Mi hijo se salvó, profesora, ese al que usted le dice vago por llegar tarde a cada clase. Estoy seguro de que usted no entendió ni entenderá jamás las labores a las cuales este pequeño está sujeto. Se pasa recitando poemas en lenguas muertas desde que se esconde el sol hasta que vuelve salir, ahí es cuando duerme y nosotros debemos sacudirlo para intentar despertarlo, mas nunca lo conseguimos. La abuela Carmencita es la única que tiene el truco, saca unas hojas de olor fétido que se encuentran en un arbusto cerca a su casa, se soba las manos con ellas y las coloca delicadamente sobre la nariz de Antonito. Este se despierta sobresaltado, muchas veces maldiciendo el aire apestoso para luego toparse con la arrugada cara de su abuelita, ahí hunde la cabeza en su almohada y se tapa por completo con las cobijas. Tal vez piensa que esa tela lo va a proteger, y sí que lo hizo.

Ni siquiera los animales de la granja quedaron sanos, ya ve a las gallinas de don Apolinar, esas gallinitas famélicas que soñaba con vender el día en que le falte el dinero para mandar a Gracielita a la universidad de la capital, ahora nadie se las va a comprar. Creo que es mejor que Gracielita se quede a cuidar de los pollos, tal vez así consigue buen mozo y pueda llevar a sus hijos, los nietos de don Apolinar, a la capital para que estudien derecho y se vuelvan alcaldes o gobernadores, usted sabe que eso y la brujería es lo que da plata.

Pero mi hijo se salvó, eso es increíble. Nosotros nos levantamos temprano, somos de los primeritos que saludamos al sol. Con la edad uno pierde la facultad de dormir. Mi papá murió de sueño a los sesenta y pico de años, yo voy por la misma vía y mi esposa, ni se diga. Lo que más me gusta de las madrugadas es ese olor a café y a pan que se cuela por las ventanas, me recuerda a mis años en el campo donde cuidaba a los cerdos. Iba a la casa de Leonorcita para que me leyera la mano, o las cartas y de paso sentir su piel en la mía. Ella fue la que me advirtió del poder de Antonito: “Manuel, vas a tener un hijo muy especial”, me dijo, tan especial fue que burló a la muerte.

Después de levantarnos nosotros se despertaron los primeros cabellos del sol, pegaban fuertemente en las piedras de la calle y rebotaban sin piedad hacia las casas haciendo abrir cada una de las ventanas. Ese olor del diablo entró en cada uno de los hogares. El olor que salía del horno de Prudencio Fajardo era aún más delicioso que cualquier otra cosa que haya entrado por mis dos huequitos de la nariz. Será por eso que las personas se agolpaban en grandes filas para alcanzar el pan que salía aún caliente en bolsas de color amarillo. A Antonito no le gustaba el olor a ese pan, decía que bien lo podían comer los muertos. Él es aficionado a la panadería de Soledad, aunque su sabor sea rancio porque lo guardan en la noche anterior, usted bien lo sabe mi señora, ese pan sale tieso como los ladrillos de una casa, pero es ese el que comen los que se despiertan tarde, tal vez por eso le gusta tanto a Antonito.

Ese día fue como todos, nada peculiar, los señores de bigote amagaban con aventar el periódico al viento para enterarse de las últimas medidas del gobierno, las señoras que todavía tenían su ropa de dormir levantaban a sus retoños para que salieran a la escuelita, y nosotros batallábamos contra viento y marea para mover el pesado cuerpo de Antonito. De tanta insistencia Antonito rodó y cayó como un costal de papas al suelo, sus ronquidos siguieron sonando y resonando por todo el dormitorio. Toda la familia estaba reunida en ese cuarto, ni las matas de la abuela hicieron efecto y a regañadientes mi esposa Consuelo salió a comprar el pan de Soledad, porque no guardaba esperanza en encontrar el delicioso sabor que entregaban las manos de Prudencio Fajardo.

Todavía viene a mi mente la cara de mi esposa, tenía los ojos para dentro y los labios secos de tanto respirar por la boca. Decía que muchas madres habían salido con sus hijos en brazos, llorando y pidiendo suplicas al cielo para que la vida no se los arrebate, pobrecitos, muchos no volvieron. Y Antonito seguía roncando, de no ser por ese sonido, habría pensado que fue el primero en morir, pero no, él sobrevivió.

Yo salí a la calle desesperado, buscando a mis compadres para averiguar el estado de mis ahijados. A cada lado de la calle podía ver las pálidas caras de los infantes, niños muertos y medio muertos soltaban espuma de sus bocas. Algunos adultos se agarraban del estómago tirando hacia abajo para ayudar a su intestino, las piernas de las niñas que aún podían caminar se doblaban de a poco y sus pies se miraban de frente, los brazos de los chicos ya no respondían, caían al aire como sus cabezas, que poco a poco miraban el suelo como señal de que se escapaban a un mejor lugar.

El hospital reventaba, las monjitas que quedaban intentaban inyectar el poco líquido que tenían a los suertudos que llegaron primero a la morada de las hermanas y alcanzaron un colchón o una camilla, los demás, los que no pudieron ganar la carrera de la salvación, se encontraban tirados en el piso bajo el abrigo de unas cobijas tan viejas que algunas todavía tenían posadas polvo en sus fantasiosos dibujos. El desespero llevó a las monjitas a sacar sus rosarios, esas armas de batalla en las que siempre confiamos y las que siempre nos dejan a la deriva. Esta vez no fue la excepción, por más Ave Marías, padres nuestro, credos y glorias lanzadas al cielo, no pudieron salvar a casi nadie.

Al volver a mi casa con la mente perturbada, esquivando como podía los charcos de vómito que hallaba perdidos en la calle, empecé a buscar la razón de esta tragedia, no lo negaré, pensé que era un castigo por ser bebedores inclementes de chicha y aguardiente. El aire estaba descartado, pues yo respiraba y aún no había encontrado el camino al más allá, el agua también. Las personas que habían tomado el café silbado aún gozaban de la firmeza de sus piernas.

Cuando llegué abrí la puerta de un solo golpe, dispuesto a advertir que no se consumiera ningún alimento hasta saber con detalle las circunstancias y los motivos que nos llevaron a la calamidad, me encontré a Antonito sentado en el sofá, arropado con una manta que lo abrazaba desde los hombros hasta el comienzo de sus muslos, sosteniendo una taza de café que me llenó de ira. Le grité que no la tomará, puesto que nadie sabía las cuestiones, pero él, con la mirada de recién despertado que siempre ha tenido, me dijo: “Las gallinas de don Apolinar ya están muertas, ellas fueron las primeras en probar ese pan que comen los muertos”. Yo, a sabiendas de la clase de libros que lee ese pedazo de mi carne, me dispuse con mi esposa a ir donde don Apolinar, sobra decir que las gallinas estaban totalmente inmóviles en el piso, con sus dos patas mirándose fijamente.

Salí gritando que Antonito había descubierto el pecado de nuestro pueblo, todo gracias a sus conocimientos de libros perdidos, entregados especialmente por Leonorcita el día en que mi familia salió de la vereda, no era la primera vez que lo hacía, con el dolor de su cabeza predecía las lluvias y su sudor frío era un claro símbolo de sequía. Pensé que eran delirios de la imaginación que uno obtiene en la infancia, pero no, mi niño es especial. La gente enturbiada salió con palos y machetes hacia la panadería de Prudencio Fajardo. De las gargantas de los hombres de bigote salían los peores insultos que he escuchado, las damas de hogar que no se encontraban al pie de sus hijos esperando atentas el momento de la exhalación, lanzaban a media voz amenazas de muerte al dueño y a su empleado Arnulfo, sin saber que este último yacía con la piel reventada en el hospital de las monjas.

Prudencio Fajardo salió escoltado por la policía que alejaba a la muchedumbre con el abanicar de sus bolillos. Antonito le lanzó una mirada cuando este pasó frente a nosotros, yo tiré un escupitajo que cayó en el hombro de un agente de la ley cuyo nombre hoy desconozco. Yo sabía que tras la mirada de mi pequeño se organizaba algo funesto, un plan de horror silencioso que gritaba a voces una maldición para el asesino: “acaba de morir Carlitos”, me dijo Antonito. Carlitos era su mejor amigo, con el que se divertía jugando al fútbol en la cancha municipal.

Con la ayuda de Antonito y los estudiados en la capital supimos que la harina de los panes estaba envenenada con un pesticida que yo conozco, es tan letal que con una gota es capaz de matar a poblaciones enteras de rata. Ahora imagínese lo que pueden hacer quince tarros con un humano. Las visiones nocturnas de Antonito decían que el joven Arnulfo, cocinero de la panadería, había avisado a Prudencio Fajardo sobre un olor extraño en la harina del pan: “¡lo que usted tiene se llama guayabo! ¡A trabajar!”, le respondió Prudencio.

La última vez que miré a Prudencio fue encerrado en el cajón de madera que fue enterrado en el cementerio municipal, nadie lo acompañó a su sepultura, partió solo, simplemente vimos pasar el carro por las calles; algunos con rencor, otros con pena, como este servidor. Al parecer la muerte elige muy bien a sus apóstoles.

Antonito empezó a reír incómodamente al paso de la carroza fúnebre, al preguntarle me comentó lo peor. Mientras Prudencio pasaba cabizbajo por sus ojos el día de los panes, lo maldijo con un hechizo que llena el alma de infortunio y pena moral. Después supe que huyó a Antioquia, a un barrio pobre perdido entre las montañas, donde sobrevivía en una pequeña habitación que solo estaba llena por la cama donde dormía, siempre se la pasaba a oscuras, solo salía durante el día para comprar alguna cosa que comer, detestaba el olor a panadería y desde ese entonces decidió tomar aromáticas con galletas que saben a cartón.

Cuentan por aquí que los pequeños niños Antioqueños se sentían incómodos ante su presencia, salía corriendo porque su mente transformaba todo rostro infante en las caras que algún día conoció, cubría su apenado perfil con un sombrero y nunca dejó de vestir de luto. Le faltarían vidas para pasar la pena de toda esa inocencia con espuma en la boca. La noticia llegó tarde a los periódicos de ese pueblo Antioqueño, pero al instante en el que miró su semblante escondido tras sus pesadas manos en primera plana, desapareció de las calles.

Uno de sus primos dice que se colgó de un árbol, dejando en el piso la página de la Biblia correspondiente a la última plaga de Egipto, donde el ángel de la muerte visita a los primogénitos y sucumbe a los padres en la tristeza infinita.

Esteban Yamith Zuñiga Rosero

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