Los sacrilegios encontrados en la antigua ciudad de Edirne, eran una clara muestra de la tempestad que había arrasado los monasterios e iglesias de la urbe que vio nacer a Mehmed II.

Siendo profanadas las bibliotecas, Palacios y conventos, algunos jenízaros destrozaban y maltrataban sin alguna misericordia los manuscritos que en aquellos sitios yacían; dentro del ejército otomano se hallaba un joven y aguerrido soldado turco que también era partícipe de tales atrocidades hacia los tesoros engendrados por el Templo Heungdeok; este joven jenízaro estuvo en las muchas peregrinaciones que el sultán ordenaba; entre algunos de estos decretos del sultán se encontraba el de hallar con un grupo de cinco soldados, un códice antiguo en la ciudad de Valaquia, ubicada en el sur de la actual Rumania.

Puestos en marcha estos cincos soldados otomanos, llegaron con dificultad a la nombrada ciudad; la travesía duró alrededor de tres meses entre pasar los Cárpatos y el río Danubio. Ya estando en Valaquia empezaron las investigaciones y examinaciones a la localidad que escondía tal códice deseado por el sultán (cuyo deseo era ocasionado por un sueño meramente proteico en una de sus cruzadas); pasaban los días y aún no había rastro del manuscrito, los soldados empezaban a desmoralizarse por su parsimoniosa búsqueda y sabiendo que si llegaban con las manos pulcras al palacio del sultán, serían cruelmente asesinados.

En una de esas sombrías noches donde los soliloquios son la disímil virtud del vesánico, el ya joven jenízaro en una de sus rondas como centinela, vio entre algunas de las negadas ventanas de una choza una luz rutilante capaz de traslucir hasta las desdichas más indignas del ser. Sin dudarlo despedaza la puerta con su yatagán que había sido bendecida por Murad I en la batalla de Maritza.

Toma aquel códice y con cierto dilema se aleja del pueblo hacia el bosque para no ser descubierto por sus compañeros, despliega sin beneplácito las páginas inverosímiles del palimpsesto e ingenuamente lee el epígrafe que posaba soberanamente como si ya supiese el destino de la triste aporía del joven:

«Abyssum intrans, tempestas et calamitas deseruntur terribiles cruciatus».

Aquella frase causaba solipsismo, aquello no era sino desgracia, vedada estaba su conciencia , el origen herrumbrado lo percibió como una aparición melancólica. Recordaba tautológicamente la frase; los pensamientos florecían como las sublimes palabras de Hesíodo o Virgilio, la eleática de Parménides o las odas pindáricas; viéndose aciago de la condena que desataba la desdichada frase, no pudo sino remediarlo con su consumación como Kaspar hauser.

Palabras infinitesimales y afligidas; frases del tiempo y de la eternidad, fueron las dádivas que le engendraron la confusa existencia.

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