Doce y trece primaveras teniamos en aquel tiempo, tiempos difíciles, tiempos de retales en el estómago y en el alma. Me llamo Esteban y mi mejor amigo, casi un hermano, Marco.
Vivimos, crecimos y respiramos carbón desde nuestro nacimiento. Es lo que tiene nacer en una cuenca.
Nuestros padres eran vecinos, así como también eran mineros. La relación entre las dos familias era muy estrecha.
Recuerdo que era un martes, cuando llegamos a casa Marco y yo, y me pareció extraño que tanto sus padres como los míos nos estuvieran esperando en la puerta de la casa de Marco.
– Hola chicos, pasad, tenemos que deciros algo.
Entramos en la casa. ¡Qué casa! Imaginad lo más humilde después de lo que puede significar «humilde».
Cuando entramos, un poco temerosos, la figura de lo que me pareció un gigante vestido con un traje gris, al que parecía que los botones de la chaqueta le saldrían disparados como las balas del protagonista de Bonanza.
-Este hombre ha venido a hacernos una propuesta, pero sólo vosotros tendréis la última decisión.- Dijeron los padres
-Bueno chavales, escuchad atentamente, pues sólo lo diré una vez. – Vociferó con una expresión que me pareció casi desprecio.- Creo que ya sois lo suficientemente mayores para que empezeis a ganaros el PAN. He hablado con vuestros padres y ellos me han dicho que hable con vosotros, no entiendo por que he de hacerlo. Tendrían que ser ellos los que tomaran la decisión, al fin y al cabo sois sus hijos y son ellos los que mandan sobre vosotros, como yo mando sobre los míos. En fin, a lo que voy, vengo a ofreceros trabajo en la mina. Trabajaríais en la del bosque, la que se está abriendo, vuestros padres saben cual es. Necesito una respuesta ya, no tengo tiempo para perder aquí con vosotros, si no queréis tengo gente esperando para qué me supliquen por lo que os ofrezco.
Marco y yo nos miramos. Esa mirada cambiaría nuestras vidas. Al mismo tiempo dijimos los dos: Sí!.
Aquel «Sí», hizo que nuestros padres cambiarán la expresión recia y dura de sus rostros por una mueca de resignación. Imaginaros nuestras madres, parecía que sus cuellos no eran capaces de soportar aquellas cabezas que siempre habían sido altivas. Recuerdo ver como una lágrima retumbaba en la vieja tabla de madera que llamábamos mesa. Solo las tormentas más apocalípticas que un niño puede recordar, sonaron como aquella lagrima de mi madre.
-Bien, empezaréis mañana. Que os lleven vuestros padres, ellos saben dónde esta la mina. Cuando lleguéis, estaréis a cargo del capataz, cinco de la mañana, nadie llega tarde a mi mina, sino a la puta cloaca donde os encontré.
El silencio solo roto por el portazo de aquel hombre, fue como un sueño del que sabes lo que has soñado, pero eres incapaz de recordar.
Esa noche dormimos todos en una casa, todos juntos como una especie de despedida, como un adiós en silencio. Eran las cuatro de la mañana cuando mi padre me despertó.
-Vamos Esteban, es hora de levantarse.
Me froté los ojos, todavía desperezándome me acerqué al barreno de agua y echándomela a la cara, por fin me espabilé. Como para no hacerlo, el agua estaba helada.
-Tomate la leche, vamos un poco justos, hay un buen tramo hasta la mina. Tu madre te ha dejado envuelto en ese paño un trozo de pan y un poco de cecina ahumada. Me acabé la leche, agarré el paño de la comida y salimos de la casa. Cuando bajábamos las escaleras, nos encontramos con Marco y su padre.
-Buenos días.
-Buenos días.- Respondieron.
Salimos a la calle y empezamos a caminar. Nadie habló. Caminamos unos cuarenta minutos atajando por el Monte de los Suspiros, así lo llamaba la gente porque una vez hace años se perdieron allí dos niñas. Jamás las encontraron y dicen que los suspiros de sus madres se escuchaban en todo el valle.
Por fin llegamos a la mina. Un hombre pequeño unicejo y con una boina que no le hacía justicia a su extrañísima cabeza minúscula. A mi amigo Marco y a mi casi se nos escapa una carcajada. El codazo de mi padre en las costillas me hizo entender que no era buena idea.
-Buenos días soy el señor capataz, pero podéis llamarme jefe. ¿Son estos dos? – Preguntó con un movimiento de cabeza dirigido a nuestros padres.
-Sí, jefe.
-Joder, cada vez me los traen más flacos. Bueno, despedíos, a partir de ahora sois míos. Acompañadme.
Miramos atrás, levantamos la mano mientras ellos nos miraban fijamente. Seguimos al jefe. Como doscientos metros caminando, distinguimos dos figuras sentadas en un tronco, cuanto más nos acercamos más grandes e intimidantes parecían. No tardamos en llegar a su altura y el jefe por decirlo de alguna forma nos presentó.
-Ramiro, Julián, aquí os traigo a vuestros próximos compañeros.
Cuando se dieron la vuelta y nos miraron con aquellas caras negras que resaltaban unos ojos tan blancos como una Luna de leche, solo dijeron al unísono: ¡Qué cojones de mierda nos traes, jefe!
-Ahora son vuestros, arreglaos.- Sentenció el capataz
-¡No me jodas, son dos sacos de huesos, será cabrón! Bueno ratas no queremos saber vuestros nombres, no nos interesan ni tampoco las mierdas que os han traído aquí. Ahora sois, me cago en la rabia del perro del tío Ramón, nuestra responsabilidad. ¿Habéis comido?
-Un tazón de leche antes de venir señor.
-¿Un tazón de leche? ¿Adónde creéis que venís? Supongo que vuestras madres os darían algo, comerlo ahora, tenemos poco tiempo para volver a entrar. Venga levantar el culo es hora de empezar.
Caminamos no más de doscientos metros, y pasando un recodo allí estaba, el agujero de entrada a la mina. Los cuatro nos paramos ante ella. Ramiro suspiro y en un tono muy bajo casi susurrando dijo:
-Bueno pequeños, ésta es. Seguramente el gordo y el jefe os dirían que esta cabrona se llama la del bosque. Una mierda, así solo la llaman los que nunca antes han entrado en ella. Preguntadle a cualquier minero y os dirán el verdadero nombre de esta hija de puta. Chavales, estáis delante de la mina Dragón. – La forma como lo dijo hizo que devolviera lo que había comido.
-Vale, ahora tenéis que escucharnos con atención, cada uno de vosotros, pequeños piojos, estará pegado a cada uno de nuestros culos. ¿Queda claro?
-Si señor.- Respondimos.
-Bien, de momento sólo tendréis que sujetarnos el candil mientras picamos, más tarde llegará vuestra hora.
-Perdone señor. ¿Para qué es ese pájaro de la jaula?
-De momento para que lo cargues y lo metas en la mina con nosotros, y con un poco de suerte para no salir volando.
Entramos, oscuridad, barro, humedad y una sensación de desasosiego como nunca había experimentado. Mientras caminábamos las mangostas de madera que sujetaban toneladas de tierra sobre nuestras cabezas, crujían a nuestro alrededor, aunque a mi me parecían lamentos de los árboles de donde fueron talados y lloraban por acabar como esclavos de madera sujetando, sobre sus hombros, los deseos de los hombres, eternamente sudando resina.
-¡Vamos, no os retraséis!
Solo Ramiro hablaba, su compañero no decía ni una sola palabra. Como a un tramo de dos cigarrillos por fin llegamos.
-Bueno es aquí. ¿Preparados? Tu te quedas conmigo. Marco irá con Julián. Te diré lo que haremos. Tenemos que abrir un agujero en esta mierda de pared de roca. Tienes suerte, mucha de ella está mezclada con arcilla, así que no será muy difícil picarla. Seré yo quien empiece y cuando no pueda continuar, sigues tú. Ahora ya sabes porque traen a trabajar a menudos como tú. Dame el candil y no pierdas de vista al pájaro (que estaba apoyado en un saliente justo a nuestro lado). Cogió el pico, y me dijo:
-Ponte a un lado.- Embistió la pared que saltaron una mezcla de chispas, tierra y polvo. En ese momento entendí las caras ennegrecidas de aquellos hombres.
En menos de dos horas de brazos tensos y bocas negras de los alientos ruidosos del esfuerzo, Ramiro salió del hueco que abrió en la roca.
-Bueno chaval, es tu turno. Yo ya no quepo, ahora tú tienes que entrar y acabar el agujero. Te queda metro y medio, ya te he cortado el mango de un pico para que te manejes. Necesitamos metro y medio, luego yo me arrastraré, haré dos orificios con un punzón y podremos meter ahí los cartuchos.
-¿Cartuchos?- Pregunté.
-Claro, cachorro, dinamita, somos los que abrimos minas luego vendrán los demás. Dale.
Tres horas estuve picando hasta que alcancé la cota.
-Ya está.- Le dije cansado.
-Bien. ¡Apártate! – Se arrastró por el agujero y martilló durante un largo tiempo. – Ya están.- Me dijo.- ¿Ves esa caja a tus pies?
-Sí.- Le respondí.
-Bien, pásame dos de esas cosas que parecen puros y la mecha.
-¿Mecha?
-Si coño, la cuerda.
Le di lo que me pidió y vi cómo introducía los cartuchos en los huecos.
-Bien hecho.- dijo mientras desenrollaba la mecha que había puesto, hacia donde acababa el agujero. Entonces gritó:
-Julián, yo listo. ¿Y tú?
-¡Listo!- Respondí
-¡Todos fuera!
Siguieron desenrollando la mecha hasta que llegamos a una distancia que parecía segura. La explosión sería en el interior de la roca, así que no tendría porque haber problemas. Ramiro encendió la mecha y la chispa caminaba con una fijeza certera. Sin embargo un sonido hueco lo cambió todo. Ramiro gritó:
-¡Me caguen todo Julián, el cartucho ha caído del agujero! ¡Correeeeeeed!
Empezamos a correr como si nos persiguiera el mismísimo Diablo. Marco miro hacia atrás y vió la jaula con el pájaro. Se dio la vuelta y se fue a buscarlo. Julián el compañero de Ramiro le gritó:
-¡Déjalo chaval!- No le hizo caso, y en ese mismo instante la dinamita explotó.
Fue tan grande la explosión que mientras corríamos hacia el exterior tras nosotros se derrumbaba la mina. Llegamos afuera y caímos exhaustos en medio de un charco. Los dos nos quedamos mirando a su boca, y de allí vomitó la mina una mezcla de polvo carbón y humedad. Pero lo que yo escuché en ese momento fue un rugido, un sonido como nunca había oído. Y quizás no me creeréis, pero en medio de aquella sinrazón le vi los ojos, dos enormes ojos rojos y rasgados que me miraron con una intensidad que me velaron la sangre. Ramiro me miró y me susurró al oído:
-Ahora has sentido el aliento del dragón.
La mina fue cerrada, no se volvió hablar de lo ocurrido. A Ramiro no lo he vuelto a ver. Me dieron una semana de recuperación del sofoco. El sofoco… que huevazos tienen.
Seguí trabajando y ahora puedo decir que no hay una sola noche que no me atormente la visión de aquellos ojos. Creo que me escapé de él ese día, y me sigue buscando.
Bueno, ya estoy preparado.
Mirémonos a los ojos una vez más.
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