La abuela despertó y aun sentía que chapoteaba en un mar embravecido. En su sueño, las olas la lanzaban contra un acantilado, donde su hijo menor, por ese entonces de servicio militar, estaba a punto de caer en el vacío en un intento vano por no perder una foto arrastrada por el viento. Sentada en el borde de la cama, a oscuras, mientras peinaba sus canas para liberarse de la angustia, la abuela aun trataba de recordar quien aparecía en la foto. No era la primera vez que tenía sueños premonitorios, pero las visiones tenían simbolismos y ambigüedades que no había podido descifrar de manera correcta. Solo cuando ya sucedían los hechos, se decía: “pero qué torpe, si estaba ahí, tan clarito”. Ahora no sabía si el riesgo era de su hijo o de la persona en la foto. Cuando amaneció, el sol se coló por entre las rendijas de la ventana de madera. La abuela se levantó, tendió la cama, barrió un poco la habitación y sacó la bacinica. Al arrimar al cuarto de los nietos recordó que ese día habían quedado de ir muy temprano a la finca vecina para ver ordeñar las vacas y probar leche recién salida de las ubres. Al rato regresaron, pero no estaban todos, se había quedado rezagada una nieta de ocho años, recién bautizada por terquedad de sus padres, quienes por salir del paso eligieron como padrino al hijo menor de la abuela, que estaba de permiso del ejército y aceptó cargar a su sobrina en la ceremonia de bautizo. La abuela sintió un pálpito que le estrujó el corazón. Seguro esa era la foto del sueño, la niña cargada por el tío. La abuela corrió desesperada por entre los cafetales llamando a su nieta. Se enredó, tropezó, se hirió con los limoneros, se rasgó las manos levantando un alambre de púas. Pero fue demasiado tarde. En un descuido, al intentar tomar un atajo para salir más arriba de la senda hacia la finca vecina, rodó por una pendiente peligrosa. Mientras caía, resignada, tuvo un instante de lucidez fatal. Terminó por darse cuenta, que en la foto del bautizo también aparecía ella, porque era la madrina de la niña.
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