Siempre he vanagloriado mi salud vigorosa, desde niño no sufría de raspones, golpes, ahogamiento o cualquier mal que debilite el cuerpo. Recuerdo que mi madre siempre agrandaba sus ojos ante las amenazas virales que sorteaba con gran capacidad, una de ellas, tal vez la más recordada, fue un viernes catorce de agosto, o eso quiero pensar, la escuela a la que yo asistía soltaba moco y lágrimas ante una fuerte gripa que se había extendido por todos los salones de clase, yo seguí asistiendo ante la negativa de mis maestros y padres, al no tener ningún ser humano frente a mí, decidí sentarme a leer en la biblioteca, esa gran aliada que he tenido durante el largo de mi vida.

Mi esposa sufrió de dolores de cabeza recurrentes durante toda su existencia, encontró en mí una persona de confianza para sanar su enfermedad, ante la calamidad yo llevaba hielos y se los colocaba en la testa frotando delicadamente su frente, apagaba las luces y gritaba a los vecinos bulliciosos para que no molestaran la necesaria tranquilidad de mi hogar. Recuerdo que ella me contaba como las luces se hacían cada vez más y más grandes hasta obligarla a cerrar sus parpados nublándole lentamente la vista. Presa del dolor y del malestar, en muchas ocasiones intentaba chocar su sien contra las paredes del cuarto, en una época consiguió su objetivo y pequeñas partículas de ladrillos, como granos de arena, caían en el piso cubriéndolo de un rojo particularmente atrayente a las miradas.

Un día de calor voraz amanecí con los gritos incesantes de mi amada, no hubo hielo ni silencio que pudieran parar su sufrimiento, así que decidí rondar por las calles en busca de alguna hierva o químico capaz de calmar la perturbación de mi amor. Fue en la plaza central, ante la mirada atenta de las estatuas de los héroes, donde caí rendido por un fuerte punzón inexplicable, poco a poco las imágenes empezaron a borrarse de mi mente y ya no recordaba a ciencia cierta el objetivo de mi salida.

Ese sentimiento de incertidumbre jamás lo olvidaré, era como si dos pinzas gigantes se colocaran a cada lado del cráneo y apretaran violentamente intentando sacar el cerebro de su bóveda. Caí al empedrado con las manos sobre mi testa, mis piernas temblaban y mis dedos se estiraban como nunca para abarcar el total de mi cráneo, supe que estaba gritando apresuradamente ante lo desconocido; cuando hombres y mujeres de buena voluntad, me levantaron del suelo y posaron mi cuerpo en un asiento de inestable madera. Intenté mirar los rostros de aquellos bondadosos, pero la luz del sol hizo que mi cabeza se dirigiera al piso, intentando tal vez separarse de mi cuerpo para que este descansara del sufrimiento. Las incesantes preguntas solo hacían que mi mente se llenara de más desesperación de la debida, no reconocía las palabras que hacían vibrar mi tímpano y ante los intentos de encontrar la dirección de mi morada aquellas personas solamente recibían el movimiento negativo de mi cabeza.

Pasaron horas hasta que pudiera incorporarme debidamente y ahí entendí que mi sufrimiento acababa de comenzar, un hombre, que se hacía llamar Antonio, se acercó a mí alegando ser un amigo de toda la vida, que conocía mi talento de la buena salud y que le parecía raro que alguien como yo estuviera pasando por un momento como aquel, todo esto mientras yo intentaba moldear su cara para comprobar de alguna u otra manera la verdad de sus palabras. Mis intentos fueron fallidos, decidí apartarlo del camino y seguí por un rumbo desconocido hasta que me encontrara en un lugar familiar.

En mi travesía se cruzó gente que presumía de ser los que me aportaban la comida que deleitaba a ciertas horas del día, o de realizar distintos oficios para mi buen vivir. “Abraham, yo soy el carnicero, el frutero, la que arregla su casa, al que le debe “x” o “y” cantidad de dinero, su profesora de primer grado, su gran alumno de la universidad”, y yo, que estaba seguro en ese momento de que no me llamaba Abraham, soltaba un grito de auxilio a la nada para que me aleje a los estafadores que intentaban convencerme con un nombre que muy seguramente no era el mío. Sabrá usted mi querido lector, que ahora no se debe darle confianza a nadie, como dicen los viejos refranes, cualquiera al que usted le tienda la mano, puede agarrarse del codo; sin ninguna duda, en estas épocas, las personas tienen listo el puñal, simplemente están a la espera de que usted les dé la espalda.

Así pasé un día intentando recuperar mi identidad, estaba seguro de que me llamaba Raúl, había venido desde las frías tierras de las nieves a buscar un empleo que pudiera ayudarme a salir de la pobreza, entonces me encaminé fuera de ese pueblo porque tal vez ahí no había conseguido el objetivo principal de mi aventura. Llegué a Santa Helena, conseguí un lugar de panadero donde pasé las madrugadas bajo el calor de los hornos. No podía estar más a gusto, incluso había una chica, se llamaba Berenice, de larga cabellera y ojos enormes, que me atraía tanto en alma como en cuerpo. La enfermedad nuevamente se me hizo esquiva durante largos meses, hasta que una madrugada, mientras los pequeños hilos de sol estaban saliendo por el horizonte, el maldito dolor volvió a mí.

“Raúl. Reacciona”, gritaba una mujer de rostro encendido y deforme a la luz de la bombilla. “Yo no soy Raúl señorita, mi nombre es Alberto ¿Quién es usted?”, le respondí. “Raúl. Deja de hacerte el loco. Soy Berenice”, yo grité hasta que mi garganta quedó rota, hombres, mujeres y niños corrieron a mi auxilio para quitar de en medio a aquella jovencita que no permitía llevar mi enfermedad de manera adecuada, las doñas del lugar intentaban darme aire con lo que tuvieran a mano y los hombres apartaban a los chismosos ladrones del oxígeno que mis pulmones pedían intensamente.

Estoy seguro de que me llamaba Alberto, era un tipo que hacía manillas en la playa y había llegado a Santa Helena en busca de inspiración para un proyecto de arquitectura. Quería diseñar mi nueva casa en el mar como una morada de campo, ese lugar al ser tan rural me permitiría tomar la atmósfera de las plantas y los acogedores interiores campesinos. Pasé mi tiempo tirado en la calle con una manta que de pronto se cubría de pequeñas hebras de lana con la que fabricaba las coberturas artísticas de las muñecas. Pude realizar de manera vaga una división entre la población que pasaba por la calle, los santaheleños se dividían en dos: los que me miraban con lastima y los que admiraban mi trabajo. Diseñé varios planos donde ubicaba con exactitud la posición de los muebles, el tamaño de las baldosas, la longitud de las ventanas y el grosor de las puertas. Hice revisar aquellos garabatos con gente entendida en el diseño de hogares, lo miraban de reojo para soltar una carcajada e irse sin declaración alguna, esa es la imagen de la gente estudiada, muy mal educada en los valores básicos.

Así formé una pequeña riqueza y fama entre los viajeros que llegaban en pro de encontrar la magia que reside en estos pequeños conjuntos de casas escondidos en las montañas. Una noche, en la mitad de un sueño donde hablaba con personas completamente desconocidas, pero muy parecidas a lo que estaba acostumbrado a ver delante del espejo, esa apretada tortura volvió a mi cabeza, esta vez nadie salió en mi auxilio, no pude arrebatar de Morfeo a aquellas almas que habitan este maravilloso lugar, así que tuve que lidiar en soledad la pena que mortalmente perturbaba mi letargo. Cerca a las seis de la mañana pude recobrar la calma y dormí plácidamente en la calle hasta que un grito lejano me despertó. “¡Abraham. Soy tu esposa! Me alegra verte querido, debes volver a casa, ahí cuidaré de ti con la misma dedicación que me brindaste”, decía, y yo levantaba la cabeza sin reconocer a nadie, me incorporé del suelo y le dije “Yo no soy Abraham, mi nombre es Esteban, soy un escritor de cuentos que terminó en la calle tras una larga fiesta donde intentaba buscar la inspiración para continuar mi autobiografía”.

Esteban Yamith Zuñiga Rosero

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