―¿Pero qué le querés comprar? ¿Una minifalda?
―No seas mala.
―Le encantaría.
―Lucía te lo pido por favor…
―Bueno ¿qué querés? Hace tres horas que estamos dando vueltas. Comprale un rimel de Dior y ya fue.
―Pero mi amor, no le puedo regalar un rímel: me mata.
―Bueno… no te estoy diciendo que le compres uno de L´Oreal…
Se quedaron unos segundos en silencio mirando alrededor.
―Bueno amor― dijo la Lula con voz suavizada. ―Ya son las seis y quedé en encontrarme con Ro. Me costó convencerla de elegir el vestido con ella así que mejor no llego tarde.
―¿Qué vestido?
―No me das bolilla cuando te hablo… el vestido para el casamiento de la prima.
―Ah… Bueno ¿te parece la campera de cuero entonces?
―No sé, amor. Es tú mamá: elegí vos― le dijo y después de besarlo se alejó taconeando y moviendo las caderas. Extrañaba la pasarela, las luces, la ropa única en su especie y los estilistas, maquilladores, camareros y fortachones de seguridad. “Ya terminó la temporada… Tere, Flor y Cami deben haber vuelto… las podría llamar”. Extrañaba Paris, las habitaciones gigantes llenas de chicas, los flashes, la envidia generalizada de amigas y enemigas.
Unos flacos que pasaban se voltearon a mirarla.
―Che, a ver si a ustedes les gustaría que les miren la novia así― les dijo Julián que seguía de pie allí, viéndola alejarse. Se rieron y siguieron su camino. La Lula simuló no haber escuchado. Los celos de Julián la irritaban, pero no tanto como las discusiones que habían tenido al respecto. La Lula odiaba las discusiones.
Rocío la esperaba mirando una vidriera.
―¡Qué flaca que estás monita! Sos la única que adelgaza en invierno― rió la Lula como saludo.
―Hola nena― la abrazó brevemente con una sonrisa ―Quiero entrar acá.
―Vamos entonces.
El lugar olía a sahumerios de flores, igual que la vendedora que se acercó sonriendo de oreja a oreja.
―Hola chicas ¿las puedo ayudar en algo?
―Sí. Estamos buscando un vestido para una fiesta de casamiento. Es para ella.
Les señaló el sector de los vestidos y se quedó parada al lado con su sonrisa intacta, estampada. La Lula se puso a pasarlos uno a uno rápidamente. Tenía el gusto refinado y la decisión resuelta, por lo que pronto seleccionó uno corte princesa, de flores azules y verdes dibujadas, con un suave volado en las manguitas.
―No. Manga larga. Hace frío.
―¿Qué?
―A ver el gris y plata ese que pasaste…
―Ro, el gris te queda horrendo.
―Mirá que bonito que es, muy linda tela, linda caida. Me lo voy a probar.
La vendedora le colgó el vestido en un probador y Rocío se metió. La Lula seguía con el vestido azul y verde en la mano.
―Este vestido está hecho para vos amiga. Por favor probateló al menos…
No le contestó. La Lula, ansiosa, corrió la cortina. Rocío, si bien atinó a cerrar rápidamente, no fue más veloz que su amiga. Le había agarrado el brazo desnudo y apretándole duramente la muñeca la obligó a poner la palma para arriba y así confirmar lo que vió por un segundo. Rocío no ofreció resistencia; en cambio, desafiante, esperó el embiste. Pero no hubo embiste. La Lula cerró la cortina lentamente, y triste, arrastrando los tacos, salió del local.
Caminó hasta la plaza San Martín y se sentó en un banco cualquiera. Unos nenes llenos de barro jugaban con un perro y ella los miraba, distraída. Tenían las caritas rojas y reian risas de diente de leche. El más pequeño de ellos se cayó luego de un empujón. Se levantó indignado y, sacudiéndose las manos, le gritó al descuidado:
―¡Tené cuiago con mi salú!
Lucía se envolvió las piernas con los brazos y lloró largamente.
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