Así concluyó su visita. Vestía mal, con su camisa gris de franjas blancas y unos zapatos cómodos de tela. La barba había caído el sábado, igual que su cabello. Por primera vez, en meses, decidió acabar la creciente rebeldía de su presentación.
Llegó a su casa luego de un encuentro infortunado con una chica del otro lado del charco de aguas pútridas. Se cambió de ropa y esperó a que el tiempo le diera la razón. Esperaba una llamada o un mensaje. Procuró evitar el celular, porque sabía que agarrarlo desataría una avalancha incontenible de deseos que debía, a toda costa, evitar. Recordó que había prometido no volver a hablarle, y ella, la chica con la que tanto hablaba, había asentido sin esmero, con una tranquilidad que desbordaba inseguridad. Así lo notó él, que buscaba a tientas su móvil, solo para verificar que nadie lo hubiera llamado o escrito.
Se revolvió en las sábanas, evocando un sonidito gutural. Tenía sueño, se había despertado a eso de las cinco de la mañana para ir a trabajar. No le gustaba su trabajo, de hecho, lo odiaba; odiaba madrugar y tener su vida repitiéndose todos los días, de la misma manera, con los mismos actores y elementos: levantarse, trabajar, almorzar, llegar a la casa, tomar un poco de café, recostarse y leer. Esto último le apasionaba. En realidad, amaba leer y disfrutar el mundo de las vidas ajenas, sucumbía ante ellas y se perdía de su vida de mierda. Casi siempre el grito de su mamá lo despertaba del letargo; sin embargo, esta vez no fue así, en vez de eso, se quedó imaginando el resultado de un encuentro con aquella espléndida muchacha. A decir verdad, estaba muy enganchado, ¿podría tomarse como obsesión? Jumm…
Era de esperarse soñarla. Soñarla tal cual era, con su carita alegre, sonriendo vivamente, con sus gestos siderales, envolventes, sonoros; sin embargo, y después de todo, algo que notaba particularmente era su modo de sonreír ante él. Alguna vez la había espiado mientras conversaba con otras personas y, esa sonrisa, ese ánimo de sonrisa, ese gesto en el labio superior que tanto le gustaba a él, no aparecía. ¿Estaba entonces motivando un encuentro pasajero, o de alguna forma de convivencia sentimental? Lo dudaba. No obstante y meditándolo sin ataduras, se convencía de que tal vez y, con un enorme porcentaje, se lo demostraba únicamente a él.
¡Oh!, de nuevo, de nuevo la esencia de aquella muchacha acercándose; su aroma de no sé qué árbol, fruto o especia lo hipnotizaba, lo hacía volar y encontrarse con sus más recónditos y oscuros deseos… Pero no se creía capaz de manifestarlos, esos oscuros deseos tendrían que quedarse allá, a lo lejos, bajo la dictadura de la compostura; sin embargo, era un sueño, ¿no? ¿No podía manifestarlo, no tenía el control? ¡No! Por más fortaleza mental que tuviera, no.
Ahora bien, ¿podría ella desafiarlo? Él, trayendo a colación su conducta, era más bien lúcido con sus sentidos y lograba introducir su fuerza de un modo bastante terrible. No le importaba nada. Lo había perdido desde que lo traicionaron, años atrás. ¿Era rencoroso? No lo aceptaba, pero daba visos. Refunfuñaba para sus adentros porque, consciente de su inconsciencia en ese atropellado sueño, lograría torpedear los designios. Tenía que explorar, arriesgarse, porque los riesgos caminaban junto a él. Tal vez… tal vez por ende caía mal a varios; no obstante, ¿qué podía perder? No le interesaba… Lo que le interesaba era dominar esa fiera tierna, de débiles, pero seguros sentimientos de amor. No consideraba que fuera a destruirla, pero era un sueño, y en los sueños cada quien elabora sus sentidos.
Estaba él, soñando en primera persona, controlando sus movimientos. Lo había logrado, después de batallar con su mente, o con el órgano que controla los sueños. Y se hallaba bien, se sentía bien. ¿Qué haría? Lo que había anhelado desde la aparición de la susodicha, de la mujer con gestos siderales, envolventes.
Caminó cerca a la casa de la mujer, creyó recordar la dirección última que ella le había indicado. Dobló por la esquina de la quince y se adentró por la calle dieciséis con avenida sexta. Sí, estaba seguro de que era por ahí. Volvió en sí, cuando un repentino cambio se adueñó del sueño: sujetos rocambolescos, con armas de fuego exóticas, contemplaban derribar un refugio, o una casa, cerca de una iglesia. Se conmovió y apretó fuerte sus puños, tratando de evaporar esos destellos de creatividad de su mente, o estupideces ficticias que lograban pernoctar en su psique; enseguida vio cómo la mano de Dios los dispersó, y la casa o el refugio cerca de la iglesia se retorció, cobrando movimientos arrítmicos, plásticos y flexibles que jamás había visto. Con texturas insolubles, luminosas y cargadas de una enorme energía, lo engullía, lo atrapaba y lo envolvía en unos brazos enormes. De repente se hacía pequeñito, minúsculo, conforme a su edad.
Quedaba inerme en unos brazos femeninos, en medio una sala blanca, con pitidos intermitentes. Su boca se abrió violentamente y pronunció un vagido, luego de que un hombre muy grande, con tapabocas, guantes de látex y una bata blanca lo golpeara en sus nalgas. Había quedado boca abajo y ya no estaba en aquellos brazos grandes y femeninos. Estaba con los pies hacia el cielo, con su cabeza esquivando la gravedad y trataba de vislumbrar a aquel gigante que lo había sacudido violentamente. Sentía dolor, rabia e ira. No entendía qué pasaba, hasta que, luego de razonar, mientras lloraba, cayó en cuenta de que aquel hombre con bata, tapabocas y guantes era un médico; y que los brazos femeninos eran de su madre. Estaba presenciando el momento sublime de su nacimiento, cosa que boicoteó, porque antes de soñar, de ensoparse en las sábanas, había maldecido su nacimiento. Otro jueguito, otra pérdida de tiempo. Más desespero y la fragancia de rosas, árboles y esencia se perdía, pues ya no quedaba nada en sus fosas nasales.
Después de un intento de despertar, un zumbido categórico de una bocina de auto lo despertó, cerca de una tienda, cuyo nombre no podía recordar, pero que frecuentaba cuando su día caía en la desgracia. Estaba ebrio, tirado en medio de la calle, en un mar de líquidos ácidos que emulaban el olor de vómito y sangre. Su cabeza estaba recostada, y él miraba de soslayo, preparándose para dormir. Dormir perpetuamente y acabar con su infame existencia en el plano terrenal.
A continuación, de un golpe a la puerta de su cuarto se levantó de súbito, con sus manos temblorosas y el corazón agitado. No había escuchado nunca un estrépito de ese enfoque, calibre, tesitura, y menos en su casa. Nadie solía modificar su aburrida rutina, pero esta vez una voz masculina lo interceptó y vociferó con sorna.
—¡Eh, cabrón! —Abrió la puerta con levedad y acompañado de un libro pesado de King. Era su amigo de adolescencia.
—¿Usted?… ¿Usted de nuevo? —Titubeó con frivolidad y una ira incontenible.
—Pasaba a recordarle que su ex, la de la calle novena, duerme conmigo…
No terminó la frase cuando le asestó un puñetazo en medio de sus ojos, justo en su asquerosa e impúdica verruga. Tiró la puerta con cuatrocientos kilos de fuerza que la hizo desprenderse de su comodidad. Buscó su lecho y volvió a llorar. Lloraba desconsoladamente, con entusiasmo mórbido, afectado, reverso, como si aquellos lamentos los produjera un ser del más allá, pero de las oscuridades del averno.
Ahora ya no estaba sino en el inicio, en la calle dieciséis con sexta, cerca de la iglesia y al lado de la casa de la chica por la cual había deseado soñar, imaginar, recrear. Una puerta chirrió con fastidio, se abrió con lentitud, y se arrumó contra una pared de ladrillo. Estaba adentro sin caminar, como si una fuerza poderosa lo hubiera llevado a su destino incierto. «Esta vez no», se dijo, «no juego tus mierdas». Salió corriendo. Respiró. Estaba cansado, sediento y con hambre. Le rugía el estómago de una manera asombrosa, vibraba, temblaba y con unas ganas inconcebibles de lamerse la mano. Le picaba el cuerpo y proyectaba náuseas agudas, como si su cuerpo estuviera luchando por sacar algo que no había caído bien. Tosió una, dos, tres veces y escupió una bola de pelos del tamaño de su mano. Le dio asco y de nuevo las ganas inconcebibles de lamerse sus manos. Una voz y un regaño. Una mano que hacía señas molestas y una cara… ¡una cara mágica! Era la faz de ella, de su… ¿apreciada, de la susodicha? Lo era. Estaba ahí, en pijama, acostada y con el celular en las manos. ¿Leía? No. ¿Veía el celular? No. ¿Hablaba con alguien? No. Pero, ¿qué hacía? Pensaba. Presagiaba. Disimulaba. Asentía.
«Eso es», se dijo. Ella lo miró de soslayo y acercó sus manos tersas, suaves y sedosas por la barriguita del peludo. «Está actuando», cantó. «Sí, eso es. Me quiere hablar» y soltó un berrido, un maullido de consentimiento.
Entretanto, volvió a tomar su celular y se decidió: desbloqueó el aparato, escribió algo, pulsó la tecla «enviar» y suspiró con ansiedad. Él suspiró también y sintió una vorágine que lo engullía, que lo desintegraba, que lo aspiraba hacia… hacia su cuarto, hacia su casa.
Su gato le lamía los labios y el ronroneo se ubicó cerca de su pecho, en su corazón. En ese instante de sueños lúcidos y despertares sorpresivos, una notificación iluminó la pantalla de su celular. Apresuró el paso, encendió la pantalla con su huella y resbaló su dedo en la única notificación que tenía… era ella.
OPINIONES Y COMENTARIOS