EL HOMBRE INVISIBLE
J.M.MIRA
Inspirado en una historia real.
Autor: Jesús Martinez Mira
Portada original: Ara Cortes
Edición: Mª Ángeles Miranda/Iván Martínez
Lectura previa: Mónica Martínez/Lucía Pérez
A mi hijo Iván. Hace cuatro días te ponía en la palma de mi mano, y ahora, vas a empezar ya tu andadura laboral. Suerte en esta etapa de tu vida, te va a hacer falta.
PREÁMBULO
Un día, ojeando el periódico El País, leí un artículo de los que están en segundo plano titulado: “La Navidad de un invisible que arrastra un carro de chatarra”, escrito por Manuel Viejo.
En él se cuenta como es un día de una persona recogiendo chatarra por las calles, aportando algunos datos de su vida, muy escuetamente. Me llamó la atención y me hizo pensar, ¿cómo habría sido la vida de este hombre? Mi imaginación empezó a moverse, tomé unas cuantas notas y a partir de ahí comencé a plantear y escribir esta historia ficticia, pero inspirada en esa persona real. No voy a utilizar su nombre, en este caso se llamará Juan, pero podría ser, Manuel, Jorge, Luis… ¡Tú o yo!
El universo de la chatarra mueve en España cerca de diez mil millones de euros al año que equivalen al uno por ciento del PIB total de este país. Obviamente, hay grandes empresas que se dedican a este negocio, pero también son miles las personas (treinta y cinco mil) que diariamente buscan chatarra, para sacarse unos euros al día para subsistir.
Si habéis leído alguna de mis novelas anteriores, ya os adelanto que en esta historia no hay investigadores privados, ni toque erótico romántico ni nada parecido. Esta historia es un drama humano. Quizás, con esta historia, consiga haceros ver que esa persona es como tú y cómo yo, pero que por circunstancias de la vida tiene que hacer de tripas corazón para poder subsistir dignamente.
Si os soy sincero, aunque el resultado final de la novela me gusta, tengo que confesar, que me ha costado bastante escribir/describir el sufrimiento de esta persona, no sé si lo abre conseguido de manera que os toque la fibra, vosotros juzgareis.
Yo cuando escribo me meto en la piel de todos mis personajes, tanto en los buenos como en los malos, lo que a veces no resulta grato.
J.M.Mira
CAPÍTULO I
La infancia
Principios de los ochenta.
A los seis años, la madre de Juan fallece, quedando él y sus cuatro hermanos con su padre. Poco tiempo después, éste, con problemas con el alcohol, desaparece, quedando los cinco bajo la tutela del Estado. Fueron internados en un orfanato gestionado por monjas, donde al poco los separaron, no volviendo a saber Juan nada de sus hermanos hasta muchos años después.
El orfanato era un antiguo convento readaptado para acoger a los niños huérfanos y en situación de desamparo, pero seguía conservando esa esencia algo lúgubre y fría de los antiguos conventos, menos por un gran jardín que hacía las veces de patio y huerto en el que abundaba el sol, si las nubes lo permitían. No había calefacción, solo una estufa de leña en el comedor, por lo que los inviernos eran fríos. Muchos dormían con la ropa puesta para no sentir el helor de la misma al ponérsela por las mañanas. Dos veces por semana había que ducharse, por grupos, y si no eras de los primeros, casi siempre, con agua fría.
Las niñas estaban separadas de los niños en un módulo aparte, no coincidían ni en el patio. En el comedor, un tabique hacía de muro de contención entre ellos, así se evitaban problemas, según las monjas.
En el orfanato las monjas imponían una férrea disciplina: rezar todas las mañanas antes de empezar las clases, asistir todos los domingos y festivos de origen religioso a misa, comer todo lo que ponían en la mesa, sin exclusión, bajo pena de recibir un severo castigo, incluso físico…
El menú era semanalmente siempre el mismo: lunes, sopa; martes, estofado; miércoles, puré de verduras… y los domingos, unas espantosas lentejas, que Juan odiaba hasta la saciedad. En ese tipo de centros tenían que agudizar el ingenio para sortear los contratiempos, que en este caso era dejar vacío el plato de lentejas. Juan ya llevaba dos años en ese lugar y había desarrollado ciertas habilidades para esquivar las comidas que no le gustaban, como eran las lentejas. El método era el siguiente. Juan camuflaba un bote de conserva vacío entre su ropa y con la cuchara, iba echando las odiosas lentejas en el bote, esquivando a las hermanas encargadas de controlar el comedor. Hoy es domingo, por lo que tocaba esquivar. Todo parecía ir bien hasta que una voz a su espalda gritó:
—Hermana, hermana. Juan está tirando las lentejas a un bote— era Paquito, uno de los chivatos del centro, ese día lo habían cambiado de sitio, sin que Juan se percatara de ello, quedando justo frente a su espalda.
Una de las hermanas encargadas de controlarlos, acudió rauda donde él estaba.
—¿Qué está pasando aquí?— inquirió la hermana Josefa.
—Nada hermana Josefa— contestó Juan.
—¿Nada? ¿Y eso que escondes bajo la ropa?— la monja metió la mano entre la ropa de Juan cayendo el bote al suelo y esparciéndose las lentejas.
—¿Y eso qué es?— alertada por los gritos, la hermana Fina, responsable del comedor, se acercó a donde estaban ellos. La hermana Fina era conocida por su falta de piedad con los que no cumplían con la sagrada norma de comerse todo lo del plato.
—¿Qué es este escándalo?— preguntó la hermana Fina viendo ya el bote con las lentejas por el suelo.
—Juan estaba echando las lentejas en un bote para no comérselas— indicó la hermana Josefa. La mirada de la hermana Fina no auguraba nada bueno para Juan.
—Vaya, vaya, ¿así que al mocoso este no le gustan las lentejas?— con un rápido movimiento muchas veces practicado, cogió la patilla de Juan tirando de ella hacia arriba y mirándolo de frente dijo:
—Coge la cuchara y cómete todas las lentejas que has tirado al suelo— a Juan no le quedó otra que hacerlo, cogió la cuchara y se agachó para comerse las lentejas del suelo, ante la vigilante mirada de las dos hermanas.
Una vez acabadas todas, se levantó creyendo que ahí acabaría todo. No podía estar más equivocado.
—Dado que parece que te gustan mucho las lentejas, durante una semana estarás comiéndolas todos los días, para que sigas apreciando lo buenas que están— sentenció la hermana Fina.
Y así pasó toda una semana comiendo lentejas vigilado atentamente por una de las hermanas. No volvió a probarlas desde que salió del orfanato. La cara del chivato Paquito, quedó grabada en su mete, ya ajustaría cuentas con él más adelante.
En el centro se podían practicar varios deportes, uno de ellos, el karate. Tres veces por semana venía un instructor de esa arte marcial a enseñarles. Siempre decía antes de cada clase: “el karate es una filosofía de vida que os ayudará a equilibrar vuestra mente”. Maestro Dan se hacía llamar, aunque su verdadero nombre era Daniel.
Juan asimiló de inmediato las técnicas que el maestro Dan les enseñaba, había llegado el momento de ponerlas en práctica con Paquito. Buscó el momento adecuado en el patio, había una zona de árboles que permitían quedar oculto de la mirada de las hermanas encargadas de vigilar el patio. Con la complicidad de otro compañero, convenció a Paquito para que fuera hasta los árboles diciéndole que Manolo, que era amigo suyo, le estaba esperando para enseñarle algo. Paquito, inocentemente, se dirigió hasta la zona arbolada, y al llegar, Juan apareció de repente ante la sorpresa de Paquito.
—¡Hola, chivato de mierda! Gracias a ti, he estado comiendo lentejas una semana.
Juan era un niño fuerte para su edad, el ejercicio físico ya iba dejando huella en su cuerpo.
—¡Si me tocas, me chivaré a las hermanas!— dijo Paquito con una mezcla de voz burlona y asustada. Juan le cogió la mano y se la dobló como le habían enseñado en karate, era una maniobra muy dolorosa pero que no dejaba señales.
—Puedo partirte la mano en un segundo— le dijo Juan, mientras Paquito chillaba de dolor.
—¡No, por favor, para!— suplicaba.
—Mereces que te la parta— se la dobló un poco más, hasta conseguir que llorara.
—Recuerda este dolor la próxima vez que quieras chivarte de mí— Juan creyó que era suficiente, no le gustaba utilizar la fuerza contra nadie, salvo si era necesario, y este caso lo era para darle una lección. Soltó la muñeca de Paquito y le recordó de nuevo:
—Acuérdate de esto la próxima vez antes de chivarte de mí— Paquito, al sentirse liberado, salió corriendo cómo alma que lleva el diablo. Nunca más volvió a chivarse de él.
Siete años más tarde, Juan estaba a punto de cumplir los dieciséis, su físico había aumentado hasta hacerle aparentar veinte.
Tras acabar octavo de E.G.B, sin mucho éxito, en el centro también se impartía lo que llamaban oficios básicos, concretamente, albañilería, carpintería y fontanería. Juan se decantó por la albañilería que tenía más salida. Varias empresas venían en busca de mano de obra, ya que tenían parte del sueldo subvencionado por el estado. Una de ellas ya se había fijado en él, con su físico, podría realizar el trabajo de peón sin problemas. Le propusieron si quería trabajar con ellos, no se lo pensó, era su oportunidad de abandonar el centro, aunque como seguiría tutelado por el estado hasta los dieciocho años, tendría que volver a cenar y a dormir al centro.
No todas las mujeres que allí había eran monjas, también había novicias. Una de ellas, Raquel, la cual hacía ojitos a Juan, pero ya podía cuidarse de acercarse a ella, las relaciones entre los alumnos y el personal del centro estaban más que prohibidas, prácticamente, implicaba la condenación al infierno, así que, la ignoraba y se desfogaba masturbándose como hacían todos. Corrían rumores por el centro de que una de las hermanas encargadas del almacén, se daba el lote con el repartidor de la fruta cada vez que venía, pero solo eran habladurías, de ser cierto, ya se encargaban las dirigentes del centro de ocultarlo de una u otra manera. La iglesia, desde siempre, ha intentado ocultar cualquier hecho que pudiera ser reprochable para la institución, pero haberlos, los había.
CAPÍTULO II
El primer trabajo
Hoy era su primer día en la obra y la hermana Luisa, encargada de la cocina, aunque las lentejas le salieran horribles, tenía un buen corazón y se preocupaba por los muchachos, le había preparado un bocadillo para comer.
—Toma, hijo mío, para que aguantes el día, te he puesto sardinas con tomate, ¡ten cuidado no te lo quiten en la obra! Anda, demuéstrales que ya eres un hombre— le dijo la hermana al darle el bocadillo.
En la puerta esperaba la madre superiora Sor Esperanza, Juan se dirigió hacia la puerta, mirándola.
—Juan, hijo. Aprovecha esta oportunidad, dentro de dos años, ya no podrás estar aquí, tendrás que valértelas por ti mismo— Juan se limitó a asentir con la cabeza mientras abandonaba el centro. Una furgoneta destartalada lo esperaba en la puerta, un tipo apoyado en ella con un puro de esos retorcidos en la boca y una panza que parecía un saco de patatas, le hacía señales para que se acercara.
—Tú debes de ser Juan, pareces fuerte, te va a hacer falta, anda sube— así lo hizo, dentro de ella otros cinco chavales más, con cara, podría decirse, de susto, se acomodaban como podían en los destartalados asientos. Nadie dijo nada, parecían niños, al contrario que Juan, que prácticamente les sacaba un tercio y tenía los rasgos más rudos.
Unos treinta minutos después llegaron a una finca en construcción. La estructura ya estaba acabada, los tabiqueros estaban por el segundo de los diez pisos que tenía la finca.
—Venga, abajo chavales, bienvenidos al mundo de la obra, que os divirtáis. ¡Ah!, a las siete de la tarde tenéis que estar aquí para que os devuelva al colegio, el autobús no espera— el tipo se subió de nuevo a la furgoneta y abandonó el lugar. Otro tipo se acercó a ellos.
—¡Buenos días, pardillos! Me llamo Julián y soy el encargado de la obra, dirigiros a mí como señor encargado, ¿estamos?— todos asintieron con la cabeza.
—Ahora seguidme, vamos a la oficina a que firméis el contrato— los cinco le siguieron en fila india, Juan iba delante, no parecía estar asustado. Entraron en la oficina, ya tenían preparados los contratos con los datos que los distintos centros le habían proporcionado a la empresa. Todos fueron llamados por su nombre para que firmaran el contrato, de seis meses con la categoría de aprendiz. También les dio un mono azul a cada uno y unas botas de serraje.
Una caseta hacía las veces de vestuario, en ella se cambiaron, dejaron sus cosas, bocadillo incluido, en una caja con un número. Tras cambiarse, salieron, el encargado les esperaba.
—Bien, pardillos, ahora os llevaré a cada uno con un oficial que será vuestro maestro, no le desobedezcáis, ni le repliquéis, limitaos a hacer lo que os mande, ¿está claro?— ninguno contestaba, hasta que una voz firme dijo:
—¡Sí, señor encargado!— dijo Juan.
—Muy bien chaval, aprendes rápido— le dijo el encargado señalándole con el dedo.
—Venga, seguidme— uno a uno fue repartiéndolos entre los diferentes oficiales.
El que le tocó a Juan era un hombre de unos cincuenta años, Alberto Couso se llamaba. Tras la presentación, Juan notó el acento inequívocamente gallego de su oficial.
—¿Cómo me tengo que dirigir a usted?— le preguntó educadamente.
—Con respeto rapaz, puedes llamarme Alberto.
—Como usted diga Alberto.
—Mira rapaz, ¿sabes hacer mortero?
—Sí, señor.
—¡A verlo!— Juan tomó la carretilla con la pala y se dirigió al montón de arena, la llenó y la vertió en la pastera, seguidamente, cemento, agua y la amasó ante la atenta mirada de Alberto.
—Bien rapaz, un poco más de agua. Creo que nos llevaremos bien.
Se hizo la hora de la comida, todos se dirigieron a por los bocadillos, su sorpresa fue mayúscula al llegar a las cajas y descubrir que los cinco bocadillos habían volado. Juan salió fuera cabreado, observó a un grupo de albañiles riendo mientras comían unos bocadillos y miraban a los cinco muchachos. Juan se dirigió a ellos para reconocer el envoltorio de su bocadillo en manos de otro.
—¿De qué lleva el bocadillo?— le preguntó a uno de ellos.
—Pues no sé… sardinas con tomate parece— el grupo de albañiles comenzó a reírse.
—Creo que ha cogido por error mi bocadillo— le dijo Juan.
—Pírate mocoso, mañana tráete dos bocadillos por si acaso pierdes uno— todos los de ese grupo empezaron a reír, seguramente también se estaban zampando los bocadillos de los otros chicos.
—Devuélvame el bocadillo o lo cogeré yo.
—¡Uuuuh!, ¿habéis oído al machote? Ven a por él, mocoso— el tipo se levantó, era grande y tenía pinta de matón barrio bajero, pero eso no amilanó a Juan. Se acercó a él ante la incrédula mirada de los allí presentes. El tipo cogió un palo de madera pensando que amedrentaría a Juan, pero siguió acercándose a él. Ya a su altura, el tipo hizo un ademán de levantar el palo, rápidamente Juan le cogió el antebrazo para realizarle una proyección (llave de), lo que provocó que cayera de espaldas ante el asombro de los otros tipos.
Juan cogió su bocadillo y miró a los otros tipos.
—Espero que esos bocadillos sean vuestros— miró a los otros cinco chicos haciéndoles una señal con la cabeza para que cogieran sus bocadillos. El encargado apareció en ese momento.
—¿Qué está pasando aquí?
—No pasa nada, señor encargado, es que se equivocaron y cogieron los bocadillos de los rapaces, pero ya está todo claro, ¿verdad?— Alberto convenció al encargado que se marchó de nuevo.
—La próxima vez tened más respeto con los rapaces, estúpidos— les dijo Alberto. Los cinco tipos se marcharon humillados por un aprendiz.
—Para ser el primer día no está mal, se nota que los tienes bien puestos rapaz. Ahora sentémonos y comamos.
Durante la comida, Alberto le preguntó por su vida, Juan relató sin mucho afán, su no muy alegre experiencia vital.
—Con razón tienes ese gesto tan serio, rapaz, venga es hora de volver al tajo— Alberto le dio una palmada cómplice en la espalda. Se notaba que era un buen hombre.
Durante la tarde, Juan se limitó a preparar pasta y acercarle ladrillos a Alberto. Otro de los aprendices estaba cerca con su oficial, en un momento, éste propinó un fuerte cachete al aprendiz a la vez que le gritaba. El hecho no pasó desapercibido para Juan. Se acercó hacía el oficial mientras este seguía gritándole al asustado chaval, volvió a levantar la mano con intención de pegarle de nuevo, pero esta vez, Juan, se la cogió sorprendiéndolo.
—¿Qué cojones haces mocoso?— le dijo en tono amenazante.
—En el colegio ya nos han pegado bastante, fuera no lo voy a consentir— las firmes palabras, sumadas a la fuerza con la que le sujetaba la mano y la envergadura de Juan, hizo que el oficial se replanteara su actitud. Notando Juan que la situación parecía calmarse, soltó la mano del tipo para dirigirse al asustado aprendiz.
—¿Estás bien?
—Sí, gracias.
—No dejes que te vuelva a pegar nadie, si el tipo es más grande que tú dale una patada en las pelotas, verás como no te vuelve a tocar— el chico asintió con la cabeza. Juan regresó a su tajo no sin antes dirigir una mirada al abusón, el cual esperó a que se alejara para decir:
—¡A ver si vigilas a tu aprendiz!— le gritó a Alberto.
—¡Lo que tienes que hacer es usar tu mano para poner más ladrillos y enseñar al rapaz, en vez de pegarle, carallo!— le contestó firmemente.
Ya se hicieron las siete de la tarde, la hora de volver al centro. Las manos de Juan y los demás chavales tenían ampollas por la falta de costumbre, pero eso era cuestión de tiempo.
Subieron todos a la furgoneta ante la risa del tipo gordo con el puro retorcido.
—¿Qué tal el primer día?— preguntó irónicamente. No esperó a que le contestaran, arrancó y devolvió a los chicos a sus centros.
Una vez de vuelta, Sor Esperanza le preguntó cómo le había ido el día, Juan se limitó a encoger los hombros, no era muy locuaz en sus conversaciones. Sor se fijó en sus manos llenas de ampollas.
—Vamos a curarte esas manos para que puedas volver mañana a trabajar. Sígueme— lo llevó al dispensario y le dijo que esperara allí. A los pocos minutos apareció Raquel, la cual había hecho un curso de enfermería básica, así, que entre otras funciones se encargaba de las pequeñas curas. Al verlo, una sonrisa ruborizada se dibujó en su rostro.
—Hola Juan, ya me ha dicho Sor Esperanza que tienes ampollas en las manos, déjame que te las cure.
Raquel examinó las manos, primero se las lavó con jabón, después las secó suavemente, a la vez que lo miraba tímidamente sin poder ocultar el rubor. Juan notó algo extraño al percibir el aroma que de ella emanaba. Sin quererlo, su pantalón empezó a abultarse en la zona de la entrepierna. Mientras tanto, Raquel pinchaba las ampollas dejando un hilo de algodón dentro de ellas para facilitar el drenaje.
—¿Te duele mucho, Juan?
—No, nada.
—Eres muy fuerte, ya tienes unas manos de hombre — le dijo mientras se las acariciaba, lo que produzco una reacción mayor en él que no pasó desapercibida para ella, quien se llevó las manos a la boca, asustada.
—Lo siento, no he podido evitarlo Raquel.
—Ya, ya, tranquilo no pasa nada— dijo ella tratando de guardar la compostura.
—Me he dado cuenta de cómo me miras, pero ya sabes las normas, no lo digo por mí, al fin y al cabo, qué más me pueden hacer, ¿castigarme? Ya no me afectan los castigos. Lo digo por ti, no quiero que te perjudiques. Te pido que dejes de mirarme así— Juan se levantó de la silla y se marchó a su habitación dejando cabizbaja a Raquel. No volvió a verla nunca más, porque al día siguiente se había marchado del centro. Una sensación agridulce le quedó, pero Juan creyó que era mejor así.
CAPÍTULO III
El primer sueldo
A la mañana siguiente, Juan esperaba a la furgoneta en la puerta del centro, con el bocadillo preparado por la hermana Luisa, tortilla de patata que sobró de la cena con un poco de tomate para que pasara mejor. De nuevo la furgoneta apareció con el tipo asqueroso al volante.
—¡Buenos días, mocoso! Parece que tú sí que aguantas— al entrar se dio cuenta de que uno de los chicos no estaba. Tiempo después se enteró de que el chico estuvo llorando toda la noche, sin parar de repetir, que no quería volver.
Al llegar a la obra, se dirigieron al vestuario, los cinco tipos que el día anterior les habían cogido los bocadillos, estaban allí cambiándose, de vez en cuando le miraban de reojo. Juan se acercó al tipo al que dobló la mano al descubrir que se estaba comiendo su bocadillo, para decirle con seria expresión:
—Buenos días, mis compañeros y yo vamos a dejar los bocadillos en este cajón, si a la hora de comer falta alguno de ellos, vendré directamente a pedirte explicaciones a ti, seas o no tú el culpable, ¿queda claro?— el tipo miró a sus amigos, los cuales rápidamente miraron para otro lado, en señal de, ya te apañarás, lo habían dejado solo. Una leve mueca en señal de afirmación fue su respuesta.
—Venga rapaz, vamos al tajo— le dijo Alberto dándole una palmada en la espalda. Cuando se quedaron solos le dijo.
—Ten cuidado rapaz, los tienes bien puestos, pero eso te va a crear enemigos.
—Los enemigos no los creo yo, se crean ellos mismos, pero gracias por su consejo.
Llegó la primera semana de cobro, a Juan le dieron su primera paga. Un sobre escrito a lápiz con su nombre y una cantidad, cuatro mil pesetas. Dentro había una combinación de billetes de cien, quinientas y mil, no había tenido tanto dinero nunca, ni siquiera había visto físicamente un billete de mil. La cara de los otros chavales al ver el sobre fue de extrema sorpresa, la de Juan solo apuntaba una leve sonrisa, no era muy expresivo en las emociones.
Volvieron cada uno a su centro, cuando entró Juan, Sor Esperanza estaba allí esperando, él tenía el sobre en su mano.
—Hola Juan, hoy habrá sido tu primer día de cobro, déjame ver— le cogió el sobre y leyó la cantidad.
—Vaya no está mal, seguro que con tu buen corazón querrás hacer un donativo a esta congregación— sin darle tiempo a contestar, Sor Esperanza metió los dedos en el sobre y sacó dos mil pesetas.
—Gracias hijo, dios que todo lo ve, te lo devolverá con buenaventuras— le devolvió el sobre aligerado.
—¿Cuándo nos pegáis y castigáis también lo ve?— una bofetada fue la respuesta.
—¡Que eres un irrespetuoso es lo que ve, márchate!— Juan cerró su puño, respiró hondo, pero sabía que no podía, más bien no debía hacer nada que complicara el poco tiempo que le quedaba por pasar allí. Rodeó a Sor Esperanza y se dirigió a su habitación, guardó el dinero en una caja de zapatos ante la mirada de sus tres compañeros de habitación, Chico, Tato y Clodo. No se escondió al hacerlo, ya se cuidarían sus compañeros de tocar su caja. Tomó tres billetes de cien pesetas y le dio uno a cada compañero, los ojos de los chavales se abrieron como platos, pensando en las chucherías que se iban a comprar con semejante pasta. Con dieciséis años podían salir del centro los fines de semana por la tarde.
—¿En serio?— preguntó Tato.
—Pues claro, sois mis compañeros y os aprecio— Le contestó Juan.
—¡Muchas gracias!— dijeron prácticamente al unísono.
—No hay de que, vamos es la hora de cenar. Ahora no vayáis cacareando esto por ahí— Los tres compañeros empezaron a reír cómplicemente.
Esa noche había pescado rebozado con patatas fritas, las cuales siempre eran bien recibidas, cosa que no ocurría con el pescado, una amalgama de partes menos nobles de ese animal prensadas y rebozadas. Ya sabía cómo iba a ser el bocadillo mañana.
Otra semana transcurrió lo que conllevaba un nuevo sobre, esta vez, con cinco mil pesetas. Esa semana se pusieron más ladrillos. Juan leyó la cantidad escrita en el sobre y sonrió pensando en Sor Esperanza.
De vuelta al centro y como suponía, Sor Esperanza le esperaba en la puerta.
—¡A ver ese sobre, chico ingrato!— le soltó sin más miramiento. Juan portaba el sobre en la mano, Sor se lo cogió con la rapidez de una cobra al lanzar su ataque, leyó lo que ponía en el poniendo cara de contrariada al leerlo.
—¿Esto qué es, solo dos mil pesetas?— Sor Esperanza agitaba el sobre en el aire.
—Esta semana se ha puesto malo mi oficial, por lo que se han puesto pocos ladrillos— Juan se encogía de hombros al decirlo. Sor le miraba cabreada, finalmente metió sus dedos en el sobre sacando mil pesetas del interior y se lo devolvió.
—¡A ver si te esmeras más la próxima semana, largo!— Juan tomó el sobre aligerado nuevamente dirigiéndose a su habitación sonriendo.
Al llegar a ella, los tres compañeros se quedaron mirándolo, esperando acontecimientos. Juan sonrió, introdujo la mano en el sobre y sacó tres billetes de cien. Los ojos de los tres compañeros se abrieron como platos.
—¡Tomad, no os lo gastéis todo de golpe!— les aconsejó a la vez que les entregaba los billetes.
—¡Gracias!— fueron diciéndole uno a uno. Después guardó el resto del dinero en la misma caja de la semana anterior. No temía por su dinero, sus compañeros no querían perder tan pingüe propina.
A la mañana siguiente, la hermana Luisa esperaba en la puerta para darle el bocadillo. A medida que se acercaba, Juan podía observar el rostro afligido de la hermana.
—Juan, hijo mío, Sor Esperanza me ha ordenado que como ya ganas tu propio dinero, deje de hacerte bocadillos, así, que éste es el último— se acercó para susurrarle algo al oído.
—Te lo he hecho de lomo con patatas que estará más bueno que el pescado. ¡Venga hijo, no llegues tarde!— se podía apreciar el cariño de la hermana Luisa, era de las pocas que tenían un buen corazón en aquel horrible sitio.
CAPÍTULO IV
¡Y voló!
Las semanas transcurrían monótonamente. Todos los viernes Juan se inventaba alguna excusa para justificar el poco dinero del sobre. La mirada de Sor Esperanza cada vez que veía el sobre, era de ira contenida, pero colaba.
Una mañana de sábado:
—¡Juan, por fin te encuentro!, tienes que acompañarme al despacho de Sor Esperanza— era su secretaria, la hermana Andreina. —¡Vamos, rápido!
Juan pensó que igual se había enterado de lo del sobre y de tan enfadada que estaría, no tenía escapatoria.
Todo el trecho hasta el despacho estuvo haciendo cábalas. Por fin llegaron, la puerta estaba abierta, dentro había un hombre joven hablando con ella.
—Pasa hijo, pasa— dijo amablemente, cosa que le sorprendió sobremanera. Así lo hizo.
—Juan, este señor es tu hermano Roberto.
—¿Hermano?— Juan hizo un esfuerzo por recordar, pero la última vez que vio a alguno de sus hermanos tenía seis años, con el tiempo que había pasado era imposible que lo reconociera.
—Sí, llevo meses buscándote, veo que has crecido mucho, la última vez que te vi apenas medías un metro— Roberto estaba emocionado.
—Será por la buena alimentación que nos dan aquí— dijo con ironía mirando a Sor Esperanza, la cual frunció el ceño.
—Tu hermano ha obtenido tu custodia, podrás ir a vivir con él— Juan levantó las cejas sorprendido.
—¿A partir de cuándo?
—Desde ya.
—¿Eso quiere decir que ya no estoy bajo su custodia?
—Eso es, te echaremos de menos— Sor Esperanza se temía algo.
—Ya me imagino, sobre todo, al sobre de los viernes— volvió a ironizar, lo que exasperó a Sor que, puesta en pie, sentenció:
—¡Espero que con tu hermano seas más respetuoso!
—Si no hubiera sido respetuoso, ya le hubiera partido esa mano tan larga que tiene, ¡Sor Esperanza!
—¡Llévatelo de aquí!— le gritó a Roberto, a la vez que señalaba hacia la puerta.
Ya fuera, Juan le pidió a su hermano que esperara hasta que recogiera sus cosas. Sor Esperanza ordenó a la hermana Andreina que lo custodiara. Subió a su habitación, metió las pocas cosas que tenía en una bolsa, incluida la caja con su dinero. Hizo una especie de sobre con una hoja, en el metió tres billetes de quinientas pesetas con una nota en la que explicaba por qué dejaba el centro. En cada uno de los billetes escribió:
“…no os lo gastéis todo de golpe, espero que os vaya bien en la vida. Juan”.
De camino a la salida, pasó frente a la cocina, miró a la hermana Andreina, la cual asintió con la cabeza. Juan entró a despedirse de la hermana Luisa, quien, al enterarse de la noticia, se puso a llorar, primero de pena y después, de alegría. Tras la despedida, volvió con su hermano para abandonar el centro. Antes de cruzar por última vez el umbral de la puerta de salida, se giró, dio un último vistazo sin apenas inmutarse, y salió de aquello que había sido su hogar hasta ahora.
—¡Suerte Juan!— le deseó la hermana Andreina, él se limitó a mirarla sin contestar ni expresar nada, la empatía no era una sus virtudes.
Así terminaba esa etapa en su vida y comenzaba otra nueva.
En el coche, de camino a casa de su hermano, éste le contaba su experiencia vital.
—Tuve suerte y una familia de acogida me crio hasta que pude valérmelas por mí mismo. Ahora estoy casado y tenemos un hijo de dos años. Al resto de nuestros hermanos les perdí la pista, los mandaron a otras ciudades y a ti no te pude localizar antes debido a que los archivos se quemaron en un incendio en los juzgados hace años. Me recorrí todos los centros de menores de la provincia, pensando que no seguirías en este, pero veo que estaba equivocado.
Tras una breve pausa, añadió:
—Ahora, cuéntame tú algo.
Juan le contó la historia que ya conocemos, sin mucho afán.
—¿Así que trabajas? ¡Eso es estupendo! Yo soy profesor de matemáticas en un colegio público.
—¿Maestro… y les pegas?
—Jamás he puesto la mano encima a ningún niño, no creo en la violencia ni el autoritarismo para educar, solo hace falta hablarles, escucharles y entenderles.
—Explícaselo a las monjas— Juan agitaba la cabeza negando.
—Seguro que lo has pasado mal allí.
—Sí, la mayoría son unas arpías, si te castigaban o pegaban te hacían sentir que la culpa era tuya y que ellas eran la mano de dios. De vez en cuando, nos daban una ducha fría para calmar nuestra mente pecaminosa, según ellas, para que no nos la meneáramos, según nosotros— volvía a negar con la cabeza mientras suspiraba por la nariz.
—Bueno, eso ya ha acabado, ahora podrás vivir con nosotros el tiempo que quieras. Por cierto, estás enorme a pesar de la alimentación que te daban allí. Nada más lleguemos a casa te podrás comer un plato de cocido que ha hecho mi mujer, mañana lentejas.
—¿Lentejas?— Juan hizo una mueca. —No creo, ya comí bastantes allí, además, tuve una mala experiencia con ellas.
De pequeño, un día en el comedor…— relató el incidente del suelo y las lentejas ante el asombro de su hermano.
—Yo no estuve mucho tiempo con las monjas, pero no parecían muy buenas. Tranquilo, no comerás lentejas.
Llegaron a casa y tras entrar, Roberto llamó a su mujer.
—¡María, ya estamos aquí!— enseguida apareció una mujer con un niño de la mano.
—Te presento a mi mujer María y mi hijo David— Juan se quedó parado, mientras María se acercaba para darle dos besos. Juan dio un paso atrás ante la sorpresa de María y su hermano.
—Perdón, en el orfanato no nos dejaban tener contacto con chicas— trató de excusarse Juan.
—Claro, seguro que lo habrás pasado mal allí— María trataba de comprender la situación.
—Prefiero no recordarlo, solo te voy a pedir un favor, no me pongas lentejas nunca— María miraba a Roberto sin entender muy bien a que se refería.
—Luego te lo explico— matizó Roberto. —Ahora ven que te enseñe tu cuarto— Juan siguió a su hermano hasta una habitación con una cama, un armario y una pequeña mesita con su silla. Tras otear la habitación, Juan dijo:
—No estoy acostumbrado a dormir solo.
—Ya te acostumbrarás— dijo riendo Roberto. Venga, vamos a comer, hoy hay cocido, verás que bien cocina María.
Llegaron a la mesa y se sentaron, Juan enfrente de ellos y David en una trona en el lateral, junto a su madre.
En la mesa había una sopera humeante, una fuente con los garbanzos, la carne, morcilla y chorizo, además de una botella de vino. Juan miraba la comida con sorpresa, a la vez que percibía los aromas que de ella emanaban quedando como confundido.
—¿Qué te ocurre, no te gusta el cocido?— le preguntó María.
—Nunca había visto ni olido algo como esto, tiene una pinta increíble.
—Pues espera a probarlo— añadió Roberto, mientras María servía la sopa en los platos, le sirvió un poco de vino, Juan no lo había probado nunca, bueno, salvo en alguna eucaristía, pero estaba tan aguado que apenas sabia a nada. Al probarlo, arrugó la nariz al sentir el gusto retronasal que produce el vino y al que obviamente no estaba acostumbrado. Una vez servidos, María invitó a Juan a probar la sopa. Tímidamente cogió la cuchara, la introdujo en la sopa, titubeó un instante y finalmente la llevó hasta su boca. Apenas un segundo después, cerró los ojos y suspiró.
—No he probado algo tan bueno en mi vida— Roberto y María se miraron sonriendo.
—Muchas gracias, y aún te falta probar el resto del cocido— la pareja empezó a reír.
Juan rebañó el plato hasta la última gota, y esta vez, lo hizo con gusto, no por obligación. Lo mismo hizo con el resto del cocido.
Ya en la sobremesa, Roberto se interesó por su trabajo.
—¿Dónde está la obra?
—En la calle Júpiter.
—Uhm… déjame pensar… sí. A doscientos metros está la parada del metro, coges el de dirección Los Llanos, te bajas en Antequera y coges el de Libertadores para bajarte en Candela. Después sales por…— la expresión de Juan era de aturdimiento escuchando las instrucciones. —¿Qué te ocurre?
—Lo siento hermano, no he ido nunca en metro y no conozco las calles, tendrás que hacerme un plano.
—Tranquilo, mañana domingo te acompañamos para que lo veas y después iremos al parque para que juegue el niño.
—Gracias— suspiró aliviado.
La tarde la pasaron poniéndose al día de todos estos años. Casi sin darse cuenta se hizo la hora de cenar.
—¡Chicos, a cenar!— dijo María desde la cocina. Roberto acudió presto a poner la mesa y sacar los platos. Juan, descolocado, no sabía muy bien que hacer.
—¿Puedo ayudar?— le preguntó a su hermano.
—Pues claro, trae el agua y el pan, por la noche no bebo vino, pero si tú quieres…
—Beberé agua, como siempre.
La cena consistía en una tortilla de patata y cebolla, acompañada de una ensalada y algo de queso.
Ya acomodados en la mesa, María le sirvió el primer trozo de tortilla a Juan, invitándole a probarla. Tomó el tenedor, cogió una porción y la probó.
—Está buenísima, nunca había comido una tortilla así, tan jugosa y sabrosa, la que nos ponían allí estaba seca e insípida, parecía corcho— María agradeció la opinión con una sonrisa sin dejar de mirarle, en ese momento Juan recordó cómo le miraba Raquel, lo que le produjo una sensación incómoda, haciéndole bajar la mirada.
María era una mujer morena, con el pelo liso largo, sujeto con una coleta, los ojos azabaches, coronados por unas tupidas, pero perfectamente delimitadas cejas negras, rasgos característicos de la gente del sur. Lo sabía porque una de las hermanas, que era de Sevilla, tenía los rasgos similares.
Después de la cena y tras recogerlo todo, se sentaron en el salón a ver la televisión. Como era sábado, después de Informe semanal venía Sábado cine, hoy ponían El tormento y el éxtasis, protagonizada por Charlton Heston. En ella se narraba la vida del pintor y escultor Miguel Ángel.
En el orfanato solo les ponían la tele para ver la misa los domingos y poco más.
Juan quedó impresionado con la película, jamás hubiera imaginado que un hombre fuera capaz de hacer lo que hizo Miguel Ángel con sus manos.
—Parece que te ha gustado la película— le dijo Roberto sonriendo.
—Estoy impresionado— murmuró.
—Bueno, es la hora de irse a dormir, vamos te acompaño— al final del pasillo estaba el cuarto de baño.
—Este es tu cepillo de dientes, esta tu maquinilla de afeitar y esta tu toalla para la ducha. Aquí tienes el cesto de la ropa sucia, ¿de acuerdo?
—Sí, gracias.
—Pues hasta mañana.
—Hasta mañana y gracias por haberme sacado de allí.
—No hay de qué, eres mi hermanito pequeño. Buenas noches. Ah, te he dejado un pijama mío sobre tu cama, no traías.
—Nunca me dieron uno— le aclaró Juan. Roberto hizo un gesto con las cejas y se marchó.
Tras lavarse los dientes se dirigió a su habitación, pasando por delante de la de su hermano con la puerta entre abierta, en la que María estaba de espaldas quitándose la ropa hasta quedar solamente con unas braguitas negras de encaje. Juan jamás había visto a una mujer así, por unos segundos se quedó allí mirando cómo se ponía el camisón. De repente María sintió algo y se giró hacia la puerta, Juan ya no estaba allí.
En su habitación, se enfundó por primera vez un pijama y se metió en la cama. Tenía calor, acostumbrado al frio del orfanato, por lo que se quitó una de sus mantas.
Unos quince minutos después, en el silencio de la noche, oyó unos sutiles gemidos que provenían de la habitación de su hermano, enseguida dedujo que estaban haciendo lo que hacen las parejas en la cama, aparte de dormir. Unos diez minutos después, el silencio volvió y Juan por fin se durmió.
CAPÍTULO V
Una nueva vida
A la mañana siguiente Roberto había bajado a por churros para desayunar, el olor de ellos y del café le despertó. Tras vestirse y pasar por el baño, se dirigió a la cocina en la que ya estaban su hermano, cuñada y sobrino.
—Buenos días, ¿has dormido bien?— preguntaron ambos al unísono.
—Sí, un poco de calor al principio, pero luego ya me acostumbré.
—¿Imagino que te gustan los churros?— le preguntó Roberto.
—Ya lo creo. Solo nos los ponían en Navidad y Año Nuevo.
—¿Pero qué tipo de sitio era ese?— preguntó indignada María. Juan se limitó a encoger los hombros.
Tras el desayuno, y como acordaron el día anterior, se dirigieron los cuatro al metro para enseñarle a Juan el camino al trabajo.
Su hermano le iba explicando los entresijos del funcionamiento del metro. Juan se iba anotando en un plano las paradas para no olvidarse. Llegaron unos veinte minutos después hasta la obra donde trabajaba Juan. Después iniciaron el camino de regreso a casa.
La idea era pasar la mañana soleada en el parque donde el niño jugaría con otros amiguitos.
—Juan, vamos a pasear, María se queda con el niño— le sugirió Roberto. Empezaron a caminar por el parque en silencio, a Juan había que arrancarle las palabras.
—Venga, cuéntame algo— Roberto trataba de darle pie. Tras unos segundos, algunas palabras salieron de su boca.
—Parece que sois una familia feliz, has tenido mejor suerte que yo, me alegro por ti.
—Todavía eres muy joven, a María no la conocí hasta que tuve veinte años, pero cierto es, que la familia con la que estuve, siempre me trató como a un hijo. En ese aspecto me considero afortunado, ahora te toca a ti comenzar una nueva vida.
—Yo no soy como tú, a mí me cuesta empatizar con la gente— el gesto de Juan era como de resignación.
—No te preocupes, en cuanto hagas amigos y conozcas alguna chica, verás cómo cambias esa manera de pensar— le dijo dándole un codazo pícaro. —¿Alguna chica habrá por ahí?
—La verdad es que no he conocido a ninguna, bueno…
—¡Ah, hay un bueno!
—…En el orfanato una de las novicias…— le contó la historia de Raquel.
—Pues es una lástima, si hubieras esperado un poco más, ahora podrías ir a buscarla, podrías preguntar a dónde se fue.
—Ella quería ser monja, no iba a ser yo el que se interpusiera en su camino.
—Seguro que si hubiera probado la carne se lo habría replanteado.
—No seas cínico, era un ángel— dijo en tono melancólico.
—No quería ofenderte. Bueno, ya aparecerá otra chica.
—¿Cuánto dinero tengo que darte de mi sueldo?
—¡Vaya giro! No me tienes que dar nada, eres mi hermano y afortunadamente cobro un sueldo decente, ahorra para cuando puedas independizarte, es ley de vida.
—Gracias a los dos.
—Venga, volvamos para relevar a María, es agotador estar detrás de un niño todo el rato— Roberto cogió por el hombro a Juan en un gesto cariñoso.
De vuelta con María.
—Venimos a relevarte.
—Ya era hora, tengo los riñones agarrotados de estar agachada detrás de David.
—Venga Juan, empieza a ejercer de tío— le animaba Roberto.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Pues vigilar que no se dé un coscorrón.
—Nunca he cuidado a un niño.
—Todo es empezar, ánimo.
Juan, titubeante, se acercó al niño que no paraba de corretear de un lado a otro con los demás niños. Él trataba de seguirlo de cerca ante la mirada de sorpresa del resto de progenitores, Roberto tuvo que intervenir.
—Solo tienes que vigilarlo, no perseguirlo a medio metro, te vas a llevar a un niño por delante— dicho y hecho, no tardó más de tres segundos en arrollar a otro niño, menos mal que tuvo los reflejos suficientes para cogerlo del brazo al vuelo, evitando así la caída del niño, pero no pudo evitar el llanto de la asustada criatura. Enseguida, una mujer acudió gritando.
—¡Suelta a mi hijo, bestia!
—Lo-lo-siento— dijo casi más asustado que el pequeño, a la vez que lo soltaba. Roberto acudió al rescate.
—Lo siento Patricia, es mi hermano, no está acostumbrado a estar rodeado de tantos pequeños— la mujer lo miró, cogió al niño de la mano y se dio media vuelta.
—Lo siento, no lo vi.
—Tranquilo, no pasa nada. Eres muy grandote para estar por el medio, tienes que permanecer a una distancia prudencial, como los demás padres. Eso sí, vigilante, no se sabe dónde está el peligro.
Así lo hizo Juan. Minutos después Roberto lo llamaba desde el césped, haciéndolo señas para que viniera con el niño a comer. María había preparado un picnic. Sacó una fiambrera con atún, tomate, cebolla y olivas que repartió en unos platos de plástico, para el niño, un potito de ternera a la jardinera.
—Vamos siéntate Juan— le indicaba María con el plato extendido para que lo cogiera. Al cogerlo, su mano rozó la de ella, lo que le produjo una extraña sensación, María se percató de ello, pero no le dio más importancia.
La comida transcurrió tranquilamente, la tarde empezaba a caer, era hora de volver a casa.
Con todos los bártulos recogidos, iniciaron los aproximadamente mil metros que separaban el parque de casa. Mientras callejeaban, María y Roberto hablaban de temas banales y Juan llevaba de la mano al pequeño David. A unos cincuenta metros, había un grupo de cinco jóvenes, Roberto los vio y se paró.
—Esperad, vamos a cambiar de acera, no me gustan esos tipos, ¡María, coge al niño!— cambiaron de acera, pero los tipos se habían percatado del hecho e hicieron lo mismo.
—¡Mierda vienen hacia aquí, volvamos hacia atrás!— pero los cinco jóvenes corrieron hacia ellos y los rodearon.
—Vaya, vaya, así que no queréis pasar por nuestro lado— dijo uno de ellos, llevaban chaquetas de cuero con pinchos y pelos de punta, estética típica de los punkis.
—Qué niño más mono, cuchi, cuchi— dijo uno de los punkis
—¡No te acerques a mi hijo!— le gritó María con instinto protector.
—Uy que miedo, la mamá me va a comer, ¡yo sí que te comía a ti, mamá!— Roberto se dirigió hacia él gritando.
— ¡Dejarnos en paz o…!
—¿O qué, imbécil?— el punki sacó una navaja mientras los otros de su banda empezaban a reír.
—¡Ya está bien!— gritó esta vez Juan poniéndose delante de su hermano.
—¡Mira, el grandullón!— el tipo empezó a reír cínicamente. —¿Quieres que te raje?— a la vez, tres más de ellos sacaron sendas navajas. María empezó a llorar. —¿Ahora qué, grandullón?— los cinco tipos empezaron a reír.
—Ahora vais a lamentar esto— les dijo Juan señalándolos a todos.
—¡Me cago en tus muertos!— el primer punki intentó pincharle con la navaja, apenas hizo el ademán, Juan realizó un barrido (llave de karate) con su pierna derecha haciendo caer de espaldas a los cuatro tipos que esgrimían la navaja. El quinto salió corriendo, igual que los restantes a medida que se levantaban del suelo, excepto el primer punki al que Juan no dejaba levantarse, pisándole el cuello lo justo para inmovilizarlo.
Cuando se habían alejado los otros cuatro tipos, le cogió por la cresta y lo levantó ante el asombro de su hermano y María.
—Ahora te vas a disculpar ante mis hermanos por lo que les has dicho— el punki ya no era tan gallito como parecía indicar su cresta, solo suplicaba que lo soltara.
—Están esperando— le insistió Juan.
—Per-perdón— balbuceaba.
—Ahora no quiero volver a veros por aquí, ¿está claro?
—Sí-sí-sí.
Juan lo soltó, el tipo, al verse liberado, salió corriendo unos metros, pero se paró y se giró hacia ellos para gritar, más bien cacarear:
—¡Me cago en tu puta madre, has tenido suerte!— Juan hizo un ademan de salir a por él, lo que provocó la huida del punki, esta vez sin parase hasta que se perdió por el final de la calle. Enseguida María abrazó a Juan mientras lloraba.
—Muchas gracias por salvar a mi hijo— solo eso le preocupaba, como a cualquier madre cuando cree que peligra su hijo.
—¡Joder Juan, has estado cojonudo!— le dijo su asombrado hermano.
—En el orfanato nos daban clase de karate, será lo único bueno que he sacado de allí— María seguía abrazada a él, nunca había tenido a una mujer tan cerca por lo que la situación empezaba a incomodarle. Roberto pareció darse cuenta de la incomodidad de Juan, así que sutilmente tiró del brazo de María para que lo soltara. A todo esto, el niño no pareció inmutarse por todo lo que había pasado.
Ya tranquilizada María, reanudaron el camino de regreso a casa.
—No me gusta usar la violencia— comentaba Roberto.
—Ni a mí, pero no parecía que fueran a atender a razones, tu mujer y tu hijo estaban en peligro, ellos o vosotros, había que elegir. Yo elegí ellos— Juan miró a María que tenía los ojos embadurnados de rímel corrido por las lágrimas, esta, devolvió una sonrisa como aprobando su actuación.
Por fin en casa, tras una merienda-cena, todos pasaron por la ducha, primero María con el niño, luego Juan y finalmente Roberto. Al salir Juan del baño y pasar por delante del dormitorio de su hermano, pudo observar a María mientras se ponía el camisón. Esta vez estaba frente al espejo del armario, con lo que Juan pudo ver el cuerpo desnudo de ella. Se paró durante unos segundos ante aquella visión, era la primera vez que veía los senos a una mujer, hasta ahora solo imaginados. Lentamente, subió la mirada hasta llegar a los ojos de ella para descubrir que le estaban mirando reflejado en el espejo. Ella no dijo nada, se quedó allí impertérrita, como no importándole que Juan la viera desnuda. Él, sin embargo, se sintió violento cerró los ojos y se marchó a su habitación.
Unos segundos después, alguien tocó a su puerta, así que contestó.
—¿Si?— la puerta se abrió apareciendo María que, sin cruzar el umbral, dijo:
—Ahora que estoy calmada quiero darte las gracias por lo que has hecho por mí y mi hijo antes— con la luz del pasillo se producía un efecto de contraluz en el cuerpo de María, dejando entre ver su silueta a través del camisón.
—De nada. Sé que me has visto mirándote antes y te pido perdón.
—No hay nada que deba perdonar— sonrió ella tímidamente.
—Eres la mujer de mi hermano y eso no ha estado bien. Te prometo que no volverá a pasar— ella lo miró, sonrió, se dio media vuelta y se marchó.
A la mañana siguiente Juan repasó la ruta a seguir con el metro para llegar a su trabajo. Tras desayunar e intentando no mirar a María, se dispuso a salir hacia el metro.
—¡Juan!— le llamó María. —Te has dejado el bocadillo.
—No era necesario, puedo comprarlo fuera.
—No rechistes o se enfadará— dijo Roberto desde la cocina. Juan cogió el bocadillo que le ofrecía María, que, al dárselo, rozó sutilmente con uno de sus dedos su mano, incomodándole de nuevo.
Los lunes, el metro va abarrotado lo que produjo cierto nerviosismo en Juan, el día anterior casi no había gente. Siguiendo el plano, por fin pudo llegar a la obra, más o menos en el tiempo que había estimado.
El tipo del puro que lo traía todos los días acababa de llegar y lo vio venir andando.
—Ya me he enterado de que has dejado el centro, ya no podrás disfrutar de este paseo conmigo— el tipo comenzó a reír estúpidamente.
—Tienes razón, no podré sentir el hedor que sale de ti, cerdo— al tipo se le cayó el puro al oír eso, Juan continuó su camino hasta el vestuario, dejando despotricando al tipo. En el vestuario los otros chavales corrieron a preguntarle nada más verlo.
—¿Te han adoptado?— preguntó uno de ellos.
—¿Te han mandado con una familia?— preguntó otro.
—No, mi hermano me ha encontrado y le han concedido mi custodia.
—¡Felicidades, que suerte, me alegro!— decían los chavales emocionados.
—¿Entonces ya no tienes que volver al centro?— preguntó al que ayudó cuando su oficial le pegó.
—No, ya no. Pero a trabajar sí.
—¡Venga dejaos de cháchara, al trabajo!— gritó el encargado desde la puerta.
Alberto esperaba en la puerta a que Juan saliera.
—Buenos días rapaz, ya he escuchado, me alegro mucho por ti, creo que te lo mereces. Ahora aprende rápido para que puedas ser un buen oficial, poder vivir de esto, formar una familia y criar muchos rapaces— Juan apenas hizo un gesto con los hombros, pero estaba dispuesto a aprender el oficio para poder vivir de él, como le había sugerido su oficial. Así pues, en las semanas siguientes mostro aún más interés si cabe por aprender el oficio, poco a poco se había ganado la confianza de Alberto, del encargado de la obra y de la mayoría de sus compañeros, excepto el grupo de los cinco que le robaron el bocadillo el primer día y salieron escaldados en el intento. El rencor todavía habitaba en ellos, sobre todo en el cabecilla.
CAPÍTULO VI
El momento que marcó su vida
Los meses transcurrieron forjando en Juan un buen profesional. La relación con su hermano era buena, con María era más distante, tenía un absoluto respeto por ella y lo que representaba.
—¡Rapaz, vete a por más cemento!
—¡Voy!— Juan se dirigió con la carretilla a la zona donde se almacenaban los sacos de cemento. Alguien le observaba desde arriba. Debía de pasar por el patio de luces como siempre hacía. Por la derecha caminaba con ladrillos el chico al que ayudó aquella vez con su oficial, se saludaron y entró al patio de luces. Desde arriba, una mano empujó un saco de cemento buscando como destino el cuerpo confiado de Juan. De repente, Juan sintió un fuerte golpe que lo desplazó un par de metros y acto seguido un ruido sordo producido por el saco de cemento al impactar contra… el cuerpo del chico que acababa de empujarle.
—¿Qué?— Juan estaba confundido, el humo producido por el polvo del cemento al reventar el saco no le dejaba ver. Varios compañeros acudieron alertados por el ruido, Alberto entre ellos, el cual sabía que Juan tenía que pasar por aquel sitio.
—¡Rapaz, rapaz!— gritaba Alberto asustado.
—¡Estoy aquí!— de entre el polvo apareció Juan sacudiéndoselo.
—¿Estás bien, rapaz?
—Creo que sí, pero alguien me ha empujado— el polvo se disipaba subido por la corriente de aire, dejando ver un cuerpo en el suelo inerte. —¡No, no!— gritó Juan al ver el cuerpo de Luis tendido en el suelo aplastado por el saco. El encargado corrió hacia él, trató de buscarle el pulso, pero no lo encontraba, acercó su oreja a la boca del chico para comprobar si respiraba, tampoco.
Todos esperaban rodeándolo en silencio, Juan no aguantó más.
—¿Respira?, ¿está vivo?— el encargado se giró hacia él, le miró a los ojos, tras unos segundos negó con la cabeza.
—¡Nooo, tenía que haber estado yo ahí debajo, él me empujo para salvarme! Y ahora…— Juan rompió a llorar mientras Alberto trataba de consolarle.
De repente, miró a su alrededor buscando a alguien con la mirada que no encontró.
—¡Hijo de puta!— salió corriendo escaleras arriba, seguido por Alberto y algunos compañeros más. Dos pisos más arriba estaba el roba bocadillos, como si con él no fuera la cosa. Juan corrió hacia él cogiéndolo por el cuello. —¡Has sido tú cabrón, me querías matar a mí!— gritaba Juan mientras lo levantaba medio metro del suelo cogido del cuello.
Alberto, junto a otros de sus compañeros trataban de que lo soltara, pero Juan era fuerte de por sí, sumado a la adrenalina que inundaba su torrente sanguíneo, lo hacía un férreo poste bien anclado al suelo.
—¡Rapaz escúchame! Si no lo sueltas lo vas a matar, irás a la cárcel y el sacrificio de Luis no habrá servido para nada, piénsalo rapaz, hazlo por él— el tipo ya estaba cianótico y había dejado de patalear, Juan cerró los ojos un momento y soltó al tipo, el cual empezó a recobrar el tono a la vez que respiraba de nuevo.
—Bien hecho, rapaz, bien hecho. Si ha sido él, lo pagará caro.
A los pocos minutos una ambulancia junto con la policía acudía al lugar. El médico solo pudo certificar la muerte de Luis, cuyo cuerpo quedó tapado con una sábana hasta que el juez acudiera a ordenar el levantamiento del cadáver.
La policía interrogó a los testigos y al supuesto asesino quien, entre sollozos, confesó que había tirado el saco, pero solo para darle un susto, pero que la mala suerte hizo que Luis apareciera por allí, comentó el encargado a todos los trabajadores.
—Juan, márchate a casa a descansar— le pidió el encargado.
—No. Quiero quedarme con él.
—Como quieras, pero tienes que saber que no ha sido culpa tuya— el encargado trataba de consolarle. Miró a Alberto haciéndole un gesto para que estuviera con él en todo momento. Alberto asintió con la cabeza.
Tres horas después acudía al lugar el juez que ordenó el levantamiento del cadáver. La policía dijo que el funeral sería cuarenta y ocho horas después, una vez realizada la autopsia y que les avisarían cuando lo supieran con certeza.
—¿A quién tenemos que avisar de su familia?— preguntó la agente, libreta en mano.
—A nadie, era huérfano como yo y no tenía a nadie más. Nosotros éramos lo más parecido a una familia que tenía.
—Lo siento mucho— dijo el policía como tantas otras veces que se había visto envuelto en estos temas luctuosos.
—Venga rapaz, es hora de marcharse a casa, yo te acerco con mi coche.
—No se moleste, iré en el metro.
—No es molestia, eres mi rapaz y amigo, no me hagas insistir.
—De acuerdo.
Alberto acercó a casa a Juan que no dijo nada en todo el camino.
—Mañana puedes tomarte el día libre, necesitas descansar.
—Hasta mañana a las ocho, gracias por traerme— y bajó del coche rumbo al portal.
Tocó al timbre, aún no tenía llave, y subió a casa, Roberto y María esperaban en la puerta.
—¿Qué te ha pasado? Estábamos preocupados— la cara de Juan estaba desencajada, se sentó en la mesa del comedor, se llenó un vaso de vino y se lo bebió de un trago. Después relató lo ocurrido concluyendo que él debía de ser el muerto, no el pobre Luis— Roberto, y sobre todo María, se sintieron muy afectados.
—No te tortures, no ha sido culpa tuya. Si el destino hubiera querido que fueras tú el fallecido, lo serías. No vas a honrar la memoria de tu compañero si te martirizas de esa manera. Tengo un amigo que es psicólogo y puede ayudarte, mañana iremos a verle. Ahora deberías descansar, una ducha y un tazón de leche te ayudarán— Juan hizo caso a su hermano.
Tras la ducha y el tazón de leche, se acostó. Su mente solo veía la cara del pobre Luis cuando se cruzó con él por última vez y se saludaron, un saludo que a la postre fue un adiós.
Esa noche apenas pegó ojo, la imagen de Luis se le aparecía una y otra vez, aferrando aún más el sentimiento de culpabilidad en su mente. Se levantó aturdido, desayunó ante la mirada de Roberto y María sin decir nada.
—Deberías tomarte el día libre, a las siete tenemos la cita con mi amigo para que te ayude. A las seis y media pasaré por la obra para recogerte, ¿de acuerdo?— un leve gesto asintiendo con la cabeza fue la única respuesta. Roberto y María se miraron afligidos, veían que Juan no estaba bien. Su hermano le dio unas palmaditas en el hombro en señal de ánimo, este se levantó sin decir nada y salió de la casa rumbo al metro.
En la obra todos le miraban, pero nadie se decidía a decirle nada en vista de su expresión, Alberto si lo hizo.
—Buenos días rapaz, ¿cómo no te cogiste el día libre hombre?
—Prefiero estar aquí, apenas he dormido pensando en Luis… tenía que ser yo el que estuviera…
—¡Calla, no digas estupideces!— le interrumpió Alberto de manera tajante. —Tú en su lugar hubieras hecho lo mismo, no quiero oírte decir más veces eso. Volvamos al trabajo.
De camino al tajo se cruzó con los restantes chavales, Juan no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas al verlos.
A media mañana el encargado vino a buscarlo, la policía quería hablar con él. Le acompañó hasta la entrada de la obra donde esperaba el policía.
—Buenos días Juan, soy el agente Gómez, necesito hacerte algunas preguntas.
—¿Se pudrirá en la cárcel?
—Eso lo decidirá el juez, de momento ha confesado que tiró el saco para darte un susto, con el desafortunado resultado que ya conoces.
—Iba dirigido a mí, yo tenía que haber estado allí no él.
—Lo único que cuenta es lo que ha pasado, lo que tenía que haber sido, eso, no la sabrá nadie.
—Yo sí— dijo mirándole a los ojos.
—¿Por qué quería hacerte daño tu compañero?— le preguntó el agente. Juan le conto el incidente del bocadillo.
—¿Entonces crees que estaba resentido y por eso hizo lo que hizo?
—Sí.
—Te noto muy afectado, ¿era Luis amigo tuyo?
—Era huérfano como yo, empezamos en la obra el mismo día, siempre tenía ese gesto de pena y no era muy echado para adelante. Yo intentaba ayudarle siempre que podía— acabó la frase con un gesto de impotencia y rabia.
—Pareces un tío noble Juan, lamento mucho lo ocurrido. Mañana a las diez es el funeral, habrá una misa en el mismo cementerio, suponía que querrías saberlo. Es todo, piensa en que la vida sigue su curso y tú debes de mirar hacia delante…
—Gracias— Juan no le dejó acabar, se dio media vuelta y volvió a la obra.
El encargado ya sabía el horario del funeral y se lo comunicó a los trabajadores, dándoles permiso para asistir.
—Ya nos ha dicho el encargado que el funeral es mañana, tenemos permiso para asistir. Tú y los otros chavales vendréis conmigo, ¿de acuerdo?— le dijo Alberto al volver Juan.
—De acuerdo. Esta tarde mi hermano me va a llevar a ver a un amigo suyo que es psicólogo, dice que me puede ayudar.
—¡Pues claro que sí! Seguro que te quita esos pensamientos que tienes ahora.
—Veremos. A las seis y media vendrá mi hermano a recogerme, tendré que salir un poco antes. Ahora se lo diré al encargado.
—De eso me encargo yo, tú no te preocupes de nada. Cuando sea la hora de marchar, pues marchas— Alberto lo dijo de esa manera tan peculiar, que tienen los gallegos de usar las palabras.
—Como usted diga.
A la hora prevista, Juan se despidió de Alberto y se dirigió, primero a asearse un poco, y después, a la entrada de la obra. Su hermano ya lo esperaba en el coche.
Juan subió al vehículo, apenas un lacónico saludo por su parte.
—Hola Juan. Verás cómo mi amigo te ayuda— Roberto no pasó por alto el estado de ánimo de su hermano.
Apenas quince minutos tardaron en llegar a la consulta. Tras aparcar, entraron en el portal, subieron en el ascensor a la octava planta. Allí, junto a una de las puertas, una placa rezaba, Antonio Medina – Psicólogo, habían llegado. Nada más tocar al timbre, la puerta se abrió, un joven prácticamente imberbe, apareció tras ella.
—¡Hombre, Roberto, qué alegría cuando me llamaste ayer, pasad!
—Antonio, te presento a mi hermano Juan, ya te expliqué ayer el motivo de nuestra visita.
—Encantado de conocerte Juan— Antonio tendió su mano, tímidamente Juan la estrechó. —Venid por aquí— Entraron en la consulta. Era más bien un despacho, en tonos neutros. Juan se quedó un poco sorprendido, esperaba encontrar algo más parecido a una consulta médica. Antonio se percató de ello y eso le sirvió para darle pie.
—Esto no es una consulta médica, no soy médico, soy psicólogo, vamos, que no receto pastillas, sólo ayudo a la gente a que comprenda lo que le pasa. Quiero que me cuentes tu historia hasta llegar aquí, desde niño.
Juan levantó las cejas como si activara su memoria. Comenzó a relatarle su experiencia vital mientras Antonio tomaba notas sin interrumpirle. Llegó al momento fatídico de la muerte de Luis. Tragó saliva y bebió agua que le ofreció Antonio. Comenzó a relatar los hechos tal y como conocemos, acabando con lágrimas en los ojos con la frase “yo debía estar muerto y no él”.
—Muchas gracias por tu sinceridad Juan— le dijo de manera condescendiente Antonio. —Desde luego no has tenido una vida fácil, has pasado por mucho. Te voy a poner un símil para que lo entiendas:
Nuestra mente, es como un vaso de agua en el que se almacenan nuestras experiencias vitales, buenas y malas. Mientras caben en el vaso, no se derraman y podemos controlar ese vaso, pero cuando sufres una experiencia tan fuerte como la que tú acabas de sufrir, es como si vertiéramos más agua de la que cabe en el vaso de tu mente, por lo que no podemos controlarla y se vierte. Eso es el trauma, ahora hay que ver cuánto tiempo y esfuerzo nos va a costar recoger esa agua esparcida por nuestra mente en forma de trauma.
Si conseguimos recogerla antes de un mes, habrá sido un trastorno traumático de estrés agudo, pero si perdura más de un mes, se puede convertir en un trastorno de estrés post traumático, que es más difícil de resolver.
Existen varias técnicas para encauzarlo:
Una, es la exposición conductual: esta se aplicaría, por ejemplo, a los que tienen miedo a conducir tras un accidente o a usar el ascensor porque una vez se quedaron atrapados dentro, etc.
Otra, es la exposición narrativa: esta, en cambio, está enfocada a que la persona, tú en este caso, narre y describa con el máximo de detalles posibles la experiencia traumática. Es decir, que me cuentes con tus palabras qué experimentaste, cómo te sentiste, qué cosas o personas había allí, etc. Esta es la que creo que vamos a utilizar, así, que empieza a relatarme lo que pasó ese día, sin saltarte nada, por insignificante que parezca, es muy importante que no omitas nada. Ahora le voy a pedir a tu hermano que espera fuera, y tú, Juan, túmbate en el diván para estar más cómodo.
Así lo hicieron ambos.
—Bien Juan, ahora, primero haremos unos ejercicios de respiración para relajarnos— Tras unas cuantas respiraciones diafragmáticas y pausadas, le indicó que empezara a narrar ese día.
Juan empezó a contar la historia ya conocida, seguida atentamente por Antonio, el final volvió a ser el mismo, él se siente culpable de la muerte de Luis.
—Lo has hecho muy bien Juan, hemos terminado por hoy, te volveré a ver dentro de dos días. Deja que te acompañe.
Juan se levantó del diván algo confundido, ambos se dirigieron a la sala de espera donde estaba Roberto.
—Bueno, Roberto, ya he quedado con Juan para dentro de dos días a la misma hora. Lo ha hecho estupendamente, creo que en pocas sesiones lo tendremos encauzado.
—¿Cuánto te debo?
—La primera es gratis, por los viejos tiempos, ¡tenemos que quedar a cenar un día!
—¡Gracias, Antonio! ¡Por supuesto!
—Juan, un placer haberte conocido, la historia de tu vida es muy interesante y daría para una tesis. Nos vemos en dos días.
Juan salió de la consulta algo descolocado.
—No entiendo nada Roberto, ¿solo tengo que contarle lo que pasó?
—Tú haz caso a lo que él te diga, es un gran psicólogo, acabó la carrera como número uno.
—Pues parece más joven que yo.
—Sí, es por la barba, bueno, más bien, por la ausencia de ella— Roberto empezó a reír, Juan dibujó una leve sonrisa. Parecía que algo había mejorado con la visita.
CAPÍTULO VII
La puntilla
A la mañana siguiente, se levantó mejor, aunque no podía quitarse de la mente ese pensamiento de culpabilidad.
Desayunó junto a Roberto y María, los cuales observaron un leve cambio positivo de actitud en él.
—Parece que hoy tienes mejor cara— le dijo María.
—Bueno… aunque sigo pensando lo mismo.
—Pobrecito— María acarició cariñosamente la cara de Juan, quien notó la suavidad de la mano de su cuñada, lo que le recordó a Raquel cuando le curaba las ampollas en el orfanato. Agitó un momento la cabeza como al despertarse de un sueño y volver a la realidad, se levantó de la mesa y se marchó al trabajo.
Durante el trayecto en metro, se mostró cabizbajo de nuevo, el pensamiento de culpabilidad rondaba su mente una y otra vez. Algo alteró su bucle, justo enfrente se sentó un chaval con un cierto parecido a Luis, lo que no pasó desapercibido para Juan. Casi instintivamente, fijó sus ojos en el chaval, a los pocos segundos, el muchacho se percató de que era observado, cruzó la mirada con él, algo que suele bastar para que la otra persona cambie de punto la mirada. Segundos después, el chico volvió a percatarse de que seguía siendo mirado fijamente, lo que ahora si incomodó.
—Perdona, ¿me conoces de algo?— le preguntó a Juan. Este reaccionó segundos después, volviendo a agitar la cabeza para salir del universo de su mente. No contestó, solo negó con la cabeza y levantó la mano a modo de excusa. El chico hizo un gesto de perplejidad y miró para otro lado.
Llegó Juan a su destino, se bajó del metro, se paró, girándose en el andén, para observar por la ventanilla como el chico se alejaba. Un sentimiento de tristeza invadió su mente, con los ojos llorosos salió de la estación rumbo a la obra.
En el vestuario, el encargado esperaba a que todos los trabajadores llegaran. Cuando ya estaban todos allí, dirigió unas palabras.
—Como ya sabéis, a las diez es el funeral del compañero Luis, así que a las nueve todo el que quiera asistir, puede hacerlo. Organizaros para que los que no tienen coche puedan ir con algunos de vosotros.
—¡Los rapaces vienen conmigo!— se apresuró a decir Alberto. Otros hablaron entre ellos para apañarse.
Poco se trabajó, enseguida se hizo la hora de salir hacia el cementerio. Todos se cambiaron, asearon y repartieron por los distintos vehículos disponibles, los cuatro chavales más Juan, se acomodaron con Alberto.
La comitiva se dirigió al funeral, en el coche nadie decía nada, la tensión emocional era más que evidente, demasiadas malas experiencias para unos todavía adolescentes, que llevan sufriendo desde la infancia. La capacidad adaptativa de la mente a las situaciones adversas es muy grande en la mayoría de las personas, en la mayoría, pero no en todos.
Veinte minutos después, los vehículos iban llegando al cementerio. En silencio buscaban la capilla donde iba a celebrarse el sepelio. Esperaron en la puerta a que el coche fúnebre apareciera con los restos de Luis. Cinco minutos pasaron, a Juan le parecieron cinco horas, hasta que apareció el vehículo. En medio de un gran silencio, los operarios de la funeraria bajaron el ataúd, lo pusieron en un carro y se dirigieron al interior de la capilla pasando por delante de sus compañeros y Juan, quien no pudo reprimir las lágrimas al verlo pasar. De nuevo, ese sentimiento de culpabilidad volvía a inundar su mente.
Todos entraron tras el féretro, se acomodaron en los bancos de la pequeña capilla y comenzó el acto religioso. El oficiante, tras un pequeño responso, hizo un comentario sobre lo triste que era ver partir a un alma tan joven y que todos deberían estar felices ya que iba a un lugar mejor donde su alma disfrutaría de la felicidad eterna…
Palabras que se clavaban en el corazón de Juan, quien no era creyente pese a haberse criado con las monjas. Cuando pudo discernir por el mismo, llegó a la conclusión de que ningún dios permitiría el sufrimiento de los niños por parte de las que se supone eran las manos de él en la tierra, por lo que las palabras que decía el cura de turno, le sonaban igual de hipócritas que las que oyó en el orfanato tantas veces, aunque estaba seguro de que, si existía algún paraíso, cielo, o algo así, el alma de Luis estaría allí.
Terminado el oficio, se dirigieron a dar sepultura al cuerpo. Tuvieron que andar bastante entre cientos de tumbas, varias de ellas, de gente joven como Luis, hasta llegar a la zona asignada, un nicho en la quinta fila con el número 465-C, coronándolo.
Los funcionarios introdujeron el féretro, después lo taparon con una losa que sellaron con yeso, para finalizar colocando una plaquita con su nombre y la fecha de nacimiento y fallecimiento. Entre los asistentes, la dirección del orfanato en el que Luis vivía, que no era de monjas, sino civil, un representante del estado como tutor legal, sus compañeros de trabajo y… tristemente, ningún familiar.
Acabado el sepelio, la gente comenzó a retirarse, los cuatro chavales, más Juan y Alberto se quedaron los últimos.
—Venga, rapaces, marchemos ya— les invitó Alberto. Juan, con lágrimas en los ojos, se resistía a dejarlo allí solo, Alberto le rodeó los hombros con su brazo para decirle:
—Vamos Juan, dejemos que descanse en paz— era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Todos abandonaron el lugar.
El viaje de vuelta fue igual de silencioso que el de ida, solo roto por algún comentario de Alberto tratando de romper el hielo, pero sin éxito.
De vuelta en la obra, cada uno volvió a sus tareas, ahora los oficiales miraban de distinta manera a los chavales, el hecho luctuoso había despertado en ellos algo más de comprensión y tolerancia hacia sus aprendices.
Juan estuvo haciendo terapia durante tres semanas más en el psicólogo con resultado favorable, en la última visita Antonio le dijo:
—Juan, por mi parte creo que ya has superado el trauma, no veo necesario que sigas acudiendo a la consulta, eso sí, en el momento tengas cualquier angustia o duda, ya sabes dónde estoy.
—Pues gracias por ayudarme— añadió Juan con su locuacidad habitual.
Roberto esperaba fuera, le acompañaba en todas las visitas. Tras despedirse, abandonaron la consulta.
—Me alegro mucho de que estés recuperado Juan.
—Gracias Roberto, déjame que te pague las consultas.
—No es necesario, eres mi hermano pequeño, guárdatelo para cuando quieras iniciar tu vida por tu cuenta, te hará falta.
—Pero me siento incómodo así— insistía Juan.
—Para María y para mí es un placer tenerte en casa y ayudarte, ya has pasado bastante. Venga, volvamos a darle la noticia, seguro que se pone contenta— Juan no estaba satisfecho con la argumentación de su hermano, se sentía un parásito.
De vuelta a casa, Roberto comunicó la noticia a María que sonriendo abrazó a Juan tan fuerte, que notó sus senos contra su pecho, lo que lo incomodó de nuevo, no devolviendo el abrazo a su cuñada y separándose enseguida, lo que la dejó un poco descolocada. Roberto, viéndola, enseguida le hizo un gesto para que no se lo tuviera en cuenta.
Pasaron los meses, Juan ya cumplió dieciocho años, lo habían ascendido, primero a peón y después a oficial de tercera hacía un par de meses, gracias a Alberto, quien insistió al encargado sobre su más que perfecta preparación para el puesto. El encargado, a regañadientes lo hizo, a pesar de que nunca un operario había ascendido tan rápido, pero Alberto era su mejor oficial y si él lo decía es porque era verdad.
Los encargados en las obras quieren tener contentos a sus mejores oficiales, al fin y al cabo, eran una garantía para que el trabajo saliera bien y en el plazo fijado.
—Bueno rapaz… a lo mejor ya no tengo que llamarte así, ya eres todo un hombre— Juan medía un metro con noventa centímetros y pesaba unos cien kilos de puro musculo, su genética y el trabajo físico lo habían forjado de esa manera.
—Usted puede llamarme como quiera, sé que lo hace con amabilidad.
—Gracias, estoy orgulloso de ti rapaz— Alberto le dio un abrazo a Juan que no se lo esperaba— Ahora, espero que con las chicas seas más expresivo, si yo tuviera tu edad…
Juan no dijo nada, su locuacidad breve y su limitada empatía seguían igual. Era como era.
Unas semanas más tarde, en un día gris plomizo de otoño:
—Rapaz, el encargado me ha mandado hacer un revoque en el hueco del ascensor, con el andamio ya no llegan, así que me descolgaré con el columpio y lo haremos.
El columpio era una madera atada a una cuerda donde sentarse, sujetándose la persona por otra cuerda atada a su cintura. Las medidas de seguridad en esa época todavía eran bastante laxas.
—Déjeme que me suba yo y lo haga— Juan se ofreció.
—¡Eh rapaz, que aún soy tu oficial! Yo digo quién y cómo, además tú pesas mucho. ¡Marchando!— Alberto pareció sentirse ofendido.
Llegaron al hueco del ascensor, prepararon el columpio, dos cuerdas que acababan en una, más la que sujetaría a Alberto. Las cuerdas no llegaban al pilar donde iban a atarlas, así que buscaron otra, la ataron rodeando el pilar con un nudo corredizo más otro de seguridad. Después, Alberto unió los tres cabos con un nudo indescriptiblemente complejo.
—Yo hice la mili en la marina rapaz, dieciocho meses me tiré en Cartagena haciendo nudos— Alberto le guiñó un ojo.
—Usted sabrá, pero algún día tendrá que dejarme hacerlo.
—Al próximo, pero tendré que ponerte doble cuerda para tu peso— le dijo riendo.
Con el artilugio preparado y la otra cuerda rodeando su cintura, Alberto se dispuso a descolgarse en el hueco, solo tenía que bajar un metro. Ayudado por Juan, se deslizó con el columpio el metro donde estaba el tajo, Juan le acercó desde arriba una caldereta de pasta y las herramientas.
Alberto recordaba cuando estaba en la mili, contándole anécdotas a Juan, quien escuchaba atentamente.
Cada vez que Alberto daba una pasada con la llana, el columpio y la cuerda alrededor de los cantos del pilar se movían, uno de ellos estaba mordido asomando una de las piedras rotas contra la cuerda. El canto de la misma ya no era romo sino afilado y con los movimientos de la cuerda, esta se estaba erosionando a cada vaivén sin que ellos se percataran. La situación se estaba volviendo crítica.
—… Pues allá en Cartagena, en las guardias…— un pequeño chasquido interrumpió a Alberto. —¿Qué carallo fue eso?— preguntó al notar algo extraño, Juan se giró hacía el pilar para ver cómo la cuerda se estaba deshilachando.
—¡Alberto, la cuerda!— apenas pudo decir, la cuerda se partió, Juan la agarró ya habiendo iniciado esta el movimiento hacia el foso. La sujetó con todas sus fuerzas, pero no pudo frenarla lo suficiente, la cuerda pasó por su mano quemándosela por la fricción.
—¡Nooo!— gritó Juan a la vez que Alberto maldecía en gallego mientras se precipitaba los diez pisos. Apenas tres segundos después, un ruido sordo, seguido del silencio. Juan se asomó al borde, pero solo veía polvo, otra vez el polvo. Corrió escaleras abajo lo más rápido que pudo, todos los compañeros a su paso temían que algo había ocurrido, por lo que lo siguieron. Al llegar abajo, ya había allí algunos que, alertados por el estruendo, se acercaron para ver que ocurría.
—¡Apartad!— gritó Juan a la vez que empujaba a los que allí había. Lo que vio a continuación era algo irreconocible, un revuelto de brazos, piernas y un montón de sangre. Pudo reconocer la cabeza que sangraba por todos los orificios que en ella hay.
—¡Alberto, no, no, no!, otra vez no— negaba Juan a la vez que clavaba sus rodillas en el suelo roto de dolor.
El encargado y algunos de sus compañeros trataban de consolarlo y a la vez apartarlo de allí, pero Juan se resistía a irse. Ante la insistencia de sus compañeros que tiraban de él, este se revolvió y lanzó a tres metros a los compañeros que trataban de sujetarlo.
—¡No me toquéis, dejadme!— sus compañeros, sorprendidos por la violenta reacción, se apartaron de él.
—¡Vamos, apartaos y dejadlo!— gritó el encargado.
—¡Otra vez tenía que haber estado yo ahí y no tú! ¿Por qué no me dejaste a mí hacerlo? No es justo, no es justo— un grito de rabia acabó la frase, sus compañeros se asustaron y retrocedieron un poco más.
Era la segunda vez en poco tiempo que vivía la muerte de alguien cercano, pudiendo haber sido él quien muriera, pero no. Demasiado para cualquier persona como cualquiera de nosotros. Excesivo para una mente que lleva sufriendo desde niño.
CAPÍTULO VIII
El descenso a los infiernos
Otra vez el mismo modus operandi:
El médico llegó para solo certificar la muerte de Antonio, la espera hasta que llegue el juez para levantar el cuerpo y las preguntas de la policía.
Juan, con la mirada ausente, permanecía sentado junto al hueco del ascensor, uno de los policías intentó interrogarle, pero no respondía e incluso parecía no escuchar, solo tenía la mirada fija en la nada. El encargado intervino.
—Todo ha sido un fatal accidente, por lo visto actuó por su cuenta, nadie le mandó meterse allí— a pesar de que intentó decirlo en voz baja, Juan lo oyó, esas palabras retorcieron sus entrañas. De un salto se puso en pie y levantando por la pechera al encargado le dijo:
—¡Serás hijo de puta, tú le mandaste meterse allí!— el agente trataba de sujetarlo para que lo soltara, era en vano.
—¿Cómo te atreves a manchar su nombre, hipócrita de mierda?— Juan seguía con la mirada desencajada por la indignación convertida en ira desbocada. Desde el aire lanzó al encargado contra el muro del ascensor cayendo posteriormente al suelo, mientras el agente seguía, más bien intentaba, sujetarlo.
—¡Ya basta, o me veré obligado a detenerte!— las palabras del agente no hicieron eco en él, quien se dirigió de nuevo al encargado, arrastrando en su brazo al agente que intentaba detenerlo en vano. En ese momento Juan era un caballo desbocado.
Cogió por el pelo al encargado y lo arrastró hasta el cuerpo de Antonio.
—¡Pídele perdón!— otros compañeros se sumaron para que soltara al encargado, entre seis lo consiguieron.
—¡Estas despedido!, ¿me oyes? ¡Despedido!— le gritó el encargado mientras sus compañeros trataban de calmar a Juan. Segundos después, cayó de rodillas llorando, preguntándose porqué una y otra vez, sin obtener respuesta alguna.
El juez de guardia, al igual que con Luis, ordenó levantar el cuerpo de Alberto. Todos empezaron a marcharse, Juan fue el último, y el encargado, antes de marcharse, le recordó que estaba despedido y que pasara mañana por la oficina a recoger los papales para el desempleo. Cabizbajo, Juan se marchó de allí rumbo al metro, prácticamente no levantó la mirada del suelo durante todo el trayecto hasta llegar a casa.
Abrió la puerta y se dirigió directamente a su habitación, Roberto, que lo había saludado, se percató de que algo no iba bien. Lo siguió hasta su cuarto para interesarse.
—¿Te ocurre algo?
—No— respondió tajantemente.
—¿Seguro? A mí no me lo parece— insistió como haría cualquier hermano.
—¡Déjame, por favor!— volvió a ser tajante, después metió la cabeza bajo la almohada.
—La cena estará enseguida, María ha preparado…
—¡No voy a cenar, déjame solo!… por favor— esa última palabra ya la dijo con la voz quebrada.
—Puedes contarme lo que sea, soy tu hermano— no obtuvo respuesta. Roberto prefirió dejar de insistir, sea la que sea la causa del estado de su hermano.
A la mañana siguiente, Roberto, preguntó a María por Juan al no verlo levantado como todos los días.
—No se ha levantado aún— le contestó ella.
Roberto fue a la habitación de Juan, para ver que seguía en la cama.
—Juan vas a llegar tarde al trabajo.
—Ya no tengo trabajo— dijo Juan con la voz entrecortada.
—¿Qué ha pasado?
—Alberto, mi oficial sufrió un accidente mortal ayer… no pude sujetar la maldita cuerda…— Juan relató los hechos acaecidos el día anterior.
—Lo siento mucho, pero no fue culpa tuya.
—Él no me dejó subirme al columpio… tenía que haber estado yo allí en vez de él— dijo llorando.
—No te puedes echar la culpa otra vez como con Luis.
—No pude sujetar la cuerda— repetía una y otra vez.
—¿Te han despedido por eso?— preguntó Roberto indignado.
—No, por eso, no— le contó el incidente con el encargado.
—Es disculpable que actuaras así.
—No quiero volver más, hoy tengo que ir a por los papeles para el desempleo.
—¿Estás seguro?, tengo algún conocido que es abogado, podemos…
—¡No! No voy a volver allí— se levantó de la cama, se vistió y salió de la casa sin desayunar, ante el asombro de María.
—¿Qué le pasa?
—Otro revés como el de Luis—Roberto le explicó la situación. Ella se llevó las manos a la boca.
—¡Madre mía, pobrecito! Otra vez en tan poco tiempo. ¿Dónde ha ido?
—A la oficina creo— ambos se abrazaron.
Juan tomó el metro, la oficina estaba a un par de estaciones de la obra. Seguía cabizbajo dándole vueltas una y otra vez al mismo pensamiento de culpabilidad.
Al salir a la calle notó un pequeño mareo, su cuerpo le pedía algo de comer, no estaba acostumbrado a tantas horas sin hacerlo. Entró en un bar cercano con la intención de tomarse un café con leche, se aproximó a la barra llena de gente pidiendo cosas.
—¡Un carajillo, que menuda mañana me espera!— dijo uno.
—¡Un carajillo, que he discutido con mi mujer!— dijo otro.
Un montón de gente pedía carajillo argumentando algún problema, Juan no lo había probado nunca, pero a juzgar por la reacción de los tipos al tomárselo, parecía que les sentaba bien. Él también se pidió uno. Nada más servírselo lo probó, estaba horrible, pero a los pocos segundos de que llegara a su estómago empezó a notar un agradable cosquilleo por su cuerpo. Otro sorbo más, con el mismo resultado, obviamente supuso que el coñac producía ese efecto en él. Tres sorbos más y el carajillo llegó a su fin, salió del bar y comenzó a caminar. Tan solo un par de minutos después, comenzó a notar una agradable sensación en su mente, el pensamiento repetitivo parecía remitir, e incluso una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.
—¡Vaya! Pues sí que es bueno para los problemas esto del carajillo— se dijo así mismo.
Unos diez minutos después llegaba a las oficinas de la empresa, en una finca moderna de veinte alturas.
Entró y se dirigió a un mostrador donde una joven contestaba al teléfono. Tras presentarse, le dijo que venía a por unos papeles para el desempleo. La chica sonrió educadamente e hizo una llamada.
—Tercera planta a la derecha, despacho de Eduardo Santisteban. Por aquel ascensor— la chica le señalaba el camino muy educadamente. Tras darle las gracias, se dirigió al lugar indicado, llegó a la puerta, tocó con los nudillos y una voz le dijo que pasara.
—Buenos días soy…
—Sí, ya sé quién eres— le interrumpió el tal Eduardo de manera insultante. —Aquí tienes los papeles. Después de lo que has hecho tienes suerte de que no te denunciemos— el tal Eduardo era un tipo calvo cincuentón con un bigotito nostálgico de otra época.
Esas palabras y el modo de decirlas, le revolvieron las entrañas a Juan.
—No recuerdo haberle visto por allí. Seguro que no olvidaría esa cara de cabrón mal nacido que tiene.
—¿Cómo te atreves?— se levantó el tipo apoyando las manos en la mesa en actitud amenazante.
—Me atrevo porque es un cretino, te atreves a juzgarme sin conocerme ni haber visto ni oído lo que pasó— Juan plantó sus manos en la mesa delante de las del tipo.
—Firma aquí y ya puedes largarte— le dio un bolígrafo metálico que parecía de buena calidad.
Juan firmó los papeles sin dejar de mirar a los ojos del tipo. Una vez firmados, recogidas sus copias y el cheque con su liquidación, dijo:
—¡Ah, se me olvidaba!— clavó el bolígrafo en la mesa atravesando los documentos ante el asombro del tipo. —Me faltaba el punto, ahora ya está completo— Tal hecho sorprendió al cretino, que para nada esperaba esa reacción. El bolígrafo se clavó con tal fuerza que fue incapaz de sacarlo. Juan salió del despacho mientras el tipo juraba en hebreo, después cerró la puerta tan fuerte que se quedó con el tirador en la mano.
Ya en la recepción, se dirigió a la chica del mostrador de nuevo, con el tirador en la mano, para decirle:
—Dele esto al cretino del tercer piso, se ha caído de su puerta— la chica no entendía nada, Juan la dejó allí mirando el tirador mientras él salía del edificio.
Lo primero que hizo fue ir al banco emisor del cheque a cobrarlo, por si había algún problema volver a las oficinas a solucionarlo. No lo hubo. Después pasó por otro bar y se pidió otro carajillo, este pareció sentarle aún mejor que el primero. En el bar preguntó dónde quedaba la oficina del paro.
—Depende del barrio en el que vivas— Le respondió el camarero. Juan le indicó la calle donde vivía y el barrio.
—Pues creo que te corresponde la que hay a cuatro manzanas de aquí.
—Gracias—abandonó el bar en busca de la oficina.
Cuatro manzanas después y algo desorientado, preguntó a una persona por la oficina del paro. Esta lo miro con desdén y continuó su camino sin contestar. Volvió a intentarlo con otra persona.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿La tienes detrás y preguntas?— le dijo el señor meneando la cabeza a la vez que entraba en la oficina a su espalda.
—¿INEM?— se preguntó sorprendido. Se asomó tímidamente, un guardia de seguridad le preguntó.
—¿Qué te pasa amigo?
—¿Esta es la oficina del paro?
—¿Pero en qué mundo vives tú? Pues claro, ¿no lo lees? INEM, Instituto Nacional de Empleo.
—Vale, gracias.
—Coge número y espera a que salga en la pantalla para que te atiendan. ¿Es la primera vez?
—Si.
—Tranquilo, no será la última— dijo el vigilante con ironía.
Juan esperó a que su número apareciera en la pantalla.
Una hora después, todavía seguía en la cola, empezaba otra vez a sentirse mal, el sentimiento de culpa volvía. Sin duda el efecto depresor del alcohol estaba desapareciendo de su cuerpo.
Por fin su número apareció en la pantalla, se acercó a la mesa indicada donde un funcionario de unos cincuenta años, esperaba.
Sin ni siquiera saludarle, le preguntó fríamente cuál era el motivo por el que estaba allí. Juan le entregó la documentación que el funcionario ojeó someramente, tras lo que añadió:
—A partir del diez del mes que viene, con el DNI. en cualquier oficina del banco Central, puede cobrar la prestación, siempre y cuando se la aprueben claro. ¡Siguiente!
La gestión fue rápida, salió de la oficina de empleo dirección a la obra en la que hasta ayer trabajaba. Quería saber cuándo era el funeral de Alberto, ese recuerdo causó que el sentimiento de culpa y frustración apareciera de nuevo en su cabeza, torturándole. Pasó junto a otro bar, de manera casi inconsciente se dirigió a la barra, pero esta vez pidió solo coñac. Nada más servirle la copa, se la bebió de un trago. El sabor era más desagradable sin el café, pero tan solo unos segundos después, empezó a notar aún más fuerte esa agradable sensación que había sentido por la mañana al tomarse el carajillo.
De nuevo despejada su mente del pensamiento negativo recurrente, se dirigió a la obra. Llegó unos minutos después. Desde fuera divisó a uno de sus compañeros, a quien preguntó por el funeral. Le indicó que sería mañana a las doce en la iglesia del Santo Apóstol. También le dio la dirección.
Tras darle las gracias, dio un último vistazo a la obra.
La imagen de Alberto le vino a la mente, pero esta vez no le turbó como hacía unos instantes.
“Parece que el coñac me sienta bien”, pensó, no se imaginaba lo equivocado que estaba.
Anduvo deambulando por las calles toda la mañana. Pasado el mediodía, pasó cerca de un parquecito en el que varios niños correteaban, se paró frente a ellos viendo cómo jugaban y se divertían, algo que él no pudo hacer jamás. El efecto del coñac empezaba a desaparecer, a la vez que aparecía otra vez el sentimiento de culpa, que lo atormentaba desde el accidente. Continuó andando hasta alejarse del parque, al mismo tiempo que las voces de los niños jugando se oían cada vez más distantes hasta confundirse con el ruido de la ciudad. Se sentía mareado, por lo que tuvo que apoyarse con una mano en una pared mientras con la otra sujetaba su frente. Un policía local se percató y se acercó a interesarse por él.
—¿Se encuentra bien?— preguntó el agente. Juan lo miró sorprendido y confundido.
—Sí, sí, estoy bien— contestó Juan. Al hacerlo, el agente hizo un gesto de asco al percibir el olor a coñac que desprendía su aliento.
—¿Está borracho?
—¿Qué, borracho?— repreguntó sorprendido, nunca había estado borracho.
—Es evidente que sí. Haga el favor de irse a casa y no moleste a la gente— el policía le apremiaba, Juan no entendía nada.
—Yo, yo, no…
—Yo-yo es un juguete, venga lárguese a dormir la mona— insistía el agente. Juan confuso, continuó andando calle abajo, la cabeza parecía que le iba a explotar.
Unas calles más abajo, pasó por otro bar, casi instintivamente entro en él y pidió otra copa de coñac, el camarero le miró no muy bien.
—¡Solo una amigo, después te vas!— le dijo fríamente. Juan no entendía que pasaba. Nada más servirle la copa se la bebió de un trago, cerró los ojos unos segundos hasta notar cómo una suave sensación reconfortante recorría su cuerpo.
—¿Qué, ahora te sientes mejor, verdad? ¡Hale, desfilando que es gerundio!— el camarero le hacía gestos con la mano para que se marchara. Juan pagó y salió del bar.
Continuó su camino sin rumbo fijo, para cuando se quiso dar cuenta, no sabía dónde estaba. Vio una estación de metro al fondo, eso le ayudaría a orientarse. Tras consultar el plano del metro se dio cuenta cuán lejos estaba de casa, no entendía cómo había llegado hasta allí. La tarde empezaba a caer, se metió en el metro plano en mano y se subió al primero que pasó.
Durante el trayecto la gente le miraba sin entender bien porque, la situación le estaba incomodando. Una de las veces un hombre de aspecto triste lo miraba sin cesar, Juan no aguantó más.
—¿Qué te ocurre tío?— le preguntó con los ojos enrojecidos. El hombre le aguantó unos segundos la mirada, parpadeó y después la apartó agitando levemente la cabeza. Juan se levantó del asiento y se dirigió hacia el hombre, hasta ponerse delante.
—Te he hecho una pregunta, imbécil— el hombre le miró asustado. Otro hombre de aspecto rudo se acercó a Juan diciéndole:
—¡Eh amigo, cálmate! No te ha hecho nada— el olor a coñac confirmaba su sospecha. —¡Estás borracho, siéntate!— Otra vez le decían que estaba borracho, eso le hizo sentirse mal. Miró al hombre de aspecto triste para disculpase con la mano a la vez que volvía a su asiento. Se sintió hundido, no entendía qué le estaba ocurriendo, se sentía bien hace unos instantes, solo que le molestaba que le miraran, no entendía por qué.
Permaneció en su asiento mirando al suelo hasta que se bajó. Tomó otro metro, se sentó en un rincón sin levantar la mirada hasta su próximo destino.
Unos transbordos después, llegaba a su parada, y unos minutos más tarde, a casa. Entró directo a su habitación, Roberto se acercó a él.
—¡Juan, estábamos preocupados por ti! ¿Dónde te habías metido?
—Estoy bien— le contestó casi sin mirarlo y sin pararse, pero Roberto tuvo tiempo de ver su aspecto y… de percibir el olor a licor que desprendía. Se quedó petrificado con el estado de Juan, apenas pudo reaccionar, para cuando lo hizo, ya estaba en el baño con la puerta cerrada.
Juan puso sus manos sobre el lavabo, levantó la mirada hasta ver su reflejo en el espejo. Lo que vio no le gustó nada; unas ojeras rodeando los ojos bañados en sangre, su expresión flácida… cerró los ojos unos segundos, volvió a abrirlos con la esperanza de que la imagen del reflejo hubiera cambiado, pero… no, ese reflejo deprimente seguía allí, mirándole a los ojos. Juan bajó la mirada y empezó a llorar, tanto por lo que vio, como por su sentimiento de culpa que volvía a atormentar su mente.
Se metió en la ducha, abrió el agua fría de golpe, la impresión le hizo reaccionar produciendo un alivio momentáneo, solo momentáneo. Cuando su cuerpo se aclimató a la temperatura, ese sentimiento de tristeza y pena volvió como un martillo que golpea una y otra vez. Por fin salió del baño, Roberto y María le esperaban fuera.
—¿Qué te ha pasado?— volvió a preguntarle su hermano. Juan lo miró a los ojos.
—He bebido, y me sentía mejor después… al menos durante un rato.
—Esa no es la solución, tenemos que ir a hablar con Antonio de nuevo.
—¡No, eso no sirve para nada!— dijo de manera rotunda mientras apartaba las manos de su hermano de sus hombros.
—La otra vez te ayudó, ¿por qué ahora no?— insistía Roberto.
—¡No voy a volver a hablar con tu amigo, yo me lo resolveré!— dio media vuelta y se encerró en su cuarto. Roberto miró a María agitando la cabeza, marchándose ambos de la puerta.
Un rato después alguien tocaba la puerta del cuarto de Juan.
—Juan, te he traído la cena— era María.
—¡No tengo hambre!— sonó desde dentro.
—Tienes que comer. Por favor, déjame entrar— insistía con voz conciliadora. Tras unos segundos, Juan accedió.
—Pasa.
María dejó la bandeja en una pequeña mesa.
—Venga, come, verás cómo te sientes mejor. Tu hermano solo quiere…
—Déjame solo, por favor— le interrumpió. María hizo un leve gesto sonriente y se marchó.
Por la mañana, Juan se levantó más tarde de lo habitual. Un tremendo dolor de cabeza le sobrevino al levantarse, ahora conocía a una buena amiga de la gente que bebe, la resaca.
Roberto se había marchado a trabajar y María con el niño, habían bajado a hacer la compra. Juan salió de casa rumbo a la iglesia donde sería el funeral, quedaba lejos y cómo no conocía el camino, no quería llegar tarde. Consultó el plano del metro y subió en él. Tras una hora y varios transbordos, llegó a las proximidades de la iglesia, era pronto, se sentó en un banco en las proximidades a esperar. No estaba solo, sus pensamientos tormentosos le acompañaban de nuevo, la machacona sensación de culpa golpeaba su cabeza una y otra vez. Decidió pasear para tratar de aliviarse, unos cientos de metros más allá, pasó frente a un bar y casi instintivamente entró en el local, pidiéndose un carajillo y una copa. Tras tomárselos se sintió aliviado. Volvió al banco a esperar.
Un par de horas después vio a gente conocida que iba llegando, algunos lo saludaban, otros solo le miraban. Se levantó del banco y esperó a que llegara el coche fúnebre con los restos de su amigo Alberto. No pasó mucho tiempo hasta que apareció el vehículo negro, los empleados bajaron el féretro y lo condujeron al interior. Detrás, una mujer de negro, sujetada por uno de sus hijos y algunos familiares, cerraba el cortejo.
Juan entró el último, se colocó en un lateral tras una columna. El oficiante volvía decir más o menos, las mismas palabras que Juan oyó no hace mucho en el funeral de Luis. Palabras que seguían sonando vacías y llenas de hipocresía una vez más.
Tras el oficio fúnebre, el sepelio se dirigió al cementerio. Uno de sus hasta ayer compañeros le ofreció llevarle, Juan aceptó. Durante el trayecto no habló nada, solo asentía o negaba con la cabeza cuando le preguntaba el compañero.
En el cementerio solo estaban los más allegados y alguno de sus compañeros, el encargado afortunadamente no estaba, Juan se sintió aliviado de no verlo, no podía prever cuál sería su reacción si se lo encontrara. Se mantuvo a cierta distancia, no quería interferir con los familiares. Llegó el momento de depositar el féretro, esta vez en una fosa. En ese momento el ánimo de Juan empezaba a hundirse igual que el féretro lo hacía en la fosa, era como si sobre su pecho colocaran la losa con la que iban a cubrir el féretro, le costaba respirar y comenzaba a sentirse mal. Como pudo, se apoyó en un árbol cercano, desde el que pudo ver como cubrían la fosa con la pesada lápida. En ese momento su vista se nubló, Juan tuvo que sentarse para no caer, su respiración era entre cortada y rápida, síntomas típicos de un ataque de ansiedad.
Nunca se había sentido así, le costó más de diez minutos recobrar el ritmo normal de su respiración. Prácticamente ya no quedaba nadie allí, salvo la viuda con los hijos y algún familiar más.
Como pudo se incorporó, esperó a que todos abandonaran el cementerio, momento en el que se acercó a la tumba de Alberto. Con lágrimas en los ojos dijo unas palabras:
—Lamento mucho no haber podido sujetar la cuerda, te juro que lo intenté con todas mis fuerzas, pero…— la voz se le entrecortó, hizo una pausa y continuó.
—…Muchas gracias por haberme enseñado, por haber sido mi amigo y…— de nuevo se le entrecortó la voz.
—… ¿Por qué no me dejaste bajar a mí? Ahora tú estarías aquí con tu familia…— cayó de rodillas frente a la lápida llorando. Cinco minutos después se levantó y, sin decir nada, se marchó del cementerio sin un rumbo fijo.
Deambuló por las calles durante una hora con la mirada perdida y el sentimiento de culpa machacándole una y otra vez. Finalmente entró en un bar, se sentó en una mesa y pidió una copa de coñac, luego otra y otra…
El camarero ya no le quiso servir más.
—Creo que ya has bebido suficiente, deberías marcharte a casa.
—¿Por qué? Tengo dinero, ponme otra— insistía Juan con evidentes síntomas de embriaguez.
—¡Ya te he dicho que no, márchate!— le volvió a decir con más firmeza el camarero. En ese momento Juan sintió una ira incontrolable, se levantó y agarro al camarero por la camisa.
—¡Quiero que pongas otra, imbécil!— le gritó en la cara. El asustado camarero se vio sorprendido por la violenta reacción de Juan.
—Vale, vale, ahora te pongo otra— dijo el camarero de manera condescendiente, buscando que le soltara. Juan lo soltó y el camarero se dirigió a la trastienda donde estaba el teléfono, tras hacer una llamada volvió a la barra y le sirvió otra copa.
—¿Ves? ¡No era tan difícil!— le dijo Juan al conseguir lo que deseaba. Volvió a sentarse en la mesa a saborear la copa. Unos minutos después dos policías llegaban al bar, el camarero les hizo una señal en dirección a Juan, ambos policías se dirigieron hacia él.
—Buenos días, parece que hemos bebido bastante, ¿no?— dijo uno de los policías en tomo irónico.
—¿Qué?— Juan le miró confundido, mientras apuraba su copa.
—¡Ya has bebido suficiente!, ¿no te parece?— volvió a insistir el agente, pero esta vez con más firmeza.
—Si usted lo dice, aunque yo creo que no.
—Puedo asegurarte que sí, paga la cuenta y sal con nosotros, por favor.
—Bueno si me lo pide así…— Juan se levantó tambaleándose para dirigirse a la barra. Pagó las consumiciones escoltado por los dos agentes. Tras hacerlo, uno de ellos lo cogió por el brazo para acompañarlo fuera, pero Juan lo interpretó como una agresión e intentó cogerle la mano para quitárselo de encima, pero su coordinación estaba mermada por el efecto del alcohol, por lo que no acertó a cogérsela. El otro agente, al ver su actitud, sí se la cogió a él llevándosela rápidamente a la espalda inmovilizándolo. En otras condiciones seguramente Juan habría conseguido zafarse, pero en su estado no pudo ni reaccionar.
—¡Tranquilo amigo!— le dijo el agente mientras su compañero lo sujetaba.
—¡Yo estoy tranquilo, sois vosotros los que me habéis agarrado!— exclamó Juan visiblemente contrariado.
—Venga, vamos fuera a que te dé el aire— los tres salieron del bar.
—¿Dónde vives? ¡Pero si eres un crio!— inicialmente, dada la envergadura de Juan, no se había percatado que solo era un adolescente.
Juan les indicó la dirección de su hermano. Ambos agentes se miraron como preguntándose qué hacían con él. Sin decir nada, parecieron llegar a la misma conclusión:
—Vamos a llevarte a casa chaval.
—¡Oiga, no me llame chaval, me llamo Juan!
—Vale Juan, vamos a casa— le dijo en tono conciliador.
Tras subirlo al asiento trasero del coche patrulla, se dirigieron de vuelta a casa. En el trayecto, uno de los agentes se interesó por Juan.
—¿Por qué bebes chaval? Eres muy joven todavía.
—Acaban de enterrar a un amigo del trabajo, no pude sujetar la cuerda que se rompió y cayó por el hueco del ascensor— dijo con la mirada pérdida en el horizonte.
—Lo siento mucho chaval, pero seguro que no fue culpa tuya— el agente podía notar el sentimiento de culpa en esas palabras, por lo que trataba de empatizar con él.
Juan no dijo nada, solo agachó la cabeza mientras el agente seguía intentando ayudarle con la conversación, pero Juan, ya no parecía escucharle.
Llegaron al portal de casa, le ayudaron a bajar. Como el portal estaba abierto, los agentes lo acompañaron hasta la puerta de casa y tocaron al timbre, Roberto abrió la puerta y se asustó al ver a los agentes.
—Buenas tardes, ¿conoce usted a este joven?– preguntó uno de los agentes señalando a Juan.
—Sí, claro, es mi hermano ¿Qué ha pasado?
—Pues que ha bebido más de la cuenta
—¡Juan, pasa, anda, pasa!— Roberto se llevó una mano a la frente, con la otra cogió a Juan.
—Bueno Juan, cuídate y no vuelvas a beber— le dijo el agente que había hablado con él durante el trayecto. Juan levantó la mano de espaldas a modo de saludo mientras entraba.
—Lamento mucho las molestias agentes, y muchas gracias por traerlo— les agradeció Roberto.
—No hay de qué, esperemos que no se vuelva a repetir, es muy joven para esto— los agentes se despidieron con el saludo militar.
Roberto estaba bastante enfadado con él, mientras que María contemplaba la escena con David en brazos. Roberto le recriminaba su actitud.
—…después de todo los esfuerzos que hemos hecho por ti, haces esto, mereces un castigo por tu comportamiento…— al oír la palabra castigo, un interruptor interno de Juan se activó, uno que desencadenó recuerdos traumáticos que hacía tiempo no tenía. Rápidamente se zafó de Roberto dándole un empujón violento, tan violento que salió despedido cinco metros hasta donde estaba María con el niño. Dicho gesto les pilló desprevenidos, tanto que Roberto no pudo evitar chocar con ellos, cayendo ella de espaldas sin soltar al niño al que sujetaba por el instinto de protección que toda madre tiene hacia su hijo, para acabar golpeando con su cabeza en el marco de la puerta, provocándole una brecha por la que comenzó a sangrar a la vez que David rompía a llorar. Roberto corrió a auxiliarles, fue cuando se percató de que María sangraba por la cabeza. Juan se quedó paralizado, no pudo reaccionar ni decir nada.
Roberto se apresuró a taponar la hemorragia de María que no soltaba a David mientras lloraba desconsolado. Una tremenda sensación de malestar recorrió el cuerpo de Juan, pero seguía allí parado sin moverse.
Roberto se giró hacia él con los ojos bañados en sangre por la ira, llenos de lágrimas al ver a su mujer y a su hijo en el suelo, para decir:
—¡Coge tus cosas y márchate de aquí inmediatamente!— hizo una pausa. —¡No vuelvas nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca!
Juan intentó decir algo, pero no le salían las palabras, extendió su mano como intentando ayudar, pero…
—¿No me has oído? ¡Vete!— le gritó Roberto con más ira en sus ojos aun si cabe. Juan solo pudo agachar la cabeza, dar media vuelta y meterse en su cuarto. Dentro, se llevó las manos a su cabeza desesperado por lo que acaba de ocurrir.
Los llantos del pequeño seguían oyéndose junto a la voz de su madre intentando calmarlo.
—¿Qué haces aquí todavía? ¡Lárgate antes de que llame a la policía!— volvió a gritar Roberto.
La cabeza de Juan parecía que iba a estallar. Confuso y alterado no sabía qué hacer, pero su hermano seguía gritando que se fuera una y otra vez, maldiciendo el momento en que fue a buscarlo al orfanato. Esa frase se clavó en el alma de Juan como un arpón, diseñado para quedarse clavado de la manera más cruel y dolorosa.
Metió en una bolsa sus pocas pertenencias, incluida su caja de zapatos donde guardaba el dinero que ahorraba y que conservaba desde el orfanato. Salió de la habitación esperando que en el pasillo no hubiera nadie, que todo hubiera sido una pesadilla… pero allí estaban los tres en el suelo.
—Yo, yo…— balbuceó Juan
—¡Vete, fuera de nuestra casa y nuestras vidas!— sentenció Roberto.
Juan se dirigió a la puerta, al pasar al lado del pequeño alargó su mano para tocarle la cabeza, pero la madre lo apartó mientras le lanzaba una mirada de odio. Juan agachó la cabeza, giró la manilla de la puerta y salió del que hasta ahora había sido su único hogar, con un último vistazo a ellos cerró la puerta tras de sí, una puerta que no se volvería a abrir… nunca.
CAPÌTULO IX
La travesía por el desierto
Deambuló por la calle sin ningún rumbo concreto. Ya era noche cerrada, se sentía como si estuviera en una pesadilla de la que empezaba a despertar, coincidiendo con la finalización de los efectos del alcohol en su organismo. Empezaba a sentir como una losa lo aplastaba, le costaba andar, le dolía la cabeza… prácticamente no había comido nada en todo el día, pero no sentía hambre, solo pesadez física y mental.
Pasó frente a una tienda de veinticuatro horas, pasó frente a la zona de los bocadillos, pero no se paró, fue directo a la zona de las bebidas alcohólicas y sin pararse, cogió una botella de coñac dirigiéndose a la caja. El chico que allí había se percató de su aspecto y actitud, lo miró, levantó las cejas y le cobró, ya estaba acostumbrado a ese tipo de personas, alcohólicos que acuden desesperados como si de una farmacia de guardia se tratara, a por su medicina, en este caso alcohol, pero no para sus heridas, al menos las físicas.
Juan abandonó el local mientras el chico de la caja lo miraba menando la cabeza como lamentándose por él. Nada más salir, abrió la botella y dio un trago, cerró los ojos unos segundos, hasta que empezó a notar una falsa sensación de alivio. Caminó no sabe cuánto tiempo más hasta que llegó a un parque. Buscó un banco escondido como un animal cuando está herido, encontrando uno bajo un gran roble, se sentó y continuó bebiendo mientras sus pensamientos galopaban por su mente de manera desordenada. Cuando llevaba media botella, el sopor hizo efecto en él, quedándose dormido sentado de medio lado.
No se sabe cuánto tiempo después, unas voces se oían por el parque, provenían de un grupo de jóvenes que vestían cazadoras bomber negras, pantalones vaqueros ceñidos y además lucían la cabeza rapada, estética propia de los Skinhead.
—¡Eh, tíos, mirad, un vagabundo!— alertó uno de ellos a sus compañeros.
—¡Otro piojoso mendigo de mierda!— dijo otro de ellos.
—¡Démosle una lección para que sepa cómo nos las gastamos por aquí!— dijo el que parecía el cabecilla.
Se acercaron a Juan riéndose y con la adrenalina disparada.
—¡Eh, tío, despierta!— dijo de nuevo el cabecilla a la vez que empujaba a Juan, quien en principio no reaccionó.
—¡Dale más fuerte tío!— le arengaba otro de ellos.
De nuevo, el cabecilla empujó a Juan a la vez que le gritaba para que se despertara. Esta vez sí que lo hizo, abrió pesadamente los ojos para ver de manera borrosa a la gente que lo rodeaba.
—¡Eh, tíos, ya se despierta, joder es un borracho de mierda!— se habían percatado de la botella que aun sostenía en su mano.
—¡Sí, es otra escoria, démosle una lección!— sentenció el cabecilla. Los demás Skin saltaban nerviosamente preparándose para la lección.
—¡Oye borracho de mierda, te vamos a dar una lección que no vas a olvidar! — le dijo gritándole a Juan en la cara uno de ellos, lo que provocó una reacción espontánea de defensa por su parte, golpeando con su frente la nariz del tipo, quien cayó de espaldas ante la sorpresa del resto del grupo. Todos dieron un paso atrás a la vez que Juan se levantaba, con lo que pudieron apreciar su envergadura, lo que les hizo dudar si habían elegido bien a su víctima. Unos segundos de duda después, los Skin observaron como Juan se tambaleaba por los efectos del alcohol. Se miraron entre ellos.
—¡Está como una cuba, a por él!— ordenó el cabecilla.
Uno de los Skin lanzó su puño contra el estómago de Juan, quien en una situación normal hubiera podido esquivar, pero el alcohol ralentizaba sus reflejos, por lo cual, ni siquiera lo vio hasta que notó el impacto en su abdomen. El puñetazo hizo que se doblara hacia delante, momento que otro Skin aprovechó para lanzar otro puñetazo contra su nuca, este último le hizo caer de rodillas al suelo.
En ese momento varios de los Skin empezaron a patearle el abdomen con sus botas con puntera reforzada, lo que provocó que se enroscara instintivamente en el suelo para protegerse de la agresión. Unos segundos después el sonido de una sirena hizo que pararan de golpearle. Un vecino, alertado por el escándalo, había avisado a la policía.
—¡La pasma, vámonos!— gritaron casi al unísono.
Los Skin empezaron a correr, menos el cabecilla que cogió por el pelo a Juan levantándole la cabeza para decirle:
—¡No queremos volver a verte por aquí escoria de mierda!— le soltó y huyó con sus colegas de allí. A Juan le dio tiempo a fijarse en su cara, una cicatriz en forma de uve se dibujaba en su pómulo izquierdo.
Momentos después perdía el sentido. Un par de agentes llegaron a donde estaba tirado.
—¿Se encuentra bien?— le preguntaba uno de ellos, pero Juan apenas pudo mantener los ojos abiertos y se desmayó.
Los policías llamaron a una ambulancia, A los pocos minutos ya estaban poniendo a Juan en la camilla junto a sus cosas y llevándolo al hospital.
—Otro vagabundo borracho apaleado— afirmó uno de los policías.
—Seguro que han sido los Skin, ¡panda de nazis!— comentó el compañero. —No es la primera vez que ocurre en la zona.
Juan mientras tanto, ingresaba en urgencias en el hospital. De vez en cuando abría los ojos, veía luces y oía voces, pero se le volvían a cerrar sumiéndolo en la oscuridad y el silencio.
Veinticuatro horas después volvía a abrir los ojos, una intensa luz le cegó, era la linterna de un médico examinándole.
—¿Qué tal? ¿Cómo estás Juan?— una suave voz femenina le hizo abrir los ojos de nuevo.
—Hola, ¿ya estas despierto?— volvió a insistir la doctora.
—¿Dónde estoy?— preguntó Juan confundido.
—Estas en el hospital, te han dado una buena tunda, ¿lo recuerdas?— la doctora seguía examinándolo mientras hablaba.
—Sí, unos chicos en el parque.
—Has tenido mucha suerte de ser tan fuerte, solo tienes contusiones y una conmoción, creemos que afortunadamente nada grave, pero tendrás que seguir en observación un par de días, hasta que descartemos cualquier problema. Ahora te voy a poner un sedante para el dolor y así podrás descansar— la doctora inyectó el sedante en la vía.
—Quiero marcharme ya, tengo que…— el sedante hizo efecto rápidamente, Juan quedó dormido.
—Vigiladlo, no se vaya a escapar, pobre chico— ordenó la doctora a las enfermeras mientras abandonaba la habitación.
Al día siguiente, de nuevo, la suave voz de la doctora trataba de despertarle, mientras revisaba su estado. Los moratones empezaban a hacerse más evidentes, nada fuera de lo normal en estos casos.
Finalmente, tras un par de intentos, Juan abrió los ojos, la luz le molestaba, pero pudo distinguir la silueta de la doctora y por supuesto, su suave voz.
—Buenos días dormilón, ¿cómo te encuentras?— le preguntó la doctora.
—Cansado— contestó con dificultad.
—Creo que todo marcha bien— le dijo la doctora tras comprobar la normo reactividad de sus pupilas.
—En unos días, cuando te recuperes de los golpes, podrás marcharte— continuó diciendo a la vez que sonreía sutilmente.
—Hay un agente de policía esperando fuera para tomarte declaración, ¿te sientes con fuerzas para hablar con él?
—Creo que sí.
La doctora fue a buscar al agente. A los pocos segundos regresó con él.
—Buenos días, soy el agente Torres, me gustaría hacerte unas preguntas sobre lo ocurrido anteanoche.
El agente empezó con las preguntas rutinarias, seguidas de otras más concretas.
—Voy a enseñarte unas fotos por si recuerdas algo.
El agente le iba pasando fotos mientras le hablaba.
—Creemos que eran un grupo de Skinhead que frecuenta esa zona. ¿Te suena alguno?— una de las fotos era la del cabecilla, Juan le reconoció por la cicatriz en uve de su pómulo, pero no mostró ninguna señal al agente de haberlo reconocido, pero era él seguro.
—Lo siento agente, estaba muy oscuro y fue todo muy rápido— le dijo Juan con cierta desgana. El agente lo miró y le dijo:
—Ya, ya, que estuvieras borracho también influiría, ¿no crees?— el tono inquisitorial molestó a la doctora.
—No le consiento que hable así a mi paciente, ¿me oye? Usted tiene que buscar a quienes hicieron esto, no juzgar a la víctima.
—Ya hablaremos otro día. Adiós— el agente se marchó contrariado por la actitud de la doctora.
—¡Será cretino!— murmuró.
—No le hagas caso Juan, ya sé por tu analítica que habías bebido bastante, pero no te voy a juzgar por ello, solo ayudarte, si tú me dejas— se quedó mirándole esperando una respuesta. Juan hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—De acuerdo. Voy a llamar a un compañero para que hable contigo, es un especialista en estos temas, veras como te ayuda— la doctora se disponía a salir de la habitación para llamar a su colega.
—¡Doctora!— dijo Juan para llamar su atención.
—¿Sí?
—¿Cómo se llama?
—Doctora Cuesta, Raquel Cuesta— le contestó con una sonrisa.
Al oír el nombre de Raquel, vino a su mente el recuerdo de la chica del mismo nombre que conoció en el orfanato. La doctora se percató de que parecía recordarle su nombre a alguien.
—¿Te he recordado a alguien?
—Es una larga historia, doctora— le contestó con cierta melancolía.
—Bueno, pues cuando tenga tiempo, vuelvo y me la cuentas. Hasta luego.
—Pobre Raquel, se marchó de allí por mi culpa, no le tenía que haber dicho nada. Espero que encontrara la meta para su vocación en otro sitio— se lamentaba en voz baja.
Un rato después, otro médico visitaba a Juan.
—Buenos días. ¿Juan?
—Sí.
—Soy el doctor Montes, la doctora Cuesta me ha pedido que hable contigo— no le dijo que era psiquiatra, por su experiencia sabe que los pacientes al oír ese nombre se ponen a la defensiva, incluso cerrándose en banda, dificultando su labor.
—Hola.
—Voy a hablarte sobre los efectos del alcohol en ti.
¿Sabes por qué bebes?— para ser psiquiatra fue directo al grano.
—Me hace sentir bien.
—Eso es lo que crees, pero verás…— el doctor, comenzó a relatarle los efectos que realmente produce el consumo de alcohol en el cuerpo a corto plazo y que ya conocemos. Juan escuchaba atentamente sin mostrar ninguna emoción.
—… Además, a largo plazo, daña el hígado y las neuronas de manera irreversible. También afecta al corazón y al sistema circulatorio, resumiendo, que es como si te pusieras una venda en los ojos y caminaras hacía un precipicio, al no verlo no sabes que está allí, pero está— el doctor hizo una breve pausa.
—¿Has tenido algún hecho que te haya impulsado a beber?— continuó.
Juan apartó la mirada, los recuerdos luctuosos de Luis y Alberto vinieron a su mente y con ellos el sentimiento de culpa.
Tras unos segundos empezó a relatarle cómo había llegado hasta esa situación. Tras cerca de media hora de relato, seguido, en principio, atentamente, pero con cierta incomodidad por el doctor, quien concluyó:
—¡Vaya, Juan, menuda vida has tenido!— el doctor no se esperaba esa historia, parecía haberle abrumado.
—Voy a recetarte unas pastillas para cuando te sientas así, en vez de beber, te tomas una de estas, la pones bajo la lengua y dejas que se disuelva— el doctor sacó su talonario de recetas y le expidió el medicamento.
—Verás como te sientes mejor y no tienes la necesidad de volver a beber. Cuando se te acaben, vas al consultorio y que tu medico te haga más— El doctor miraba su reloj, parecía que se le hacía tarde, no esperaba esta historia tan compleja, así que lo despachó con la receta.
—Bueno Juan, espero que te recuperes pronto y te vaya bien, recuerda, una pastilla cuando te sientas mal, beber no, ¿de acuerdo?— esto ya lo dijo desde el umbral de la puerta.
—De acuerdo— contestó Juan cuando el doctor ya se había girado para salir. Con las prisas no le había explicado los posibles efectos secundarios que podía producirle este medicamento, unos efectos que descubriría más adelante.
Con los todavía restos de la sedación en su cuerpo, los ojos se le cerraron, y sin darse cuenta Morfeo se apoderó de él.
—Juan. Juan— le susurraba una voz, parecía estar soñando, pero la voz insistía. Sus ojos se abrieron poco a poco, cuando se le aclaró la vista empezó a distinguir una cara sonriente que le resultaba familiar. La doctora Cuesta estaba en su segunda ronda con los pacientes.
—Hola dormilón, parece que aún te dura el efecto del sedante, te lo bajaré al mínimo— ajustó el flujo del gotero. —Bueno, antes me quedé con las ganas de escuchar la historia de a quién te recuerdo. Pero antes, ¿qué tal la visita con mi compañero el doctor Montes?— Juan arrugó la boca mostrando cierta indiferencia.
—Pues al principio se le veía interesado, pero al rato, parecía tener prisa. Me recetó unas pastillas para tomármelas cuando me sintiera mal, en vez de beber— la doctora sonrió forzadamente al escucharle mientras pensaba: “que pronto acaba, después hablaré con él”.
—Bueno, ahora cuéntame a quién te recuerdo—volvió a sonreír, esta vez sí era una sonrisa sincera y emocionada a la vez. Juan miró la placa con el nombre de la doctora; R. CUESTA, erre de Raquel.
—Pues resulta que en el orfanato había una chica llamada Raquel, como usted, que quería ser monja…— la doctora escuchó atentamente la historia con final algo triste que ya conocemos, pero riéndose a carcajada limpia al escuchar la parte de la cura de las ampollas.
—Una lástima, creo que le gustabas a esa chica. No es de extrañar, eres un chico muy guapo y muy fuerte, Juan— la doctora apretó uno de sus bíceps, Juan reaccionó con un quejido. —Lo siento, ¿te he hecho daño?— la doctora levantó la sábana para ver que le había apretado sobre uno de los múltiples hematomas producidos por las botas de los Skin.
—No, no, que va— disimuló Juan.
—Como ya te dije, tuviste mucha suerte. Al ser tan corpulento las patadas de esos salvajes no llegaron a ningún órgano vital. De lo contrario, quizás no estaríamos hablando ahora tú y yo tan amigablemente— la doctora esta vez le cogió sutilmente la mano. Ambas miradas se cruzaron unos segundos hasta que la doctora empezó a sentir un calor recorrer su cuerpo, lo que la incomodó. Era la misma mirada que Raquel le hizo en el orfanato.
—Quiero oír la historia completa— le conminó la doctora.
—Es muy larga y triste— dijo suspirando Juan.
—Ya he acabado la ronda y estoy en mi tiempo de descanso— la doctora se sentó en un lateral de la cama sonriendo— ya puedes empezar.
Juan volvió a contar su triste historia por segunda vez, pero ahora la atención y el interés de su interlocutora era mayor y sincero.
La doctora, en muchos pasajes se llevaba las manos a la boca apenada, aunque trataba de mantener la entereza con cierta dificultad, hasta que Juan terminó la narración.
—No sé qué decir, estoy sin palabras ¿Cómo puede ser la vida tan cruel con una persona? Sin duda estás falto de amor y cariño— la doctora estaba visiblemente emocionada. Juan se limitó a encoger los hombros. —Me encantaría poder seguir hablando contigo fuera de aquí— se agachó y beso una de las mejillas— Hasta pasado mañana Juan—
La mirada dulce de la doctora le resultaba familiar. Mantuvo su mano levantada en señal de despedida hasta que la doctora abandonó la habitación. Nada más salir de ella, la doctora apoyó su espalda contra la pared para relajar la tensión que sentía, tanto por la historia como por el protagonista.
A la mañana siguiente, otro médico hacía la ronda. Decidió quitarle el gotero, dándole permiso para que se levantara si lo deseaba. A los pocos minutos, Juan se incorporaba lentamente y, aunque aturdido, puso pie en el suelo y levanto los más de cien kilos de su cuerpo magullado. Un poco renqueante, alcanzó el baño. Después, se sentó en el sillón de la habitación. Una hora más tarde ya paseaba con relativa normalidad por la misma. Dos horas más y ya paseaba por el pasillo. En uno de esos paseos se acercó al mostrador.
—Quiero marcharme— le dijo a un enfermero con cara de sorpresa al escucharle.
—¿Está seguro?
—Sí.
—Espere en su habitación a que le vea el médico— Juan volvió a su habitación, sacó la ropa del armario y se vistió, el médico apareció al momento.
—¿Está seguro de que quiere el alta?— el médico tampoco puso mucho afán en convencerlo de lo contrario.
—Sí.
—Vale, como quiera, espere aquí— el médico salió de la habitación, volvió a los pocos minutos con unos documentos. —Aquí tiene el alta y el informe, cualquier cosa que necesite…— Juan tomó los documentos y salió de la habitación dejándole con la palabra en la boca, parecía que huía, ¿pero… de qué?
Nada más salir del hospital, comenzó a dolerle la cabeza y a sentirse mareado sin saber por qué. Instantes después comenzó a sentirse mal, a la vez volvía a inundarle el pensamiento de culpa como en días anteriores, casi instintivamente buscó por las calles un bar donde calmar ese pensamiento machacón que lo atormentaba de nuevo. En ese momento, recordó las palabras sobre el alcohol del médico que le había visitado en el hospital ayer, haciéndole caer en la receta que le hizo. Cambió de objetivo, el bar por una farmacia, y no tardó en divisar una. Entró en ella, receta en mano, se dirigió al mostrador, el farmacéutico tomó la receta y tras unos segundos en el dispensario, volvió con una caja que entregó a Juan, quien, tras pagarla, abandonó la botica. Casi sin llegar a salir, abrió la caja y se colocó una pastilla bajo la lengua como le había indicado el médico.
Siguió caminando, a la vez que la cadencia de su respiración aumentaba y sus pensamientos de culpabilidad también, produciendo un bucle que desencadenaba en una crisis de ansiedad. La boca se le secaba, sumado al desagradable sabor de la pastilla bajo su lengua, hacía que esa sensación molesta cambiara inconscientemente su foco de atención a esa percepción en su boca, calmándole momentáneamente durante unos segundos, hasta que volvía a tener consciencia de nuevo del pensamiento repetitivo que lo atormentaba.
Unos diez minutos después, empezó a sentir un pequeño alivio simultáneo a la desaparición del desagradable sabor de la pastilla en su boca, el medicamento empezaba a hacer efecto. No más de dos minutos después el pensamiento machacón desaparecía, produciendo una sensación de calma y sosiego similar a la que obtenía con el alcohol, pero sin los efectos colaterales de este en su cuerpo. Él mismo se quedó sorprendido de tal efecto, “que bien me siento”, pensó y empezó a ver las cosas de diferente manera, debía plantearse cómo iba a conducir su vida. Primero buscar donde dormir, no sabía muy bien qué hacer.
Unos anuncios pegados a una farola llamaron su atención, junto al de un tal Otilio que se ofrecía para hacer chapuzas a domicilio, había otro en el que alquilaban una habitación, el contacto, un número de teléfono al pie. Memorizó el número y se dirigió a una cabina, introdujo unas monedas y marcó el número.
Un hombre contestó y tras unas breves preguntas, le dio la dirección de la casa. Estaba cerca de allí, según le indicó el interlocutor, así que tras preguntar a un par de personas y recorrer cinco manzanas, llegó a su destino. Una finca de los años cincuenta bastante descuidada en su fachada, con multitud de tendederos asomando por los diminutos balcones, más parecía una calle napolitana que la de una capital, sin duda era una zona obrera sin llegar a arrabal.
El patio abierto invitaba a entrar a quien por allí pasara. Subió en el ascensor con puertas manuales de hierro forjado hasta el octavo piso. Una mezcla de olores llegaba a su nariz, sobre todo de guisos, por un momento le recordó al olor del comedor del orfanato. La puerta treinta seis era su destino, estaba justo en frente del ascensor, flanqueada por dos puertas a cada lado. Tocó al timbre, un hombre de unos cincuenta años, calvo y con bigote abrió la puerta.
—Buenas tardes, soy Juan, vengo por lo de la habitación.
—Yo soy Leopoldo, pasa— una vez dentro, el piso se veía no muy grande, directamente fueron a la habitación más o menos de tres por tres metros, con una ventana al patio de luces, una cama de noventa con una mesita, un armario a juego y una pequeña mesa con una silla de madera, era todo el equipamiento.
—No está mal— dijo Juan fríamente.
—¿Tienes trabajo?
—Acabo de quedarme en el paro— el propietario enseguida arrugó la boca. —Tengo un año de paro, soy albañil, se ha terminado la obra donde estaba— mintió sutilmente.
—Tendrás que darme un mes por adelantado y cómo estás en el paro, pagarás el día diez de cada mes sin excusas. Puedes usar tu habitación, el baño y la cocina con la condición de que limpies todo lo que manches, ¿queda claro?
—No hay problema, estoy acostumbrado a arreglármelas solo— un apretón de manos y el mes por adelantado sellaron el acuerdo.
La doctora Cuesta comienza su turno en el hospital, inicia la ronda a los pacientes hasta que llega a la habitación que ocupaba Juan. Antes de entrar se atusa el cabello y se desbrocha un botón superior de la bata, ensaya una sonrisa y entra en la habitación.
—Buenas tardes, Juan, ¿cómo has pasado el día?—
La sonrisa de su rostro se tornó en sorpresa al ver una señora mayor en la habitación. Salió a comprobar el número desconcertada, para confirmar que no se había equivocado. Se dirigió presta al mostrador a preguntar.
—Rosa, ¿dónde han llevado al chico de la sesenta y seis?
—Se marchó esta mañana.
—¿Qué?— su desconcierto aumentaba.
—Sí, pidió la alta voluntaria, el doctor Ojuela se la dio.
—Gracias— Raquel no entendía nada. Rápidamente, llamó a su compañero de psiquiatría que lo visitó ayer.
—Montes, ¿sabes porque se ha ido el chico que te pedí que visitaras ayer?
—Buenas tardes doctora Cuesta, pues no lo sé.
—¿Qué hablasteis?
—Ya sabes que de eso no puedo contar nada.
—¡No me toques los coj… ovarios, Montes!— Raquel estaba visiblemente molesta.
—Tranquila, solo hablamos de su problema con la bebida, me contó su triste vida…
—Ya, seguro que no mostraste mucha empatía— hizo una pausa– ¡La madre que te parió, seguro que te cansaste de escuchar su historia y te largaste!
—Bueno… se me hacía tarde, le receté unas pastillas y…— trataba de justificar su proceder sin conseguirlo.
—¡Y ya está, con pastillas los psiquiatras lo arregláis todo, solo necesitaba que lo escucharan, imbécil!— la indignación de Raquel era más que evidente.
—Oye no te…
—¡No me que, vete a la mierda, era mi paciente y me tenías que haber consultado antes de darle nada!
—¡Joder Raquel ni que fuera tu novio!
—¡Cretino!— le colgó el teléfono bruscamente ante la mirada de incredulidad de la enfermera del mostrador.
—¿Se encuentra bien doctora?— le preguntó la enfermera.
—¡No, no, me encuentro bien!— Raquel se sentía frustrada por dos razones: una era que Juan necesitaba ayuda, la otra… no se la supo definir con objetividad.
Se quedó al final del pasillo con la mirada fija en el infinito hasta que pudo calmar su frustración.
—Pobre Juan, me pregunto dónde estará y que será de él— murmuró.
CAPÍTULO IX
La venganza es un plato que se sirve frío
Unos días después, ya recuperado de los golpes, y mantenidos a raya sus pensamientos negativos con la medicación que tenía que tomar varias veces al día, otro pensamiento se había fraguado en su cabeza, el deseo de venganza contra el grupo de Skin que lo apalearon en el parque.
Equipado con una sudadera negra con capucha, recorría las calles de la zona del parque donde le agredieron. Tras varias noches sin rastro de los Skin, por fin vio a dos de ellos, los siguió hasta que se separaron, y continuó tras uno de ellos a una distancia prudencial. El Skin se percató de que lo seguían, y al doblar una esquina se paró en ella sacando una navaja, por lo que en cuanto llegó Juan, se lo encontró de cara con la navaja esgrimida por el Skin.
—¿Por qué me sigues, eres maricón?— dijo cínicamente creyendo tener el control gracias a su navaja. Juan lo observó, no parecía uno del grupo, pero quizás pudiera decirle como encontrarlos.
—Te sigo porque necesito hacerte unas preguntas y no soy maricón.
—¿Eres un poli?
—No, solo soy… uno cualquiera, como esos a los que os gusta apalear— el Skin empezaba a ponerse nervioso.
—¡Te voy a rajar, mamón!— el Skin estaba cada vez más confundido con la actitud aparentemente serena de Juan.
—Antes maricón, ahora mamón, solo quiero hacerte unas preguntas, si cooperas podrás marcharte tranquilamente, si no, lo lamentarás.
—¡Serás pringado! ¿No ves la navaja que llevo?— se la agitó en la cara de manera amenazante. Juan creyó que había llegado el momento de actuar. Como le enseñó el maestro Dan en el orfanato, la sorpresa es un factor determinante en toda lucha “quien da primero, da dos veces” decía el maestro y decidió ponerlo en práctica. Con un rápido movimiento de manos, cogió la muñeca del Skin, doblándosela, y obligándole a llevar el brazo a su espalda, quedando a su merced. Un apretón más y la mano se abrió dejando caer la navaja al suelo, mientras el Skin gritaba de dolor.
—Ahora te voy a hacer unas preguntas.
—¡Suéltame tío!— gritaba.
—Puedo seguir girándote el brazo hasta partírtelo.
—¡Vale, vale tío, para!— aceptó, viéndose sin otra opción.
—Un amigo tuyo que lidera una banda, uno con una cicatriz en uve en el pómulo izquierdo.
—¡No sé de quién me hablas!— intentaba engañarlo, consiguiendo solo como recompensa que su brazo se doblara un poco más, haciendo el dolor insoportable.
—¡Charly, Charly, así le llamamos!
–Bien, sigue así. Y donde lo puedo encontrar.
—Ahora se mueve por la zona del mercado.
—¿Cómo se va a esa zona?
—Todo recto por esta calle y la quinta a la derecha— confesó el Skin, pero Juan notó algo en su voz.
—¿Estás seguro?— le dobló otro poco el brazo haciéndole suplicar que parara. Juan aflojó un poco.
–A la izquierda— confesó entre lágrimas.
—¡Si me has mentido volveré a buscarte!— le dijo cogiéndole del cuello y levantando su cara.
—¡No te he mentido, lo juro!— a Juan le pareció sincero y lo soltó.
—¡Lárgate, por tu bien espero que no tengas que volver a verme!— El Skin, al verse liberado, huyó corriendo del lugar. Juan sintió una satisfacción extraña cuando le infligía dolor al Skin. Sin más, se puso rumbo a la zona del mercado, esperando encontrar a sus amigos allí.
Callejeó por la zona indicada durante treinta minutos y cuando ya iba a dar por concluida la búsqueda, vio en un banco a un grupo de gente. Se acercó sigilosamente entre los coches buscando las zonas de penumbra para pasar desapercibido. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de ellos pudo confirmar que eran Skin, se agazapó para escuchar lo que decían.
—… ¿Tíos vamos de cacería?— dijo uno de ellos, a lo que todos respondieron afirmativamente.
—¡Pues vamos a buscar escoria!— dijo otro. La voz de este fue reconocida por Juan de inmediato, era el líder de la banda que le dio la paliza, un subidón de adrenalina recorrió su cuerpo. Decidió no precipitarse y esperar el momento adecuado, a pesar de que su deseo era ir a por ellos en ese instante.
El grupo de Skin empezó a caminar, Juan les siguió a una distancia prudencial, camuflándose entre las sombras y los vehículos aparcados. Tras unos minutos, el grupo de Skin se paró junto a un pequeño parque, hablaron entre ellos, parecían señalar a un lugar concreto. Juan dirigió su mirada a dicho lugar, en un banco parecía haber alguien durmiendo, igual que estaba él cuando le dieron la paliza. El grupo de Skin se acercó al banco rodeándolo, empezaron a increpar al pobre hombre que estaba allí tumbado, un vagabundo, parecía. Los insultos y vejaciones llegaban hasta donde Juan se ocultaba, el momento había llegado.
Salió de las sombras con la capucha puesta, y rápidamente se dirigió hasta el grupo. Estaban todos tan cebados con el pobre vagabundo que no se percataron de que alguien se acercaba. Ya detrás de ellos Juan dijo:
—¡Dejad al hombre en paz!— los cinco Skin se giraron sorprendidos, lo que hizo que en principio ninguno reaccionara.
—¿Quién cojones eres tú, otro piojoso?— todos los Skin empezaron a reír.
—No soy ningún piojoso— contestó con firmeza.
—¿Entonces qué eres, su novio?— de nuevo el grupo empezó a reír, más fuerte aún si cabe.
—Tampoco.
—Entonces, ¿quién coño eres, capullo?— dijo el Skin, poniéndose frente a él en actitud agresiva.
—Soy… quien te va a cerrar esa bocaza— recordó en ese momento, de nuevo, las enseñanzas del maestro Dan en el orfanato, “… dar primero, da dos veces…” y sin darle tiempo a reaccionar, lanzó su palma de la mano, donde se junta con la muñeca, contra la nariz del Skin que tenía delante, haciéndole caer de inmediato gritando de dolor. Los cuatro Skin restantes se miraron unos a otros perplejos por el movimiento de Juan. El cabecilla miró a uno de sus compañeros que portaba un bate haciéndole un gesto para que atacara como si de un perro de presa se tratara. El Skin inmediatamente levantó el bate con la intención de golpear a Juan, éste lo vio venir y con un movimiento rápido de cintura, lo esquivó quedando a su espalda, momento que aprovechó para lanzar un golpe con su puño cerrado contra sus costillas, haciéndole caer de costado y con dificultades para respirar. Ahora, los que quedaban ya no se reían, más bien parecían asustados.
El cabecilla miró a otro de sus esbirros, el cual sacó una navaja, dirigiéndola contra Juan de manera amenazante. Juan retrocedió un par de pasos, no
por miedo, sino para tener la distancia apropiada para contrarrestar el ataque, pero eso los Skin no lo sabían.
—¿Ya no eres tan valiente, eh cabrón?— empezaron a reír de nuevo, no por mucho tiempo.
La navaja del Skin estaba a dos metros de Juan, a la altura de su cara, distancia óptima para lanzar su ataque. Como un rayo, lanzó una patada voladora contra la mano en la que portaba la navaja el Skin. Esta salió volando de su mano, golpeando y clavándose en el brazo de otro de sus colegas. Casi inmediatamente, Juan agarró la mano, ahora vacía, del Skin, haciéndole voltear por encima de su espalada hasta impactar contra el suelo, dejándolo fuera de combate. Juan miró de frente al cabecilla.
—Ya no te quedan más perros que lanzarme, ahora solo estamos tú y yo.
—¿Qui… quién eres?— ahora el valiente cabecilla empezaba a verlo todo muy mal. Su expresión era de auténtico miedo. Juan se quitó la capucha lentamente hasta dejar ver su rostro al completo. El cabecilla lo reconoció de inmediato.
—No, no queríamos hacerte daño… solo queríamos asustarte… por favor, no me hagas nada— gritaba llorando a la vez que se ponía de rodillas suplicando. Juan lo miró, el primer pensamiento fue que ya había tenido bastante, pero inmediatamente, otro pensamiento más fuerte se superpuso, le decía que le diera una lección que no olvidara nunca. Cerró los ojos un momento, y tras abrirlos, estaban bañados en sangre, el pensamiento de venganza e ira se apoderaron de él.
Cogió por el cuello al cabecilla para que lo mirara a los ojos.
—¡No quiero que olvides nunca mi cara!— sentenció. Inmediatamente lanzó el puño cerrado contra la boca del Skin, haciendo saltar varios dientes; después, lo volvió a lanzar, esta vez contra la nariz, reventándosela. Finalmente, cogió la navaja que estaba clavada en el brazo del otro Skin, levantó la cara del cabecilla y le dijo:
—Así seguro que me recordarás siempre— con la navaja dibujó una jota en el pómulo derecho del cabecilla, quien gritaba de dolor mientras sus compañeros huían como podían del lugar.
—Y ahora, YO soy el que dice: ¡no quiero volver a verte por aquí, escoria!— Juan soltó el cuello del maltrecho cabecilla, quien, llevándose las manos al rostro, se levantó como pudo y huyó del lugar.
Juan sintió una sensación placentera tras lo ocurrido. El vagabundo seguía en el banco, había observado horrorizado la violencia mostrada por Juan.
—Casi lo matas, amigo, ¿era necesario?— le dijo levantándose para abandonar el lugar. Esa pregunta devolvió a la realidad a Juan, quien, sacudiendo la cabeza, pensó en lo que acababa de pasar. “¿Qué he hecho? Yo no soy así”, pero otro pensamiento se opuso de inmediato a este. “Seguro que ha aprendido la lección, nadie se mete conmigo y se va de rositas”, y de nuevo, una sensación placentera recorrió su cuerpo.
Las pastillas recetadas por el psiquiatra, tenían importantes efectos secundarios, entre otros, el posible aumento de la testosterona. En Juan, por su constitución física, ya era alta, pero sin que su cuerpo llegara a producir una cantidad peligrosa, pero la medicación había alterado este equilibrio. El aumento excesivo de esa hormona puede provocar brotes de violencia en la persona, sin que se dé cuenta de ello, al menos al principio. Además, la medicación genera una dependencia psíquica difícil de controlar. Se estaba convirtiendo en un coche cuesta abajo, sin frenos, difícil de parar, el cual, normalmente, acaba estrellándose.
CAPÍTULO X
Un espejismo
Días después, mientras deambulaba por la calle después de haber tomado su medicación, pasó frente a un gimnasio que parecía haber vivido tiempos mejores. Un cartel escrito a mano en la puerta rezaba: “Oferta especial para parados, cincuenta por ciento de descuento”. Le pareció interesante, así que entró a verlo, tampoco tenía nada que hacer más interesante.
El local debía tener cuarenta o cincuenta años, era deprimente, viejo, olía mal, con las barras oxidadas por el sudor…, no era de extrañar que fuera mal.
Se dirigió a una especie de pecera donde un hombre con un puro en la boca, supuestamente el encargado, moraba.
—Buenos días, vengo por la oferta del cincuenta por ciento— el tipo del puro levantó la mirada, los ojos se le abrieron como platos al comprobar la envergadura de Juan, sería un buen reclamo si entrenaba en su gimnasio.
—¡Claro, claro, puedes empezar cuando quieras!
—Vale, volveré cuando tenga la ropa adecuada— El tipo no quería que se lo pensara mejor y no volviera.
—Tranquilo, tengo ropa para dejarte, además, el primer mes te lo regalo si vienes todos los días. ¿Qué te parece?
—Bueno— Juan encogió los hombros, no tenía nada que perder.
—¿Has entrenado alguna vez?, por tu físico diría que sí. Por cierto, me llamo Roque.
—Juan, encantado. Sí, hice karate, pero ya hace dos años que no entreno.
—Bueno es como ir en bici, una vez se aprende no se olvida— Roque rodeó su brazo los hombros a Juan mientras reía y lo acompañaba al vestuario.
Tras darle un pantalón, una camiseta, una toalla y unas zapatillas, le invitó a que se cambiara.
—No olvides dejar tus cosas en la taquilla, por aquí pasa mucha gente, ya me entiendes— lo de que había chorizos lo entendió, lo de mucha gente, sería en otros tiempos. Cuatro personas, ambos incluidos, estaban en el local.
Ya cambiado se dispuso a compartir la sala de entrenamiento con los otros dos usuarios que allí había. Pese al tiempo que hacía que no entrenaba, la genética de Juan era muy buena, por lo que sus músculos todavía se definían en su cuerpo. El encargado sonreía, creía que este era el golpe de suerte que necesitaba para levantar el local.
Dos semanas después, el físico de Juan mejoró ostensiblemente, sus músculos ahora estaban claramente definidos. El reclamo de su presencia hizo que mucha gente se apuntara pensando que entrenando allí acabarían consiguiendo un cuerpo
como el suyo, cosa prácticamente imposible si tu genética no te acompaña, pero eso los que se apuntaban no lo sabían.
Al encargado se le ocurrió una idea que podría beneficiar a ambos.
—Juan, se me ocurre una idea. ¿Qué te parecería dar un par de horas de karate? La mitad de las cuotas de la gente que se apunte para ti, además no pagarías nada por entrenar.
—Yo no soy profesor de karate.
—Pero sabes karate, ¿no?
—Algunas técnicas básicas, nada más.
—Sobra, para el que no sabe es más que suficiente. ¿Qué me contestas?
—Bueno, puedo probar.
—¡Sí, bien!— exclamó haciendo un gesto de satisfacción. —Voy a organizarlo para empezar cuanto antes— rápidamente se fue al centro de la sala para ofrecer las clases a los allí presentes. De los diez usuarios que había, cinco se apuntaron y solo era el comienzo.
—Bueno Juan, ya tienes a tus primeros alumnos, empezáis mañana en la sala de al lado— una sala cerrada en desuso con un pequeño tatami, la cual vivió momentos mejores. Roque se la mostró a Juan.
—Está un poco sucia, pero tiene tatami. Mañana estará limpia para que empieces.
—¡De acuerdo! Mañana a las cinco— una sonrisa
leve se dibujó en su cara al recordar las clases de karate con el maestro Dan en el orfanato.
Los efectos de la medicación que tomaba duraban cada vez menos, ya necesitaba cuatro pastillas para controlar los pensamientos negativos que seguían atormentándole. Muchas noches se despertaba de madrugada empapado en sudor y con el corazón acelerado sin comprender por qué, la mayoría de las veces no recordaba nada a la mañana siguiente, todo lo más, creía haber tenido alguna pesadilla. Sin saberlo, todo eso iba minando su carácter poco a poco sin darse cuenta, pero de forma inexorable.
Al día siguiente, siete personas esperaban en la sala nueva la primera clase de karate. Esa misma mañana, Juan se había comprado un kimono y un cinturón negro, tenía que causar buena impresión. Por supuesto que los alumnos no venían equipados con kimono, pero todo se andaría.
Nada más entrar, ordenó a sus alumnos formar de manera disciplinada, y cuando ya estaban alineados en tres filas se dirigió a ellos por primera vez.
—Buenos días, me llamo Juan, maestro para vosotros— una breve charla acerca de la filosofía del karate como le había enseñado el maestro Dan, consiguió captar la atención de unos ilusionados alumnos.
Para terminar, una frase de su maestro:
—¡Dar primero, da dos veces! No lo olvidéis nunca.
La primera clase se basó en movimientos básicos y control de la respiración. Tras dos horas, los alumnos estaban visiblemente cansados, uno de ellos preguntó:
—¿Maestro, cuando nos va a enseñar a golpear?
—Antes de aprender a golpear tendréis que aprender a recibir, igual que a caer, antes de a levantaros, el karate no es precipitación, es control y, sobre todo, usar la fuerza del contrario en vuestro beneficio. No lo olvidéis. ¡Ah, mañana todo el que venga que lo haga con kimono, y no quiero más preguntas de este tipo, yo diré cuándo y cómo! Podéis retiraros— la inclinación de la cabeza a modo de saludo finalizó la clase, devuelto de inmediato por los alumnos.
A la salida esperaba Roque.
—¿Cómo ha ido… maestro?
—Bien, mañana más— apenas se detuvo a hablar con él, Juan era así.
En los días siguientes, el número de alumnos fue aumentando hasta la veintena, las clases pretendían ser eminentemente prácticas, sobre todo, basándose en la defensa personal. Los robos y atracos estaban a la orden del día por esa época, Juan quería que supieran defenderse ante una agresión de manera eficiente.
Las semanas transcurrían, sus alumnos iban adquiriendo las habilidades básicas, por lo que Juan se sentía orgulloso de ello, pero dentro de él, una voz a veces le incitaba a ser agresivo, de hecho, más de una vez se pasó con alguno de sus alumnos a la hora de reprenderles alguna mala técnica o alguna indisciplina. No podía controlar ese impulso del que luego se arrepentía, seguía sin entender por qué ocurría, él no era así antes.
Un día, al término de una de sus clases, Roque le esperaba con otra persona en la puerta de la sala.
—Juan, te presento a Jaime, quiere hacerte una propuesta— tras el apretón de manos le expuso su oferta.
—Soy el propietario de una nueva discoteca, Aurum, Estoy buscando alguien que se encargue de la seguridad del local los viernes y sábados por la noche. Te encargarías de elegir a tu equipo y supervisarías la seguridad, no quiero peleas en mi local. La inauguración es dentro de una semana, necesito saber si te interesa ya.
—¿Solo los viernes y sábados por la noche?
—De momento sí.
—Tendría que ver el lugar antes para hacerme una idea.
—Claro, podemos ir ahora mismo, bueno, en cuanto nos duchemos, claro.
—De acuerdo— Jaime y Juan pasaron por la ducha para encontrarse posteriormente en la puerta. Salieron en busca del coche de Jaime, un impresionante Mercedes negro con asientos de cuero en el mismo color.
—¿Te gusta el coche?— le pregunto Jaime con cierto aire de soberbia.
—No está mal, pero es demasiado oscuro.
—Ya lo dice el refrán “…para gustos los colores”
—Pues no lo había oído nunca— Juan no era muy impresionable, ni como ya sabemos muy locuaz con lo que ve y oye.
Quince minutos después llegaban a un polígono donde estaba el local. Por fuera parecía unos lingotes apilados de oro, a tenor del color dorado con el que estaba pintado por fuera, de ahí el nombre AURUM, oro en latín.
—Bueno ya estamos, todavía están los decoradores dando los últimos retoques— Jaime guió a Juan, primero por los exteriores, luego por el interior, a la vez que le explicaba su idea.
—En la entrada, quiero dos zonas, una para los clientes estándar y otra para los VIP’S, que son los que se dejan la pasta. ¿Cómo lo ves?— Juan se llevó las manos a la barbilla mientras pensaba.
—Pues teniendo en cuenta que es la primera vez que hago esto, yo creo que con dos personas en la puerta y tres dentro controlando, sería suficiente.
—Recuerda, quiero que seáis expeditivos y ante cualquier conato de bronca, los quiero fuera, a los borrachos también. Sin contemplaciones— Jaime tendió su mano a Juan para sellar el pacto.
—Bueno, no hemos hablado de dinero, la gente de mi equipo querrá cobrar.
—Y tú también, imagino…
—Tengo que comer, el paro se me acabará pronto.
Jaime le hizo una oferta que no podía rechazar, después, otra para su equipo, también generosa.
—Pues ya te encargas tú de buscar a tu equipo, seguro que en el gimnasio encontraras candidatos.
—Mañana me pondré a ello.
—Estaremos en contacto. Vendré a buscarte el jueves que viene para concretar.
—De acuerdo
—Vamos, te llevaré de vuelta.
Jaime dejó a Juan en las proximidades de su casa. Tras despedirse fue a cenar algo a una taberna cercana, como hacía habitualmente.
Al terminar de cenar se marchó a casa. En su habitación empezó a sentir ese mal estar que le atormentaba de nuevo, miró el envase de pastillas, solo le quedaban tres, tenía que ir al médico a por más por la mañana. Tomó una de ellas y la colocó bajo su lengua, hasta que se disolvió.
Tras el efecto reparador en su mente de la pastilla, se metió en la cama y se durmió.
Durante la noche tuvo una pesadilla: soñó que estaba sentado en una tabla sujeta a una cuerda muy larga, arriba, sujetándola dos rostros familiares, Alberto y Luis, a la vez, también apareció el compañero que le robó el bocadillo el primer día. Con una sonrisa macabra miraba a Juan desde arriba, esgrimiendo una navaja en la mano. Seguidamente empezó a cortar la cuerda mientras Alberto y Luis miraban como lo hacía, pero no hacían ni decían nada por evitarlo. El roba-bocadillos preguntaba una y otra vez “¿Qué has traído hoy de bocadillo?”, a la vez que reía cada vez más fuerte. Las hebras de la cuerda iban saltando a medida que cortaba, el tiempo transcurría muy despacio. Finalmente cortó la cuerda, mientras Juan estiraba la mano intentando alcanzar la de sus amigos que se la tendían, pero no lograba alcanzarlas. Se alejaba lentamente de ellos por un agujero que no tenía fin…
Se despertó sobresaltado, bañado en sudor y con el corazón desbocado. Tardó unos segundos en darse cuenta que solo había sido un sueño, poco a poco se calmó y casi sin darse cuenta se volvió a quedar dormido.
Por la mañana, al despertarse, le parecía haber dormido mal, pero no recordaba por qué.
Se vistió y bajó al consultorio para que le recetaran más pastillas. No desayunó, llegó al centro de salud y estaba abarrotado como siempre, cogió turno en el mostrador, el sesenta y seis. Ese número le sonaba de algo, pero ahora no lo recordaba. Preguntó por el número anterior al suyo para tener una referencia y se apoyó en un pilar a esperar.
Mientras esperaba volvió a mirar el papel con su número, ahora lo recordaba, era el de la habitación del hospital donde lo ingresaron tras la paliza. Enseguida la imagen de la doctora Cuesta vino a su mente. ” Seguro que se molestó porque me fuera sin decírselo, pero era mejor así”.
El próximo número era el suyo. Entró, no estaba el mismo médico de las anteriores visitas, en su lugar una doctora con la cabeza mirando su historial. Al pronto le pareció la doctora Cuesta, un fuerte latido golpeó su pecho quedándose parado a mitad. La doctora levantó la cabeza.
—Buenos días, acérquese por favor— le dijo a la vez que le hacía un gesto con la mano. No era ella, una sensación, mezcla de alivio y desazón, inundó a Juan.
—Dígame, ¿qué le ocurre?
—Las pastillas se me han terminado— le mostró la caja. La doctora ojeó el historial.
—¿Cuánto tiempo lleva tomando estas pastillas?
—No sé, unos meses— encogió los hombros.
—Según su historial, seis meses, ¿qué le ha dicho el médico que se las recetó?— ante esta pregunta de la doctora, Juan se quedó mudo por la confusión, finalmente habló.
—No he vuelto a verlo desde que me las recetó en el hospital.
—¿Cómo dice?— la doctora no podía ocultar su sorpresa. —Pero si estas pastillas solo se deben tomar como máximo dos meses y haciendo un seguimiento por parte del médico que se las recetó.
¿No le habló de los efectos secundarios?
—No, solo que cuando me sintiera mal me pusiera una bajo la lengua.
—¿Y cuantas se toma al día?
—Últimamente, cuatro— al oír esto la doctora se llevó las manos a la cabeza.
—¿Cuatro? ¡Lo máximo son tres al día! Tiene que iniciar el proceso para dejarlas inmediatamente. Por lo que he leído en su historial tuvo problemas con el alcohol, ¿ha vuelto a beber?
—No.
—Menos mal. Voy a recetarle otras pastillas, tendrá que seguir la pauta que le apunto en esta hoja, es muy importante que la siga a rajatabla.
—¿Y si me vuelvo a sentir mal?
—¿A qué se refriere?
—A veces me siento frustrado, tuve una mala experiencia y cada vez que me acuerdo de ella me siento fatal, hundido.
—Voy a darle además estas otras para que se tome una al día por la mañana, durante dos meses, aparte de la pauta que le indico en la hoja con las otras pastillas. Después vuelva a verme, su médico anterior se ha jubilado, ahora yo me encargo de usted— le entregó la receta y la hoja con la pauta para dejar las pastillas actuales.
—Vale, gracias doctora.
Lo que le había recetado para su estado de ánimo era un antidepresivo.
CAPÍTULO XI
De bruces contra el suelo
En el gimnasio Juan preguntó cuántos estaban interesados en trabajar de seguridad en la discoteca, seis levantaron la mano.
—Muy bien, al acabar la clase quedaos para que hablemos.
Juan juntó a los seis candidatos tal y como habían acordado.
—Bien, gracias por vuestro interés, voy a explicaros en qué consiste el trabajo— les contó los detalles del puesto durante unos minutos. Al acabar uno de ellos dijo que no le interesaban las condiciones y se marchó, quedaban cinco, tendría que descartar a otro.
—Voy a haceros una pregunta, si viene un tipo con intención de enfrentarse a vosotros, ¿qué es lo primero que haríais?— los cinco se miraron unos a otros, durante unos segundos nadie dijo nada, por fin se rompió el hielo y uno contestó.
—Pues si viene a por mí, lo reduciría.
—Pues yo también— dijo otro.
—Sí, para eso estamos allí— añadió un tercero.
—Pues yo trataría de calmarlo— contradijo el cuarto.
—Yo lo reduciría también— dijo el quinto.
—¿Qué fue lo primero que os dije en la primera clase?— todos dudaron un instante.
—Dar primero da dos veces— por fin dijo uno.
—Exacto— miró al que había dicho lo de calmarlo.— Lo siento este puesto no es para ti, muchas gracias por quedarte— lo saludó inclinado su cabeza a la vez que señalaba el camino de la salida.
Una vez que había abandonado la sala el descartado, Juan les expuso su plan intensivo para prepararlos.
—…Tendréis que quedaros después de las clases, sólo tengo una semana para prepararos, ¿estáis listos para el reto?
—¡Sí maestro!— gritaron al unísono los cuatro.
—Muy bien, ¡en guardia!— ese grito hizo que todos adoptaran la postura de ataque. La idea era enseñarles una técnica cada día, así que empezó de inmediato.
Tras pasar por una farmacia y comprar las nuevas pastillas, empezaría con la pauta dictada por la doctora: tres pastillas al día durante una semana, luego dos al día otra semana y finalmente una al día durante la tercera semana, siempre una toma sería antes de acostarse. La justificación de esto último era para que descansara por la noche.
Así lo hizo Juan, tras cenar en la taberna se marchó a casa, al poco rato se tomó la pastilla, como la noche anterior la pasó mal, enseguida se durmió.
Por la mañana, pareció despertarse bien, aparentemente había dormido de un tirón.
Como todas las mañanas, tras desayunar un café con leche, se marchó al gimnasio para hacer su entrenamiento personal, por la tarde las clases y después de las mismas, la preparación de su equipo.
Seis días después, Jaime volvió al gimnasio, se dirigió a la sala donde Juan preparaba a su equipo, desde la puerta hizo un gesto para hacerse notar, pero Juan lo ignoró. Jaime hizo los gestos más evidentes, lo que llamó la atención de los cuatro alumnos haciéndoles errar en el ejercicio que estaban practicando. Juan detuvo la clase y se dirigió a la puerta.
—Buenas tardes Juan, creía que no me veías, veo que…— Juan no le dejó acabar la frase.
—Que sea la última vez que interrumpe mi clase, ha roto la concentración de mis alumnos y la concentración es clave para ellos— la cara de Jaime expresaba una incredulidad que nunca había sentido.
—Pero…
—¡Pero nada, espere a que acabe la clase!— dio media vuelta y lo dejó allí con dos palmos de narices, para continuar la clase.
Cuando Juan dio por terminada la lección, se acercó a la puerta de nuevo.
—Ahora ya puede decirme lo que desea.
—Lo primero será disculparme por interrumpir tu clase.
—Disculpa aceptada, no lo vuelva a hacer— la firmeza de Juan al decirlo le causó algo de miedo.
—¡Joder Juan, has conseguido asustarme, no creo que nadie se atreva a contrariarte!
—Venga, le voy a presentar al equipo— lo llevó hasta la zona que ocupaba Juan al dar las clases. —Os presento a Jaime, dueño de la sala Aurum donde vamos a trabajar— uno a uno fue presentando a su equipo. Tras las presentaciones Jaime tomó la palabra.
—Este sábado es la inauguración de la sala, así que espero que estéis preparados— con algo más de retórica vanidosa, acabó su discurso. — Os espero a todos a las veinte horas en la puerta de Aurum, aquí os traigo la ropa que llevareis, he traído varias tallas— Pantalón liso negro y un polo del mismo color componían el equipo.
—No se preocupe, allí estaremos preparados— ahora miró a su equipo para lanzarles una pregunta. —¿Estáis preparados?
—¡Sí, maestro!— contestaron con firmeza al unísono.
—Pues parece que estáis preparados. Nos veremos el sábado— Jaime se despidió y se marchó sorprendido por la marcialidad del equipo.
—Bien equipo, mañana viernes repasaremos las técnicas. Hasta mañana.
—¡Hasta mañana, maestro!— de nuevo dijeron al unísono.
Roque esperaba fuera para hablar con Juan, quien salió el último.
—Enhorabuena, parece que lo has conseguido— le dio una palmada en la espalda.
—Gracias a usted por darme esta oportunidad.
—Yo soy quien debe darte las gracias, desde que estás aquí se ha apuntado un montón de gente, por lo que se ha salvado el gimnasio. Se nota que eres buen tío.
—Sí, a ver si ahora arreglas un poco los vestuarios.
—Bueno, bueno, poco a poco. Hasta mañana— ya no le interesaba la conversación, Roque dio media vuelta y se metió en su pecera. Mientras, Juan agitaba su cabeza pensando: “es buen tío, pero algo cicatero”.
Al día siguiente por la tarde, la falta de una de las pastillas como había ordenado la doctora, hacía que se sintiera no del todo bien, pero sí se había dado cuenta de que si conseguía desviar su atención a otra cosa que no fuera como se sentía, notaba como el malestar desaparecía. Estaba empezando a aprender a lidiar con los síntomas.
En la clase con su equipo, decidió poner en práctica lo aprendido por ellos.
Salió fuera de la sala y pidió a Roque que le buscara cuatro voluntarios para hacer de tipos malos. No tardó en aparecer con los voluntarios. Juan explicó qué pretendía.
—Gracias por venir. Tenéis que haceros pasar por unos tipos con ganas de gresca y mi equipo tendrá que acompañaros fuera del local. Colocaos uno frente a cada uno del equipo— esperó a que estuvieran colocados. — Ahora tenéis que sacarlos fuera del local— le dijo a su equipo. —Vosotros os tenéis que resistir, no tengáis vergüenza, ponérselo difícil. ¿Preparados? ¡Ya!— empezó la gresca. Enseguida fueron siendo presa de las técnicas de reducción enseñadas por Juan, en quince segundos estaban todos reducidos, con el brazo retorcido a la espalda a merced de cada uno del equipo. Alguno gritó de dolor al ser luxado su brazo.
—Tranquilos, es más doloroso que peligroso, ¡soltadlos!— ordenó. A alguno de los voluntarios se le veía cabreado. —Bien, ahora que estáis cabreados, vamos a repetirlo, a ver si ahora se lo ponéis más difícil. ¿Preparados? ¡Ya!— ordenó de nuevo, esta vez, los voluntarios heridos en su ego, se mostraron más contundentes, pero de nuevo, uno a uno, fueron inmovilizados— ¡Muy bien, vale!— los cuatro soltaron a los voluntarios, pero uno de ellos especialmente molesto se giró y dio un puñetazo en el estómago a uno de los del equipo.
El resto del equipo comenzó a increpar su actitud mientras su compañero se retorcía en el suelo.
—¡Silencio!— ordenó Juan. Acabáis de cometer un error de novato, al soltar al tipo que habíais reducido, no habéis tenido en cuenta su posible reacción y estas son las consecuencias. Muchas gracias a ti— le dijo al voluntario. —Y tú, si sigues en el suelo, seguramente ya estarías pateado y puede que en el hospital o algo peor— el miembro del equipo se levantó.
—Lección muy importante: nunca os fieis de un tipo al que habéis reducido, su reacción fruto de la adrenalina puede ser explosiva e impredecible, como acabáis de ver. No lo olvidéis.
—¡Sí, maestro!— dijeron a la vez.
—Gracias por vuestra colaboración, habéis sido unos tipos malos muy buenos— felicitó a los voluntarios. Tras abandonar la sala Juan se dirigió a su equipo.
—Bueno, ¿quién tiene coche?— todos levantaron la mano. —Estupendo, yo no. Iremos todos juntos en un coche, cada semana os turnáis, supongo que no os importa llevarme.
—Claro que no maestro.
—Mañana a las siete y media quedamos en la puerta del gimnasio, Jaime me dijo que cenaremos allí todos juntos. Hasta mañana— se saludaron inclinando la cabeza, como era habitual. Después, Juan estrecho la mano uno por uno a su equipo.
Esperó a que salieran para salir él, Roque esperaba en la puerta.
—Suerte Juan, seguro que lo hacéis bien.
—Eso espero— se marchó a la ducha algo preocupado mientras Roque lo miraba de manera paternal.
Al día siguiente, Juan consumió la mañana paseando por el parque, estaba lleno de niños con sus padres. Esa imagen hizo aparecer la melancolía en él mientras observaba a los niños jugando felices, sin preocuparles el mañana. Él no tuvo nunca esa oportunidad. Pasó varias horas sentado en un banco viendo desde allí a los niños jugar, y se imaginaba que él era uno de ellos.
Poco a poco los niños se iban marchando, era la hora de comer, pero Juan siguió allí mirando los columpios vacíos, pero viéndose jugando con otros niños.
Un agente de la policía local que había pasado por allí hacía rato, volvía a pasar y recordaba haberlo visto ya sentado en el mismo sitio antes, cosa que le extrañó.
—¿Se encuentra bien?— le dijo el agente, tuvo que volver a insistir para que lo escuchara. Por fin Juan volvió a la realidad.
—¿Qué? Ah sí, estoy bien, gracias— se levantó y se marchó ante la mirada de no entender nada del agente, quien encogió los hombros no dándole mucha importancia.
Mientras comía algo en un bar, se tomó otra de sus pastillas, ya empezaba a sentirse mal, después, continuó paseando hasta hacerse la hora de reunirse en la puerta del gimnasio para su primer día de trabajo en la discoteca. Antes, pasó por casa a ponerse la ropa que Jaime les entregó.
Cuando llegó a la puerta ya estaban esperándole los cuatro miembros de su equipo vestidos igual que él, se saludaron y se metieron en uno de los coches para ir a la discoteca.
Una vez allí, Juan explicó los cometidos de cada uno: dos estarían en la puerta y otros dos dentro controlando, él iría y vendría. Les habían preparado unos intercomunicadores con auricular para cada uno, hicieron pruebas de comunicación, ensayaron cómo actuar en la entrada etc.
Después los llamaron para cenar. Jaime había contratado un catering para todos los empleados, unos quince en total. Una charla del dueño recordando cuales eran las funciones de cada uno, los objetivos y demás aspectos del negocio, fueron el postre.
Por fin se hizo la hora de abrir, todos se colocaron en sus puestos, una señal de Jaime a Juan, le indicó que podían empezar a entrar los clientes, los cuales ya se agolpaban en la puerta. Unos empujones por aquí, otros por allá, lo típico en la entrada de una discoteca.
Avanzada ya la noche, Juan se cruzó con Jaime que portaba dos vasos en la mano de whisky.
—Parece que va todo bien, ¡vamos a brindar!— le ofreció uno de los vasos a Juan quien se quedó parado y dubitativo.
—No me sienta bien la bebida— se justificó.
—Es solo un brindis, esto no hace daño a nadie— insistió Jaime. Juan seguía dudando, pero le seguía insistiendo. Finalmente tomó el vaso, brindaron y se lo tomó de un trago, luego se llevó el dorso de su mano a la boca mientras notaba como bajaba el licor por su esófago hasta el estómago.
—¿Ves? No pasa nada por una copa, hasta luego— Jaime se dio media vuelta mientras Juan se quedó parado unos segundos con los ojos cerrados, un miembro de su equipo se acercó a él.
—¿Todo bien, jefe?— fuera del tatami no quería que lo llamaran maestro.
—Sí, gracias— se marchó perdiéndose entre la gente ante la extrañeza del miembro de su equipo.
Unos minutos después, Juan, empezaba a notar una extraña sensación, la medicación que tomaba y el alcohol no son una buena combinación. En un momento determinado, un cliente se chocó con él, Juan sin mediar palabra le dio tal empujón que lo tiró al suelo, a la vez le gritó:
—¡Mira por dónde vas, imbécil!— de nuevo la ira se apoderó de él, a la vez que una agradable sensación de satisfacción recorrió su cuerpo al ver caer al cliente al suelo. La gente de alrededor lo miraba con extrañeza para segundos después continuar bailando.
A la media hora más o menos, el efecto de la combinación alcohol más pastillas parecía remitir. La sensación de ira se disipó dando paso a un ligero malestar en forma de dolor de cabeza que lo acompañó el resto de la noche.
Casi al alba, la discoteca echaba el cierre, Jaime reunió a todos los trabajadores para agradecerles sus servicios. Después se apartó a una mesa y fueron pasando uno a uno a cobrar lo pactado. Juan esperó a que todos los miembros de su equipo cobraran para hacerlo él, Jaime le dio lo pactado más una gratificación acompañada de un guiño de ojo. Los cinco subieron al coche para volver a la puerta del gimnasio.
—Jaime me ha dado una gratificación por lo bien que ha ido todo, aquí tenéis vuestra parte— Repartió el exceso de sueldo a partes iguales para todos. Los cuatro agradecieron el gesto, en ese momento Juan recordó a Chico, Tato y Clodo, sus compañeros de habitación en el orfanato, cuando les dio aquel billete de cien pesetas de su primer sueldo. Un sentimiento de nostalgia le invadió al pensar en ellos “espero que hayan tenido suerte”, pensó mientras mantenía la mirada fija en el infinito.
Transcurrieron varias semanas, en cada sesión Juan tenía algún pequeño altercado, incluso Jaime le llamó la atención un par de veces, indicándole que fuera firme pero sutil a la hora de zanjar un incidente. Volvió de nuevo a beber, no como para emborracharse, pero sí lo suficiente para calmar ese sentimiento interno de culpa el cual le seguía atormentando, pero también le despertaba la agresividad y todo ello sumado a que ya había dejado de tomar las pastillas según la pauta fijada por la doctora. Además, el antidepresivo que seguía tomando todavía no acababa de hacerle efecto. Este tipo de medicamentos son de efectos lentos, normalmente los resultados se notan entre las tres y seis semanas después de iniciado el tratamiento, Juan apenas llevaba cuatro.
Esa noche de sábado todo parecía transcurrir con normalidad, hasta que por el transmisor le avisaron de que había un incidente en la puerta. Rápidamente acudió allí, dos tipos discutían acaloradamente con tres de los miembros de su equipo.
—¿Qué ocurre?— preguntó Juan a uno de sus miembros.
—Dicen que nosotros les hemos agredido.
—¿Es verdad?
—Nada de eso, querían entrar por la puerta VIP, al no dejarles se han puesto a gritar e insultar si más.
—De acuerdo— Juan se dirigió a los alborotadores.
—¡Por favor, cálmense!— les dijo, pero lejos de hacerlo uno de ellos le propinó un empujón. El tipo era corpulento como Juan, lo cual provocó que casi cayera de espaldas. Rápidamente, Juan reaccionó lanzando una patada a la rodilla del tipo haciéndole caer sobre las mismas, momento que aprovechó para inmovilizarlo por el cuello. Mientras, el otro tipo quedó a su espalda por lo que no lo tenía controlado.
—¡Sujetad a este!— ordenó a su equipo. En ese momento el otro tipo lanzó un puñetazo de atrás hacia adelante contra el rostro de Juan, alcanzándolo. Aturdido por el golpe y sangrando por la brecha que acababa de hacerle en el pómulo, se levantó a la vez que se giraba lanzando su puño contra la nariz del tipo, el cual se llevó las manos al rostro gritando de dolor. Eso tendría que haber sido suficiente para reducirlo, pero la ira convertida en agresividad tomó el control de Juan. Volvió a lanzar su puño, esta vez contra la boca que estaba medio escondida con las manos. El tipo cayó al suelo, pero Juan siguió golpeándole, esta vez pateándole en las costillas ante la atónita mirada de todos en la puerta, incluidos los miembros de su equipo que se quedaron paralizados ante la actuación de su maestro.
Finalmente intervinieron los cuatro para separarlo del tipo, quien quedó inconsciente en el suelo.
—¿Pero qué has hecho?— gritaba Jaime que acababa de llegar alertado por el alboroto. Al ver el estado del tipo en el suelo, pidió que llamaran a una ambulancia. Jaime se encaró con Juan.
—¡Eres un estúpido, casi lo matas! ¿Pero en qué estabas pensando, animal?— Jaime estaba muy enfadado, Juan no dijo nada, ahora empezaba a darse cuenta de que había perdido el control de nuevo.
Al llamar a emergencias y explicar lo ocurrido, se activó un protocolo que incluía aviso a la policía además de a los servicios médicos. El primero en llegar fue el coche patrulla, los agentes empezaron a preguntar por lo que había ocurrido, fueron recabando información y parecía que ya tenían una imagen de lo ocurrido. Se fijaron en el lamentable estado del tipo tendido en el suelo, después interrogaron a Juan quien no supo explicar que había pasado. El olor a alcohol no pasó desapercibido para los agentes que hablaban entre ellos. Finalmente, uno de ellos le dijo a Juan:
—Se va a venir detenido por agresión, dese la vuelta— el agente le cacheó y posteriormente le esposó ante la mirada de Jaime, los miembros de su equipo y las decenas de curiosos que allí había. Juan no opuso resistencia, creía estar en un sueño, más bien en una pesadilla de la que estaba despertando.
A la vez que lo metían en el coche patrulla, la ambulancia llegaba, los médicos al ver el estado del tipo, lo subieron rápidamente al vehículo y se lo llevaron al hospital.
El vehículo patrulla abandonó el lugar rumbo a la comisaría mientras Juan miraba la cara de tristeza de los componentes de su equipo al ver como su maestro y referente se alejaba detenido a un destino incierto.
El coche (Juan) sin frenos cuesta abajo desde hacía tiempo, ya no pudo mantenerse más tiempo dentro del asfalto. Finalmente se estrelló, dándose de bruces contra el suelo.
CAPÍTULO XII
La cruda realidad
Tras ficharlo, lo metieron en una celda junto a otro tipo, el cual le preguntó:
—¿Y tú que has hecho?— Juan no respondió, se tumbó en el jergón con la mirada perdida, pensando en la manera de vencer a su lado oscuro, el cual de momento lo estaba dominando.
Unas horas después llegaba el informe del hospital:
-Fractura de tabique nasal.
-Fractura de mandíbula.
-Tres costillas rotas, una de ellas perforando el pulmón.
-Múltiples contusiones.
Pintaba mal para Juan.
Los agentes le comunicaron que permanecería detenido hasta que lo viera el juez. También le preguntaron si tenía abogado, Juan negó con la cabeza.
—Llamaremos a uno de oficio, cuando venga hablará contigo. Si necesitas ir al baño o algo, golpea la puerta.
—¿Ya me puedo ir agente?— preguntó el otro tipo.
—¡No! ¡Y cállate, Ernesto! ¡Estamos ya hartos de verte por aquí!
—Vale, no se enfade agente, solo preguntaba.
El agente cerró la ventanita y se marchó.
—En el fondo me aprecian. Ya has oído mi nombre, ¿tú tienes uno?— Juan no contestaba. —¡Venga hombre, dime tu nombre!— insistía.
—Juan— por fin respondió sin mucho afán.
—¿Ya está, solo eso vas a decir?
—Solo eso me has preguntado.
—Parece que va a ser difícil mantener una conversación contigo, pero no me rindo. ¿Por qué estás aquí, algo habrás hecho?— Juan lo miró seriamente.
—Le he pegado una paliza a uno que no paraba de hablar, como tú.
—Rebosas simpatía, macho. ¿Sabes por qué estoy aquí?
—Sospecho que me lo vas a decir igual, conteste lo que conteste.
—¿Ves? ¡Ya nos vamos entendiendo! Pues resulta que me gano la vida aligerando peso a la gente— Juan lo miró no entendiendo la frase. —Sí, tío, ya sabes…— hizo un gesto con la mano de robar carteras.
—Vamos, que eres un chorizo…
—¡Eh, un respeto! ¡Pertenezco al gremio de los carteristas!— contestó indignado. Al oírle Juan sonrió levemente. —¡Ah, ya empiezo a caerte bien!
Ernesto siguió contándole su vida con un desparpajo más propio de un charlatán que de un carterista.
Una hora de escucharlo después, Juan observó que la ventanita de la puerta se abría.
—Juan, está aquí tu abogado, levántate y ven conmigo— así lo hizo.
—¡Hasta luego Juan, aún tengo cosas que contarte!
—No me cabe duda— siguió al agente hasta un despacho, allí, un hombre joven con traje desaliñado, gafas de pasta negras y un montón de papeles le esperaba.
—Buenos días Juan, soy tu abogado de oficio. Mi nombre es Carlos— El abogado le tendió la mano, Juan le correspondió y se sentó frente a él.
—He leído tu expediente, cuéntame lo que pasó, tienes que ser sincero para que pueda ayudarte—
Juan contó lo que pasó de manera bastante clara.
—¿Por qué esa reacción tan desproporcionada cuando lo tenías reducido?
—De un tiempo a esta parte, en mi vida han pasado varias cosas que creo han hecho aparecer una ira que no puedo controlar cuando se activa.
—Cuéntamelo todo, desde el principio.
—¿Tiene tiempo, o va a estar mirando el reloj?
—No tengo más clientes hoy. Yo me tomo mi trabajo muy en serio— respondió con cierta indignación.
—De acuerdo. Cuando tenía seis años mi madre murió…— la triste historia de Juan ya la conocemos.
El abogado seguía con atención su historia a la vez que tomaba notas.
Casi una hora después:
—… y aquí estoy ahora con usted— concluyó Juan.
—¡Vaya historia! Digna de una novela, quizás algún día alguien escriba sobre ti.
—Seguro, ¿a quién le va interesar una historia como la mía?
—Tienes una autoestima muy baja. Habrá que usar esa historia en tu defensa, junto con el atenuante de la medicación y el alcohol, además, me atrevería a solicitar una evaluación psicológica, podríamos demostrar causa efecto en tu actuación, te evitaría males mayores. Sinceramente Juan, deberías hacerme caso.
—Supongo que no tengo nada que perder…
—Mucho que ganar, diría yo. Voy a llamar para que un psicólogo forense te haga una evaluación, te veré pronto. Creo que saldrás de esta, sé que eres buena persona, lo veo en tu mirada, tienes problemas… como todos en esta vida, se fuerte— Carlos abandonó el despacho, Juan fue conducido de nuevo a la celda con su compañero, quien nada más verlo preguntó:
—¿Qué tal te ha ido?
—Bien, supongo.
—No te preocupes, esos chupatintas te sacarán, a mí ya me han sacado varias veces.
—Que bien— Juan se tumbó en su catre con las manos en la nuca, mirando al techo fijamente.
—¡Joder macho, eres parco en palabras!
—Ya estás tú aquí para hablar por los dos.
—Lo tomaré como un cumplido. Recuerdo una vez con otro tipo…— Ernesto siguió contando historias sin parar. Dos horas después, la ventanita de la puerta se abría de nuevo.
—Juan, tienes visita, un forense— volvió a acompañar al agente al despacho de antes. Una persona en mangas de camisa esperaba sentado leyendo lo que parecía el expediente de Juan.
—Buenos días Juan, soy el psicólogo forense que ha solicitado tu abogado para evaluarte. He leído el informe que me ha remitido Carlos, pero quiero que tú me lo cuentes con tus palabras. ¡Perdón, no me he presentado! Me llamo Manuel— Tendió la mano educadamente a la vez que se levantaba.
—Vamos a estar un rato.
—No tengo prisa. Ponte cómodo y comienza cuando quieras, desde el principio— Juan volvió a contar su historia por segunda vez el mismo día.
Aproximadamente una hora más tarde concluía su relato. Manuel no paró de tomar notas durante todo el tiempo.
—Voy a hacerte unas preguntas, si me lo permites.
—Claro.
—Cuando bebías, ¿después te sentías cómo otra persona distinta?
—Sí, una persona con ira.
—Y… Cuando no bebías, ¿cómo te sentías?
—Hundido, triste, culpable…
—¿Culpable de la muerte de Luis y Alberto?— le interrumpió.
—Sí— contestó lacónicamente a la vez que agachaba la cabeza.
—De acuerdo, ya tengo suficiente Juan.
—¿Qué conclusión saca?
—Eso te lo dirá tu abogado si lo considera pertinente, yo no puedo decirte nada— Manuel se levantó para marcharse. —Ánimo Juan— le dijo antes de abandonar el despacho.
De vuelta a la celda…
—Llegas a tiempo, acaban de traernos la comida— Ernesto sujetaba en sus manos dos bocadillos.
—¡Calamares! Hoy se han estirado. Venga, siéntate a comer antes de que se enfríen… más.
—Comete el mío, no tengo hambre— le dijo Juan mientras se tumbaba de nuevo.
—¡Eh, eh! Tienes que comer, ¿no querrás desmayarte ante el juez? ¡Arriba chaval!— le insistió tanto que accedió, no por el hambre, si no para que se callara un rato.
Ambos dieron cuenta del bocadillo, aunque uno de ellos tenía la virtud de además hablar a la vez que comía.
Entrada la tarde, la puerta de la celda se abrió, un agente desde la puerta les informó que iban a ser llevados ante el juez. Al oír eso, Juan sintió una alteración en su interior, la cual no pasó desapercibida para su compañero.
—Tranquilo chaval, si eres inocente su señoría lo sabrá, y si eres culpable, intenta que se apiade de ti— la experiencia de Ernesto se notaba amplia en estas lides.
Tras esposarlos, ambos subieron a un furgón, donde otras personas ya estaban allí. Por un momento aquella escena le recordó cuando fue al trabajo por primera vez, en aquella furgoneta con aquellos cinco chavales con cara de asustados… Luis uno de ellos. Ese recuerdo hizo despertar la melancolía de nuevo en él.
Diez minutos después, llegaron a la sede de los juzgados. Tras bajar del furgón, fueron conducidos a una especie de locutorio donde los abogados esperaban para hablar con ellos. Juan reconoció al suyo y se dirigió hacia él.
—Buenos tardes Juan, nos toca los últimos, así que relájate, esto puede tardar. Ya tengo el informe del psicólogo, creo que nos será de ayuda, pero hasta que lo lea el juez no sabremos, así que paciencia y calma. Ahora te tengo que dejar, he de atender a dos clientes más— El abogado se levantó mientras buscaba con la mirada a otro de sus clientes. Juan salió del lugar y lo condujeron a una celda individual, le quitaron los grilletes y se acomodó lo mejor que pudo a esperar.
Durante las casi dos horas que estuvo allí, muchos fueron los pensamientos, mayormente tristes, mientras hacía un balance a su vida. “Quizás vaya a la cárcel. No sería mucho peor que el orfanato”. Pensó. La puerta se abrió.
—Juan, te toca— le dijo un agente a la vez que lo esposaba de nuevo como marca el protocolo. Fue conducido a la sala de vistas, donde esperaban el juez, el secretario judicial, el fiscal y su abogado. Al llegar junto a él, le quitaron los grilletes, Carlos, su abogado, le saludó. El secretario pronunció su nombre y los cargos de los que se le acusaba: agresión, lesiones y alteración del orden público.
Tras los formalismos de rigor el juez preguntó:
—¿Cómo se declara?
—Mi cliente se declara inocente señoría— contestó el abogado, como suele ser habitual.
Tras esto el juez dio la palabra al fiscal, el cual hizo una exposición de los hechos, bajo su punto de vista, llegando a la conclusión, en tono apocalíptico, de que Juan era un peligro para la sociedad e incluso para sí mismo.
El juez dio la palabra al abogado. Carlos habló de la dura vida de Juan, alegó el eximente por estar bajo la influencia del alcohol y los efectos secundarios de la medicación que tomaba. Concluyó entregando el informe del psicólogo forense al juez, quien lo ojeó de inmediato. Un silencio inundó la sala mientras lo hacía. Finalmente tomó la palabra su señoría.
—Vaya una vida que ha tenido— suspiró un momento. —Las lesiones producidas por el acusado son bastante graves— hizo otra pausa mientras maduraba su veredicto. —Basándome en el informe del psicólogo forense aportado por la defensa, ordeno la apertura de juicio oral por lesiones contra el acusado. Así mismo, no decreto medidas cautelares, salvo la prohibición de que el acusado tome bebidas alcohólicas y que se presente en este juzgado los días uno y quince de cada mes hasta la celebración del juicio— golpeó con la maza. —¡Siguiente caso!— el secretario le comunicó que este era el último. —Pues entonces se levanta la sesión— volvió a golpear con la maza.
—Bueno Juan, creo que no ha salido mal del todo, te veré en el juicio. Te recomiendo que hagas caso a lo que ha dicho el juez sobre el alcohol, por tu bien.
—Gracias por su ayuda. ¿Cuándo será el juicio?
—Tardará unos meses, por lo menos nueve— dijo suspirando.
—Es bastante tiempo.
—Esto va así, aprovecha el tiempo, pon en orden tu vida y si me permites un consejo, busca ayuda de un profesional para que te ayude con tus traumas.
—Gracias abo… Carlos.
—Solo hago mi trabajo lo mejor que puedo. Cuídate.
Juan abandonó los juzgados, a la salida le dieron sus pertenencias en una bolsa, firmó el recibo y se marchó.
Con el metro llegó a casa. Su intención era ir al gimnasio para hablar con los miembros de su equipo, pero como era domingo por la tarde, estaba cerrado. Fue directo a su habitación y se metió en la cama, no había dormido nada, así que estaba derrotado. No tardó mucho en quedarse dormido, a pesar de la experiencia vivida ese día.
Por la mañana bajó a desayunar en el sitio habitual. Hizo un poco de tiempo hasta que abrieran el gimnasio, su intención era disculparse con su equipo, después llamaría a Jaime con el mismo propósito.
Por fin llegó al gimnasio, nada más entrar, la gente que allí había, lo miraban de una manera extraña, algo no marchaba bien. Se dirigió a la pecera donde estaba Roque.
—Buenos días, no sé si sabrás, que he tenido un incidente.
—Acabo de hablar con Jaime, me lo ha contado todo. Veo que te han soltado ¿Todo bien?
—Bueno, tengo que ir a juicio cuando me llamen.
—Ya— Roque parecía incómodo, Juan se percató de ello.
—¿Ocurre algo Roque?
—Verás… no sé cómo decírtelo…
—Diciéndolo sin rodeos.
—Han llamado tus alumnos de karate, ya se han enterado de lo tuyo y…
—¿Y qué, Roque?
—No quieren que les des más clases— Roque desviaba la mirada.
—Lo entiendo, les he fallado, he sido un mal ejemplo.
—Jaime me ha dicho que lo llames a este número en cuanto puedas.
—¿Puedo usar tú teléfono?
—Claro.
Juan marcó el número entregado por Roque. Un par de tonos después contestaron.
—¿Dígame?
—Buenos días Jaime, soy Juan.
—¿Cómo estás?
—Bien, me han soltado, pero tendré que ir a juicio.
—No me extraña después de lo que hiciste.
—Quiero pedirte disculpas.
—Juan, te voy a ser sincero— hizo una breve pausa. —No quiero que vuelvas a trabajar en Aurum, no es buena publicidad que mi jefe de seguridad se comporte así.
—Pero…
—No hay peros, esto es un negocio, no tengo nada personal contra ti, pero no quiero que vuelvas.
—¿Y qué pasa con mi equipo? Ellos no tienen la culpa.
—Ellos pueden continuar, pero tú no. Como te he dicho no es nada personal, solo negocios. Espero que te vaya bien en la vida, adiós.
—Como quieras— apenas pudo acabar la frase, Jaime ya había colgado. Roque lo miraba con gesto serio.
—Malas noticias imagino.
—Sí, me ha echado. Por tu actitud parece que quieres decirme algo, adelante no tengas miedo.
—Veras Juan, gracias a ti ha vuelto a venir gente, pero después de lo que ha pasado…— Roque agachaba la cabeza.
—Continúa por favor.
—…Tengo que pedirte que no vuelvas al gimnasio. Lo siento— La situación era de lo más incómoda para Roque.
—De acuerdo, no te preocupes. Despídeme de mis alumnos, diles…— negaba con la cabeza. —…que siento haberles fallado— dio media vuelta y abandonó el lugar.
Se acababa de dar cuenta de la cruda realidad, estaba solo. Solo con sus demonios.
CAPÍTULO XIII
¿Y ahora qué?
Los siguientes días prácticamente no salió de su habitación, solo cuando tenía que bajar a por algo de comer.
Como habían pasado los dos meses de la prescripción de la doctora de cabecera, volvió al centro de salud. Una hora de espera después, por fin le llamaron.
—Buenos días Juan— saludó la doctora mientras ojeaba su historial. —¿Cómo te encuentras?
—Pues… entre mal y regular— hizo un breve resumen de lo acontecido días atrás.
—Cuanto lo siento, de verdad. Ya te habrás dado cuenta de que el alcohol no te sienta bien.
—Sí, despierta un demonio que llevo dentro y se apodera de mí.
—Debes continuar con la medicación, los efectos son a medio y largo plazo, hay que tener paciencia. Lo más importante es que no pruebes el alcohol.
—Mi abogado me dijo que buscara ayuda de un profesional.
—Te puedo pedir una consulta en salud mental, ahora, no puedo garantizarte que te llamen. Son muy especiales mis compañeros— dijo con frustración. —Solo llaman a los casos graves, pero bueno, yo estoy aquí para ayudarte y aunque me repatee, te aconsejaría que buscaras en la medicina privada.
—Mi situación económica no es muy boyante, me viene justo para pagar la habitación y comer algo.
—Te entiendo Juan. De momento sigue con esta medicación y no dejes de tomártela, aunque te sientas mejor, es muy importante esto.
—Gracias doctora.
—Ven a verme cuando quieras, aquí estaré— Juan abandonó la consulta.
Pasó por un horno, se compró una barra de pan y buscó algún parque con fuente para pasar el pan por su esófago.
Pronto encontró uno, se sentó junto a la fuente y empezó a dar cuenta de la barra de pan, que seguramente será lo único que comerá en todo el día. Comenzó a valorar su situación; apenas le quedaban un par de meses de subsidio por lo que tenía que hacer algo para ganar dinero y mantener su mente ocupada.
Unos metros a la derecha, unos niños correteaban y reían inocentemente. Juan no pudo evitar pensar en su desgraciada infancia, “espero que tengáis más suerte que yo, chavales”, pensó.
Una vez acabada la barra de pan, se levantó andando sin rumbo fijo, hasta que una hoja pegada en una farola llamó su atención. Era de una persona que se ofrecía para pequeñas reformas de albañilería. Varias tiras con un número de teléfono colgaban, tomó una de ellas, no tenía mucho que perder, solo la moneda de la cabina. Cuando encontró una marcó el número de la tirita.
—¿Diga?
—Buenos días, me llamo Juan, soy albañil y estoy disponible por si me necesita para algún trabajo.
—Veras Juan, apenas tengo trabajo para mí, pero si me das tu número y me sale algo más grande te puedo llamar…
—Me parecería estupendo— Juan sonrió emocionado.
—Eso sí, te pagaría cuando yo cobre y nada de contrato, todo esto es de extranjis.
—Vale, apúntate el número— Juan le dio el de la casa donde vivía, esperaba que no le importara al dueño.
—Ya lo tengo Juan. Cuando me surja algo te llamaré.
—Muchas gracias…
—Paco.
—Muchas gracias Paco, espero tú llamada— una pequeña luz al final del túnel parecía encenderse, lo que levantó el ánimo de Juan.
Unos días después Juan recibió una llamada en casa.
—Juan, tengo trabajo para un día, desescombrar una cocina, ¿te apetece?
—Pues claro.
—Muy bien, mañana a las ocho en la calle Oasis dieciocho.
—Allí estaré.
—Hasta mañana pues.
Un sentimiento de satisfacción recorrió su cuerpo.
A la mañana siguiente se levantó temprano, tenía que preguntar en el metro cómo llegar a la calle Oasis.
No tuvo mucho problema en que se lo indicaran. Veinte minutos más tarde, llegaba a la parada más próxima a esa calle. Dos manzanas después de salir de la estación, se encontraba el portal que buscaba. Había llegado pronto, no le gustaba llegar tarde nunca a los sitios. Tras unos minutos de espera, una furgoneta algo destartalada se paraba en el portal, un hombre de mediana edad se bajó.
—¿Paco?
—Tú debes ser Juan.
—Sí, buenos días— ambos se dieron la mano.
—Vamos a bajar los trastos, ayúdame.
Juan ayudó a Paco a bajar las herramientas y demás útiles. Tras subirlos a la vivienda, Paco le indicó la tarea a realizar.
—¡Pareces un tipo fuerte! Bueno, tienes que recoger el escombro, ponerlo en los sacos y bajarlo a la furgoneta.
Así lo hizo Juan, en pocas horas tenía hecho el trabajo.
—¿Qué más hay que hacer?
—¡Vaya, has sido rápido! Ahora iremos al vertedero a tirar el escombro.
Ambos se subieron a la furgoneta en dirección al lugar. Paco aprovechó para saber algo más de Juan.
—¿Cuánto tiempo llevas en el oficio?
—Un par de años.
—¿Y por qué te quedaste en el paro?
—Terminó la obra— no quiso entrar en detalles, así que mintió. Tampoco era cuestión de contar su mala experiencia a todo el mundo.
—Pasa mucho, un día tenemos faena y al otro se acaba, a mí me pasa igual, cuando acabe esta no tengo ninguna después.
—Ya.
—No hablas mucho.
—No.
Llegaron al vertedero, descargaron el escombro y retornaron a la obra.
—Bueno Juan, pues ya no tengo más trabajo para ti.
—Pues no ha sido mucho, la verdad.
—Yo esperaba que estuvieras todo el día, pero en medio te lo has ventilado, para que veas que soy honesto te voy a pagar todo el día, te lo has ganado, toma— Sacó el dinero y pagó a Juan. —¿Sabes pintar?
—Pues claro— en la obra alguna vez ayudé a los pintores, no era muy difícil.
—Lo tendré en cuenta, a veces me piden también que pinte, pero no se me da bien y tengo que decir que no, pero sabiendo que tú pintas, diré que sí.
—Vale.
—En cuanto me salga algo te aviso, muchas gracias por todo.
Juan se marchó, no era mucho dinero, pero bueno, algo era.
En las semanas siguientes, Paco lo llamó en varias ocasiones, unas veces para un día, otras para dos. No era suficiente para sobrevivir. Con el paro agotado, necesitaba algo más. Paseando, pasó frente a un local, una imprenta concretamente. Un cartel en la puerta solicitaba repartidores de publicidad, no se lo pensó y entró a preguntar. El trabajo era sencillo; repartir publicidad por los buzones, el pago era diario. No era mucho pero más que nada, así que decidió probar.
No fue mal, mucho andar, eso sí, pero andar le ayudaba a mantener su mente despejada, además, el tratamiento parecía haber hecho efecto, ya no se sentía tan mal, ni los pensamientos negativos le machacaban con tanta intensidad.
Las semanas se convirtieron en meses. Juan iba tirando con los trabajos esporádicos que le salían. Un día, al volver a casa, el dueño de la misma le entregó una carta que acababa de coger del buzón. Un membrete oficial presidía el sobre, “Ministerio de justicia”. Era la citación para el juicio pendiente en dos semanas. Ya casi no se acordaba del incidente aquel, pero la justicia es lenta e implacable.
La citación aquella, le empezaba a traer malos recuerdos. No sabía qué hacer ni cómo actuar, solo tenía claro que esto iba remover los recuerdos de su mente.
Recordó que tenía la tarjeta del abogado en algún cajón. La buscó y encontró, bajó a la cabina, no le gustaba usar el teléfono de la casa, le hacía sentir incómodo. Marcó el número del abogado, unos pitidos después:
—Despacho del letrado Carlos Tejada dígame— Era una voz femenina.
—Hola— Juan se presentó, explicó que era su abogado y pidió hablar con él.
—Voy a intentar pasarle— unos segundos después. —Le paso con Carlos.
—Gracias.
—Juan, precisamente me estaba acordando de ti en este momento. Acabo de recibir la citación del Juzgado, como te dije, en nueve meses, ¿Qué tal estas?
—Voy tirando— no era eso lo que preguntaba Carlos, Juan lo supuso. —Estoy mejor, no he vuelto a beber y continúo el tratamiento.
—Me alegra oír eso Juan. He estado repasando tu caso, creo que con los mismos argumentos que usamos en la vista previa, podremos obtener una sentencia satisfactoria.
—¿Satisfactoria, es lo mismo que inocente?
—Bueno, Juan, seguramente una multa o indemnización te caerá.
—Pues no sé cómo la voy a pagar, no tengo trabajo estable, solo cosas esporádicas que me dan para vivir y poco más.
—No te preocupes, existe la figura del insolvente, no pueden dejarte sin medios para subsistir, la ley protege a todas las personas, sean víctimas o culpables. Si algún día pudieras pagar lo que te impongan, pues tendrías que hacerlo, siempre y cuando no menoscabe tu ingreso minino vital. ¿Tienes propiedades, casa, tierras, etc.?
—Pues no, vivo alquilado en una habitación.
—Entonces no te preocupes. Yo me encargo de todo, nos veremos antes del juicio.
—Como tú digas. Allí estaré.
—Cuídate Juan, me alegro de que estés mejor.
Ambos colgaron, la inquietud se apoderó de Juan, no por el juicio en sí, sino por tener que recordar algunos pasajes de su vida de mal recuerdo para él.
CAPÍTULO XIV
El día del juicio
La fecha señalada para el juicio llegó.
A las nueve de la mañana estaba fijada la hora de la vista, Juan llegó media hora antes. Deambuló por la puerta de los juzgados haciendo tiempo, hasta que una voz a lo lejos le llamó.
—¡Juan, Juan!— era Carlos. Su manera de vestir destartalada no había cambiado, una carpeta con un montón de papeles le acompañaba mientras se dirigía hacia él. —Buenos días Juan, te noto más delgado— no se equivocaba. La mala alimentación de Juan empezaba a notarse en su cuerpo.
—Será porque hago menos ejercicio.
—Vale, vamos a hablar sobre el juicio— le llevó a un despacho contiguo a la sala de vistas, donde los abogados se reúnen con sus clientes. Otros abogados con sus respectivos defendidos ya estaban allí. Tras sentarse en una mesa, Carlos le explicó la estrategia que usarían en el juicio. —… y eso será todo lo que tienes que hacer.
—De acuerdo, lo que tú digas— aceptó Juan.
La hora de la vista se acercaba, por lo que se dirigieron a la sala asignada.
—Nos ha tocado un buen juez, eso es bueno. Por el contrario, el fiscal es ruin y miserable, tratará de humillarte…
—Carlos, buenos días— alguien interrumpió la charla.
—Buenos días Guzmán, nos veremos dentro— el tal Guzmán pasó de largo. —Este es el fiscal del que te hablaba.
—Pues parece un buen tipo— dijo inocentemente Juan.
—No te fíes por las apariencias, es un lobo con piel de cordero, te lo aseguro he tenido muchos juicios con él. Espérame aquí, voy a por la toga.
Cuando Carlos volvió ya con la toga, entraron en la sala del juicio. Era más grande que la que visitó cuando lo llevaron ante el juez de guardia. Tomaron asiento, cada uno en su sitio, Juan, sólo en el banquillo (más bien una silla) situado en un lateral de la sala. Carlos en una mesa a la derecha del juez y frente al fiscal, en medio de todo un atril con micrófonos donde se prestaría declaración.
Una puerta se abrió, el juez, escoltado por el secretario judicial, entraba en la sala, en ese momento todos se pusieron en pie, Juan también lo hizo siguiendo las indicaciones de su abogado.
Tras los formalismos previos, el juez golpeó con su maza dando por iniciado el juicio. Tenía la palabra el ministerio fiscal quien expuso los hechos, desde su punto de vista, claro. Una vez acabada la exposición, varios testigos desfilaron por el estrado. A preguntas del fiscal, todos coincidían en que Juan se ensañó de manera violenta con la víctima. Su abogado le formuló a todos la misma pregunta; si habían consumido alcohol esa noche, a lo que todos respondieron afirmativamente. Era una forma de desacreditar a los testigos.
Llegó el turno de la defensa.
El abogado citó a otros testigos que solo vieron la actitud agresiva de la víctima, pero no la actuación posterior de Juan. El fiscal no pudo desacreditarlos.
Por fin la defensa llamó a Juan al estrado.
—¿Puedes contar a esta sala de manera somera tu vida?— Juan hizo un resumen de ella en apenas cinco minutos, haciendo hincapié en los momentos más duros de su vida, como le había indicado Carlos.
—¿Qué fue lo que recuerdas del incidente de la noche de autos?— continuó preguntando el abogado siguiendo la estrategia.
—Pues no mucho. Había bebido para calmar mi mente atormentada, después, uno de mis compañeros me aviso de que había un incidente en la entrada. Me dirigí allí y al llegar vi a un tipo forcejeando con dos miembros de mi equipo, decidí intervenir y reduje al tipo con una luxación.
—Para quien no lo sepa, explica a este tribunal qué es una luxación.
—Es una técnica en la que se dobla la muñeca hacia abajo y a un lado, obligando a la persona a dejar el brazo suelto, llevándoselo después a la espalda, lo que le inmoviliza.
—Gracias Juan, continúa contando lo que ocurrió después.
—Pues cuando ya lo tenía inmovilizado, otro tipo, por detrás, me golpeó la cara con un puñetazo, haciéndome caer al suelo…— Juan se silenció unos segundos.
—¿Qué pasó después?
—Recuerdo que sentí como si dejara de ser yo, y…después solo recuerdo ver a una persona en el suelo inmóvil.
—Señoría quiero hacer hincapié, que mi defendido, como pone en el informe forense que adjunté en su momento, cuando consumía alcohol sufría una reacción con su medicación que alteraban su personalidad, pasando de ser una persona tranquila, a una agresiva y violenta.
—Este tribunal ha leído dicho informe y actuará en consecuencia— añadió el juez. Prosiga letrado.
—¿Y desde ese día has vuelto a beber Juan?— el repetir su nombre varias veces, es una técnica habitual de los abogados para que el tribunal vea al acusado como a una persona con nombre, no como fríamente al acusado.
—No
—¿Y has tenido algún brote violento desde entonces?
—No, ninguno.
—¿Continuas en tratamiento? ¿De qué tipo?
—Sí, continúo en tratamiento. Es un antidepresivo que me recetó mi médico y que debo continuar tomando.
—¿Has notado mejoría con el paso del tiempo?
—Sí, como me indicó la doctora, los efectos empiezan a medio plazo, y me recalcó, que no dejara de tomármelas, aunque me sintiera mejor.
—¿Consideras que aquel Juan agresivo de aquella noche, ya no está dentro de ti?
—Así lo creo.
—Gracias Juan, eres un digno ejemplo de superación. He terminado señoría.
El juez dio la palabra al ministerio fiscal.
—Menuda interpretación, casi me dan ganas de llorar…— empezó diciendo el fiscal.
—Señor fiscal, a este tribunal no le interesan sus irónicas opiniones, solo los hechos, cíñase a ellos y deje sus chascarrillos para la barra de un bar. Así que no continúe por ese camino— el juez estuvo tajante.
—Pido disculpas a este tribunal. ¿Así que no recuerda nada del momento de la paliza?
—Señor fiscal, el acusado ya ha respondido a esa pregunta, no haga perder el tiempo a este tribunal— de nuevo el juez recriminó la actuación del fiscal.
—De acuerdo señoría. Según tengo entendido, hace unos meses, usted sufrió una agresión en un parque, ¿lo recuerda?
—Sí.
—Según consta en el informe médico posterior a la agresión, su tasa de alcohol en sangre era de uno coma cinco, vamos, que estaba ebrio y sin embargo si recuerda ese hecho, ¿no le parce incongruente?
—¡Protesto!— gritó su abogado. —Está pidiendo una opinión a mi defendido.
—Señor fiscal, está empezando a hartarme. De sobra sabe que las opiniones no constituyen una prueba, ¿no le enseñaron eso en la facultad?
—Retiro la pregunta— el fiscal continuó intentando hacer caer a Juan en alguna contradicción, si lo logró o no, lo decidirá el juez.
El juicio acabó, el juez hizo un receso de unos minutos para evaluar los hechos y emitir un veredicto.
Pasados esos minutos el juez regresó a la sala y tomó la palabra. Tras los tecnicismos previos.
—…Este tribunal encuentra al acusado… culpable de un delito de lesiones y alteración del orden público, con el eximente de estar bajo los efectos del alcohol con la alteración de personalidad que le produjo dicho estado, tal y como refleja el informe forense aportado por la defensa. Como la víctima no presentó denuncia no se fija cuantía alguna de indemnización.
Este tribunal condena al acusado, al pago de una multa equivalente a seis mensualidades, y, además, obliga al mismo a asistir a la consulta de psiquiatría forense por el tiempo que este determine— después, mirando a Juan, añadió: Quiero añadir algo a nivel personal al acusado: no he conocido a ninguna persona que haya pasado por todo lo que usted lo ha hecho. Deseo que la vida le dé una oportunidad algún día y que consiga vencer a esos demonios interiores que tanto daño le han causado. Se levanta la sesión— un golpe del mazo dio por finalizado el juicio. Rápidamente Carlos se acercó a Juan.
—Bueno Juan, creo que no ha estado mal.
—No sé cómo voy a pagar esa multa.
—Por eso no te preocupes, yo me encargo de solicitar tu insolvencia, ahora solo debes de acudir a la consulta, como ha dicho el Juez para que te ayuden.
—Así lo haré. No sé cómo agradecerle lo que ha hecho por mí.
—No te metas en más líos y aprovecha cualquier oportunidad que la vida te dé. Sinceramente, creo que la mereces— ambos se dieron un abrazo y se despidieron.
CAPÍTULO XV
La oportunidad… no llega
Siguiendo las instrucciones del juez, acudió a la consulta de psiquiatría. Tras esperar en una sala, su nombre sonó por un altavoz, indicándole el número de consulta. Al llegar tocó a la puerta.
—¡Pase!— así lo hizo. Un hombre de mediana edad esperaba sentado tras una mesa.
—Buenos días, me han mandado aquí.
—Buenos días Juan, soy el doctor Diosdado, siéntate. He leído tu expediente, pero quiero oír cómo me cuentas tu historia.
—¿La versión larga o la corta?
—Tengo todo el día.
—Pues entonces la larga— Juan volvió a relatar su penosa vida con el máximo de detalles. Mientras tanto, el doctor tomaba notas, no le interrumpió en ningún momento, pero sí que observaba cómo reaccionaba ante ciertos pasajes. Más de una hora después concluyó su historia.
—¿Cómo te encuentras actualmente?
—Bien, desde que no bebo no he tenido más ataques de ira. De vez en cuando tengo alguna pesadilla…
—¿Esas pesadillas son sobre la muerte de alguien?
—Sí, la de Luis y Alberto.
—¿Crees que murieron por culpa tuya?
—Sí.
—Claro por eso estas aquí. Te voy a preparar una terapia que iremos poniendo en práctica en sucesivas visitas, y en cuanto a la medicación que tomas, creo que es acertada, debes seguir tomándola. Por supuesto lo que no debes probar es el alcohol, ya sabes lo que produce en ti.
El mes que viene nos volveremos a ver, aquí te apunto la fecha y la hora— le entregó un cartón con la cita apuntada. —Veras como poco a poco vas superando ese sentimiento.
—Eso espero.
—Hasta dentro de un mes Juan.
—Gracias, hasta entonces.
Los meses pasaban, Juan a duras pena conseguía sacar el dinero suficiente para mantenerse y pagar la habitación. Continuaba con los trabajos esporádicos, tanto de albañilería y pintura para Paco como repartiendo publicidad. Ni lo uno ni lo otro era nada seguro, apenas comía decentemente y eso iba haciendo mella en su cuerpo, lenta pero inexorablemente. El no seguir una dieta equilibrada tiene graves efectos para el cuerpo a largo plazo.
En cuanto a la terapia con el psiquiatra parecía dar efecto, las pesadillas iban haciéndose cada vez menos frecuentes. El psiquiatra le indicó que podrían espaciar las visitas para la terapia a cuatro meses, la medicación debería seguir tomándola.
La personalidad de Juan también iba cambiando. Lo ya de por sí poco comunicativo que era, se iba acentuando aún más con el paso del tiempo, también se estaba volviendo más desconfiado y retraído. Pero había una cosa que le gustaba cada vez más, los niños. Para él, verlos corretear y jugar en el parque, le hacía soñar con la infancia que no tuvo y por unos minutos creía ser un niño como ellos, jugando, corriendo, saltando…
Los meses dieron paso a los años. Su situación económica no había mejorado, seguía mal viviendo. El DNI lo tenía caducado, no sabe cuánto tiempo hacía ya, las visitas al psiquiatra las hacía cuando se acordaba, estaba empezando a ser alguien que no constaba en ningún registro, un invisible.
Para empeorar las cosas, Paco, sufrió un grave accidente mientras cortaba una baldosa con la radial. La mala suerte hizo que se amputara una mano, obviamente ya no pudo volver a trabajar y por ende Juan se quedaba de golpe sin una parte de sus ingresos. Tenía que buscar algo rápido.
Un día, paseando por la periferia, pasó frente a una chatarrería con un cartel que ponía: Se compra chatarra al por menor. Varias personas con carritos de supermercado esperaban su turno para vender su chatarra. Juan esperó a que se marcharan esas personas para entrar a preguntar.
—Buenas tardes, ¿cómo funciona esto?— preguntó en la ventanita. La persona que allí había lo miró con desdén.
—¿Eres idiota?— le soltó.
—Pues que yo sepa no, y no creo haberle faltado al respeto, no sé por qué me lo está faltando usted a mí— el tipo al otro lado de la ventanilla se sintió avergonzado.
—Bueno, no era mi intención, ¿qué era lo que querías?
—Quería saber cómo funciona esto de la chatarra.
—Sencillo, tú traes chatarra, la pones en el peso y yo te la pago.
—¿Qué tipo de chatarra hay que traer?
—Parece que vengas de otro mundo. Está el hierro que se oxida, luego el inoxidable que es más caro, el cobre que también es caro y el aluminio que como pesa poco no sale muy a cuenta.
—Gracias.
—¡Eh chaval, ten cuidado, no quites la ruta a otro!
—Lo tendré en cuenta.
Juan abandonó la chatarrería, decidió probar, bien pensado trabajaría para él mismo, sin intermediarios.
Lo primero, tendría que hacerse con un carro de supermercado. Cerca de allí había un Leroy Merlin, se acercó a la zona de los carros puso una moneda en la ranura, esa sería su primera inversión en su negocio. Después miró alrededor por si hubiera algún guardia de seguridad, no vio a nadie. Ya tenía el vehículo donde cargar la chátara, luego pensó que tendría que dejar el carro en la calle por lo que necesitaría atarlo. También dedujo que le haría falta algo de herramienta. Buscó un bazar chino, “aquí será más barato”, pensó. Entró y compró un cable con combinación de esos que se usan para atar las bicis, un par de destornilladores, unas tenazas, una llave inglesa mediana y una pequeña navaja.
Por el momento era suficiente, sobre la marcha ya vería.
Empezaba a oscurecer, era hora de volver a casa. De camino compró algo de comer en un supermercado, una barra de pan y un paquete de mortadela bastaron, tras sentarse en un banco de un parque cercano, dio cuenta de la comida, el agua de una fuente próxima le ayudó a pasarla.
Ya en las proximidades del portal de casa, ató el carro al poste de una señal de tráfico, esperaba que por la mañana siguiera allí.
Se levantó con el sol, no desayunó, nunca lo hacía. Una cierta inquietud le invadió pensando si el carro seguiría en aquel poste. Una sensación de alivio le invadió al comprobar que allí estaba.
No sabía hacia dónde ir, derecha, izquierda… finalmente tomo el camino de la izquierda, “qué más da”, pensó.
Comenzó a buscar por los alrededores, en un solar encontró un riel de cortina y la tapa de una olla, eran sus primeros hallazgos. También miró junto a los contenedores, recordaba cómo la gente solía dejar las cosas de hierro fuera de ellos, ahora ya sabía por qué.
Los tres primeros contenedores no ofrecieron ningún premio, en el cuarto, al fondo divisó lo que parecía unos hierros de unos fogones, intentó alcanzarlos, pero no llegaba, necesitaba algún útil para conseguirlo. Junto al contenedor vio un palo de escoba, lo intentó con eso, pero se le resbalaba, “tendré que mejorar esto” pensó. Buscó por los alrededores, una valla metálica cercana le dio una idea, con las tenazas cortó un trozo de la misma e hizo una especie de gancho, el sobrante lo utilizó para sujetar la especie de anzuelo al palo. Volvió a intentar alcanzar el hierro que había visto en el fondo del contenedor, esta vez sí logró asirlo, además, pesaba bastante, acababa de pescar una buena pieza.
Al cabo de unas horas se cruzó con otra persona que se dedicaba a lo mismo que él. Cuando llegó a su altura lo saludó.
—Buenos días ¿Qué tal?— el saludo sorprendió a la otra persona al estar de espaldas.
—¿Pero qué mierdas haces?— repreguntó indignado, al percatarse de que ambos se dedicaban a lo mismo.
—Pues busco chatarra— contestó Juan algo sorprendido por la actitud de esa persona.
—¡Esta es mi zona, ya te estás largando!
—Tranquilo, no te enfades, te estoy hablando con educación— trató de calmarlo.
—Ya, pero eso no quita para que estés robándome mi chatarra.
—Yo no robo a nadie, la chatarra está en la calle y la calle es de todos, que yo sepa.
—¡Estás equivocado, esta calle es mía, así que largo!— Juan dudó unos instantes, era su primer día, no quería discutir con nadie.
—¿Bien, dime por qué calles puedo ir?— ahora el que dudaba era el otro. Finalmente, a regañadientes contestó.
—Tres calles hacia el norte no hay nadie.
—Pues gracias, espero que se te dé bien— la actitud de Juan le resultó extraña, normalmente la gente le insultaba o lo que era aún peor, lo ignoraba.
—De nada… que te vaya bien a ti también— tras esto se giró de nuevo y continuó buscando. Juan, se dirigió a la zona indicada para continuar su búsqueda.
Poco a poco fue echando cosas al carro, casi lo tenía lleno. Sobre las cinco de la tarde decidió que ya era hora de ir a la chatarrería, de camino aprovechaba para revisar más contenedores, pero ya no encontró nada más, parecía que la zona ya estaba cribada. Conforme se acercaba a la chatarrería, se cruzaba con más gente como él, por lo menos diez.
Por fin llegó a su destino, siete u ocho personas esperaban en la cola, parecía que iban más cargados que él, alguno hasta llevaba una cocina entera, otro una nevera…
Cuando llegó su turno reconoció al tipo de la ventanilla.
—Buenos tardes.
—¡Hombre, al final te has animado, a ver qué traes!— el tipo también lo reconoció.
Juan depositó el contenido del carro en la báscula ante la atenta mirada del tipo por si le colaban algo.
—Ya está— Juan se sentía ansioso por saber el valor de su carga.
—Aquí tienes, cinco con quince.
—¿Solo?
—Solo es lo que has traído, quizás la próxima vez tengas más suerte. ¡Siguiente!
Juan salió algo frustrado de la chatarrería pensando: “cinco euros, si tengo que pagar ciento cincuenta por la habitación”, una rápida cuenta mental le salía que tenía que trabajar treinta días para pagar la habitación, “¿y qué como?”, se preguntó. No parecía haber empezado bien su primer día en el negocio de la chatarra.
Pasó por un supermercado y entró a comprarse la que iba a ser la única comida del día, una barra de pan y una lata de foie-gras, como hacía tiempo que no comía fruta se compró una manzana. En la caja, la chica miró con pena la compra y fugazmente a Juan.
—Uno con cincuenta— le dijo la cajera amablemente. Tras pagar, se dispuso a buscar algún parque con fuente, por lo menos buscaba el agua gratis. Fue al mismo del día anterior, los niños jugaban en los columpios, se sentó a una distancia prudencial para observarlos mientras se comía el bocadillo. De nuevo el correr y los gritos de los niños, le hacían imaginar momentos que él no tuvo, se imaginaba jugando y correteando entre ellos. Durante unos minutos su imaginación lo transportaba a otra vida, bonita, amable… después, cuando los niños se marchaban, volvía a la cruda realidad que tenía que vivir.
CAPÍTULO XVI
¿Culpable?
Los meses caían como losas, la misma rutina vivía Juan todos los días. Se levantaba con el alba, lloviera, nevara o hiciera sol. No desayunaba ¿para qué? Así no perdía tiempo, por el camino se comía algo.
Ya se había hecho una ruta diaria en la búsqueda de chatarra, consiguiendo sacar lo justo para ir tirando. Completaba el dinero repartiendo publicidad de vez en cuando, pero había algo que se le clavaba en las entrañas, la forma en la que la gente le miraba cuando pasaba a su lado, unos con asco, alguno con pena, pero la mayoría con desdén, como a un paria. Él evitaba en lo posible cruzarse con la gente, aunque casi todos los días coincidía con la entrada o salida de los niños en alguno de los colegios por los que pasaba en su ruta diaria. En esos momentos Juan se subía la braga que rodeaba su cuello para ocultar su rostro de las miradas incisivas de la gente, aceleraba el paso hasta abandonar la zona, sabiéndose escudriñado y prejuzgado por algunas miradas. Durante esos segundos quería convertirse en un hombre invisible, para evitar esas miradas que se clavaban en él como estacas.
A veces se cruzaba con otros compañeros como él, en este caso Cosme, un hombre de unos cincuenta y pico de años, según creía Juan, aunque puede que lo demacrado de su rostro le hiciera parecer mayor y tuviera solo cuarenta y pico.
—Buenos días Cosme, ¿cómo se está dando el día?
—Hola Juan. Pues ya ves, poca cosa— apenas medio carro llevaba. —Hoy tendré que pasar por la iglesia para que me den algo de comer ¿Por qué no vienes conmigo? No veo que lleves muchas cosas tú tampoco.
—¿Por la iglesia? No gracias, ya he recibido bastante de ella, mientras pueda comprarme una barra de pan en el DIA, no me verán por allí, te lo juro.
—También puedes ir a la beneficencia, esos no son curas.
—Ya, pero hay que rellenar un montón de papeles y te piden cosas… no me gustan las colas del hambre.
—¡Mientras me den de comer, a mí me da igual!
—Bueno Cosme, que te vaya bien, voy a continuar.
—Igualmente Juan— ambos tomaron caminos opuestos, cada uno empujando su carro.
Continuando por las calles, un grupo de adolescentes se cruzó con él. Parecían niños de bien, lucían ropa de marca y zapatillas caras, iban con latas de cerveza en la mano, Juan los ignoró, como hacía siempre cuando se cruzaba con alguien. Los chavales empezaron a reír nada más cruzarse con él, por supuesto las risas burlonas llegaron a sus oídos, no hizo caso, ya se cansarían. Siguió empujando su carro, pero las risas se transformaron en otra cosa.
—¡Eh, chatarrero te has dejado esto!— gritó uno de ellos a la vez que tiraba una lata vacía a sus pies, mientras sus amigos reían. Juan se paró un momento, no se giró y continuó.
—¡Eh!— volvió a gritarle. —¿Eres sordo o solo un idiota piojoso?— tras decir eso le lanzó otra lata, esta vez llena que impacto en la espalda de Juan, quien emitió un quejido de dolor, mientras los chavales reían aún más.
—¡Jo tío, le has dado de lleno!— otra vez las risas burlonas. Juan se agachó a recoger la lata, con ella en la mano se dirigió a los chavales, los cuales dejaron de reír, confusos con la actitud de Juan.
Continuó hacia ellos abriendo la lata.
—¡Mira, si se la va a beber!— dijo uno de ellos señalándolo, todos volvieron a reír, pero Juan seguía avanzando hacia ellos sin dejar de mirar al que parecía haberle tirado la lata. Este tomó una actitud defensiva/chulesca.
—¡No te acerques mierdoso o…!— Juan continuó hasta llegar a donde estaba él.
—¿O qué?— el chaval lo señaló con el dedo.
—¡Mejor que te pires, piojoso!— dijo en tono amenazante a un inexpresivo Juan. Este agarró con su mano la que le señalaba el chaval, retorciéndosela hasta que cayó de rodillas gritando de dolor. La cara de sus amigos ya no era de burla, sino de miedo. Todos retrocedieron y se alejaron corriendo, dejando a su amigo a merced de Juan.
—Creo que esta lata es tuya— se la vertió por encima hasta vaciarla mientras el chaval no paraba de gritarle basta. —Deberías de tener más cuidado con las cosas que tiras— le retorció un poco más la mano.
—¡Perdón, perdón, solo era una broma!— ahora suplicaba clemencia el chaval entre llantos.
—Anda, lárgate con tus amigos y cámbiate de ropa, parece que te has vertido la cerveza por encima y apestas.
Juan soltó la mano del chaval, que renqueando se levantó para salir corriendo de inmediato hacia donde estaban sus amigos observando la escena, doscientos metros les separaban. Humillados, los chavales se marcharon mientras consolaban a su amigo.
Juan cerró los ojos un momento, se dio cuenta de que no había tenido el sentimiento de ira de antaño, eso le alegró. Tomó su carro y continúo su camino.
Dos o tres calles después, divisó a lo lejos lo que parecía una reja metálica junto a un contenedor, aumentó la cadencia de sus pasos hasta su objetivo. Al llegar a ella confirmó lo que le había parecido. Como pudo la subió al carro, pesaba bastante, por lo menos treinta kilos, “hoy será un buen día”, pensó.
Con el carro a rebosar lo llevó a la chatarrería.
—Parece que vienes cargado hoy. Vamos a ver cuánto traes— dijo el hombre de la ventanilla mientras Juan bajaba la pesada reja y la colocaba en la báscula junto con el resto de cosas.
—Veinte con sesenta, veintiuno por ser tú— como era un habitual solían redondearle al alza el precio.
—Gracias, hasta mañana.
—Acuérdate que mañana es sábado y cerramos a las dos.
—¡Es verdad, gracias!— Juan perdía la noción de los días, para él todos eran iguales.
Los meses dieron paso a los años. Ya contaba con treinta y cinco, su físico ya no era el de antaño, aunque seguía estando fuerte, sus ciento veinte kilos de hacía unos años, se habían quedado en ochenta. No solo la mala alimentación influía en su estado, su soledad también lo iba consumiendo poco a poco. La medicación que seguía tomando a diario le mantenía más o menos centrado, evitando que cayera en un pozo sin fondo como les pasaba a muchos como él. Su futuro solo era el día de hoy, subsistir, mañana ya vería.
El fin de semana dio paso al lunes, como siempre, Juan inició su habitual rutina al despuntar el día. Rastreó su zona hasta no encontrar nada más.
El resultado del día fueron siete míseros euros, hoy no cubría gastos, solía ocurrir, pero un día compensaba a otro. Compró una barra de pan, algo de fiambre y un plátano en el supermercado habitual. Las cajeras ya lo conocían y a veces le guardaban alguna sorpresa, como hoy.
—Hola Juan, ¿cómo te ha ido el día?— le preguntó la cajera sonriendo.
—Regular, ¡ya ves, no me da para mucho!— le contestó con resignación.
—Mira, te hemos guardado estos dulces del horno, cuando le faltan pocos días para vencer dejan que nos los llevemos, pero todavía están buenos. Toma— la cajera le pasó una bolsa con varias bandejas de dulces.
—¡Oh, muchas gracias!— la verdad es que no estaba muy acostumbrado a la bondad de las personas, pero siempre hay gente con corazón que trata de ayudar a otras más desfavorecidas. Esos actos no los tomaba como caridad si no como actos de bondad, de lo contrario no los aceptaría, Juan tenía su amor propio, prefería una barra de pan conseguida con su esfuerz0 a un plato de comida caliente en la caridad después de no haber hecho nada en todo el día, nada más que apiadarse de sí mismo con una botella de vino. Si algo había aprendido con la terapia y sus vivencias, era que tenía que tomar acción, su situación era la que era, una lucha diaria contra la desgana, la apatía, el conformismo y el rechazo, mantenía vivo su espíritu… de momento al menos.
Se dirigió al parque habitual, donde podía ver a los niños jugar como cada día. Al empezar a caer el velo de la noche, los niños abandonaban el parque con sus familias rumbo a sus casas. Juan hizo lo propio. Por el camino le llamó la atención un niño que caminaba solo por la calle, aceleró el paso hasta ponerse a su lado.
—Hola, ¿por qué vas solo, te has perdido?— le preguntó al niño que no parecía tener más de seis o siete años.
—No, voy a casa. Mis padres trabajan y no vienen hasta la noche— el niño contestó con sorprendente madurez, pero con cierta tristeza.
—¿Y dónde vives?
—En la calle Juan de Juanes.
—Tu calle se llama como yo, venga, te acompañaré, me viene de camino.
—Mis papas me han dicho que no hable con extraños— dijo con firmeza.
—Vale pues no hablaremos, solo te acompañaré.
El niño continuó su camino mientras Juan lo seguía de cerca. Llegaron a la esquina de la calle del niño, todavía tenía que atravesar un solar.
—Esta es mi calle, adiós, señor— dijo el niño con educación.
—Adiós pequeño y ten cuidado— Juan se quedó observando al niño, tan pequeño, tan tierno, como se adentraba en el solar.
A la mañana siguiente Juan se levantó como un día más, esa noche no había dormido muy bien, no sabía por qué.
Los periódicos empezaban a colgarse en los kioscos, todos tenían en primera página un titular similar: “HAYADO MUERTO UN NIÑO CON CLAROS SIGNOS DE VIOLENCIA EN UN SOLAR DE LA CALLE JUAN DE JUANES”
Juan nunca leía los periódicos, ni oía la radio y por supuesto, tampoco la televisión. Para él era un día como otro cualquiera.
Mientras tanto, la policía indagaba por la zona donde había aparecido el cuerpo sin vida del pequeño. Interrogaron a varias personas, uno de ellos parecía haber visto algo.
—Díganos, ¿qué vio?— le preguntó un agente al posible testigo.
—El niño iba a acompañado de un chatarrero de esos que van buscando por los contenedores, todos los días pasa por aquí…— el testigo es un frutero que más o menos recoge el género a la hora que Juan pasa por allí a diario.
Los policías escucharon atentamente la explicación del testigo. Después decidieron esperar por la zona hasta que Juan pasara por allí. Al crepúsculo, los policías observaron a alguien por el principio de la calle con un carro.
—¡Ahí está, vamos!— dijo uno de los agentes a su compañero.
Ambos empezaron a andar separados hacia Juan con intención de flanquearlo por ambos lados, por si intentaba huir. Una vez a su altura se identificaron.
—¡Policía, queremos hacerle unas preguntas!— Juan quedó sorprendido.
—¿Qué pasa?
—¿Usted iba ayer con un niño por esta calle a esta hora?
—Sí, caminaba solo y le pregunté si se había perdido, el niño me contestó que no. Luego le pregunté por qué iba solo, a lo que me contestó que sus padres trabajaban hasta tarde.
—¿Y qué más hizo usted?
—Pues como me parecía peligroso que el niño fuera solo, me ofrecí a acompañarlo.
—¿Y?
—El niño estaba bien enseñado, sus padres le habían advertido de que no hablara con extraños, yo le dije que no hablaríamos pero que le acompañaba— Juan empezaba a preocuparse.
—¿No le habrá pasado algo al niño?— los policías se miraron uno al otro.
—¿Y luego?
—Pues llegamos a la esquina de su calle y nos despedimos.
—¿Vio algo extraño después?
—Pues no, me esperé a que el niño pasara por el solar y luego continué, ¿a qué viene esto?— los policías se volvieron a mirar.
—Es lo mismo que ha declarado el tendero— dijo uno de los agentes.
—¿Me van a decir de una vez qué pasa?— insistía Juan.
—Han encontrado el cuerpo sin vida de un niño en el solar, con signos de violencia.
—No, no, no… Tendría que haberlo acompañado hasta su casa— Juan se llevaba las manos a la cabeza. Después cayó en la cuenta de que podían creer que había sido él. —¡Oigan, yo no le hice daño al niño! Solo lo acompañé hasta aquí. Jamás le haría daño a una criatura.
—¡Ya, eso dicen todos!— dijo uno de los agentes.
—Afortunadamente hay un testigo que corrobora su versión— añadió el otro agente a la vez que señalaba hacia la tienda de frutas.
—¡Menos mal! De lo contrario seguro que creerían que había sido yo.
—Pues la verdad es que das el perfil, y si te soy sincero, aún tengo mis dudas.
—No haga caso a mi compañero— intercedió el otro agente. —La sutileza no es su fuerte. De todas formas, tiene que decirnos dónde le podemos localizar, por si tuviéramos que volver a interrogarle, puro formalismo, ya sabe.
—Claro—Juan le dio su dirección.
—Déjeme su DNI, por favor— Juan rebuscó por sus bolsillos. De una carterita de tela raída, sacó el documento solicitado y lo entregó al agente, quien nada más verlo le llamó la atención.
—¿Todavía tiene el DNI de los azules?— después, miró la fecha de caducidad, confirmando sus sospechas. —Este carné lleva más de diez años caducado.
—Se me ha pasado. La verdad es que voy bastante justo de dinero.
—Podría multarle por esto— el agente le miró a los ojos. —Pero no voy a hacerlo, bastante desgracia tiene ya. Mi padre también pasó penurias en su juventud y no se lo deseo a nadie…
—Voy a llorar de la pena— interrumpió su compañero.
—¡Cállate cretino, seguro que no sabes lo que es no tener ni para comer un plato caliente, como seguramente le pasará a este pobre hombre!
—Vale, hombre, vale, no te pongas dramático— le dijo haciendo aspavientos con la mano.
—Estúpido— el agente retiró la mirada de su compañero dirigiéndola hacia Juan, entregándole el DNI.
—Puede marcharse, si necesitamos algo de usted, le buscaremos.
—¿Cómo se llamaba el niño?— preguntó Juan.
—Ángel.
—Espero que en eso se haya convertido, no entiendo cómo puede haber alguien capaz de hacer daño a un niño– los ojos de Juan comenzaban a vidriarse por la impotencia. —Tendría que haberlo acompañado hasta el portal— se lamentaba.
—No se atormente, no ha sido culpa suya— trataba de animarle el agente con el que parecía haber empatizado.
—Me lo han dicho varias veces en mi vida, pero no me consuela oírlo— agachó la cabeza y se marchó empujando su carro calle arriba.
“Parece que cualquier persona que se arrima a mí acaba igual”, pensaba mientras caminaba. Notó como comenzaba a sentirse mal, rápidamente empezó a hacer los ejercicios mentales que había aprendido en la terapia y que tenían como fin evitar entrar en un bucle destructivo contra sí mismo.
Mientras caminaba, pasó junto a un bar, se paró en la puerta y pensó; “seguro que me sentaría bien una copa”, su auto control se tambaleaba. En ese momento, el que debía ser el dueño salió a la puerta y tras verlo allí parado, gritó:
—¡No quiero mendigos borrachos en mi bar, así que largo!— Juan soltó su carro y se dirigió hacia el dueño, se puso a su altura y mirándole a los ojos le dijo:
—¡No soy ningún mendigo, me gano la vida honradamente buscando chatarra y… no soy ningún borracho!— golpeó con su dedo índice en el pecho al dueño del bar. Este se quedó parado ante tal reacción, mejor dicho, avergonzado. Juan se dio la vuelta, cogió su carro y siguió su camino. Sintió una gran sensación de alivio después, por dos motivos: había controlado el impulso inicial de beber y le había cantado las cuarenta al cretino del bar. Su autoestima se vio reforzada muchos enteros esa tarde.
CAPÍTULO XVII
Toda acción conlleva una consecuencia
En los días siguientes, una especie de psicosis se apoderó del barrio, apenas se veían niños por la calle, en los parques tampoco. Si se veía alguno, iba acompañado siempre por un adulto.
Pero como pasa en los ríos que se desbordan tras unas fuertes lluvias, al cabo de un tiempo, las aguas vuelven a su cauce.
Poco a poco los niños volvían a llenar los parques, eso sí, bajo la atenta mirada de sus progenitores.
Juan no había cambiado su rutina, y como todas las tardes, se comía su bocadillo en un banco del parque desde el que podía ver a los niños jugar y correr.
Algo llamó la atención de Juan, un tipo entre los árboles observaba a los niños desde el otro lado de donde él estaba. Hacía esfuerzos por permanecer oculto, lucía ropa de color caqui, capucha incluida. Creía no ser observado por nadie, pero se equivocaba, Juan no le quitaba ojo. Minutos después, el tipo desapareció, Juan seguía escudriñando el parque para ver si lo veía. A pesar de sus esfuerzos no volvió a verlo… ese día.
Al día siguiente, Juan volvió al parque tal y como hacía habitualmente. Los niños jugaban tranquilamente en la zona de los columpios, de nuevo, algo le llamó le atención, el tipo de ayer volvía a estar mirando a los niños ocultándose detrás de los árboles. Juan centro su atención en aquella extraña manera de actuar de aquel tipo.
Tras unos minutos, observó a un niño que abandonaba los columpios en dirección a donde aquel tipo se encontraba. Mientras tanto, las madres junto con algunos padres, charlaban de manera distendida entre ellos sin percatarse de que el niño abandonaba el grupo, sin duda hacia el kiosco que había unos cincuenta metros más allá. A pesar de la distancia, Juan se percató del hecho, no sabe bien por qué, se levantó rápidamente del banco, tomó su carro y corrió cruzando al otro lado del parque, flanqueando la zona de los columpios por una senda paralela hasta llegar a la altura del kiosco. El niño continuaba andando confiadamente en esa dirección, pero de repente, el tipo que se ocultaba tras los arboles llamó la atención del niño.
—Hola guapo, ¿dónde vas?
—¡A la paraeta a por chikes de fesa!— contestó en su idioma inocentemente.
—Mira yo tengo chicles aquí, ven y te los doy— le susurró con voz suave, el pequeño, de nuevo inocentemente, se acercó a él.
Juan observó la escena desde el kiosco, rápidamente se acercó a la zona donde estaba ya el niño con el tipo.
—¡Eh! ¿Qué haces con este niño, es tu hijo?— el tipo ya tenía al pequeño sujeto de la mano, sorprendido contestó:
—¡A ti que te importa!
—¡No has respondido!— insistía Juan. El tipo comenzaba a mostrarse nervioso a la vez que el niño empezaba a llorar asustado. Sabiéndose pillado, el tipo soltó al niño y empezó a huir, no podía hacerlo en dirección a los columpios ya que los padres, alertados por los llantos del pequeño corrían hacia la zona. Intentó huir en la dirección en la que Juan se hallaba, con un golpe de cintura lo esquivó, pero rápidamente reaccionó y lanzó su carro vacío contra las piernas del tipo, alcanzándolo y haciéndole perder el equilibrio, momento que Juan aprovechó para lanzarse sobre él e inmovilizarlo.
—¿Dónde crees que vas, cabrón?— ya lo tenía sujeto contra el suelo.
—¡Suéltame!— gritaba desesperado el tipo a la vez que los padres llegaban a su altura.
—¿Carlitos, Carlitos?— gritaba la que parecía ser la madre del pequeño mientras lo abrazaba.
La gente rodeó a Juan y mientras sujetaba al tipo comenzaron a decir:
—… ¡Se quería llevar al niño!…
—… ¡El chatarrero lo ha impedido!…
—… ¡Que alguien llame a la policía!…
—… ¡Qué valiente!…
Y expresiones similares.
A los pocos minutos, una patrulla de policía llegó al lugar esposando al sospechoso, casi al instante una pareja de agentes de paisano también llegaba.
—Vaya, parece que nos volvemos a ver— le dijo uno de ellos a Juan. Era el mismo que lo interrogó días atrás y empatizó con él.
—Eso parece— contestó Juan. Alguien reclamaba su atención desde atrás.
—No sabe cuánto se lo agradezco, ha salvado a mi hijo— era la madre, aun con lágrimas en los ojos y con el pequeño Carlitos en brazos.
—No hay de qué, señora.
—¿Cómo te llamas?— le preguntó Carlitos.
—Juan, me llamo Juan— le dijo sonriéndole y chocándole el puño.
—¿Quieres un chike?— Carlitos le ofreció uno de los chicles que le acababa de dar su madre para calmarlo.
—¡Claro, muchas gracias!— Juan aceptó el regalo mientras el resto de padres reía y aplaudía. Los agentes se llevaron a Juan a un lado mientras pedían a la gente que abandonara la zona.
—Bueno, Juan, ¿me permites que te tutee?
—Claro.
—Cuéntame qué ha pasado con todo lujo de detalles…— en ese momento otro agente reclamó la atención de su compañero.
—Hemos encontrado esta bolsa y esta cuerda en los bolsillos del sospechoso.
Tras examinarla, el agenté sentenció:
—Es igual que la que usaron con el niño que encontramos el otro día. ¡Bien, creo que lo tenemos! ¡Lleváoslo!— ordenó. Después volvió con Juan.
—Discúlpame, creo que acabamos de detener, gracias a ti, Juan, al tipo que mató a Ángel.
—Vaya, me alegro, pero eso no alivia la pena que siento por el pequeño— Juan se emocionaba al decirlo.
—Piensa en lo que has evitado, a saber a cuántos niños acabas de salvar de acabar como Ángel.
—Eso no va a devolver la vida al pequeño.
—¡Pero has evitado que otros muchos acaben así! Ese tipo seguro que es un psicópata, esa clase de personas no tiene fin, cuando empiezan ya no pueden parar, les gusta hacer daño. Venga, cuéntame cómo pasó lo de hoy.
Juan relató los hechos mientras el agente anotaba.
—…y eso es todo— concluyó.
—Eres una gran persona Juan, los padres de muchos niños te estarán eternamente agradecidos por tu actuación.
—¿Ya me puedo marchar?
—Claro, estaremos en contacto— Juan cogió su carro y comenzó a andar.
—¡Juan!— le gritó el agente, se detuvo y se volvió hacia él. —Puedes y debes sentirte orgulloso, gracias— Juan asintió con la cabeza a la vez que sonreía levemente, se volvió a girar y continuó caminado hasta hacerse invisible por la distancia.
Al día siguiente, seguía teniendo una sensación agridulce por lo que había ocurrido estos días. No tenía muchas ganas de trabajar, pero tenía que comer, así que, como un día más, inició su ruta por las calles.
Los periódicos publicaban su historia, pero él no los leía nunca, sí se percató de que algunas personas lo miraban y le sonreían al cruzarse con él. No entendía por qué, hasta ahora simplemente lo ignoraban, tampoco le dio mucha importancia.
Como cada día, fue a la chatarrería, nada más verlo, la persona de la ventanilla salió a recibirlo.
—¡Hostias Juan, lo que has hecho!— sujetaba un periódico en la mano con el artículo de su gesta.
—¿He salido en los periódicos?
—¡En primera página macho! ¿No lo has leído?
—Pues no.
—¡Toma, toma, quédate este!— le entregó el periódico con el artículo que rezaba en letras grandes:
DETENIDO EL ASESISNO DE UN NIÑO GRACIAS A LA ACTUACIÓN DE UN VALIENTE.
Debajo mencionaba su nombre, a lo que se dedicaba, y una descripción de los hechos, quizás con cierto tono amarillento.
—Tampoco fue para tanto.
—¡Eres un héroe, macho!— insistía emocionado.
—Mañana ya no se acordarán de mí, y yo seguiré viniendo todos los días— dijo con resignación.
—¿Quién sabe? Ahora que eres famoso, igual te cambia la suerte.
—¡Suerte!— negaba con la cabeza. —Esa palabra no la hicieron para mí. Venga, pésame esto que se hace tarde y tengo hambre.
Cogió su dinero y salió de la chatarrería, fuera fue abordado.
—¿Es usted Juan, el chatarrero?— era un periodista acompañado de un fotógrafo que disparaba su cámara sin cesar.
—No, se equivoca— le eludió, el fotógrafo dejó de disparar con su cámara. Juan se alejó de la zona rumbo al supermercado habitual. Al ir a pagar, la cajera lo reconoció.
—He leído el artículo, eres todo un valiente.
—Que va… exageran— dijo con desdén.
—¡Jolín Juan, disfruta de tu momento!
—Ahora cuando coma lo disfrutaré— abandonó el súper, rumbo al parque. Se sentó discretamente en el banco habitual para dar cuenta de su comida. No pasaron ni cinco minutos cuando una pareja con un niño de la mano se acercaba a donde estaba él.
No se percató hasta que una voz familiar dijo:
—Hola Juan, ¿quieres un chike?— era Carlitos con sus padres.
—¡Hola Carlitos! Claro, gracias, me lo guardo para luego.
—Buenas tardes Juan, como supondrás somos los padres de Carlitos y queremos agradecerte lo que hiciste ayer por nuestro hijo— le decía el padre.
—Queremos que aceptes esto— le dio un sobre, Juan lo cogió, lo miró, y no le gustó lo que vio. Se lo devolvió molesto al padre, a la vez que decía:
—Yo no soy ningún mendigo, no acepto limosnas— ambos padres se miraron confundidos.
—No pretendíamos ofenderte, solo…
—Solo creíais que como voy buscando chatarra soy un mendigo, pues…
—¡Un momento, tu voz me suena!— interrumpió el padre. —¿Nos conocemos?
—No creo.
—¿Eres Juan, del orfanato?— el padre estaba casi seguro de quién era.
—Estuve en un orfanato sí, pero hace muchos años de eso.
—¡Ya lo creo, soy Tato!
—¿Tato?— Juan estaba confuso, no recordaba.
—Espera, veras— sacó su cartera, de ella un antiguo billete de quinientas pesetas con algo escrito. —A ver si esto te refresca la memoria— le entregó el billete. —Lee lo que pone.
Juan tomó el billete y leyó lo que lo que allí estaba escrito; “…no os lo gastéis todo de golpe, espero que os vaya bien en la vida. Juan”.
Los ojos de Juan se abrieron como platos.
—¡Tato! ¡Ya me acuerdo!— se llevó las manos a la cara y empezó a llorar.
—Lo he guardado todo este tiempo esperando encontrarte alguna vez para agradecerte todo lo que hiciste por mí, por Chico y por Clodo, en aquel horrible sitio— Tato tampoco podía reprimir las lágrimas al recordarlo. Su mujer, al lado, también lloraba emocionada al ver la escena.
—No me lo puedo creer… después de todo este tiempo aun te acuerdas de mí y guardas el billete— Juan seguía llorando.
—Vamos a algún sitio a hablar— sugirió Tato mientras enjugaba sus lágrimas. En una terraza cercana se sentaron a hablar. Tras ponerse al día y escuchar emocionados la tremenda historia de Juan, resultaba evidente que la vida no había sonreído por igual a ambos. Tato tenía una familia y una empresa de reformas con veinte personas, Juan solo tenía un carro, su dignidad y una vida llena de sufrimiento.
—Bueno, me has dicho que no eres un mendigo y no aceptas limosnas, pero tú hiciste algo por mí en aquel sitio y eso no lo puedo olvidar, así que es de justicia que me dejes hacer algo por ti ahora.
—No quiero dinero.
—Y no te lo voy a dar, te lo tendrás que ganar. Necesito una persona de confianza para supervisar las reformas en marcha y tú seguro que eres la persona adecuada.
—Hace mucho tiempo que no trabajo de albañil.
—Eso, como el karate, no se olvida, y no tendrás que ejecutar las obras, para eso ya tengo a mi equipo, tendrás que encargarte de que se hagan bien. Esta propuesta no creo que se pueda calificar como limosna.
—No sé qué decir.
—Un sí es suficiente.
—Pues…sí.
—Me alegro mucho— Tato dio un abrazo a Juan mientras su mujer no podía reprimir las lágrimas de emoción.
—¿Cuándo empiezo?
—Mañana a las ocho, aquí tienes la dirección. Trae el DNI.
—Bueno, tendré que renovarlo primero, lleva caducado más de diez años.
—No te preocupes, mi gestor se encargará de todo. No sabes cuánto me alegro de volver a verte, después de mi mujer y mi hijo, esto es lo mejor que me ha pasado en mi vida.
—Y de la mía, te lo puedo asegurar.
Parecía que por fin la vida sonreía a Juan y que dejaría de ser <el hombre invisible>
que hasta ahora era.
EPÍLOGO
Pero aún faltaba algo…
Al día siguiente, Antonio (Tato) recibe una llamada de su secretaria.
—Señor Muñoz, tengo una llamada de alguien que quiere hablar con usted sobre Juan.
—Pásamelo— Tato estaba intrigado. —Dígame… ¿Cómo?… pues claro que sí, faltaría más, apúntese la dirección— tras esta enigmática conversación colgó el teléfono y después llamó a su secretaria.
—Luisa, vendrá una persona preguntando por Juan, avísame cuando llegue, por favor.
—Claro señor Muñoz.
Una hora después la enigmática persona llegó, Tato, bajó a recibirla. Tras una conversación, se montaron en el coche conducido por Tato. Unos minutos después llegaron a su destino, una casa que estaba siendo reformada integralmente. Entraron en ella y Tato preguntó a los albañiles por Juan, le señalaron la cocina, y hacia allí se dirigieron. En ella estaba Juan con un grupo de alicatadores.
—Buenos días, Juan, alguien quiere verte— le dijo Tato para que se girara. Al hacerlo, se quedó de piedra al reconocer a quien venía a verle.
—Parece que eres todo un héroe— dijo la otra persona mostrando el periódico.
Las lágrimas de Juan brotaron de sus ojos a la vez que las de la otra persona también lo hacían, ambos corrieron en dirección al otro hasta fundirse en un abrazo, Tato hizo una seña a los alicatadores para que abandonaran la cocina.
—Perdóname— le dijo Juan entre sollozos.
—Perdóname tú a mí… hermano— sí, era Roberto. Cuando vio el artículo en la prensa no pudo reprimir el impulso de buscarlo. Preguntó en el parque hasta que le dijeron dónde podía encontrarlo.
Ambos quedaron abrazados uno al otro perdonándose mutuamente. Forma parte intrínseca de nuestra condición como humanos el odiar, el hacer daño…, pero también el perdonar.
FIN
AGRADECIMIENTOS
A día de hoy, Francisco Baldomero, que así se llama la persona en la que me he inspirado para escribir esta historia, sigue recogiendo chatarra con su carro por Leganés. Espero que algún día la vida le dé un giro, como al protagonista de esta novela, y pueda dejar la calle.
Si queréis leer el artículo que me sirvió de inspiración, poned en el buscador, “La navidad de un invisible el país”
También agradecer la ayuda de mi mujer, Mª Angeles y mi hijo, Iván, en la edición de esta novela.
Por supuesto a mis compañeras:
Ara, por la portada original.
Mónica y Lucia, por sus sugerencias.
Y cómo no, a todos/as los que habéis leído esta novela.
Espero que os haya gustado esta pequeña historia.
Gracias.
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