Un occiso y una noticia

Pasaron muchos años desde que ocurrieron los hechos que narro acá, y con el tiempo se borran de la mente los datos generales, e incluso los detalles más precisos, por lo que olvidé varios pequeños puntos de lo acá descrito. En auxilio, aparece la imaginación, con cuyos recursos parcho los agujeros de la memoria. Lo hago sin pretensiones literarias, académicas ni legales. Tampoco pretendo limpiar el nombre de Román Argote, sino, principalmente, entenderlo, pues, después de conocer lo que acá describo, lo puedo concebir como un hombre al que todos los involucrados sentenciaron sin juicio, y a quien no tuve oportunidad de conocer en vida, sino lo que quedaba de él: un despojo de cuerpo incinerado por la violencia colectiva, que los periódicos titularon, en su momento, “Venganza del populacho contra un violador”, y que, al pasar los años, como tantas otras noticias cotidianas, incluso las más cruentas, fue cayendo en el olvido. Su cadáver, entonces, olía a carne carbonizada de res, como una parrillada. Es increíble lo mucho que nos parecemos a los demás animales, si no es en vida, al menos en muerte. Se diría que, después de experiencias como esa, uno debería volverse vegetariano. Pero tal cosa no sucede. La verdad, se debe aprender a sobrellevar lo que se ve en el día a día, y seguir adelante, con el mejor humor posible.

Lo que no entendí en su momento, pero recién puedo hacerlo ahora, es cómo todos los adultos involucrados no escucharon a la única persona menor presente. Escucharla, en su momento, hubiera salvado la vida de Argote, quien merecía la cárcel, eso sí, por transgredir de forma consciente las normas legales a las que todos nos debemos, pero después de un juicio justo. Sin embargo, pienso, acaso Argote no haya sido más que la víctima visible de una situación en la que nadie debería verse involucrado, pero que a cualquiera puede pasar. En todo caso, el lector juzgará, con criterio amplio y claro, si Argote realmente merecía una sanción, sea cual fuere, o la absolución.

Yo trabajaba entonces en la División de homicidios, cuando las cosas eran muy diferentes a lo que son ahora, sea para bien o para mal, y que, cuanto menos hubiera que investigar, era mucho mejor para uno. En honor a la verdad, ni debí estar presente en el levantamiento del cadáver, tarea que no me correspondía, pero lo estuve. También tuve, tarea que sí me correspondía, la oportunidad de transcribir los testimonios de los implicados, siete en total, a lo largo de una jornada fatigosa, pues, procesados los testimonios, tocaba procesar las demás evidencias recolectadas en el lugar de los hechos, y para rematar, a los pocos días teníamos el caso de los tres hijos degollados por su madre, que acaparó rápidamente la atención de los medios, sepultando, casi para siempre, la tragedia de los últimos momentos de Argote.

Yo mismo, en el afán de salir cuanto antes de esa incómoda situación, me apresuré en cerrar las transcripciones de las entrevistas, sin intentar siquiera hacer notar a mi oficial a cargo las inconsistencias en los testimonios de los principales implicados, Virginia, la que se consideró víctima inicial, Graciela, la madre, y Heriberto, el padre, y de forma particular las actitudes de la primera, diferentes por completo de alguien que sobrevivió a un hecho traumático, pero no como víctima de violación, sino del asesinato de alguien muy querido, pero sobre el cual fue presionada para guardar silencio. Los demás implicados solo desfilaron como testigos, como si ninguno hubiera hecho nada más que mirar, sin señalar a nadie en particular como responsable del linchamiento. Pero como toda la gente lo había sentenciado, y la Policía ni la Fiscalía querían tener malos rollos con los medios, se dio por sentado y hecho que el occiso recibió su merecido. Así, sin más.

Desde entonces, pasaron algunos años antes de decidirme a ingresar a la Facultad de Derecho, elección común entre varios de mis camaradas, y también de los oficiales, para mejorar el perfil profesional y los ascensos a los que periódicamente éramos convocados. Así fue como, lo que inicialmente fue una elección de mejora profesional y salarial, derivó en una elección que le dio un giro a mi vida, al entender que mi primera profesión no era más que un campo secundario y auxiliar del Derecho, y que este es una rama de conocimiento inacabada e inacabable. Al final, terminé trabajando en la Fiscalía, hasta lograr el puesto de Fiscal de provincia, cargo que desempeñé hasta mi segunda jubilación.

Fue justamente al terminar la carrera de Derecho, y cuando ya postulaba a un cargo menor en la Fiscalía, cuando se me ocurrió desenterrar el caso de Argote, como parte de mi tesis de grado, sin saber que no solo lo desenterraría a él del olvido, sino que también removería viejos escombros de la memoria de la principal implicada, tiempo después. Durante el desarrollo y la sustentación de mi investigación académica, expuse todos los elementos necesarios para que el Estado declarara, de forma póstuma, la inocencia de Argote, y procesar a quienes acabaron con su vida, pero tropecé con la inexistencia de un precedente similar, por lo cual, la falta de jurisprudencia, fue el principal obstáculo para obtener una mejor calificación. Fue un hueco que pasamos por alto mi tutor y yo en su momento, pero que pude solventar diciendo “esta declaratoria sentaría la primera jurisprudencia para futuros casos”. Mi tesis, como tantas otras, ahora solo acumula polvo en los estantes de la Biblioteca de la Facultad. Con el paso de los años y de la vida misma, olvidé también ese asunto, y de esta forma, la memoria de lo que padeció Argote en sus últimas horas de vida quedó otra vez en el olvido… hasta hace casi un año.

Virginia

Mi memoria es buena, especialmente para recordar rostros. Sin embargo, a Virginia no la reconocí de inmediato cuando la volví a ver, aunque conserva su contextura y el rostro infantil. Su nombre completo: Virginia García Cedeño. En perspectiva, solo tiene un atisbo de madurez por los lentes de aumento. Cabello claro natural, piel también clara, aunque sin ser blanca, ojos medianos de color miel, labios delgados y nariz afilada, aunque pequeña. No utiliza maquillaje, desconozco el motivo, y jamás se lo pregunté. Tiene una estatura media, y aunque no provocaría siniestros vehiculares, conserva ese aire inocente que recordaba entre brumas de la única vez que la vi, cuando rindió su testimonio y se echó a llorar. Ella fue la única que defendió a Argote, y eso me llamó la atención en su momento. Según me comentó, vive sola hace varios años. En su plan de vida no están esposo ni hijos, y se dedica de lleno a su trabajo. En resumen, ya es toda una mujer, mientras yo casi soy un anciano, como lo fue Argote el día que su vida se cruzó con la de ella.

Me comentó que no fue difícil ubicarme, desde que asumí el cargo de Fiscal en jefe, pero nunca hubo oportunidad de reunirse conmigo, por las barreras propias que impone el cargo para con el resto de la sociedad, a excepción de las investigaciones académicas, pero sobre todo con los involucrados en diversos procesos, en curso o archivados. Ese fue su gran error, del que no fue consciente en su momento: decir a la recepcionista que quería reunirse conmigo por un caso antiguo en el que ella fue la víctima. Esas restricciones son medidas que no aparecen en las leyes ni reglamentos, pero se imponen como protocolo en ciertas unidades, como mecanismo para que las investigaciones sigan su curso, y evitar cualquier malentendido, aunque en algunos casos sea imposible hacer un seguimiento total y permanente sobre lo que hacen o dejan de hacer los fiscales, y sobre cómo algunos procesados se dan modos para contactarlos, para rogarles, amenazarlos o sobornarlos, influyendo en sus decisiones.

Virginia, por su parte, esperó con la paciencia de un familiar de enfermo hospitalizado, y cuando se enteró de mi segunda jubilación, pudo localizarme después de indagar en la misma Fiscalía, y se presentó sin cita previa en mi despacho. Ahora tiene treinta y un años, mientras yo casi llego a los sesenta, y me sorprendió verla, pero me sorprendió más verla con un aire de inocencia total, a pesar de los años y los golpes que recibió a lo largo de su vida. Su rostro infantil, como dije, sigue siendo el mismo. Físicamente, creció lo que debía, y ganó poco peso, apenas el necesario para seguir existiendo. Me dijo que me recordaba vagamente de las entrevistas en los que fui el digitador, pero que cuando, por cosas de la vida, leyó mi tesis en la biblioteca, mientras hacía un trabajo para la universidad, se dio modos para ubicarme, y sucedió todo lo antes descrito. Cuando leyó la introducción de mi trabajo académico, según me dijo, y le creo, su corazón dio un brinco.

Me enteré entonces que estudió Psicología, se graduó, y cuando al fin me ubicó, casi un año atrás, trabajaba en un hogar de niños en situación de riesgo. Sin perder tiempo, y apenas consentí atenderla con los cinco sentidos, me explicó el motivo de su visita, recordando lo vivido cuando pasaba los diez años, pero aún no llegaba a los quince: “Yo me enamoré de él”, dijo, “yo fui quien lo siguió, yo me obsesioné con él”. Sus ojos, pálidos hasta ese momento, se llenaron de un brillo retenido. No lloró; ni siquiera sollozó, pero pude percibir una lágrima contenida. Recordé que, para el desarrollo de mi tesis, no la pude ubicar, pese a mis contactos y habilidades de búsqueda. De esa forma, nunca presenté la prueba definitiva para dar un nuevo enfoque a la muerte violenta de Argote, conformándome con los indicios recolectados y en las contradicciones en los testimonios, lo cual, en cuestiones procesales, es válido, pero resultó insuficiente para promover la causa inicial. De haber sido un juicio al Estado, habría sido causa perdida. Al ser un trabajo de titulación, tuve nota de aprobación simple y pura: para nada una aspiración.

Cuando le comenté que la busqué en las circunstancias antes descritas, Virginia me dijo que para el momento en que yo hacía mi tesis, su familia y ella estaban fuera del país, y su madre tenía el propósito de no regresar jamás. Sin embargo, ella sí lo hizo, por sus medios, dos años después de terminar el colegio y ahorrar lo suficiente para el pasaje y para parte del primer año universitario, trabajando en lo que pudo y en lo que no. Les dijo a sus padres que la universidad en el país de acogida era muy cara, además de que ella pagaría sus estudios superiores, siendo el argumento final que ya era mayor de edad. Como nota adicional, se comprometió a regresar después de terminar su carrera, pero no cumplió, y solo les visitó una navidad, argumentando que el trabajo la consumía. Solo así pudo romper el cordón umbilical, en una familia donde la madre dictaba las reglas, el hermano se la pasaba enganchado en los videojuegos, y el padre tenía un papel ornamental, siendo una figura casi ausente en la memoria de la principal protagonista.

De forma que, una vez en la ciudad donde le tocó vivir con tanta intensidad unos años antes, visitó la tumba de su viejo amor infantil. La había visitado varias veces antes de su partida, cuando no podía decidir sobre su propia vida, y al cabo de algunos años, la encontró totalmente abandonada, aunque con el nombre legible, pues a nadie le había interesado ponerle una lápida. De hecho, a nadie le hubiera interesado hacerlo, y no supo si alguien más lo visitó, ni siquiera sus hijos o alguna de las varias mujeres con las que se involucró. De forma que, con parte del dinero que llevaba consigo, Virginia mandó a hacer una pieza de mármol, económica, pero decente. En ella, inscribió una frase simple, pero que resumía la situación general de Argote: “Aquí descansa Román Argote, un hombre incomprendido”, además de la fecha de fallecimiento exacta, sin señalar el año de nacimiento. Yo vi esa lápida cuando visité la tumba, con motivo de mi tesis, y recuerdo haber sentido un aire perturbador cuando la veía, y por un instante, tuve la impresión de haber percibido una respiración fría detrás de mi oreja derecha. Volteé a mirar, y no había nadie… ni nada.

Solo unos meses antes de visitarme en la oficina, ella hizo renovar la lápida, colocando una de mejor calidad, donde incluyó las fotos que se tomaron juntos, que pudo hacer restaurar y copiar. Sin embargo, optó por mantener el texto de despedida. Días después de nuestro primer encuentro, visité la tumba de Argote, y la encontré como me la describió ella: lucía como la lápida más feliz del cementerio, pero, aun así, seguía siendo una lápida.

De las varias cosas que me dijo, ya fuera de la oficina y compartiendo un café, me llamó la atención la afirmación de que fuera ella quien lo siguió, siendo un comportamiento inusual en los casos de estupro y otros similares, donde el agresor es quien persigue y hostiga a su víctima. “En tal caso, la víctima fue él, y aunque es la primera vez que pienso en esa relación, tendría sentido identificarlo así”, replicó. Añadió que, después de conocerle, y cuando comenzó a salir sola, varias veces, sin que sus padres ni hermano lo supieran, se dio modos para vigilar la casa donde vivía Argote, esperando a que llegara o saliera, pues alguna vez lo vio entrar en un pequeño edificio a tres cuadras de la casa que alquilaba su familia, y desde entonces, se dio a la tarea de identificar su horario. Siempre salía a la misma hora, a las siete y quince, pero no siempre regresaba a la misma: su retorno variaba entre las diecisiete y treinta, muy rara vez, las diecinueve y cuarenta y cinco, más frecuente, y una variada gama de horarios. No lo hacía todos los días, pero le emocionaba verlo salir, y aunque a veces se dejaba ver, prefería mantenerse escondida, mientras veía salir el vehículo donde iba él. A veces, por la tarde, lo veía llegar, y tenía la oportunidad de saludarlo. Él respondía indiferente, al principio, pero según pasaban las semanas, y luego meses, lo veía más animado, y le daba una breve charla. Incluso, alguna vez le preguntó si quería que la llevara a su casa, pues ya era tarde, y ella respondía siempre con un tímido “no”, no por miedo, sino porque sentía verdadera timidez.

La familia de Virginia tenía bajos ingresos, pero llevaban una vida sin privaciones. El padre era montacarguista en una empresa de logística, y la madre, además de administrar su propio restaurante, trabajaba como estilista a partir de las cuatro, hasta casi las diez, de martes a domingo, aunque a veces faltaba, por el agotamiento que le imponía su ritmo de vida. Además de Virginia y su hermano, tuvieron una niña que murió a temprana edad, menos de dos años de nacida, y Virginia recordaba poco de ella, pues aquello sucedió cuando apenas pasaba la niñez temprana. Octavio tenía algunos recuerdos más, pero no parecía afectado por el deceso de la hermanita, según me comentaba. Sin embargo, al parecer, aquello sí afectó a Graciela, que tuvo un cuidado adicional con Virginia, pues temía que algo malo le pasara. En sus primeros años de estudios, no le fue difícil controlar el espacio físico, acompañarla al ir y regresar de la escuela, vigilar sus conversaciones y amistades, pero a medida que ella crecía, y también por la situación económica que la obligaba a trabajar en una y otra cosa, sea negocio familiar o no, el control se fue distendiendo a lo largo de los años. Para rematar, no pudo hacer nada con los pensamientos de su hija, que volaban sin control.

“Mi vida no fue un infierno, de ninguna manera”, aclaró, mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior, que ya se extinguía, “pero en general, la muerte de Román me afectó de forma significativa”, complementó. Al notar cómo la miraba mientras fumaba, me comentó que comenzó a hacerlo poco tiempo después de la muerte de Argote. Al principio, lo hizo con Camila, una de sus primas que llegó del interior para terminar el colegio, a escondidas, en el baño del colegio, durante el recreo. Su prima se quedó en la ciudad, con otros tíos, cuando la familia de Virginia decidió dejar el país, pero a ella el cigarrillo se le quedó como marca permanente. Aprendió a fumar mientras se bañaba, neutralizando el olor con incienso, y su aliento con maíz tostado. Cumplidos los diecisiete, comenzó a fumar descaradamente, a cualquier hora, y frente a quien sea. Su madre, por primera vez, no le recriminó.

Antes de mí, Camila fue la única persona a la que le contó su historia completa con Argote. Antes de regresar al país, coordinó con ella para buscar juntas un piso, y compartir gastos, y pudieron compartirlo un par de años, mientras ambas estudiaban, abaratando sus costos, hasta que Camila inició una relación estable con una compañera de trabajo, y se fue a vivir con ella. Desde entonces, Virginia se valió por sí misma al ciento por ciento.

Espera

El día que conoció a Argote, Virginia apenas pasaba los diez años, y acompañaba a Graciela, su madre, en el restaurante familiar del barrio al que él acababa de mudarse. Fue un sábado, recordó ella, cuando lo vio por primera vez. No la impresionó en absoluto con su llegada, pues no era precisamente modelo de portada, pero a los pocos minutos de verlo, reparó en dos detalles: él era diferente a todos los hombres mayores que llegaban a dicho local, y tenía un aire de desamparo, aunque sin dramas. Pese a ser sábado, llegó solo, como muy pocos comensales, pues la mayoría asistían con toda su familia, esposas mal encaradas y niños bulliciosos. Los pocos hombres solos que llegaban, lo hacían con un rostro de amargura. Argote, en cambio, tenía una expresión animada, como si estuviera libre de deudas, enfermedades y obligaciones, aunque ella pudo percibir desde el primer segundo la soledad como marca más distintiva.

Vestía modestamente, pero toda su ropa se veía limpia y planchada. La camisa, de color uva, combinaba bien con el pantalón oscuro y los zapatos negros, de baja gama, que lucían nuevos. Entonces, Virginia desconocía los pormenores de la técnica de combinar apropiadamente la indumentaria, pero después de ver mucha gente entrar y salir del restaurante, había adquirido una apreciación importante sobre el buen o mal gusto de los clientes habituales en cuanto a su vestimenta. También le gustó ver su cabello totalmente plateado, pero corto y abundante, pese a su edad: cincuenta y tres años. Nunca le vio con barba, ni crecida ni incipiente. Otro detalle que detectó, cuando lo vio por primera vez, fue su cinturón: de cuero, negro y viejo, que saltó a la vista como una mosca en la sopa.

Argote comía sin prisas, pensativo, sin mirar el televisor que tenía frente a sí. Años después, le comentaría a Virginia que no le gustaba la televisión en absoluto, aunque tuvo varias a lo largo de su vida. Sus dedos, pese a sus rudas actividades, parecían las de una mujer que nunca lavaba a mano. Ella no supo de sus ocupaciones hasta tiempo después, pero le llamaron la atención sus manos pequeñas, con las uñas rosadas cortadas al tope, y pulcras como las de una enfermera. Ese día solo entró, pidió un plato fuerte, sin inspeccionar la carta, comió, pagó, agradeció y se fue: en ese orden. No hubo charla, pero a Virginia le agradó verlo algunos días después, con visitas esporádicas primero, y frecuentes después. Sin darse cuenta, comenzó a esperarlo.

Él era sociable, pero no iniciaba ninguna conversación. Fue Graciela quien le dio charla, un día que llegó poco antes de lo habitual, cuando apenas había otras dos mesas ocupadas. Le preguntó si era vecino nuevo. Por ese diálogo, Virginia se enteró dónde vivía, qué hacía, su falta de familia, pues aprendió a valerse solo desde los nueve años, y aunque tenía cinco hermanos, no los veía mucho, sus padres habían muerto cuando él aún no tenía uso de razón, y aunque tenía media docena de hijos, no vivía con ellos ni ninguna de las madres. En ese momento, trabajaba como guardaespaldas del gerente financiero de una corporación internacional de gaseosas, y, como parte de sus responsabilidades, a veces se trasladaba en el Escalade de la empresa hasta su domicilio, lo que llamó más la atención de Virginia. Esos detalles, sumados a miradas furtivas pero penetrantes, invadieron la psique de la niña, que lentamente daba paso a la mujer.

En las visitas posteriores, que fueron esporádicas, en días libres o fines de semana, Virginia comenzó a inquietarse, y esperaba con ansias su siguiente llegada. Sentía atracción por él, pero no tuvo la capacidad de discernir de qué tipo exactamente, no hasta un par de años después, cuando dejó de verlo por casi dos meses. Para entonces, además, había comenzado a menstruar, sus senos ya aparecían marcados, aunque pequeños, y sus caderas se fueron ensanchando. De a poco, se preparaba para la embestida.

Siniestro vehicular

En la profesión policial, es muy importante tener imaginación. No me refiero a ser creativos y dibujar un muñeco, pintar un paisaje, o escribir un poema de la nada, sino a interpretar los hechos, intentar recrearlos mentalmente, para entender lo acontecido, con base en los indicios que pueda recolectarse. Esto es válido tanto en Homicidios como en Accidentes de tránsito, pues, si bien nos remitimos a los indicios y evidencias, que luego se convertirán en pruebas dentro de un proceso penal, si las entendemos mal, o si la escena de los hechos hubiera sido alterada intencionalmente, será difícil llegar a descifrar la verdad histórica de lo acontecido, e identificar a los reales autores de un hecho criminal.

Esto me trae a la memoria un siniestro de tránsito que fue bastante comentado en su momento, aunque solo en la división donde yo trabajaba, por las características tan peculiares que tuvo, y que atendieron mis camaradas en servicio.

Fue un día cualquiera de la semana, no recuerdo exactamente cuál. En el cielo, resplandecía el sol de mediodía. El convertible color plata se reflejaba en la pista de la carretera como un trozo de cristal móvil. En él, el narco y su novia ríen a carcajadas, recordando la escena de la noche anterior, cuando decoraron con lápiz labial y marcador permanente la cara del primo que se durmió. La música, a todo volumen, acompañaba la celebración. Ella le pregunta si regresarán el mismo día a la ciudad. No quería que sus padres le llamaran la atención por perderse tres días seguidos. Él le respondió que quizá no regresan, que pensaba seriamente en la posibilidad de enviarla a ella a la dirección de sus padres, descuartizada, en un saco de basura. La risa de ella se apagó. Él, fumando, le dijo que bromeaba, que antes mejor la devolvía prostituida. Se formó un silencio corto. Luego, ambos rieron otra vez.

La carretera estaba despejada, pero de vez en cuando se cruzaban con algún bus o vehículo liviano, y rebasaban unos cuantos camiones pequeños. Le preguntó su nombre, y ella respondió, entre molesta y divertida, que ya no se lo dirá más, que ya iban más de diez veces que se lo preguntaba. Una señal vertical advierte que se ingresa a una zona de curvas cerradas. A pocos metros de una de ellas, y con la limitación horizontal claramente marcada, se acercaron a una camioneta vieja. Él sonó fuertemente la bocina y la rebasan. Mientras ella acercaba el encendedor al cigarrillo, él iba a preguntarle algo, a la vez que intentaba rebasar un camión en la contracurva que se formaba. No alcanzó a preguntarle, pues de pronto apareció un bus en el carril que acababa de invadir, y en una maniobra evasiva, acompañada de diversas groserías y blasfemias, golpeó fuertemente el camión que intentaba rebasar, retornando al otro carril con violencia y siendo embestido por el bus.

La colisión se escuchó a muchos metros, y como resultado de los impactos, el vehículo terminó derrapando y golpeando la barda de seguridad. El tránsito se detuvo. Los pocos conductores que compartían la vía, llamaron a los servicios de emergencia, que demoraron casi media hora en llegar. Para entonces, solo quedaba recoger los dos cuerpos destrozados de la pareja, que salieron del vehículo en distintas direcciones por no llevar puestos los cinturones de seguridad. Los choques sucesivos produjeron fracturas severas y contusiones en ambos, pero la muerte llegó por el impacto de las cabezas en la calzada. Sus cerebros, esparcidos en la pista, en medio de huesos, sangre y vidrio quebrado, completaban la postal.

La patrulla de Tránsito es la primera en llegar, y las ambulancias que arribaron después, socorrieron a los pasajeros heridos del bus y al conductor del camión, quien salió con heridas menores, pero debió ser conducido a las oficinas de Tránsito para dar una declaración más detallada. Los cadáveres pueden esperar. Como ese caso, debí presenciar muchos otros.

Virginia me comentó a grandes rasgos el siniestro sufrido por Argote en el Escalade que conducía. Básicamente, tuvo una jornada agotadora, iniciada el día anterior, cuando debió trasladar a su jefe por tres ciudades diferentes, ya que el tiempo no daba para hacerlo en avión. En dichos viajes, tuvo que llevarlo a las oficinas filiales de la compañía de gaseosas, y sufrieron un percance menor en la carretera, por dos neumáticos dañados. Con la llanta de repuesto podía cubrir una, pero la otra le obligó a desplazarse en un bus hasta la siguiente gasolinera, donde finalmente pudo llenarla de aire. Su jefe, mientras tanto, quedó profundamente dormido en el vehículo. Total, no estaba obligado a acompañarlo.

Argote demoró casi dos horas en esos asuntos, y cuando por fin retomaron el viaje, tenía magullada una mano. Condujo lo más tranquilo posible, evitando empeorar la herida. Cuando por fin llegaron a la casa del gerente, Argote tuvo la tentación de dejar el vehículo ahí, y tomar un taxi para regresar a su casa. Era jueves, pero su jefe solo se despidió “hasta el lunes”. Entonces, se dio cuenta que podía tener el vehículo para sí por tres días. Ese pensamiento fugaz fue el que le motivó a llegar a su casa con el vehículo del trabajo, como tantas otras veces, solo que esta vez, tenía más de veinte horas sin dormir.

El choque se produjo, literalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Aunque Argote vio cambiar la luz del semáforo, marcando verde para él, no alcanzó a ver el vehículo que venía en la vía que interceptaba, aprisa para ganar el semáforo. El impacto fue tal, que ambos vehículos quedaron como grotescos balones de fierro retorcido. Argote apenas tuvo conciencia de lo que pasaba, y juraba que no recordó el momento del impacto, solo las sirenas, gritos y la labor de los bomberos cuando extricaron a los dos conductores. Ambos quedaron con múltiples fracturas, que, en el caso de Argote, se sumaría a las varias heridas acumuladas de otros accidentes y asaltos previos, sobre todo en el pecho, hombro, brazos y abdomen, y algunos en la espalda. Solo ellos fueron afectados, pues ninguno tenía acompañantes, y aunque la responsabilidad era del otro conductor, Argote también fue sancionado, por no esperar a que el tráfico se detuviera por completo, y por conducir en estado inconveniente.

Aunque solo recibió una multa, sin reducción de puntos en su licencia, la empresa donde trabajaba hasta entonces lo despidió, por uso indebido del vehículo bajo su responsabilidad. El gerente financiero no hizo nada por él. El Seguro, desde luego, cubrió la pérdida total del vehículo, y solo canceló el límite máximo de cobertura para Argote. Aunque se empeñaron en hallar rastros de sustancias prohibidas y controladas en sus exámenes de laboratorio, no lo lograron. La familia del otro conductor, más pobre que Argote, tuvo que correr con sus propios gastos. Al salir del hospital, y después de recibir la liquidación por su despido, sumada a los ahorros que tenía, compró un vehículo compacto, de segunda mano, pero afinado al punto, que afilió a una plataforma de taxi por pedido y lo activó una vez que se sintió con ánimo para hacerlo, manejando muy despacio al principio, aún con miedo, y solo por seis horas al día, con pleno sol, aunque no generara mucha renta.

En ese vehículo llegó al restaurante, dos meses después de la última vez que le vieron, pálido y delgado como nunca. Virginia tuvo que contener sus deseos de acaballarse en él cuando lo vio, emulando a un personaje femenino de una película de trama complicada que había visto apenas unos días antes en la televisión. Ese deseo que pudo contener, sin embargo, se vio opacado algunos días después, cuando Argote llegó en compañía de Carmen, una enfermera joven, que le había apoyado durante su recuperación, y con quien llegó a desarrollar, sin dificultad, un romance sin futuro.

Entonces, si acaso tuvo dudas alguna vez, Virginia confirmó lo que sentía por Argote, pues verlo llegar con Carmen “sintió un reconcomio de alacranes en los intestinos”, como dijo al mencionar ese episodio. Estaba celosa. Le consoló no volver a verlo más con ella, y, según se enteró luego, estaba casada, y solo mantuvieron una relación pasajera, de menos de un mes. Ambos prefirieron terminar con eso, antes que se les durmiera el diablo.

Carmen, por su parte, cuando pude localizarla para corroborar los hechos, apenas lo recordaba, y ni siquiera se había enterado de su muerte violenta. “Perdí contacto con él apenas decidimos apartarnos”, me dijo. “Estaba consciente del peligro que corría si mi todavía esposo se hubiese enterado de mis andanzas”, añadió. Entonces me contó que, de todas formas, su matrimonio no duró mucho más, pues su esposo, un bien pagado anestesiólogo, se involucró con una de las instrumentistas, aprovechando que sus turnos no se cruzaban con los de Carmen. “Éramos de la misma madera”, reflexionó, “él me atosigaba con sus celos porque me hacía lo mismo que yo a él, con la diferencia de que yo tenía el recaudo de no involucrarme con colegas ni con compañeros”, concluyó.

Al escucharla, sin querer, recordé la aventura que tuve con Isabel, una compañera de trabajo durante alrededor de un año en la Fiscalía, enfermera como Carmen, pero además abogada, quien solía quejarse del esposo tóxico, profesor de informática en colegio, que, sin embargo, también acostumbraba a cargarse a sus colegas, e incluso alumnas de últimos grados. Mi compañera no se quejaba, pero le parecía incoherente que, teniendo ambos un pacto de relación abierta, él la controlara y se quejara de su proceder. Isabel no era locamente guapa, pero tenía algo que me atraía, y debí esperar pacientemente a que aceptara una salida conmigo.

No era que antes me rechazara, sino que casi a diario tenía una cita con su “amigo con derechos”, y me aclaró que a veces hacía un mañanero con su esposo, y luego, por la tarde, se veía con su amigo, así que, si además estuviera conmigo, se hubiese sentido una puta. Ese fue un argumento extraño, pero válido. Un día, sin embargo, los astros se alinearon, y pudimos darnos una escapada. Mi desempeño fue desastroso, pero ella lo tomó con filosofía. Tiempo después, me envió un video de regalo, en el que se introducía un pepino de gran tamaño. Desde entonces, cada que me acerco a la sección de verduras en el mercado, la recuerdo.

Román Argote

Román Argote era una navaja suiza. Sin estudios completos, ni de colegio, hizo algunos cursos cortos en programas comunitarios de distintas localidades, sobre diversos campos ocupacionales, como dibujo artístico, cocina, computación, plomería, electricidad, primeros auxilios, mecánica, conducción, entre otras ocupaciones menores, que siempre lo mantuvieron empleado. En su juventud, fue aficionado al fútbol, el vóleibol y baloncesto, pero desde que llegó a la ciudad, seis años antes, no tuvo ocasión de integrarse en muchos equipos. En general, por lo que pude averiguar con las pocas personas que lo conocieron de forma directa, se desempeñaba bien en las tareas que le encomendaran, y solo rechazaba aquellos trabajos que físicamente le era imposible atender: cuando estaba de viaje, en el hospital o en algún trabajo previamente acordado. Lo que hacía, lo hacía bien, y eso me dejó pensando en algunos colegas que conozco, abogados, que además son auditores y economistas, o sociólogos, pero que pueden estar hasta dos años o más sin colocarse en una plaza laboral. Sería imposible para estos amigos ganarse la vida pelando cables o destapando baños, sin importar el tiempo que se queden desempleados. Argote no tenía ese problema.

Reacio al compromiso formal, pero no a la intimidad, tuvo seis hijos con cinco mujeres diferentes. Una de ellas tuvo gemelos, pero ni con ella ni con ninguna de las demás formalizó una relación. Nunca les falló en la asistencia familiar, a las tres solteras, siempre con el mínimo, y mantuvo el contacto con casi todos sus hijos, mientras ellas se lo permitieron, excepto los que procreó con las casadas, a los que mantenían los esposos de estas, ignorantes de su verdadero origen.

Argote era, curiosamente, el cuarto de seis hijos de un matrimonio sin amor, pero que aprendió a entenderse bien cuando más frío y hambre sentían. Tenía un pronunciado despago emocional hacia todos los suyos, y nunca le costó apartarse de ellos, como si no le hicieran falta, aunque tampoco tenía nada que reclamar. Se independizó antes de los diez años, cuando se ocupó como boletero de bus urbano. De pocas palabras, no sentía ningún afecto por la escuela, aunque sí le gustaba aprender. Por eso, siempre llevaba consigo un diccionario escolar, para despejar cualquier duda, y cuando se enteró que este tenía varios años desactualizado, compró otros dos, uno de bolsillo, para llevar a todo lado, y uno voluminoso para su casa. Además, compraba cada vez que podía libros de segunda mano, tanto novelas como cuentos, sus favoritos, y uno que otro manual de dibujo artístico, por una incomprendida vocación infantil, que compensaba ilustrando los relatos que más disfrutaba en su habitación. De esa forma, tenía cuatro archivadores saturados de dibujos con calidad variada, pues no dibujaba a diario, abandonando esa afición incluso por meses, pero en cualquier momento sufría un arrebato artístico, y podía pasarse fines de semana enteros dibujando y pintando al carbón cuanta escena se le venía a la mente de las varias que leía en sus relatos, tanto cortos como largos.

Virginia quedó sorprendida cuando vio esos dibujos, días después de iniciar su corto viaje con Argote, pues no imaginaba tal afición en un hombre de tantos contrastes. También le sorprendió el hecho de que hablara, aunque a rastras, cuatro idiomas, por los libros que encontró en su estante en portugués, sueco e inglés, además de castellano. Él le aclaró que no era experto, y que solo los tenía por una afición truncada, lamentando no tener con quién practicar, pues así olvidaba lo poco que conocía. Me dijo, entre cosa y cosa, que, en algún momento de su vida, años después, se preguntó por qué nunca vio fotocopias ni anillados, y se respondió a sí misma, que aquello no habría tenido sentido, pues él nunca fue a la universidad, y que solo los universitarios tienen eso. Hubo muchas otras cosas que la terminaron de involucrar emocionalmente con aquel desconocido, que lentamente dejó de serlo, durante el tiempo que compartieron.

Argote no tenía afición por las chiquillas, o eso aparentaba a simple vista. No las detestaba, pero tampoco las buscaba. Le gustaban las mujeres con la vida resuelta, de preferencia viudas o divorciadas, incluso casadas, pues ya sabían lo que querían, y no se iban por las ramas. Tenía la secreta convicción de que, si a una mujer le gustaba un hombre, no le interesaría su estado civil, y que, el hecho de ser soltero, incluso atractivo físicamente, no era garantía de nada. A veces, ni siquiera tener finanzas saludables lo era. No se consideraba mujeriego, pero lo era, y quizá fuera eso mismo lo que atraía de él a las mujeres.

Cuando le pregunté sobre ese detalle a Virginia, me respondió: “Creo que fue eso lo que me atrajo de él. En su momento no lo entendí así, porque era una mocosa, pero tenía una sencillez para comunicarse, pensaba bien cada frase que decía, y lo hacía con una elegancia infrecuente en alguien de su extracto social. Decía las palabras precisas, que mantenían el interés de una mujer, con carisma, con dulzura, sin exagerar, y tenía una mirada que a una la envolvía de pies a cabeza, sin morbo aparente, pero con mucho interés”. Quizá fuera lo dicho por ella, tal vez fuese otra cosa, pero el hecho es que ella quedó atrapada solo con escucharlo las primeras semanas, y más tarde, las que siguieron a su recuperación.

Tenía pocos amigos. Muy pocos, en realidad. El último trabajo en el que se desempeñó, taxista, es una actividad solitaria, por lo que sus interacciones se limitaban a comentar el clima, algo del contexto político y económico general, entre otros asuntos de escasa profundidad. Virginia corroboró aquello diciéndome “de eso me hablaba poco, y me decía que no había mucho que contar, porque, aunque era sociable, no buscaba amistades, y en el barrio evitaba pasar del saludo con sus vecinos. ‘Son puro chisme, sobre todo las viejas’, decía”. Solo con la familia de Virginia había desarrollado algo parecido a la amistad, especialmente con el padre y el hijo, con quienes sostuvo algunos encuentros de futsal, esporádicos y cortos, además que, cuando veía a cualquiera de los dos, se concentraba en hablar sobre diversos temas netamente masculinos, excluyendo por completo a la madre y la hija, y lo hizo con tal sutileza, que nadie notó su interés, que iba por otro lado. Cuando interactuaba solo con ellas, no mostraba ningún interés particular, pero había tenido la percepción suficiente para notar que le interesaba a la hija. “En cierta oportunidad, me dijo que se dio cuenta que yo le miraba con otros ojos”, me dijo, “pero que no quería pensar en el asunto, porque prefería mantenerse alejado de líos de faldas”, apuntó.

También era un filósofo de la vida, pues tenía claras ciertas nociones sobre su relacionamiento con los demás, y se complicaba por ciertas cosas de escaso interés, pero todo aquello le hacía reflexionar sobre distintas dimensiones de la vida. Virginia compartió: “una vez me dijo algo que no entendí en su momento, es más, ni me interesó oír, pero cobró sentido en los siguientes años, al pasar por diferentes experiencias. Me explicó la diferencia entre esperar con esperanza, esperar sin esperanza, y dejar de esperar. Me puso el ejemplo de una muchacha a la que conoció algunos años atrás. También era menor, pero la diferencia no era mucha: diez o quince años, en lo que recuerdo. Él se le declaró un día, y ella no le dijo ni sí ni no; ni siquiera le dijo que lo pensaría, solo que quería concentrarse en sus estudios. Sin embargo, él la veía a veces con un muchacho, y entendió que eran pareja. Aun así, esperó. Lo feo de esa relación es que ella nunca se negaba cuando la invitaba a comer o a pasear, y cuando él tocaba el tema, ella se quedaba callada. Al final, entendió que esa espera tenía solo una puerta de entrada, y ninguna de salida, pero él entró solito ahí. Un día, se dio cuenta, seguía esperando, pero ya sin esperanza. Todo eso duró como dos años. Al final, dejó de esperar, y para él fue liberador, aunque también sintió cierta tristeza al renunciar a una posible relación, que, me decía, le habría dado estabilidad emocional cuando más la necesitaba. Volvió a verla, años después, con dos hijos, y con sobrepeso, en un bus. Se reconocieron, pero no se saludaron. Volvió a sentir tristeza, pero ya no por sí mismo, sino por ella”.

A solas

Los abogados, cuando tenemos reuniones con una importante ingesta de bebidas alcohólicas, con frecuencia hablamos de los casos que nos tocó patrocinar, pero entre cosa y cosa sale el detalle de alguna mujer con la que nos involucramos, sobre todo mayores de edad, clientes, o bien abogadas de la parte contraria, e incluso, con la parte contraria. Sin embargo, de vez en cuando compartimos historias de muchachas jóvenes con las que estuvimos, en el momento, recientemente, o ya antes, a veces por debajo de la línea de peligro, y una que otra vez, habiéndola cruzado. Cuando compartimos este tipo de situaciones, una expresión, no eximida de un carácter machista y algo arcaico, resulta ser nuestra excusa perfecta: “si hay pelito, no hay delito”.

La primera vez que Virginia y Argote estuvieron a solas, fue una tarde lluviosa, cuando ella regresaba del colegio. Ese día amaneció con un sol radiante, pero Octavio despertó con un fuerte ataque de tos. Por eso, le tocó ir sola. Ya antes lo había hecho, y no le complicaba en nada, pero ese día, después de colegio, tuvo que retirar de casa de su compañera una pieza que necesitaba para un proyecto, y se quedó a almorzar. Le dijo a su madre que se quedaría un poco más, hasta que pasara la lluvia, pero esta se puso más intensa. No estaba lejos de su casa, pero no había una línea de buses que la llevara de forma directa, y se hacía una caminata de casi una hora, con seguridad.

Después de unos minutos viendo la situación, a su madre se le ocurrió la idea de llamar a Argote, y preguntarle si podía apoyarla retirando a Virginia. Después de pedir la ubicación, respondió que tardaba un poco, pero que iría. En el intervalo de las consultas y confirmaciones, Virginia sintió acelerar sus latidos, en la tensa angustia solitaria de la espera de confirmación. Tenía hambre otra vez, pero no le importó. Los casi cuarenta y cinco minutos de espera se hicieron eternos, hasta que recibió la confirmación, se asomó a la ventana, y vio el compacto verde metálico en la acera de enfrente. Se despidió al apuro de su amiga, y corrió al vehículo de Argote, mojándose con la lluvia que apenas comenzaba a aplacar. Por los puros nervios, se sentó atrás, y Argote le pidió entonces que pasara adelante, “para evitar problemas con los pacos”, y ella pasó lo más aprisa que pudo, recibiendo un nuevo chapuzón. La charla en el camino fue superficial, casi nula, pero suficiente para dejarle a Virginia la oportunidad de pedirle su número “por si lo necesitaba otra vez más adelante”. Él se lo dio sin pensar, y no le pidió el suyo, sino que, después de dejarla en casa y recibir un pago simbólico, retomó sus actividades.

Argote había olvidado el episodio, y rara vez almorzaba en el restaurante de Virginia, pero casi dos semanas después, ella buscó, y encontró sin dificultad, la excusa para llamarlo, cuando se repitió la situación anterior, solo que se dio modos para engañar a su madre, diciéndole que se quedaría hasta las seis de la tarde en casa de su amiga, y que luego llamaría a Argote. El engaño fue efectivo: le escribió casi a las dos, al salir del colegio, y le preguntó si podía verla otra vez en casa de su amiga antes de las tres; él le dijo que no había problema, así que menos de una hora después, estuvo nuevamente en el punto de encuentro.

Ella no desaprovechó la oportunidad, pues apenas subió le dijo: “tenemos tres horas y un poco más antes de llegar a mi casa, ¿qué tal si me invitas un helado y charlamos?”. Argote frunció las cejas, pero no protestó. Se quedó un momento pensativo, y luego dijo “listo, vamos, total, nadie me espera”. Sin saberlo, afianzó su propia sentencia de muerte.

Despertar

Virginia sugirió un lugar alejado, donde sabía que ni casualmente llegaría ninguno de sus progenitores, ni su hermano. Además, contaba con la complicidad involuntaria de Tamara, su compañera, en cuya casa supuestamente se quedó, pues le pidió que, si su madre llamaba, le dijera que salió a comprar algo a la tienda, que no tardaba en regresar. Sabía que, con esa respuesta, su madre no insistiría. Sin embargo, Tamara no necesitó mentir, pues Graciela nunca llamó. Mientras Virginia esperaba a Argote, Tamara le comentó un desaire amoroso con un muchacho de un grado superior, en el mismo colegio, a la vez que le contó que había un compañero interesado en Virginia. Ella no mostró ningún interés. No preguntó quién era, ni qué le dijo exactamente, lo que extrañó y desencantó a su interlocutora, quien no insistió en el tema, al notar la inquietud de Virginia, que miraba de rato en rato su celular, pero no para seguir una charla, sino para mirar la hora. Por eso, apenas se fue Virginia, Tamara le escribió al amigo para darle la mala noticia en frío “no pierdas el tiempo con ella, está jalada de un viejo”, sin dar mayores detalles.

“El viejo”, por su parte, se sentía extrañado por la situación en la que se acababa de involucrar, y le preguntó a Virginia si su madre sabía que estaban a solas. Ella respondió: “No, no lo sabe, y prefiero que no lo sepa”. Su respuesta provocó inquietud y curiosidad en Argote. Al final, pudo más la curiosidad: “¿Por qué querías que te invite un helado tan lejos de tu casa?”, preguntó, cuando pudo ordenar sus palabras. Ella respiró hondo, y sin levantar la mirada del celular, que mantenía con la pantalla bloqueada, respondió “Porque me gustas, y no quiero que nadie nos vea tomar el helado”. La nueva respuesta dejó en silencio a Argote, quien digirió la respuesta en los siguientes minutos.

Virginia tenía entonces catorce años, los acababa de cumplir, poco después del nuevo año. Ya no era una niña, eso lo tenía claro, pero le faltaba mucho para ser una mujer. A él le gustaban las mujeres maduras, incluso que le llevaran algunos años, aunque con el paso del tiempo entendió que no hay mucha diferencia entre una quinceañera y una cuarentona, cuando se trata de querer joder a un hombre. Desde luego, los efectos legales en ambos casos eran muy diferentes, y quien tenía mucho que perder, en tal caso, era él. Aun así, asimiló en su fuero interno la situación, sopesando los posibles escenarios en caso de dar algunos pasos más en una dirección que siempre supo equivocada. Su mayor temor era la cárcel.

Como le confesó días más tardes, analizó el escenario completo, el lío seguro en el que se metía, pero también en el hecho cierto de que ella le gustaba, aunque no con locura. Había pensado, incluso, en algún momento, en la posibilidad de tener una aventura con Graciela, quien no estaba nada mal y le hacía ojitos recurrentemente cuando iba a su restaurante, seguro, además, de que el esposo siempre llegaba después de las diez a la casa, e incluso, sobre todo, por un par de invitaciones que le hizo sin disimulos, apenas unos meses antes, pero que se vio imposibilitado de cumplir por motivos diversos. Además, consideró la alta posibilidad que alguno de los vecinos los viera llegar a la casa, y diera el chivatazo a las autoridades. Aquello, sin embargo, era poco probable, aunque no imposible.

Veintiún años atrás, había pasado unos meses encerrado cuando los aduaneros descubrieron la ruta ilegal que él seguía con algunos socios contrabandistas, y solo pudo salvarse de una condena cierta al ceder por completo a sus captores, además del camión y lo que llevaba, la mercadería que tenía oculta en un depósito cerca de su casa. De esa forma, se deshizo con mucha pena y sin ninguna gloria del mejor negocio que pudo tener en su vida, después de muchos sacrificios y quedándose con una gran deuda que terminó de pagar a duras penas cinco años después del incidente en cuestión, trabajando en tres lugares diferentes, y sin descanso ni fines de semana ni feriados. Solo en ese tiempo dejó de compartir religiosamente con sus hijos, que en ese momento solo eran dos.

Sus recuerdos de la cárcel no fueron traumáticos, aunque tampoco fueran los mejores. De hecho, le dijo en algún momento: “mi experiencia en la cárcel fue fantástica, conocí personas excepcionales. Mi frustración, en realidad, fue con el sistema judicial y la mafia aduanera”. Como muchos, desde entonces, cuando tenía cualquier tipo de problema, prefería resolver con la negociación directa, evitando cualquier controversia, que solo incrementaba el estrés y descapitaliza a todos los involucrados, excepto a sus abogados. Después de tantos años con la Fiscalía, entiendo muy bien esa percepción.

El encierro fue lo primero que se le ocurrió: “me siento halagado con tus palabras, pero prefiero evitar la cárcel”. Ella, aún sin levantar la vista de su celular, respondió, como si no le importara su razonamiento: “yo no diré nada a nadie, ¿vos sí?” Un brillo que creía extinto se encendió en los ojos de Argote. Tenía miedo, pero también sentía un deseo interno que comenzó a crecer. Solo dos meses antes se había cambiado de casa y de barrio, por el aparcamiento, y ya tenía algún tiempo sin intimidad.

Aun así, a pesar de sus temores, quiso ser claro en lo que sucedería, para que el gran riesgo que correría tuviera su recompensa: “¿tienes claro que, si nos involucramos, no será solo de besito y para hacer empanaditas, cierto?”, a lo que ella asintió con la cabeza. A pesar de su anuencia, Argote insistió, y le dijo, con cierto temblor en su voz: “No quiero meterme en un lío por un poco de calentura, porque si yo no tengo pareja por mucho tiempo, me las ingenio para autocomplacerme. Involucrarme contigo es un riesgo grande, tanto para ti como para mí, y no quiero que nadie salga dañado”. Virginia cobró aplomo, y le respondió “tengo años pensando en esto, no es algo que se me haiga ocurrido esta semana”. A Argote le llamó la atención el que usara la palabra “haiga”, pero no le dijo nada en ese momento, guardándose aquella impresión hasta una ocasión muy posterior, en la que le hizo notar ese pequeño detalle, y le explicó la forma correcta de conjugar el verbo “haber”. Cuando la escuché, no pude evitar cierta vergüenza, ya que yo aún utilizaba así esa palabra, aunque alguna vez alguien me corrigió en la oficina. Muchas veces, alguien que no es ni bachiller, independientemente de su edad, puede tener mejores nociones en las cuestiones básicas de la comunicación y la interacción, y por lo mismo, es importante tener apertura para aprender a diario de los demás, porque nadie es tan grande que no pueda hacerlo, ni tan pequeño que pueda enseñar.

A pesar de ello, Argote se dio modos para que no quedara ninguna duda en relación con lo que estaban a punto de vivir. “Si vamos a hacerlo, lo haremos bien”, le dijo, mientras la miraba de reojo. Ella apartó la vista del celular, y aunque nerviosa, prácticamente temblando, le miró, y le obsequió una sonrisa cómplice… y fueron cómplices por algunos intensos meses, desde esa tarde soleada, cuando comenzaron a aparecer algunas nubes grises, premonitorias.

Una vez llegados al parque cercano a la casa de Argote, se asomaron a una tienda, donde él bajó del vehículo y pidió un helado, el más grande, para compartirlo. Después, más consciente de la situación, así como del riesgo al que se exponía, pero ya sin importarle, la llevó a su apartamento, mientras conversaban sobre asuntos superficiales. El apartamento era pequeño, de un solo dormitorio, y tenía acceso privado por la parte lateral de una casa de mayor tamaño, compuesta por otros tres apartamentos de mayor metraje. La ventaja más importante era que se accedía por una puerta automática, sin necesidad de que ninguno de los ocupantes bajara del vehículo para abrirla. Además del apartamento y el garaje, un pequeño jardín que Argote cuidaba como si fuera suyo, daba al ambiente un aire acogedor y hogareño.

En la sala, había algunos dibujos enmarcados, adornando la pared, algunos otros en proceso, sobre una mesa de arquitectura, y muchos más en varios archivadores. Un estante con alrededor de quinientos libros cubría una pared entera, y en otro, había diversas piezas arqueológicas de imitación, más una que otra original. A Virginia le llamó la atención todo eso, pero no tuvo cabeza para preguntar por nada.

Ambos estaban nerviosos, pero disimularon muy bien. Una vez adentro, él dispuso el helado sobre la mesa, para compartirlo con ella. Primero, se sentó cada quién en su silla, pero luego él le invitó a sentarse en su muslo derecho. Ella lo hizo, aunque seguía temblando. Al notarlo, él le preguntó: “¿Segura que quieres esto?” Virginia tosió y se ruborizó, pero asintió con la cabeza, mientras continuaba metiendo la cucharilla en la copa, llevándose el contenido a la boca, relamiendo sus labios. Él hizo dos movimientos: el primero, para besarla en la mejilla y cuello, y el segundo, para posar la mano en su cintura. Ella le devolvió un beso inexperto directamente en los labios. Luego, él la condujo por donde quiso, y como quiso.

Se la llevó en brazos a la habitación contigua, donde siguió besándole los labios, las mejillas, el cuello, los hombros, y la fue desnudando, lentamente, con mucho miedo, pero también con muchas ansias. Ella sintió su miedo, y eso le aceleró aún más los latidos, comenzando a morderlo suavemente donde se le ocurrió: el cuello, los brazos, el pecho, sintiendo su piel firme, a pesar de sus años, y los músculos que, aunque no eran definidos, los mantenía bien trabajados.

Entonces le escuchó las palabras mágicas, que creyó haberlas leído antes en otra parte: “vamos a dejarnos libremente a todo lo que dicten nuestras pasiones, y así seremos felices, porque la conciencia no es la voz de la naturaleza, sino de los prejuicios”. Sonrió de forma espontánea, y aunque ya estaba relajada, se relajó aún más. Se quitó lo que le quedaba de ropa, y sintió una humedad indescriptible bajarle entre los muslos, algo que nunca antes había sentido, pero se felicitaba por experimentar.

No la penetró de una, como imaginó ella en sus pensamientos más retorcidos, durante toda la semana previa, sino que le separó los muslos, haciéndole un cunnilingus que la hizo gemir y explotar con diversas sensaciones, y luego le metió ligeramente el dedo medio, para romperle el himen sin trauma. Luego, sobre la cama quedó un trozo de flema con sangre, que a ella la avergonzó sobremanera, y cubriéndose la cara dijo “perdona, perdona”, pero él la tranquilizó diciendo “tranquila, eso es normal”. Entonces, con otro sentimiento nunca antes experimentado, ella pensó “¿a quién más habrá traído aquí?”

Pero no tuvo ocasión para hacer su primer reclamo de pareja, y menos para recibir una respuesta: él se le montó, separando un poco más sus muslos, sin rudeza, y le dio el primer embiste de su vida, provocándole un dolor intenso que no había previsto, pero que lentamente se convirtió en una sensación deliciosa, que quiso hacer eterna. Los besos y caricias que él le daba, hicieron más agradable el momento, y por un tiempo que no supo definir, se olvidó del mundo, del colegio, de sus padres, y hasta de sí misma.

Una llovizna tímida que caía sobre el techo acompañó su despertar.

Nueva rutina

Por la noche, mientras ayudaba a su madre a servir la cena, escuchando las recriminaciones que esta le hacía a su esposo, por el dinero que escaseaba, mientras él seguía comprándose zapatos y ropa como si se hubiera ganado la lotería, Virginia recreaba mentalmente una y otra vez las escenas vividas esa tarde. Sentía aún dolor entre los muslos, pero a la vez, quería que llegara el día siguiente, pues había acordado con Argote verse una vez más, y que, de entonces en adelante, lo harían solo una vez por semana, y en diferentes días, sin bajar la guardia.

Era sábado, así que el restaurante estaría lleno, por lo que adelantó todos sus deberes de colegio y de la casa, hasta tarde en la noche. Apenas pudo dormir, y en cuanto se levantó, se apresuró a dejar reluciente la casa, dejar toda la basura embolsada en el traspatio, y luego, mientras estuvo en el restaurante, se apresuró a atender a los clientes, cobrar y lavar los platos, que eran sus funciones habituales, junto con su hermano y una prima que llegó del pueblo de su padre, tres meses antes. Graciela había percibido ya algunos cambios en su comportamiento, no solo ese día, sino también los anteriores: por momentos la sorprendía perdida en sus pensamientos, y aunque abarcaba más tareas de las que le correspondía, estaba distraída en todas. Aun así, no tuvo excusa para negarle la salida al cine, pero cuando le preguntó con quién iba, le respondió “sola no más, nadie más se apuntó”, y cuando le dijo que fuera con su hermano, este ya había sido sobornado, y se negó a acompañarla, argumentando que tenía diarrea.

Así, pudo salvar el último obstáculo, y salió del restaurante sin prisas, pero con muchas ansias. Tomó en la esquina el bus que la llevaba al parque Palermo, y le escribió a Argote diciendo que ya estaba en camino. Cuando llegó, esperó menos de dos minutos en la esquina pactada, cuando Argote daba la tercera vuelta antes de verla.

Al subir al vehículo, ansiosa, sonrió al verle, y cuando iba a besarlo en los labios, él la apartó recordándole el pacto de no hacer manifestaciones de cariño en público, más alguna que otra eventual manoseada bajo la mesa. Ella asintió, aunque no evitó sentirse rechazada. Virginia resumió la situación que le tocó vivir en el corto tiempo que compartieron: “él era más consciente que yo de los muchos peligros que corríamos, y era lógico, por la diferencia de edad. A él, lo descubrí en un momento de agitación hormonal, y en mi caso, se aceleró por diversos estímulos que había recibido durante ese tiempo”.

Entonces, me contó que una compañera tenía fotos y videos porno descargados en su celular, que compartía cuando tenía oportunidad, con algunas chicas de su grado. Esa práctica no era nada nueva, sino que se adaptó a los recursos y medios disponibles. Muchas veces, los padres se descuidan en esas cuestiones insignificantes, que, sin embargo, pueden llevar a la ruina la vida de muchos adolescentes, e incluso niños. Pueden revisar su habitación, y no hallar nada fuera de lugar, pero dejan sin inspección el celular, o lo hacen tan mal que pasan por alto cualquier detalle que les ponga en alerta, y son tanto las conversaciones en los chats como los contactos que tienen. De vez en cuando, más que explicar a los niños sobre los peligros ocultos en internet, es importante que se sienten a su lado y revisen una por una las conversaciones, y detecten cualquier detalle sospechoso, y marquen ese número para ver quién responde.

Por otra parte, muchas veces, los adultos tendemos a olvidar nuestra niñez, y que algunos, no todos, despiertan el morbo muy temprano, y en la escuela o el colegio involucran a otros, pues la complicidad es moneda recurrente, pero se forman grupos cerrados que no comparten con los demás sus actividades extracurriculares. En el caso de Virginia, su compañera aportó ciertos estímulos visuales, que la motivaron, antes de los doce años, a comenzar con la masturbación, y en sus actos íntimos no le venía a la mente otro rostro que el de Argote. No tenía una explicación clara para eso, pero básicamente lo asociaba al hecho de que además de los varios adultos que formaban su rutina en la casa y el trabajo de su madre, no compartía con muchos niños de su edad, salvo en el colegio, y de estos, ninguno podía ser etiquetado como su mejor amigo. Ni siquiera Tamara, que era la más cercana, pero ante quien también guardaba secretos. Por ello, no tuvo la confianza para confesarle a ella ni a otra compañera su atracción por Argote. Tamara lo descubrió sola, como le comentó algunos meses después de su tragedia.

Entonces, Virginia se dejó guiar con Argote, quien le explicó de forma clara desde el principio que debían ser cautos, pues si eran descubiertos, a él le esperaban varios años de cárcel y otras sanciones más sobre las que se estuvo informando esos días. Pero, temeroso de que lo denunciara, decidió seguir adelante con la relación clandestina. En un momento dado, le confesó que había hecho planes para “evaporarse” de la ciudad, por miedo a que tarde o temprano los descubrieran, pero al final no pudo, porque también se había involucrado fuertemente con ella. Virginia intentó tranquilizarlo, diciéndole que ella nunca contaría nada, pero que no la dejara. Incluso en el celular, para reducir riesgos, lo tenía registrado como “Prof. Sociales”, consciente de que a su madre no le gustaba hablar con dicha profesora, por una antipatía casi natural que surgió entre ambas durante la primera reunión del año, y Argote le escribía cada cierto tiempo diciendo “recuerda coordinar con tu grupo el trabajo de mañana”. Esa era la clave para iniciar una charla rápida y discreta, y coordinar e mejor forma cómo verse al día siguiente, y en cada cita, fijaban el punto de reunión y la hora para la siguiente vez, que era prácticamente cada semana, los jueves, viernes o sábados.

Esos y otros detalles formaban parte de la nueva rutina en su vida, que se daría a lo largo de los siguientes meses con mucha intensidad. Incluso, por sugerencia del propio Argote, aceptó ser enamorada de un compañero suyo de colegio, con quien más de una vez salió del restaurante, de la mano, y con permiso de su madre, a las tres de la tarde, o los sábados a las once de la mañana, y la acompañaba a una u otra esquina diferente de la ciudad, hablándole de cualquier cosa, y ella le escuchaba sin oírle, asintiendo con la cabeza cuando creía que él esperaba su aprobación, y con un monosílabo cuando le hacía una pregunta directa. A veces, a pesar suyo, se veía forzada a pedirle que le repitiera lo último, y entonces sí le prestaba atención, para responder de forma apropiada. Compartían una o dos horas cuando salían, a veces menos de media hora. Entonces, ella se despedía pretextando haberse ofrecido apoyar a una prima suya en sus deberes, y le pedía que la dejara en una esquina cualquiera, donde se despedía, y a los pocos minutos se acercaba el vehículo de Argote, para llevarla a su rincón secreto, de donde regresaba a su casa antes de las siete, siempre sola, pues Argote la dejaba en una esquina distinta, y la seguía a lo lejos, despacito, como una forma de acompañarla y asegurarse que llegara sin sobresaltos.

Con Argote, en cambio, se despepitaba preguntando con real interés sobre su día, sobre las cosas que vivió antes de conocerla, antes incluso de que ella naciera, y él le respondía con frases cortas, pero bien pensadas, dejándola maravillada. A veces, incluso, no hablaban, y se limitaban a mirar el techo, tocándose las yemas de los dedos, acariciándole él un hombro, el antebrazo o la frente, donde de vez en cuando le daba un beso sin pasión, pero que a ella le hacía retorcer de placer: era su punto G. Un día, sin dar vueltas, le dijo, resumiendo las semanas que tenían juntos: “no siempre nos veremos para tener sexo. Muchas veces, en realidad, preferiría quedarme viéndote a los ojos, sin palabras, y si un día no tienes ganas de hablar con nadie, búscame, y estaremos un buen rato juntos, en silencio”. Algunos años después, cuando preparaba su trabajo de grado, ella halló esa misma frase, palabra por palabra, en un poema. No se sintió defraudada. Al contrario, suspiró recordando a Argote, y aunque pudo contener el llanto, le hubiera gustado romper a llorar en media biblioteca.

Entre las varias cosas locas que vivieron esos intensos meses, recordó Virginia, estuvo la vez que se quedaron conversando hasta tarde en un parque cercano a la casa de ella. En ese momento, llevaba puesta una blusa con cierre frontal, y él una camisa. Llegado un momento, y después de comprobar que no hubiera nadie cerca, y que ya caía la noche, él se desabotonó la camisa, lo que a ella no le llamó la atención, pero entonces, sin previo aviso, le bajó el cierre a la blusa de ella. Ese día, por cosas de la vida, no llevaba el brasier, por lo que sus senos quedaron expuestos. Él la atrajo hacia sí, fuerte, y le dio un beso efusivo en los labios. Ella se quedó en modo “hot”, pero no pudieron hacer nada más, por la hora. Lo recordó entre risas, y otra vez se quedó con la mirada perdida.

Virginia me comentó ese detalle como una anécdota de muchas que tenía guardadas por demasiado tiempo, y, según acotó, los recordaba como si hubieran sucedido hace poco. Lo mejor vino cuando me comentó que guardaba el diario de Argote, y me preguntó si me interesaba verlo. Me sorprendió saber que Argote tuviera un diario. Ella lo conservaba. Estaba entre las pocas cosas que pudo rescatar de su “nido de amor”, como llamó más de una vez a la habitación de Argote, unos días antes de que lo lincharan su madre, un tío que estaba de visita esos días, y una turba que se formó sin convocatoria. El diario, y unos cuantos dibujos, que los llevó siempre consigo, evitando que nadie más los viera, era todo lo que le quedaba de los intensos meses junto a él, además de algunas fotos impresas, deterioradas por el tiempo, y que siempre se prometía restaurar, pero siempre lo postergaba, y también algunos libros que él le regaló en algunas de las escapadas compartidas. A través de esos documentos, pude formarme una idea más clara sobre lo que vivió Argote en sus últimos días. Virginia me facilitó esa información con la esperanza de que la interpretara, pues ella, aunque siempre le provocaba un intenso llanto, lo hizo en su momento, primero como viuda temprana, más tarde como psicóloga, y desde siempre, como mujer mutilada.

En el diario de Argote, encontré, entre otras cosas interesantes, parte de un poema copiado. Lo sé porque lo menciona, pero no indica el autor. Me pareció interesante, tanto por el contenido como por el contexto: “Encuentro algo que me recuerda a ella en diferentes paisajes, lugares comunes, tiendas de barrio, esquinas sin luminarias, rincones malditos, pero, sobre todo, en la literatura que me gusta consumir, como en estas líneas, encontradas entre otras tantas: ‘No fue el amor de tu vida, tampoco el fin del mundo, allá afuera te están esperando unos ojos que no has visto, unos labios que no has probado, un aroma que no has conocido, un amor que no has sentido’. Releo estas líneas, y me pregunto qué pensará ella de mí, si realmente tiene algún interés en este vejestorio, o si solo es una idea mía, una idea sin asidero”.

Aunque tuvo el diario de Argote por un tiempo considerable, incluso antes de que él muriera, no había tenido el valor para abrirlo, hasta unos meses después. De alguna forma, para ella fue liberador encontrar lo que él decía de su relación, incluso antes de que se diera tal, y le alegró sobremanera que lo comenzara poco después de conocerla, con una frase tan simple como premonitoria: “Hoy me sentí un poco más cerca de la muerte, después de ver por quinta o sexta vez una niña que de a poco va llenando en mi mente espacios vacíos que ni siquiera sabía que tenía”. Sin embargo, incluso después de las terapias a las que se sometió voluntariamente con sus docentes, nunca logró avanzar tres párrafos sin llorar: profusamente, al principio, y una lágrima tímida, en los últimos años, pero siempre terminaba en llanto.

En el diario, cuyas hojas ya estaban amarillas cuando llegó a mis manos, Argote vertió algunos recuerdos de su vida anterior a Virginia, de forma resumida, y además de lo apuntado, mencionó que escribía después de muchos años, alrededor de treinta y dos, cuando pensaba nunca más hacerlo, y que lo hacía con miedo, pero también con ansiedad, después de conocer a una niña misteriosa, que parecía común, pero que lentamente le fue llenando el pensamiento, con quien cruzaba algunas miradas fugaces, que le hicieron sospechar que él le gustaba, pero temía tocar el tema con ella, cuando la veía, por razones más que obvias. No escribía todos los días, pero cuando lo hacía, desarrollaba su texto a partir de una idea central, argumentando lo bueno y lo malo sobre lo que le tocaba experimentar, sus temores, sus deseos y su renovado deseo de vivir con intensidad. Además, alternaba sus pensamientos con algunas citas de diversos autores, aunque sin nombrarlos, pues básicamente escribía para sí mismo, sin deseos de publicar nada. Volcaba, en frases simples y precisas, lo que le tocó experimentar durante los últimos meses de su vida, dedicándole casi todo el contenido a Virginia, pero subsumiendo en su retórica sus experiencias personales y puntos de vista sobre la vida, la levedad del ser, los engaños de la lujuria, las pantomimas de la muerte.

Me llamó la atención su confesión de que no era un buen hombre, pero diciendo, a reglón seguido, que tampoco era un monstruo. En lo que pude descifrar el contenido, por los antecedentes y los consecuentes de su aseveración, al parecer lo escribió el día que copuló por primera vez con Virginia, o al día siguiente, tomando en cuenta la data de los comentarios. En páginas posteriores, se refiere a sus encuentros con ella de forma más directa, diciendo cosas tales como “había olvidado cómo se siente la pérdida de la inocencia, hasta que la vi perderla, pero ahora que la sé feliz, no me arrepiento por lo que hice”. Esta frase se suma a otras que emite en líneas posteriores, donde discurre entre el temor de ser descubierto y sancionado, y la ansiedad por el próximo encuentro. Además, el arrepentimiento como punto de quiebre es un tema recurrente en el texto, con frases tales como “prefiero arrepentirme por lo que hice, a arrepentirme por lo que quise hacer, y pude, pero al final no lo hice”.

En varias partes, es notoria su vacilación, su duda. Incluso, en alguna parte comenta que habló con Virginia para alejarse, mientras estaban a tiempo. Ella se ponía triste, y sin quererlo quizá, manipulaba la situación, él se desdecía, y retomaban sus juegos, mientras él pensaba “que no se enteren Heriberto y Graciela”. Cuando le consulté sobre esto, ella me respondió: “la verdad, no sé cómo hubiera terminado todo en caso de seguir. Lo más probable es que no terminara bien, de todas formas”.

Al parecer, un momento decisivo en el camino que se había trazado, queda patente en un fragmento de aparente escasa relevancia registrado en su diario: “Anoche, cuando los padres de Virginia me pidieron que les apoyara en una carrera, porque su camioneta sufrió un desperfecto, llegué a su casa, y al retirarme con ellos, pude verla, observándome desde su ventana. Quise despedirme, agitando la mano, como otras veces, pero algo me detuvo, y es que, pese a la oscuridad reinante en la calle, percibí su mirada, que me envolvía por completo, con una profunda tristeza. No puedo interpretar esa mirada de otra manera, y no quiero pecar de vanidoso, pero ya antes la había descubierto mirándome así, en el restaurante, aunque algunas veces también me miraba con cierto éxtasis. Así es, tengo miedo, pero también siento deseos por saber qué piensa exactamente de mí, si me ve más que como un simple conocido. Esta situación puede ser una tortura”.

Entonces, además, me enteré que ella siempre manifestaba inquietud cuando se encontraban en el restaurante, y que a veces tartamudeaba al responderle, y aunque al principio no le dio importancia, con el paso de las semanas Argote comenzó a interesarse en ella muy en serio. Sin darse cuenta, también él se vio envuelto por esa marejada de sensaciones, hasta sucumbir sin remedio. Esto lo pude deducir sin esfuerzo cuando leí, en otra parte del mismo diario, que un día se acercó al restaurante, y, cosa extraña, este estaba repleto de gente. La única mesera que pudo atenderle fue precisamente Virginia, y cuando se acercó a tomar su pedido, después de anotarlo, y preguntarle si deseaba algo más, se le quedó mirando fijamente. Entonces, según describe Argote, “sentí miedo. Un miedo profundo, que nunca antes había experimentado. Sus ojos son preciosos, y confieso que nunca antes había reparado en ese detalle: color ámbar, medianos, con pestañas no muy largas pero revueltas… además, por primera vez, la vi dueña de sí misma, era como si estuviera midiéndome, valorando qué soy exactamente, y eso me derrotó. Ese día, yo me fui temblando”. A partir de ese punto, encontré que aquello se repitió, con variantes y en distintas situaciones, lo que le ponía inquieto y ansioso a la vez. Así, un par de semanas después anotó que la vio cruzar una calle, y que quiso ofrecerse a llevarla a su casa, pero al retornar en U, y acercarse a donde ella estaba, la vio alejarse, también después de verlo. Entonces entendió que estaba asustada, y prefirió no seguirla, pero anotó que también le provocó un nerviosismo marcado, y remató con una frase copiada de una copla, como si se la dijera a Virginia: “Yo no le tengo miedo a nada, pero no entiendo por qué tiemblo cada vez que te veo”.

Me sorprendió la fluidez y claridad de su escritura, con una ortografía pulcra, y una narración muy nítida y bien organizada para alguien que no terminó el colegio, aunque su caligrafía no era de las mejores. Traté de emular algo de su estilo en lo sucesivo, y con mayor razón en esta descripción resumida de los hechos, aunque estoy consciente de mis grandes barreras, tomando en cuenta que las mañas mal adquiridas se quedan casi para toda la vida.

En otra parte, desarrolla una reflexión personal sobre la transmigración de las almas, y una alusión a textos védicos para consolidarla, afirmando que esta es posible cuando se tiene un deseo marcado y un objeto (objetivo) moralmente válido. Expresa que, en caso de tener una muerte violenta o antelada a la que le estaba marcada, quien se sintiera en las condiciones, emitiera un cántico de seis estrofas que había guardado sin encriptar en un recurso electrónico con un código simple de seis caracteres. Le pregunté por ese detalle a Virginia, y ella me dijo que no lo recordaba. La invité a compartir un café al día siguiente para conversar sobre el tema, y aproveché para devolverle cuanto me había facilitado unas semanas antes: el diario, las fotos, los dibujos y algunos otros objetos. Al leer el punto en cuestión, ella frunció el ceño, mientras se acomodaba los lentes, y me dijo: “no sé cómo pasé por alto algo así. Tal vez lo hice porque, aunque lo leí varias veces, siempre rompía a llorar, y nunca me concentraba al ciento por ciento”. Al despedirse, me devolvió el diario, y se llevó las demás cosas, mientras me decía que quizá yo pudiera darle un mejor uso a esa información, y que para ella ya era bastante dolor. Eso fue un jueves por la tarde. Al día siguiente, visité otra vez la sepultura de Argote, poco antes de que cerraran el cementerio.

La conquista y el adiós

¿Qué fue lo que te gustó de él? Le pregunté de forma directa. Ella se quedó pensativa, pero no por mucho. “Era mujeriego, y eso, incluso a una niña con menos de diez años, le atrae”, respondió. Desde luego, había más que eso, como fue detallando, pero en esencia, le atrajo su carisma con las mujeres. Aunque solo llegó a verle con dos durante todo el tiempo que fue cliente en el restaurante familiar, dedujo sin dificultad que no mantenía relaciones estables, sino que picaba aquí y allá. Esto me lo dijo de forma racional, consciente de su respuesta. Mis conocimientos en psicología son escasos, pero antes de recibir esa respuesta, hubiese jurado que una psicóloga profesional condena el donjuanismo. Al parecer, su concepción, al menos la de ella, es diferente. Me aclaró que un hombre así es atractivo. Desde luego, se suman otras cosas básicas, como la condición física, que huelan bien, a limpieza y perfume, cosas así, pero estas no son tan relevantes como el imán que puede tener un hombre que, a todas luces, no es de una sola mujer. De hecho, incluso, puede ser tomado como un desafío conquistarlo y domarlo. Lo contrario sucede con la mujer de todos: nunca será un desafío, y difícilmente será tomada en serio. También sucede con los hombres tímidos, apagados, de bajo perfil, con el que no anda más que su madre. Suena machista, pero es una forma de entender el mundo que tienen las mujeres, y que, recién a esta edad, lo aprendo. Es decir, aunque sufran con un hombre mujeriego como pareja, en esencia, es lo que las atrae. Al contrario, los apagados, que solo hablan con su madre y contadas mujeres de su vida, pueden resultar aburridos y poco o nada atractivos.

Lo dicho, me recuerda a una contradicción humana relacionada con la mentira. Más de una vez escuché a una mujer decir que odia la mentira y a los mentirosos, pero, en esencia, no odian la mentira, sino la verdad que se ocultaba detrás de esa mentira. Cuando esta verdad es descubierta, puede ser el inicio de una tragedia.

En el diario, por otra parte, encontré otros datos importantes para comprender la naturaleza errática de Argote y las muchas mujeres con las que estuvo antes de Virginia, con quien, por cierto, por fin pudo ser monógamo: “cuando no estaba con dos, estaba con tres, y muchas veces prefería estar solo por seis meses o más, porque terminaba empalagado de eso que nos gusta tanto, pero con ella, desde el primer día que la vi, los primeros contactos, inocentes al principio, y maliciosos después, el antes y el después de la intimidad, y todo lo vivido, descubrí una forma diferente de compartir el lecho, que es compartir la vida, y sé que no será para siempre, pero lo que dure, quiero que sea imperecedero”. En esta frase, sin pensarlo, halló la redención que tanto buscaba.

Cuando ponían sus temores sobre la mesa, los temas recurrentes eran la cárcel y la muerte. Él era más consciente que ella sobre la mayor probabilidad de la cárcel, pues bastaba que algún vecino le diera el chivatazo a Graciela, para que su castillo de naipes se viniera abajo. Ella, por su parte, le confesó que uno de sus mayores temores era que él muriera sin poder despedirse. A él, que había visto muchas películas, no se le ocurrió mejor respuesta que decirle: “desde que te conocí, muero un poco cada día, así que mi muerte física solo sería otra forma de morir”. De alguna forma, esa respuesta le dio una suerte de consuelo en los días posteriores. “Todavía las recuerdo frescas, y aunque hice todas las terapias necesarias para superar el duelo, solo puedo encontrar en ellas otra forma de contener el dolor, aunque sin borrarlo”.

Su respuesta me dejó algo intrigado, pero necesitaba saber más. No por morbo, pero tuve curiosidad por saber cómo manejaba su sexualidad después de Argote. Aunque era obvio, le pregunté si tuvo otras parejas. Asintió con la cabeza. “Pero con ninguno fue lo mismo”, aclaró. También aclaró que no fue porque Argote fuera el primero, ni porque fuera mayor y mañoso, sino porque le llegó a la mente incluso sin proponérselo, porque, sin saberlo, ella misma lo idealizó como el alfa dominante en su vida, quizá rellenando ese vacío de imagen de poder que su padre había dejado, y que nunca pudo compensar. Agregó: “ambos éramos conscientes de la diferencia de edades, el riesgo de que cualquier rato sucediera lo que terminó sucediendo, o que, incluso, tarde o temprano yo conocería otro hombre que me moviera el piso, y entonces me hubiera tocado dejar a Román, aunque con dolor. Esto último, francamente, no estoy segura, porque, aunque me involucré con varios hombres a lo largo de mi vida, quiéralo o no, los comparo con él, y salen perdiendo… y por mucho”. Admitió que lo más fuerte fue su muerte violenta, que siguió a una vida intensa en menos de un año, no solo por el sexo, sino, sobre todo, por todo lo que descubrió con él, y que después de él solo se repitió, o varió un poco, pero todo, prácticamente todo, lo había descubierto a su lado: los toques superficiales, las miradas sugestivas, los besos, las caricias, los murmullos, la espera, la nostalgia, el dolor.

Sin embargo, no todo fue dolor en la corta relación que sostuvieron. En todo ese tiempo, recordó Virginia, hubo una oportunidad que, se podría decir, tuvieron una verdadera luna de miel. Fue un jueves por la tarde, cuando ella y su hermano llegaron del colegio, y se encontraron con la novedad de que sus padres se iban por una emergencia familiar hasta la finca de Heriberto, a dieciocho horas de la ciudad, y que la regresaban tarde el domingo. Virginia y Octavio se lanzaron miradas cómplices, pues, aunque cada quién desconocía las andanzas del otro, engranaban lo suficiente como para solaparse mutuamente. Sabían de sobra que en la finca de sus abuelos la señal de celular era desastrosa, así que cada quién se apresuró en lo suyo, y comunicaron a los clientes que no atenderían hasta el lunes siguiente. Esa tarde, pese a todo su ímpetu, Virginia no escribió ni llamó a Argote, pero el viernes temprano habló con Octavio, preguntándole qué planes tenía después del colegio. Él le dijo que había quedado con unos amigos en casa de uno de ellos para una maratón de videojuegos hasta el sábado por la tarde. Ella no le dijo nada de lo que tenía en mente, pero acordaron verse el sábado en la casa, máximo a las ocho de la noche, y dejarla impecable para cuando regresaran sus padres.

Entonces, después de despedirse del hermano, marcó el número de Argote, que ya sabía de memoria, y le preguntó si podía verla a dos cuadras del colegio, que tenía algo importante que decirle. Preocupado, Argote canceló el pedido que tenía en curso, y se enrumbó al punto acordado con ella, quien le esperaba, con el capuchón hasta la frente, tiritando de frío. La lluvia fue propicia, para alejar cualquier mirada de esa escena. Entonces, ella le contó lo acontecido con sus padres, y que decidió faltar al colegio. Le pidió que se fueran a cualquier lugar fuera de la ciudad. Él entró en pánico por un momento, pero al pensarlo mejor, cayó en cuenta que en días de lluvia los controles policiales se relajan. Entonces, tomó la carretera al noroccidente, y se dirigió a una ciudad vecina, pequeña, donde siempre llovía, sin importar el mes, aunque nunca torrencialmente, y que tenía una laguna romántica que solo conoció de pasada. Menos de tres horas después, estaban en la entrada del hotelito de cabañas, donde se refugiaron en una intensa y a la vez relajada jornada. Después de almorzar, a media tarde, dieron un paseo por el muelle, y tomaron una embarcación en la que dieron un paseo de casi media hora, a marcha lenta, y con la lluvia perenne mojándolos. Al regresar, compró ropa de refuerzo, pues había salido con lo que traía puesto, y un abrigo de hilo de alpaca para ella, que le cayó al pelo, y entonces pudo apreciar que su cuerpo ya no era el de una niña, aunque todavía no era propiamente una mujer.

Después de escuchar este y otros comentarios, y también tras revisar los escritos de Argote, pude entender de forma clara una verdad que alguna vez leí o escuché en algún lado: coger la mente de una mujer, no importa su edad, es un logro muy especial, reservado para los más sutiles. Todos los demás se conforman con la vagina, sin ir más allá.

Román Argote pudo llegar más lejos, sin duda, y esa transgresión le costó la vida, la tarde del diecisiete de enero de un año impreciso. De una forma que no logro entender del todo, decidieron hacer una fiesta para Octavio, que se graduó con honores unos días antes, y para ello, llegaron algunos parientes suyos, los que vivían más cerca. Graciela pidió a su esposo que la acompañara a comprar las bebidas y lo que faltaba para la cena. También llamó a Virginia, que tenía el celular en modo vibrador, como siempre que se daba las escapadas con Argote. Un día antes, por una serie de eventos desafortunados, dejó activado su GPS, y la madre, que había aprendido una técnica sencilla para rastrear el celular, lo hizo. Apenas reconoció la ubicación del celular, tragó saliva, miró indecisa al marido y el hermano de este, quienes esperaban una reacción. Ya tenía sus sospechas, pero no quiso preocuparse por ello, porque, pese a todo, Virginia tenía buenas notas, aunque no las mejores, y cumplía con los deberes de la casa y el restaurante sin falta.

Sin embargo, reaccionó, y sus ojos se le inyectaron de sangre, o eso dijeron en el parte el esposo y el cuñado, cuando les dijo “esta mocosa está en casa de ese viejo”. Sin saber de qué viejo hablaba, ni en qué casa estaba, solo atinaron a seguir la ruta que les iba dando la esposa, quien no necesitaba ninguna aplicación para llegar, pues menos de un año antes llevó a la casa en cuestión una cortina que le había pedido Argote, y aunque nunca más entró, pasó más de una vez por esa misma acera. Eran casi las seis de la tarde de aquel día cuando llegaron en la camioneta, y los esperaron afuera de la casa. Cuando salieron, los acorralaron, y Graciela salió de la camioneta gritando “¡violador! ¡has violado a mi hija”. El resto, fue un hecho noticioso.

Yo también te extrañé

En retrospectiva, la historia pintaba mal desde el inicio. Revisando mis apuntes sobre lo que pude colectar desde los testimonios de los involucrados, además de las entrevistas con Virginia, de lo que ella recuerda, o, mejor dicho, cómo lo recuerda, deduzco que Argote sabía con total claridad en qué se metía, y que no le convenía. Aun así, se empeñó en hacerlo. Si no terminaba como terminó, sus días en la cárcel hubiesen sido terribles. Sobra mencionar detalles de lo que le esperaba. Lo menos que le pudo haber pasado era que el padre reaccionara como debía ser, y le plantara tres tiros. En prisión, a él le hubiese ido mejor de lo que le hubiese ido a Argote. Sin duda.

Viene a mi mente el pasaje bíblico “el que esté libre de pecado, que lance la primera piedra”, o algo así, que, en esencia, dice que nadie, absolutamente nadie es santo, con una historia de vida intachable, y que, al menos, no podemos juzgar a nadie sin antes escucharlo. Al menos, es mi interpretación. Por la organización que tiene la sociedad, hay quienes sí están facultados y capacitados para hacerlo: los jueces. Sus decisiones se basan en las evidencias recolectadas y procesadas por los peritos expertos de investigar cada caso, la revisión de los argumentos de la parte demandante y la parte demandada, y con ellas pueden basar razonadamente la condena o absolución del imputado.

Sin embargo, en ciertos casos como el de Virginia, hay mucho más en juego. De haber llegado a juicio, incluso con un testimonio favorable de la entonces conocida como víctima, Argote debió terminar con sus huesos en la chirola, por la diferencia de edad. Sin embargo, en otros casos anteriores, hubo serias dudas en cuanto a lo que sucedía con la víctima. A mi mente vienen tres casos en particular.

El primero, una niña de nueve años, que solía ir sola a la terminal de buses de la ciudad, se acercaba a los buses estacionados, donde veía a los conductores dormitando frente al volante, o simplemente chateando, y les decía de una “¿quiere culearme?”. Ya era conocida por la mayoría de los conductores. Algunos tenían el tino de negarse, pero otros, la mayoría, “aceptaban encantados”, por decir lo mínimo. Alguien dio el chivatazo, y tocó intervenir. Yo estuve entre los asignados al caso. El chofer al que se encontró con ella la pasó muy mal, pero se hizo una excepción, y no se procedió la denuncia, ya que la niña en cuestión tenía ya sus antecedentes. Resulta que, siendo más pequeña, sufrió una caída, golpeándose la cabeza. De alguna forma, su sexualidad se activó y su conflicto ético y moral desapareció. Desconozco los procesos mentales exactos, seguramente Virginia entendió bien cuando se lo expliqué, pero resumió la situación en pocas palabras: “el cerebro todavía tiene secretos que no podemos entender, pero en eso estamos”.

El segundo, de una niña de doce años que paraba más en la comisaría que en la escuela, acompañada de sus padres y con el supuesto violador encontrado “en flagrancia” por los progenitores de la víctima. En la comisaría, transaban con el agresor, para evitar complicaciones. Resulta que la familia llegaba cada vez a distintas comisarías, con diferente sospechoso, pero con la misma historia. Su suerte se terminó cuando un oficial recientemente asignado los reconoció sobre la marcha. Entonces se reveló su secreto: un año antes, los padres habían descubierto una forma de hacer dinero fácil con su hija, cuando la descubrieron en su sala teniendo relaciones consensuadas con un vecino de diecisiete años. El muchacho ya era imputable, aunque todavía no alcanzaba la mayoría de edad. Hablaron con los padres de él, quienes, para evitar un problema, ofrecieron el dinero que tenían, y al padre se le ocurrió exigir, además, el televisor que tenían en la sala. Los asustados padres del muchacho aceptaron, y a los dos días se mudaron, para nunca más ser vistos en el barrio. A partir de entonces, amenazada, la niña tuvo que darse modos para buscar a extraños, en lo posible de treinta años o más, y seducirlos sutilmente, para luego ser atrapados por los padres en medio acto, o a punto de consumarlo. Fue algo desagradable descubrir cómo algunos pésimos padres pueden corromper a sus propios hijos.

El tercer caso, fue el de una colegiala, de más o menos catorce años, que un día, chateando, descubrió que los hombres están dispuestos a pagar por sexo. Comenzó a ofrecerlo por internet, inventándose cualquier cosa, y en un día podía recolectar hasta trescientos dólares. Se prostituyó sola, en pocas. Abandonó el colegio, y sus padres jamás se hubieran enterado de no ser por que un día, uno de sus ocasionales clientes, al percatarse de lo que hacía, la estranguló, dejándola inconsciente después de tener relaciones, pero cuando ya salía del hospedaje, con la mochila a sus espaldas, escuchó el grito de la niña, que alertó a los de recepción, y lo atraparon, con ayuda de este servidor, que llegaba con una amiga de la universidad, buscando diversión después de la obligación.

Pero más allá de eso, y buscando entenderlo, antes de comenzar este relato, decidí hacer algunas de las cosas que él hizo en su vida. Tomé un curso básico de dibujo. Mis obras están por debajo del nivel aceptable para un niño de Inicial. Descargué una aplicación para aprender idiomas. Mi pronunciación del francés, particularmente, me da risa. Pedí a un vecino que me prestara su camión, para intentar conducirlo, con él de acompañante, claro. Receloso, accedió, pero casi lo vuelco en la primera curva que apareció, por mantenerme pegado a la acera. Hice otras cosas más de las que no podría sentirme orgulloso, pero en general, me gustó la experiencia.

Además, fui al gimnasio, e hice un cambio radical en mi alimentación. No sé cuántos kilos bajé, pero mi cuerpo se tonificó al extremo de que mis bíceps parecen piedras de lo firmes y grandes que están. Mi abdomen por fin tiene ese nombre, y mis piernas, pese a la edad, acompañan a los bíceps. En general, me siento orgulloso por mis logros, aunque me hubiera gustado llegar con más cabello a los sesenta. Dejé de ver a Virginia casi tres meses, y cuando volvimos a vernos, yo en camisa manga corta, no pudo contener su sorpresa, pero sus palabras me abochornaron: “Ay, doctor, ¿dónde tenía guardado todo eso?”. No sabría decir dónde lo tenía guardado, pero me alegra haberlo encontrado.

Lo último que hice, y aún hago esporádicamente, ahora que no tengo gran cosa para hacer, fue suscribirme a las plataformas digitales de taxi por pedido, como conductor. Antes lo había hecho, como pasajero, y mi experiencia tuvo un carácter variopinto, con toda clase de conductores. Del otro lado, toca ver todo tipo de pasajeros. Al tener un vehículo de color, no de taxi oficial, los pasajeros por lo general viajan al lado del conductor. En general, prefiero conducir en silencio, y los pasajeros no dicen nada en todo el trayecto, pero de vez en cuando tocan pasajeros conversadores. Según pude ver, aunque no sea devoto de tales situaciones, que los varones tienen una conversación más amena e impredecible que las mujeres. Sin embargo, rescato una situación particular, con una adolescente que, apenas subió al vehículo, me entregó una bolsa transparente llena de monedas de diez y un centavo: había roto su alcancía para pagar ese viaje en particular. Fue una carrera relativamente larga: algo más de media hora, y fue ella quien me dio la charla, preguntándome de dónde era, con quién vivía, cuánto tiempo llevaba en las aplicaciones, y otras cosas más, que, de ser otra persona, incluso otra mujer, me hubiese sentido incómodo, pero ella lo hacía con tal naturalidad y simpatía, que era imposible negarle una respuesta. Me contó que tenía dieciséis años, iba a casa de su amiga para practicar una coreografía con todas sus compañeras, pues al día siguiente tenían una presentación. Se llamaba Darla, y quería estudiar Psicología. No pude evitar compararla con Virginia. Cuando la dejé, me tentó pedirle su número, pero recordé la historia de Román Argote, y me abstuve de hacerlo.

Tiempo después, visité nuevamente la tumba de Román. Como otras veces, al llegar desapareció el sol radiante, y comenzó a caer una llovizna impertinente. Sentí el mismo suspiro frío en mi nuca que otras veces, pero ya no me provocó ninguna reacción particular, pues entendí que era él dándome la bienvenida. Para ese momento, mi percepción de él había cambiado por completo. Si bien sentí un poco de lástima al principio de todo esto, mientras transcribía las declaraciones de Virginia, varios años atrás, con el tiempo llegué a desarrollar cierta empatía, e incluso diría que cierta afinidad. Durante los pasados meses, al escuchar a Virginia, comenzaron a aparecer visiones en mis sueños, en las que la veía tierna, delgadita, bajita… como de diez años o menos, y yo le ofrecía un caramelo. En otros sueños, la vi correr en medio de un maizal, y lanzarse con el cabello suelto… llevaba un vestido floreado, y sus piernas delgadas parecían las de una muñeca de trapo. En otras visiones, tomábamos juntos un helado, y yo le decía, tomándole la mano, que la extrañé mucho, y ella, con una lágrima rodando su mejilla, me decía que lo mismo le pasaba a ella, pero que al fin había encontrado la paz que tanto necesitaba, y que me amará por siempre.

En todos los casos, sentí un profundo deseo por volver a verla, y decirle que, aunque los años pasan, así como ella me sintió desde siempre, yo también pude sentirla, confesarle que yo también miraba hacia su casa, cuando salía a buscar pasajeros en la madrugada, a dos o tres cuadras, viendo su ventana, sabiéndola dormida, mucho antes de dar nuestros propios pasos, y que, a pesar de mis temores, el sentirla dentro de mí, junto con cada latido, me motivaba a seguir esperando, y que esa espera valió cada segundo invertido pensándola, recordándola.

Hoy, al despertar, la llamé, y le pregunté si podíamos vernos a mediodía. Ella aceptó. Cuando nos vimos, le sugerí conversar compartiendo un helado, con la secreta convicción de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene fin. “Por supuesto”, me respondió, y ella, que nunca antes me tuteó, me preguntó emocionada: “¿te parece bien si vamos a la tienda que queda cerca de tu casa, pedimos el helado más grande, y lo compartimos viendo tus dibujos, los que no te pedí cuando me devolviste tu diario?”, y luego agregó: “yo también estuve soñando contigo todas estas noches”.

Etiquetas: drama

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