Un hombre basto se hallaba detrás mío, a unos metros, riendo.
—No se ría —le digo—. No ve que me he atorado.
Si para entonces se estaba riendo, ahora se estaba desternillando, no podía responderme de la agitación que sufría.
En ese momento tampoco pude increparle nada, lo que había empezado como un atoro se había convertido en un ataque de toz.
—Ja ja ja ja —se reía el hombre; conforme lo hacía se venía acercando, el movimiento oscilatorio de su tronco debido a su propia risa lo atraía hacia mí.
De pronto lo tuve a mi costado, pero cuando su agitación empezaba a mezclarse con la mía, se detuvo.
—Sucede que no sabes toser —dijo el hombre, ya sereno.
Evidentemente, no pude decirle nada.
—Mira —me dijo—, para que no pienses que me burlo de ti te voy a ayudar.
Con sus grandes brazos tomó de mi cabeza y pies y de lo encorvado que estaba hizo una espalda perfectamente recta, le bastó apenas un giro de muñeca para ello —tal hombre debe ser marinero, pensé—. Estaba por agradecerle cuando nuevamente me empezó a picar la garganta.
Entonces, en el instante en el que empezaba a abrir la boca, siento un golpe terrible en mi espalda, el impacto de su mano fue tan violento que caí cinco pasos por donde me había golpeado.
Lo cierto es que estaba bastante molesto, sobre todo herido, pero en lo último en que pensaba era en toser.
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