Subido en la parte de atrás de un camión, con el viento golpeando su rostro, el joven escuchó que le gritaron desde el borde de la carretera. Llevaba dos horas viajando desde el momento en que había decidido marcharse sin avisar, cuando aún faltaba tiempo para amanecer. Había sentido un impulso inevitable por volver a su casa y, avergonzado de fallarle a quienes lo acompañaban, se marchó solo. Aprovechó que un camión se detuvo en el peaje, cerca de la caseta donde se resguardaba. Le hizo una señal con las manos al conductor y se trepó atrás con rapidez. Se maravilló como otras veces, de ver los primeros rayos del sol colorear el cielo mientras la oscuridad se achicaba a medida que aumentaba la calidez de la luz. Otras veces esa lucha entre la luz y las sombras la había vivido sentido cuando caminaba en medio de espesos follajes, al tomar atajos y evitar cruzar algún pueblo. Ahí, en medio del bosque, el inicio del amanecer agitaba la vida con cada pequeño brillo y cada resplandor, como si se abriera un grifo que dejara escuchar el sonido de los chapules, el canto de los pájaros despertando en sus nidos, el murmullo de los árboles abriendo sus hojas y de los arbustos sacudiendo el rocío de sus flores. Era un soñador, distinto a esa marea de hombres y mujeres de todas las edades, que no tuvieron opción distinta a andar por las carreteras para vivir del rebusque, pidiendo limosna de ciudad en ciudad, vendiendo figuritas minuciosas hechas de alambre o tejidas en hilo, intercambiar por comida adornos hechos con hojalata reciclada o trabajar como recolectores en cosechas de una región a otra. En contraste, el joven escribía poesía. Podía hacer un verso por un mendrugo de pan o un poema de amor a cambio de algo para merendar. Cuando escuchó el grito, devolvió al instante el saludo: “Hey, guerrero”, el camión andaba lento y recordó que en su mochila llevaba un trozo de filete de pollo en una bolsa de aluminio. Le hizo un gesto al caminante y le lanzó la bolsa. Recibió una sonrisa de respuesta y una bendición. En ese momento pensó en su madre, en su hogar lejano, en el perro que sin importar el tiempo de ausencia se recostaba en sus pies. También recordó aquel personaje sombrío, con el rostro envilecido por la droga, que intentaba dejar una ciudad que lo tenía atrapado en el vicio. A pesar de la dureza de sus facciones ese hombre siempre lo trato con decencia y le regaló algunas de las frases que mas le marcaron su vida. Alguna vez, cuando lo vio cambiar un cuadernillo de poemas por unas tajadas de pan, le recriminó: “Hermano, ¡Nunca regale su trabajo! Su conocimiento vale plata. Con esos poemas mínimo hubiera conseguido dos almuerzos”. En otra ocasión cuando se contaron sus vidas, le dijo: “Usted en cualquier momento puede regresar a su hogar, a sus comodidades. Estar de caminante es una opción para usted”. Luego dijo casi como una sentencia: “Para los que ha conocido como yo, no hay otra forma. No tenemos hogar. El camino es nuestro único hogar. Por eso cuando uno se encuentra con otro en el camino, le dice ¡Hey Guerrero¡, porque andamos guerreando hasta que la vida se agote”. El camión detuvo su marcha, al otro lado de la carretera, en una casa abandonada, habían marcado en letras grandes, con pintura roja, “Muerte a los vagos”. Justo cuando el camión iniciaba su marcha, el joven se bajó. Era cerca del mediodía, pero el joven tenía claro el final en su vida.

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