En
el otoño-invierno de 1936 Madrid se convirtió en un baluarte para
la República; un bastión moral que los militares sublevados
anhelaban conquistar para poner punto final cuanto antes al conflicto
civil. Sin embargo, la ciudad resistía los envites del fascismo una
y otra vez. El presidente Manuel Azaña tuvo muy clara la causa: «A
todo suplió el entusiasmo de sus combatientes, tropas voluntarias,
poseídas de un espíritu tan exaltado como esforzado».
En
enero de 1937, tras estrellarse los enésimos intentos de penetrar en
la capital de España a través de la Casa de Campo y la carretera de
La Coruña, el frente quedó estancado y los sublevados desplazaron
sus tropas a las proximidades del río Jarama con la intención de
envolver a la ciudad y cortar el cordón umbilical que la unía con
Valencia y el Levante, su única fuente de alimentos y suministros
militares.
En
sus Memorias, el general republicano Enrique Líster Forján,
comandante del famoso Quinto Regimiento, escribió: «Del 6 al 27 de
febrero de 1937 el río Jarama fue el testigo mudo de la pérdida de
unos 17.000 combatientes. La cuenca del Jarama y la del Henares fue
el escenario de la batalla más sangrienta de nuestra Guerra Civil
por su duración, por la cantidad de fuerzas enfrentadas y por la
tenacidad de los combates que tuvieron lugar».
Líster
no exageró ni un ápice. Lo que no recogió el militar en sus
memorias fue que esa batalla se transformó en el primer ensayo a
gran escala de los combates de la Segunda Guerra Mundial. Por tierra,
los carros de combate T-26 soviéticos se enfrentaron a los Panzer 1
alemanes y, en los cielos, los Polikarpov y Tupolev rusos se midieron
con los Messerchmitt y Junkers de la Legión Cóndor, o los Fiat y
Savoia-Marchetti de la Aviazione Legionaria italiana.
El
objetivo de Franco, asesorado por los generales Luis Orgaz y José
Enrique Varela, era forzar la línea del frente, atravesar el río
Jarama entre Vaciamadrid y Molino del Rey, avanzar con sus tropas
legionarias, carlistas y moras por esa brecha, e interceptar las
comunicaciones de Madrid con Valencia. Por su parte, la República
desplazó sus unidades de brigadas mixtas y voluntarios
internacionales a esa zona vital para la defensa de la capital, a las
órdenes del general Sebastián Pozas y con Enrique Líster llevando
la responsabilidad sobre el terreno. «El mando se dio cuenta de las
intenciones de los insurrectos y, para adelantarse, preparó una
ofensiva partiendo del Jarama. Se trataba de derrotar a los facciosos
antes de que ellos pudieran penetrar en Madrid», afirmó Líster.
Esa
acumulación de fuerzas iba a derivar en una de las batallas más
cruentas de la guerra. Los franquistas reunieron cinco brigadas,
alrededor de 20.000 hombres, apoyados por 80 piezas de artillería y
medio centenar de carros. En la madrugada del sábado 6 de febrero,
Varela dio la orden de ataque. La primera brigada, al mando del
coronel Ricardo Rada, debía avanzar por el norte hacia La Marañosa
y Vaciamadrid. La segunda, liderada por Eduardo Sáez de Buruaga,
debía desplegarse por el centro y asaltar con su caballería el
pueblo de Gózquez de Arriba. La tercera brigada, de Fernando Barrón,
se mantendría en reserva. Al sur, el coronel Carlos Asensio tendría
que proteger el flanco y, por último, la brigada de Francisco García
Escámez se lanzaría contra Ciempozuelos. El premio gordo, tras
cruzar el río, era Alcalá de Henares, a poco más de cincuenta kilómetros.
El
bando gubernamental disponía de cuatro agrupaciones, la mayoría de
las cuales se encontraban en la margen oeste del Jarama.
Representaban una fuerza considerable, aunque poco fogueada. Según
Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor republicano, «Se trataba de
tropas organizadas con precipitación; carecían de cuadros
capacitados y su dotación de armas era incompleta». Sus órdenes
eran defender los tres puentes sobre el río: el de Arganda, al
norte, el del Pindoque, en mitad de la línea del frente, y el de San
Martín de la Vega, al sur. Por fortuna, contaban en retaguardia con
los temibles carros de combate T-26 del general Paulov, más conocido
como Pablo y muy apreciado por Líster, quien lo describe: «Era un
hombre de gran energía, inteligente, valiente y rápido en tomar
decisiones, un militar que sabía hacerse respetar por sus hombres y
estos confiaban en su capacidad». Por último, aunque la aviación
facciosa contaba con los resistentes cazas Fiat CR-32 y los
versátiles BF-109 de la Legión Cóndor, la República disponía de
los raudos y maniobrables Polikarpov I-15 e I-16, manejados por los
pilotos rusos.
Durante
la primera jornada, los sublevados avanzaron hacia el río sin apenas
pérdidas, salvo la resistencia que encontraron en el pueblo de La
Marañosa. «Allí se libró una violenta lucha, pues las fuerzas
rojas, evaluadas en dos batallones, se defendieron tenazmente y con
arrojo», escribió Gregorio López Muñiz, jefe del Estado Mayor
franquista. La Marañosa fue de las pocas posiciones que retrasaron
el avance rebelde. El resto cayeron una tras otra. Sáenz de Buruaga
se hizo con Górquez de Arriba y García Escámez ocupó
Ciempozuelos. En dos jornadas, los sublevados hicieron retroceder las
líneas republicanas a base de tabores, requetés y banderas de la
Legión. En uno de sus primeros informes, Líster expresó: «Al
final del lunes día 8, el enemigo prácticamente había limpiado de
nuestras fuerzas el campo de acción en la orilla oeste del Jarama y
tenía la posibilidad de iniciar la preparación de la etapa
siguiente de la operación, después de haber puesto bajo el fuego
los puentes del río Jarama». Rojo se temió lo peor y ordenó
desplazar a la XV Brigada Internacional desde Albacete para reforzar
el frente. La medida no pudo resultar más oportuna. En la noche del
10 al 11 de febrero, los centinelas de la compañía de André Marty
que custodiaban el puente del Pindoque, fueron degollados por las
gumias de los moros del I Tabor de Tiradores de Ifni, que luego
dieron buena cuenta de los demás brigadistas a base de granadas.
De
esta guisa dio comienzo la segunda fase de la batalla, con una
operación de comandos que permitió a la III Brigada de Barrón
obtener un paso factible a través del río. A cambio, la artillería
republicana arrojó contra el puente todo lo que tenía, causando
otra carnicería entre las tropas de caballería del teniente coronel
Cebollino, que murieron a manos llenas. Pero el paso del Pindoque fue
la primera pieza del dominó. El viernes día 12, la IV Brigada de
Asensio también superó las defensas del puente de San Martín de la
Vega y tomó un punto clave en la orilla este: el cerro Pingarrón.
En palabras de Rojo, «una arista montañosa paralela al río que
dominaba todo el campo de batalla». Fue en el Pingarrón, donde se
libraron los combates más cruentos y donde, por primera vez, los
franquistas vieron frenado su ímpetu. El ejemplo más claro fue la
compañía de Harry Fry, adscrita al Batallón Británico de la XV
Brigada Internacional. Sus hombres defendieron una loma cercana al
Pingarrón durante más de seis horas. Y lo hicieron solo con sus
fusiles, puesto que sus ametralladoras habían sido equipadas con
munición errónea. Las más de cuatrocientas bajas republicanas del
sábado día 13 provocaron que el lugar se renombrara como la Colina
del Suicidio, también por los 700 enemigos muertos. Y para colmo de
males, la aviación franquista se vio superada por la llegada de los
Polikarpov, que derribaron a varios bombarderos. Indalecio Prieto,
entonces ministro de Marina y Aire, felicitó a los pilotos mediante
un sentido telegrama enviado a Líster: «La aviación trabajó ayer
con gran éxito derribando a siete aparatos enemigos. Le encargo que
consigne mi felicitación a las Fuerzas Aéreas a sus órdenes, que
tan brillantemente se comportaron».
El
lunes, 15 de febrero, la batalla se quedó detenida, pero no sucedió
lo mismo con las cuitas políticas, y el general José Miaja
consiguió lo que deseaba desde hacía días, desplazar del mando al
general Pozas y reorganizar las fuerzas gubernamentales en lo que fue
el Segundo Ejército del Centro, adscribiéndose las mejores
unidades: la agrupación de Modesto y las divisiones de Walter, Gal,
Líster y Arce. Este nuevo contingente contraatacó con todo su poder
artillero y blindado a los franquistas desde todos los frentes el
miércoles 17 de febrero y, durante los diez días siguientes, las
tornas cambiaron y los sublevados tuvieron que fortificarse y pasar a
defenderse cayendo como moscas entre los olivares esparcidos por las
orillas del Jarama.
Pero
no fue allí donde se decidió la batalla y desde el jueves 18 el
punto que generó la obsesión en ambos bandos fue la toma del
Pingarrón, la llave de todo el valle. Líster dispuso la gran
ofensiva contra esta posición, contando con su división, varias
unidades cedidas por Miaja, ocho batería y tres docenas de blindados
al mando de Paulov. Este enorme contingente se lanzó contra el II
Tabor de Regulares de Ceuta, al mando de Mariano Gómez-Zamalloa,
quien había hecho promesa de no retirarse a Varela: «Estese
tranquilo, mi general, que esto no se abandonará mientras yo esté
en pie». Doce horas después, tras el cese de los ataques, el
terreno quedó plagado de cadáveres. Solo la XVII Brigada Mixta tuvo
unas 1.100 bajas. Los sublevados, según los informes de Varela, 621.
A Zamalloa, con dieciséis heridas, ni siquiera se le pudo sacar de
allí.
El
último golpe de mano se sucedió poco después. Sus protagonistas
fueron tres centenares de voluntarios del Batallón Lincoln. Su
líder, Robert Hale Merriman, recibió la orden de asalto al
Pingarrón el sábado día 27. Les prometieron cobertura artillera y
la ayuda del XXIV Batallón de flanqueo, pero, llegado el momento, se
quedaron solos. El norteamericano llamó entonces al cuartel general,
desde donde le insistieron en que atacara. El resultado fue una
carnicería frente a las ametralladoras enemigas. Con ese último
asalto se dio por finalizada la batalla del Jarama. Una contienda que
costó unas diez mil bajas a los republicanos y siete mil a los
enemigos. No hubo avances significativos en las posiciones de ambos
bandos y Madrid pudo seguir recibiendo los suministros que
alimentaron su resistencia numantina durante casi tres años.
Al
final, cada bando se atribuyó la victoria, pero la épica la
pusieron esos trescientos brigadistas norteamericanos con la música
de una ranchera que se haría famosa en el mundo entero: Red River
Valley. La práctica desaparición del Batallón Lincoln en la lucha
cuerpo a cuerpo por el cerro Pingarrón, convirtió a Red River
Valley en el himno de las Brigadas Internacionales.
OPINIONES Y COMENTARIOS