Lo llamaban El Perro, quizás porque era un buen compañero o porque solía ser solitario al andar, o quizás también, porque solia «ladrar» mucho cuando algo le molestaba.
Con los años lo acompañé en decenas de trabajos.
Era para mí una enciclopedia, ya que todos los días se aprendía algo nuevo junto a él.
Albañil, plomero, pintor, electricista, etc. Sabía resolverlo todo.
Para mí era de esas leyendas que incluso a veces, sin decir una sola palabra, algo te estaba enseñando.
Llevaba siempre un rostro de pocas sonrisas o expresiones y mucha mirada pensante.
Yo como su ayudante, aún tengo la imagen de verlo a unos metros, colocando el techo en un segundo piso, sin sentir ningún tipo de miedo a la altura en la que se encontraba (o al menos así lo demostraba), y preguntarme una y otra vez, ¿que estará pasando por su mente?, ya que la mirada que tenía, parecía que algo quería decir, de hecho, creo que siempre en algo estaba pensando, y por esa razón su mejor compañía era el silencio. Obvio que era en vano preguntarle si queria que hablemos o si queria contarme como estaba, porque que si lo hacía no obtendría ninguna respuesta real.
Debo aclarar que era también muy difícil descifrar sus emociones, puesto que las sabía ocultar muy bien, aunque detrás de su rostro arrugado que marcaba el pasar de los años, cada línea, cada arruga, cada parte, contaba algo por más que él no quisiera mostrarlo.
De personalidad cerrada y criado con la mentalidad que te dice que pedir ayuda es sinónimo de debilidad, la peleo siempre solo.
Una de sus luchas más difíciles y duradera, fue la que tuvo contra su cuerpo y su mente, la vez que estos dos comenzaron a abandonarlo por desgaste y cansancio, todo esto tambien, acompañado de una vida de sacrificios y pocas recompensas, que hace que todo cueste y pese un poco mas.
Llego una época en que olvido el número de obras que construyo, pero al ver sus dos manos curtidas y gastadas no era necesario ser muy inteligente para saber que fueron varias.
Hoy en día, cuando ando por la ciudad, veo esas casas hechas con el esfuerzo que sé que puso ahí, me detengo y lo recuerdo en cada esquina de cada pared o caminando en las alturas por tablas finas apoyadas en andamios precarios, como equilibrista de un circo, solo que en vez de una vara larga para equilibrarse al caminar, él usaba un balde en cada mano con el que recorría esa fina pasarela, sabiendo que no había red esperándolo abajo si fallaba en la pelea contra el viento.
Ese momento de valentía que veía yo de chico, hoy entiendo lo peligroso que era y como ese peligro y ese miedo nunca le hicieron frenar su tarea. En realidad nada lo hizo frenar nunca, solo la muerte pudo lograrlo, o al menos en este plano terrenal, porque no tengo dudas que en algún lado sigue ese Perro corriendo aún.
Hoy, caminando encuentro obras que se están construyendo con varias máquinas y pienso que él, solo, sin ninguna tecnología, pudo construir lo mismo y se me llena el pecho de orgullo.
Máquinas realizando la mezcla que él lograba fabricar con sus brazos y una pala.
Me pone contento al ver familias, sueños, etc. dentro de esas obras que tanto le costó hacer.
Historias que se arman día a día en esos hogares, rodeados de paredes que también cuentan una historia que yo ví y que nunca conocerán.
Los tiempos cambian. Hoy por ejemplo, máscaras, arneses de seguridad rodeando todo el cuerpo, cascos, lentes de protección, guantes, son algunos de los accesorios que ví en un albañil cuando pase por una obra al regresar a mi casa, obviamente cada una de ellas cumpliendo una función de protección, como debe ser, o mejor dicho, como hoy vemos que debe ser.
Fue inevitable pensar y recordar que en El Perro, los accesorios que cumplían estas funciones de seguridad, era una bufanda, cuellera o algún trapo por ejemplo, que hacia el rol de tapabocas para el polvillo.
Los lentes que usaba por su miopía eran las gafas de seguridad ante cualquier piedrita que salte, mientras picaba ladrillos.
Los guantes no servían, porque unas manos que con el tiempo fueron lastimadas y partidas por el frío, selen doler al cubrirse.
Una soga en la cintura, atada a un poste era el arnés de seguridad, obviamente sin saber si soportaría su peso en una caída, entre otros.
Si bien era silencioso y de poca charla, de vez en cuando rompía el silencio silbando una canción para tapar sus pensamientos que le hablaban y atormentaban con preguntas de como llegar a fin de mes, tapando también, quizás, mientras sonaba una canción en la radio y con un baile precario sobre un andamio, los dolores que ya la edad y tantos años de albañil le estaban pasando factura a su cuerpo.
Como cualquier mascota callejera que siempre se preocupó por sus cachorros, nunca le importo el clima cuando de salir a buscar el pan se trataba.
Con lluvia, fríos fuertes y calores extremos, El Perro siempre estaba ahí, en el suelo o en las alturas, empujado por la presión de saber que un día no trabajado era un día no pagado y sin un plato en la mesa.
Así fue la vida de El Perro, así fué la vida de este albañil, así fue la vida de mi Papá, y así lo quería recordar.
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