Siempre me ha costado escribir cuando siento que vivo en un momento de felicidad plena. Los mensajes no suenan a tristeza y pierden parte de su encanto. Sin embargo, buceando en los recuerdos de la pandemia, he visto en la sala de cine de mi conciencia que la película de aquel septiembre podía definirse en una sola palabra: perfección.

Había roto las cadenas que me ataban a un tiempo oscuro repleto de pena. Decidí cambiar por completo el rumbo que había tomado después de unos meses de contradicciones y paupérrimas decisiones. Despiértame cuando acabe septiembre, pero permíteme que siga inmerso en mi letargo, un sueño que dejó de ser amargo, unos días donde mi actitud frente a la vida terminó de tejer por completo los mimbres de la alegría que estaba por venir. Ya no bebía para evadirme. Caminaba con decisión, con la sonrisa puesta en la cara, la música reventándome los oídos y el latir de un corazón que componía la palabra perfección.

Superé la condena que yo mismo me había infligido. Miraba a las personas de mi alrededor y sentía que el círculo de confianza crecía, que aquellos que siempre habían estado conmigo asentaban aún más la estatua de la amistad que, como Francia a Estados Unidos, decidieron regalarme un día. El temblor de las manos desapareció. Ni rastro de los nervios, la inseguridad y la falta de confianza. Regresaron las risas y las bromas, la complacencia de saber que, hiciera lo que hiciera, había escogido lo correcto. Ya no me movía la sinrazón, sólo los impulsos de saber que había construido mi propia perfección.

Condené el oscuro pasado a la pena de muerte. El verano llegaba a su fin, pero no mi suerte. El destino te había puesto en mi camino. Fue un placer conocerte. De repente, las caricias dejaron de ser una mera imaginación. Los días transcurrían a toda ostia y, sin apenas percatarme, descubrí que estaba inmerso en un aura de múltiples colores, olores y sabores. Mis pasos me guiaban hacia las calles del barrio que te vieron crecer y, con tu risa instalada en mi cabeza, dispuse todo de mí para poder creer que aquello me dejaba admirar tu belleza. Definitivamente, había vuelto a la vida. Había pasado a la acción. Allí estaba, sumido en una espiral de perfección.

“¿Me estás hablando a mí? ¿Me estás hablando a mí? Entonces, ¿a quién demonios le estás hablando? ¿Me estás hablando a mí? Bien, yo soy el único que está aquí ahora mismo ¿A quién coño te piensas que estás hablando?” (Taxi Driver, 1976)

Como en Taxi Driver me miraba al espejo, conversaba conmigo mismo y me respondía. ¿A qué se debe esa cara de felicidad, tío? He reordenado mis cosas y ahora he vuelto a fluir como el río a través de su cauce. El vestido rojo de la película en blanco y negro coloreó un final muy distinto al de la película protagonizada por Liam Neeson. Olvidé a qué sabían las lágrimas que unos meses antes surcaban mi rostro y sustituí los pensamientos intrusivos con palabras de agradecimiento, amabilidad y amor. ¿Qué más quieres? Mesura, tranquilidad y pasión… Perfección.

Entre mis dedos jugueteaba con tu sonrisa. Escribía en el marco de la puerta todo aquello que había cambiado y la locura de permanecer en una cárcel de desesperación desapareció por completo. Entraba en mi habitación decidido a eliminar de cada rincón todos y cada uno de los malos recuerdos que todavía quedaban sin limpiar. Ahí estaba, escuchando cómo el viento componía nuestra canción y mirando a través de las ventanas el sentir de la gente que ya no veía tan ausente. Terminé por comprender que todo lo que había sufrido previamente me había hecho aprender, a enfrentarme a los problemas emocionales que me impidieron ser durante un tiempo excesivamente largo. Dejé de pincharme los dedos con las rosas que sangraban conmigo. A la mierda la filosofía de la felicidad. Me quedo con mi egoísmo y la iniciativa por la auto superación, por haber edificado un hogar llamado perfección.

Respiraba sosegado un mes de contrastes. Me adaptaba a los cambios, a la creencia de que aquellos días eran fruto de mis decisiones y una ayuda externa que reside en Barcelona; las noches se convirtieron involuntariamente en cómplices de nuestras conversaciones en la noche universitaria que no había recuperado su habitual trasiego. Y, sin embargo, allí estábamos, preguntándonos y queriendo saber sobre nuestro pasado. Lo conté, lo redacto y lo explicaré por siempre. No me avergüenzo. Quiero que me conozcas, quiero que sepas que soy así porque así me hizo septiembre. No te pega nada esa canción, no cuadra con tu lista de reproducción.

Tal vez fuese porque me encontraba viviendo una plena y absoluta perfección

¿Qué crees que tenemos de especial que nos hace tan perfectos?” (Efecto Mariposa, 2004)

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