Se me fue el bondi. Y yo seguía ahí, parada en la parada, inmóvil, mirando el baldosón como hipnotizada. El recuerdo traicionero había saltado a mi mente sin aviso. Fue hace unos pocos años, yo pasaba por allí con Emi en el cochecito. A pesar de tener pocos meses, él amaba las medialunas. Frente a la parada había una panadería, me detuve, desde la puerta le pedí a la chica que me alcanzara una, me la trajo, se la di al nene, recuerdo que tenía un billete de dos pesos ya preparado en la mano, se lo di y al volver la cabeza…el cochecito no estaba. Miré aterrada hacia la calle y ahí estaba él, mirándome con picardía, sonriendo feliz, con la carita llena de migas de medialuna, en un cochecito que había girado misteriosamente y estaba de punta hacia la calle, por la cual circulaba a toda velocidad una innumerable cantidad de coches y colectivos. Miré la vereda y vi que un baldosón, ligeramente desnivelado, levantado unos pocos centímetros del suelo, había frenado el carrito. Caprichos del destino, unos centímetros que marcaban la diferencia entre la vida y el fin. Volví varias veces sola a ese lugar, mirando sin entender, agradeciendo a esa incomprensible espiral de la vida que las cosas hayan sido así. Pero a pesar de los años esa sensación nunca me abandonó. Legó el próximo colectivo. Con lágrimas en los ojos…lo tomé.
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