Aquella noche, un pálido rayito de luz amarillenta logró escurrirse entre las hojas de aquel añejo timbó, un punto y luego otro, fueron atravesando como gotas la ventana que algún día había sido adornada con hermosos vitrales de colores translucidos del que ahora solo quedaban algunos bordes filosos sujetos al marco de hierro.
Un brevísimo destello sobre su rostro fue suficiente para despertar a Andrea, que siempre había tenido el sueño tan ligero y volátil, como la neblina de las mañanas de verano en el monte, una pequeña brisa o un poco de sol y ya se dispersaba y volvía a su vigilia, pero está vez se sintió diferente, su despertar fue pesado, sintió que había pasado una vida desde la última vez que estuvo despierta, la humedad le dolía profundo en los en los huesos ya casi inmóviles, y su lecho se sintió particularmente incómodo, aquellas sábanas le estaban causando un insoportable picor en los pies, intentó en vano sentarse y rápidamente se rindió. Girando apenas la cabeza pudo ver la luna creciente colgada en un cielo cada vez más despejado. “Hermosa noche, y eso que cuando me dormí parecía que esta vez sí se iba a volar el techo con el viento y los relámpagos. Es una pena estar acá encerrada”.
Y mirando al cielo y las nubes pasar, de a poco se fue olvidando de su desvencijado cuerpo, de la comezón en sus pies y recuperó algo de comodidad para su cuerpo, pero ganó en incomodidad para su mente, quiso salir, pero sola no quería. De a poco, lentamente y con la paciencia de quien descansa giró su cabeza haciendo chirriar sus cervicales, hasta poder ver casi de frente a Julio, tan elegante como siempre, aun ahora.
-Pshh, Pshh, ¿Dormís?
- Ahora ya no, ya me despertaste.- Dijo, y se sonrió tiernamente. ¡Ay por Dios que ella amaba esa sonrisa cargada con un toque de ironía altiva! Allá cuando eran jóvenes, y tantos años después ese gesto lograba llenarle el pecho con un calorcito amable y un poco de sano enojo frente al desafío de esa pequeña burla.
- Quiero salir hoy, afuera hace una noche hermosa, y hace tanto que no salimos.
-Pero afuera hace mucho frio, ¿a dónde vamos a ir?, no nos vamos a encontrar a nadie.
-¡Ay! No sé, podemos dar un par de vueltas por el pueblo y bajar hasta el rio. No importa si no hay nadie.
El volvió la vista al techo y suspiró desganado.
-¡Mejor si no hay nadie! Que después la gente anda hablando pavadas, sabes cómo son en este pueblo.- Insistió Andrea.
-Dormí amor, para la próxima te prometo que sí. Pero hoy, el frio, la humedad, el dolor. De verdad no quiero.
Reinó el silencio entonces en la habitación. La comezón volvió a los pies de Andrea y se extendió hasta sus rodillas. Hizo un gran esfuerzo por sentarse, pero su cuerpo ya no le respondía, necesitaba algo más.
Eran tan jóvenes cuando se conocieron, hacia tanto tiempo de aquel amor vehemente. En aquel entonces se paseaba ella por las calles empedradas alrededor de la plaza, sin sentir pudor de que su cuerpo adolescente levantara la mirada de varones casados y comprometidos. Se imaginaba para ella una vida bohemia lejos de los prejuicios del pueblo, bailar, cantar y hacer de ella lo que su apasionado ímpetu le propusiera, anécdotas de viajes y amantes enriquecerían sus memorias, y así el día de su muerte le sabría dulce.
Julio, conocía de sí mismo, que la dulce ebriedad del vino tinto podía transformarlo en un poeta locuaz y encantador, podía articular en su lengua adormecida, el tacto preciso de la sonoridad y la métrica con que la había enamorado en sus primeros encuentros, en las mismas noches que aprendió de ella, que el morado de su copa se hacía rosa en sus mejillas y rojo en sus labios cuando de entre todas las posibilidades, ambos sabían que coincidían en la intención y efecto de aquellos versos. Ambos llegaron a conocer del otro la medida exacta de embriaguez que pudiera sensibilizarlos a sus caricias y a la vez apaciguar las prisas de su desesperante deseo. Así supieron prolongar las madrugadas calurosas de aquel verano hasta dormirse rendidos piel a piel.
Ambos entendieron entonces que todo lo que querían era a ellos mismos el uno con el otro, y aquellos deseos de gran ciudad y bohemia para ambos se convirtieron en tiernos recuerdos de su adolescencia. Se llenaron de ellos mismos y el pueblo los recibió como Julio y Andrea para siempre, en una vida suficientemente grata y cómoda para que los demás la envidiaran un poco. Con eso se conformaron.
Pasó el tiempo y Julio cambió el vino por la cerveza, que entorpecía su lengua tanto como sus manos. Su elocuencia encantadora olvidó la poesía y se volcó a aquellos interminables pero amables debates de lo cotidiano con Andrea. Así se daban extensas apologías sobre el tiempo de cocción del arroz y la disputatio infinita sobre la hora y duración adecuada para la siesta vespertina.
La luz de la linterna inundo brevemente la habitación, y Andrea que ya entonces dormitaba entre sus recuerdos fue traída abruptamente al presente. La comezón, la humedad, las sabanas pegajosas, la habitación cerrada y los vidrios rotos, todo se hizo tan real e incómodo de nuevo, cuando a ella llegó una epifanía; “No hay próxima vez”.
Sintió de nuevo el impulso de ponerse en pie. Fue la luz de la luna llena, o viento el fresco que corría desde el monte, o el olor del rio que a kilómetros la llamaba, no supo bien que fue, pero esta vez encontró la fuerza que en otras ocasiones no había tenido. Lentamente se incorporó, se puso de pie e intentó en vano despertar a Julio.
Caminó hacia la puerta, y la abrió lentamente tratando de no hacer ruido. Era pesada y varios años de óxido habían maltratado las bisagras por lo que tuvo que hacer un gran esfuerzo que la dejó sin aire. Ya afuera, mientras se reponía notó que el dolor de los huesos, la comezón y la incomodidad habían desaparecido por completo. Caminó por el pueblo, recorrió la plaza sabiendo que esta vez no habría miradas que la acompañaran. Sintió añoranza de su juventud y sus sueños que ahora eran tan lejanos, pero aun ardían en su corazón.
Pensó en Julio, en su opaca ternura, en su amor cálido y su paz estóica. Se preguntó si de tener la oportunidad de volver atrás lo elegiría de nuevo, pero no supo que responderse. Entre pensamientos que atravesaban su mente sin llegar a detenerse, caminó hasta sentir la arena de la costa colarse entre sus dedos. La luna llena se reflejaba en el agua que corría apaciblemente.
Andrea estaba lista, no tenía la respuesta, pero si la pregunta indicada. Así que caminó serenamente y se perdió bajo la luz amarillenta que la bañó de cabeza a pies mientras su figura se deshacía rio abajo.
Llego el sol de mediodía y el insoportable calor húmedo del monte junto a la costa. Bajo la sombra del añejo timbó se refugiaba el cuidador, pensando en todo el trabajo que le daría volver a cerrar las viejas puertas oxidadas del mausoleo.
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