado en el pasado, incapaz de avanzar hacia el futuro.
Después de estacionar mi coche, saqué mis auriculares y puse música. De repente, comenzó a sonar una canción que no había escuchado en años. Era «1000 Years, Always By Your Side» de SHINee, una canción que siempre me había conmovido, pero esta vez me entristeció de una manera más profunda. Sentí que mi cabeza iba a explotar, así que me encorvé, cubrí mi cara con las manos y permanecí inmóvil.
La música cambió a una de Billie Eilish y, mientras contemplaba las nubes oscuras que cubrían la ciudad, comencé a pensar en todas las cosas que había perdido en mi vida. Pensé en el tiempo perdido, en las personas que había dejado atrás, en las que me habían abandonado y en los sentimientos que nunca volverían.
Continué pensando en mi pasado hasta que desabroché mi cinturón y salí del coche para sacar mi equipaje del maletero. El aire frío de otoño golpeó mi rostro mientras olía la hierba y escuchaba el canto de los pájaros. Corría el otoño de 2015 y ya había cumplido mis dieciséis años, pero me sentía como si hubiera perdido una vida entera.
Entonces, una anciana de rostro alegre se acercó y me preguntó si estaba bien. Respondí que sí, pero en realidad, me sentía terriblemente nostálgico. Ella me comprendió y me regaló una sonrisa resplandeciente. Al finalizar la conversación, me deseó buena suerte, y yo solo pude decirle «gracias». Sentí que era la única palabra que podía decir en ese momento, ya que mi corazón estaba roto y no sabía cómo arreglarlo.
Incluso ahora, ocho años después, aquel recuerdo sigue atormentándome. Corría el otoño de 2015 y ya había cumplido mis quince años, pero me sentía como si hubiera perdido una vida entera. El primer día del último año de secundaria, después de haber pasado un año escolar siendo objeto de burlas y marginación, se convirtió en un día lleno de temor y ansiedad. El verano anterior fue un período de incertidumbre y angustia, en el que me encontraba luchando con mis pensamientos y temores. No podía disfrutar plenamente del momento presente, y mi mente estaba llena de preguntas dolorosas: ¿encontraría amigos nuevos o seguiría sintiéndome aislado? ¿podría escapar de las burlas y los comentarios hirientes que había enfrentado en el pasado?
Intenté distraerme de mis pensamientos haciendo caminatas por toda la ciudad de Burgos y haciendo otras actividades como leer y dibujar, pero nada podía aliviar la carga emocional que llevaba encima. Cuando finalmente llegó el primer día de clase, una lluvia pertinaz barría el polvo acumulado durante el verano. Las acacias de Japón se balanceaban tristemente al compás del viento de septiembre, y las nubes oscuras coronaban toda la ciudad. El cielo parecía tan alto que me dolían los ojos al mirarlo fijamente. El viento que silbaba en aquel recorrido suavemente mi cabello me recordaba lo solo y perdido que me sentía en aquel momento.
Las hojas de las copas de los árboles susurraban con tristeza y, en la lejanía, se oía ladrar un perro, pero era un ladrido tan débil y apagado que parecía proceder de otro mundo. En aquel momento, no se oía nada más. Ningún otro ruido llegaba a mis oídos, y yo me sentía igual de solo que el perro cuyo ladrido apenas podía oírse.
Incluso ahora, ocho años después, aquel recuerdo sigue atormentándome. Recuerdo esa calle sin vida, donde los únicos seres vivos eran dos pájaros que huían presurosos hacia un enorme edificio. Era como si supieran algo que yo no sabía, algo que hacía que desearan escapar de allí. Pero yo era joven e insensible, y apenas me importaba lo que me rodeaba. Solo pensaba en mí mismo, que era lo único que me importaba en aquel momento.
Pero ese amor me llevó a una situación cada vez más desesperada. Me sentía atrapado en una espiral de autodestrucción, donde mis propias expectativas eran cada vez más altas y yo me sentía incapaz de alcanzarlas. Me sumergí en el dibujo, convirtiéndolo en mi único escape del mundo, sin darme cuenta de que estaba dejando atrás todo lo demás.
Y en medio de todo esto, estaba esa calle desolada, que ahora recuerdo con detalle. Las aceras, las farolas, los edificios. Un paisaje desolador que, en aquel momento, no me importaba lo más mínimo. Pero ahora, doce años después, me doy cuenta de que era un reflejo de mi propia vida. Una vida vacía y sin sentido, donde solo me importaba mi propio ego, dejando todo lo demás en segundo plano.
Ahora, cada vez que pienso en esa calle, siento una opresión en el pecho, como si ese paisaje desolador hubiera dejado una huella indeleble en mi alma. Y me pregunto si alguna vez podré escapar de esa espiral de autodestrucción y encontrar un sentido en mi vida.
La imagen de la calle ahora me parece más triste que nunca. Me doy cuenta de que, aunque pueda recordar los detalles físicos, el verdadero valor de ese momento se ha perdido. Siento como si hubiera perdido algo esencial, algo que no puedo recuperar. La tristeza se apodera de mí, una tristeza que se siente como una pesada losa en mi pecho.
Las luces de las farolas, que una vez me parecieron tan acogedoras, ahora me parecen frías y solitarias. El viento gélido parece penetrar hasta mis huesos y me hace sentir aún más aislado. El ladrido del perro ya no es un sonido distante, sino un recordatorio constante de la soledad que siento ahora.
Me pregunto cómo es posible que todo lo que parecía tener valor en aquel momento haya desaparecido. Incluso Inés, la persona que compartió momento tan importante en esa época de mi vida, se ha desvanecido en mi mente. Es como si nunca hubiera existido, como si todo hubiera sido una ilusión efímera.
En este paisaje desierto y vacío, me siento completamente solo y perdido. Es como si hubiera perdido todo lo que me daba sentido y propósito en la vida. Ahora estoy solo con mis pensamientos, que me llevan a lugares oscuros y deprimentes.
Aunque intento revivir su imagen en mi mente, ahora todo parece oscuro y sin vida. Su pelo ya no parece tan bonito ni agradable al tacto, sino que se ha vuelto frío e insípido. Sus manos frías ahora me parecen una especie de advertencia sobre la muerte y la desolación que nos rodea. El lunar que tenía debajo de la mejilla ahora parece una marca siniestra que me recuerda lo fugaz de la vida y la inevitabilidad de la muerte.
La ropa colorida que solía llevar en invierno ahora me parece un intento desesperado de aferrarse a la vida, una forma de resistir ante la oscuridad y la muerte que nos acechan. Ya no puedo recordar su mirada fija y su voz temblorosa sin sentir una opresión en el pecho y un dolor que me corta la respiración. Es como si su imagen estuviera cubierta por una capa de polvo y sombras, que impide que pueda verla con claridad.
Incluso su sonrisa, que solía ser tan brillante, ahora me parece un reflejo débil y sin vida de lo que alguna vez fue. Me pregunto cómo es posible que algo tan valioso y significativo haya desaparecido sin dejar rastro, dejándonos a la deriva en un mundo sin sentido. Ya no puedo ver en sus ojos la chispa de la vida que solía estar allí, solo veo un vacío oscuro y sin esperanza.
Me cuesta tiempo evocar su rostro, y cuanto más pasan los años, más difícil se vuelve. Es triste, pero es así. Al principio, podía recordarla en solo cinco segundos, pero ahora esos segundos se han convertido en minutos. El tiempo se alarga gradualmente, como las sombras del atardecer. Es posible que pronto su rostro desaparezca por completo, absorbido por la oscuridad de la noche.
Mi memoria se está alejando de Inés y del lugar donde solíamos estar juntos. La única imagen que persiste en mi mente es la del paisaje de aquella calle en octubre, como una escena simbólica de una película. Esa imagen sigue resonando en mi cabeza, una y otra vez, como una llamada a despertar: «¡Despierta! ¡Aún estoy aquí! ¿Por qué sigo aquí?»
No siento dolor, solo el eco hueco de cada patada que doy en mi camino. Pero incluso ese sonido se apagará algún día, como todo lo demás que ha ido desvaneciéndose con el tiempo. Sin embargo, frente a ese bar en esa calle de Burgos, la sacudida que siento es más fuerte y más prolongada que nunca. Es como si mi corazón se estuviera rompiendo en pedazos, y no puedo evitar preguntarme: «¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Dónde están ella y yo? ¿Dónde está nuestro mundo?»
Aquella imagen del cuadro de constelaciones sigue obsesionándome, aún después de tantos años. A veces me pregunto si Inés lo usaba como una metáfora de su propia vida, una vida llena de desorden y caos. ¿Era ese cuadro una representación de su propia mente atormentada? Me aterra pensar en ello.
No puedo evitar sentir que ese cuadro simboliza la ausencia de sentido y propósito en la existencia humana. Si incluso las estrellas, que parecen tan inmutables y eternas, pueden ser deformadas y retorcidas en algo tan grotesco, ¿qué esperanza hay para nosotros, pobres mortales que estamos sujetos al cambio y al sufrimiento?
A veces me pregunto si Inés vio su propia vida como una aberración cósmica, una burla cruel del destino. Si fue así, puedo entender por qué nunca encontró la paz en este mundo. ¿Quién puede encontrar consuelo en un universo que parece estar en contra de nosotros?
Estas ideas me atormentan y me llevan cada vez más hacia la oscuridad. Me pregunto si alguna vez encontraré una salida de este laberinto de pensamientos sombríos. ¿O será que estoy condenado a vagar en este mundo sin sentido, como una de esas estrellas sin rumbo fijo en el cuadro de Inés?
«Se siente una sensación de rechazo, como si cada estrella en el lienzo fuera un recordatorio de algo terrible y siniestro», dijo Inés con voz temblorosa. Sus ojos estaban llenos de tristeza y miedo, como si hubiera visto algo que nunca debería haber visto. «La mente lucha por encontrar algún patrón o significado, pero solo encuentra un vacío frío e implacable. Es como si el cuadro fuera una puerta a otro mundo, un mundo oscuro y sin esperanza».
Inés se encogió de hombros y continuó: «Pero nadie sabe dónde se encuentra. Claro que está por allí, en algún sitio. Eso es seguro. Siempre hay alguien que lo encuentra y se obsesiona con él. Entonces, su vida se desmorona a su alrededor, mientras que el cuadro parece tomar vida propia y consumirlos por dentro».
«Es como si hubiera una maldición en ese lugar», dije con un tono de voz tembloroso. «Ese lugar donde se encontraba ese cuadro tendría que ser muy extraño». Mi mente estaba luchando por imaginar lo que Inés estaba describiendo. «Si alguien lo ve, se vuelve loco, perdido para siempre en su propia cabeza».
Inés cerró los ojos y suspiró. «Pero eso no es lo peor. Lo peor es lo que le ocurre a quien lo encuentra. Si te enamoras del cuadro, o algo parecido, estás perdido para siempre. Es una locura horrible, una muerte en vida». Sus palabras me llenaron de un miedo indescriptible. Podía sentir mi corazón latiendo con fuerza en mi pecho.
«Incluso si gritas, nadie te salvará», continuó Inés con un tono triste. «La gente te verá como un loco y escucharás los gritos ahogados de aquellos que lo han visto antes. Te arrastrará a un mundo de oscuridad y soledad, donde la desesperación y la locura te consumen lentamente».
Inés levantó la vista hacia el techo y suspiró. «Y en el cuarto solo hay un pequeño tragaluz circular que apenas deja pasar la luz del día. Es un lugar oscuro y solitario, donde la desesperación y la locura te consumen lentamente, mientras el cuadro te observa con sus frías y siniestras estrellas».
Cerré los ojos y sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. El misterioso cuadro de constelaciones se había convertido en algo más que una simple obra de arte. Era una fuerza siniestra y oscura, que atraía a aquellos que se atrevían a acercarse demasiado. Una maldición que arrasaba la vida de aquellos que osaban mirarla de frente. La tristeza que sentía por Inés se convirtió en una profunda empatía por aquellos que habían sido víctimas de la maldición del cuadro de constelaciones.
«Si lo pienso, se me eriza la piel», susurré en voz baja. «Alguien debería buscarlo y destruirlo», añadí con un tono de desesperación.
Inés me miró con sus ojos cansados y me advirtió: «Pero nadie puede encontrarlo. Así que ten cuidado y no te desvíes del camino».
«No te preocupes, no lo haré», respondí con tristeza.
Inés sacó su mano del bolsillo y agarró la mía con fuerza, como si temiera perderme. «Pero tú no tienes que preocuparte», dijo. «Incluso si encontrases el cuadro, nunca caerías en la locura. Seguro. Y mientras esté contigo, a mí tampoco me pasará nada».
Me sonrojé al oír sus palabras reconfortantes. «¿Jamás?», pregunté con una nota de incredulidad.
Inés me apretó la mano aún más fuerte, como si quisiera transmitirme su seguridad. «Jamás», afirmó con convicción.
«¿Y cómo lo sabes?», le pregunté, queriendo saber más.
«Eso no importa», respondió. Luego siguió andando un rato en silencio y rompió ese silencio añadiendo: «Solo lo sé. De repente siento cosas y ya está. Por ejemplo, ahora que estoy contigo, siento que nada malo puede pasarnos».
Me aferré a su mano con fuerza, sintiendo cómo se me escapaba la vida. «Entonces todo lo que tenemos que hacer es estar juntos», susurré con tristeza, perdiéndome en sus ojos azules como si fueran un abismo sin fin.
Estaba emocionado al escuchar sus palabras y pregunté con incredulidad, «¿Lo dices en serio?»
Inés respondió rápidamente, «Por supuesto.» Luego se detuvo de repente y colocó sus manos sobre mis hombros, mirándome fijamente. En el fondo de sus ojos, una oscuridad líquida y densa formaba una extraña espiral. Permaneció así por un largo tiempo, y luego se puso de puntillas y acercó su mejilla a la mía. Fue un gesto tan cálido y dulce que mi corazón dejó de latir por un momento.
La abracé y sentí como si el mundo se detuviera. «Siempre supe que mi vida estaría vacía sin ti, y ahora que te tengo, sé que la idea de perderte me aterra más que cualquier otra cosa. Me duele pensar en un futuro sin ti, en pasar el resto de mis días sin la luz que irradias en mi vida. Pero también sé que, aunque el dolor sea insoportable, no cambiaría nada de nuestro tiempo juntos. Pasaré mi vida contigo, aunque el destino me arrebaté la felicidad en cualquier momento, porque cada instante a tu lado es un regalo inestimable», le confesé.
Ella sonrió tristemente y respondió: «Estoy muy contenta de que me digas eso», pero luego soltó: «pero no es posible». Confundido, pregunté: «¿Por qué?» y ella simplemente dijo: «Porque no puede ser. Porque es horrible. Eso…» pero se quedó en silencio y siguió caminando.
Comprendí que algo la estaba atormentando, así que empecé a caminar a su lado en silencio. «Porque eso… no es bueno. Ni para ti, ni para mí», dijo después de un largo rato.
«¿Y en qué sentido no lo es?» pregunté en voz baja, sintiéndome cada vez más deprimido por su tono de voz.
Inés suspiró y su voz tembló mientras continuaba caminando, “Eso de que alguien proteja eternamente a alguien… es imposible. Mira. Suponiendo, ¿eh?, suponiendo que te casaras conmigo… Tú trabajarías en alguna empresa, ¿no es así? ¿Quién me protegería mientras tú estuvieses en el trabajo? ¿Y quién me protegería mientras estuvieses de viaje de negocios? Además, ¿y si un día me enfermo o me pasa algo? ¿Qué harías tú entonces? ¿Dejarías todo lo que estás haciendo y te dedicarías solo a cuidarme a mí? ¿Abandonarías tus propias metas y sueños por mí?”.
Caminamos en silencio un rato más, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
«Mis problemas pueden parecer abrumadores ahora, pero no durarán para siempre», le dije suavemente mientras posaba mi mano en su espalda. Añadí, «Y cuando todo haya terminado, nos tomaremos el tiempo para reconsiderar nuestras opciones y decidir qué es lo mejor para nosotros. Tal vez ese día sea yo quien necesite tu ayuda, y estaré allí para pedírtela. No tenemos que vivir siempre preocupados por el futuro, podemos tomar las cosas un día a la vez. Entiendo que estás pasando por un momento difícil y que todo te parece cuesta arriba, pero quiero que sepas que estoy aquí para ti. Puedes contar conmigo. Y si necesitas mi ayuda, solo tienes que pedírmela. No eres terca, solo estás pasando por un momento difícil. Permíteme ayudarte a aliviar esa tensión. Respira profundo y trata de relajarte. Verás que te sentirás más ligera y que todo parecerá un poco más manejable
«¿Por qué dices eso?» La voz de Inés sonó como un puñal clavándose en mi pecho.
Inmediatamente me di cuenta de que había dicho algo que no debía.
«¿Por qué?» repitió Inés, con la mirada fija en el suelo. «Sé que relajarme me haría sentir más ligera, no necesito que me lo recuerdes. Pero si lo hiciera, me desmoronaría en pedazos. Llevo tiempo viviendo así y aún no sé cómo salir de este agujero. Si bajara la guardia, aunque fuera un instante, sería incapaz de volver a ponerme en pie. Me destrozaría a mí misma y mis pedazos volarían con el viento. ¿Cómo es posible que no lo entiendas?»
Sus últimas palabras resonaron en mi mente como una condena: «¿Cómo puedes decir que cuidarás de mí si no entiendes eso?»
«Inés», dije tratando de consolarla, «Siento que te encuentres tan perdida. Sé que es difícil, pero tienes que intentar soltarte de ese peso. ¿Recuerdas cuando te besé aquel día? Lo hice porque sentía algo por ti. Quería que supieras que estaba aquí para ti. Pero si eso te hace daño, lo siento mucho.»
Caminamos por la calle en un silencio abrumador. A lo lejos, la acacia de Japón parecía empequeñecerse a medida que avanzábamos. Inés y yo nos manteníamos en silencio, perdidos en nuestros propios pensamientos.
“Lo siento” dijo Inés apretando mi brazo con tristeza. Sus ojos parecían brillar con lágrimas contenidas. “No quería herirte. Mis palabras salen de un lugar oscuro y doloroso. No puedo evitarlo”.
“Te entiendo” respondí con voz suave. “A veces es difícil controlar lo que decimos cuando estamos heridos”.
Inés asintió con la cabeza, su mirada perdida en el horizonte. “Me siento tan perdida, Karani. Como si no supiera quién soy ni a dónde voy. Y no sé si alguna vez encontraré las respuestas que busco”.
“Te ayudaré a encontrarlas” dije con determinación, colocando mi mano en su hombro en un gesto de apoyo. “No tienes que hacerlo sola”.
Inés me dedicó una pequeña sonrisa, aunque sus ojos seguían cargados de tristeza. “Gracias por estar aquí. A veces siento que nadie me entiende, que nadie puede ayudarme”.
“Yo te entiendo” respondí con sinceridad. “Y siempre estaré aquí para ti, pase lo que pase”.
Inés se acercó a mí y me abrazó con fuerza. “Gracias, Karani”.
Nos separamos y continuamos caminando en silencio, el ambiente pesado y triste. La luz del sol ya empezaba a desvanecerse, dando paso a una tarde fría y oscura. Inés parecía perdida en sus pensamientos, y yo no sabía cómo ayudarla.
“¿Me prometes algo?” dijo Inés de repente, su voz temblorosa.
“Lo que sea” respondí sin dudarlo.
“Prométeme que nunca me abandonarás. Que siempre estarás a mi lado, pase lo que pase”.
“Te lo prometo” dije con sinceridad. “Nunca te abandonaré, Inés”.
Inés pareció aliviada, pero a la vez más triste. “Es que siento que soy una carga para ti. Que no te mereces tener que lidiar con mis problemas”.
“No eres una carga” respondí con firmeza. “Estoy aquí para apoyarte en lo que necesites. Siempre”.
Inés asintió con la cabeza, aunque seguía cargada de tristeza. Nos detuvimos junto a un banco y me tomó del brazo. “Gracias, Karani. Gracias por todo”.
“Siempre estaré aquí para ti” dije con una sonrisa triste.
Inés se alejó con pasos lentos y tristes, su figura perdiéndose en la oscuridad de la noche. Sabía que aún le quedaba un largo camino por recorrer, pero yo estaría allí para ayudarla en lo que necesitara.
Pero la verdad es que mi memoria se ha desvanecido de aquella calle y cada vez son más las cosas que he olvidado. Al escribir, tratando de revivir mis recuerdos, a menudo me abruma una terrible inseguridad. ¿Estaré olvidando lo más importante? ¿Acaso hay un abismo en mi mente donde los recuerdos cruciales se desvanecen y se transforman en nada?
Esto es todo lo que puedo obtener por ahora: recuerdos incompletos que se desvanecen y palidecen con cada momento que pasa, y escribir estas líneas con la desesperación de un hombre perdido. Esta es la única forma en que puedo cumplir la promesa que le hice a Inés.
Hace algún tiempo, cuando era más joven y mis recuerdos eran mucho más claros que ahora, intenté escribir sobre Inés varias veces. Pero nunca fui capaz de escribir ni una sola palabra. Era consciente de que, si escribía la primera frase, las demás fluirían espontáneamente, pero nunca llegué a escribir esa primera línea. Todo era demasiado claro y nunca supe cómo moldearlo. El mapa más detallado puede ser inútil en ocasiones por esta misma razón. Pero ahora lo sé. Lo único que puedo expresar en este imperfecto texto son recuerdos imperfectos y pensamientos imperfectos. Y cuanto más descoloridos se han vuelto los recuerdos de Inés, más capaz he sido de entenderla. Ahora sé por qué me pidió que no la olvidara. Ella sabía que mi memoria eventualmente la borraría. Por eso me lo pidió: «¿Siempre te acordarás de que existo y de que estuve a tu lado?» Este pensamiento me llena de una tristeza insoportable. Porque Inés nunca me amó.
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