Los Vortis, al contrario que los hombres, habitaban solo y exclusivamente en los bosques, y no en cualquier bosque, los Vortis vivían todos en las vastas tierras boscosas de Vórdigem, y no eran comparables a otras razas en esto salvo a los Ingers. Todos vivían en sus tierras, jamás vivían en otros lugares, ni ciudades, ni mares, ni sobre las montañas, ni bajo ellas, los Vortis vivían con los Vortis, en sus bosques ancestrales, y allí construían sus ciudades, en árboles, cuevas rodeadas de malezas y helechos y tapizadas de musgo verde y amarillo, a veces, las menos, podían vivir en construcciones hechas en grandes agujeros en el suelo si el bosque así se lo permitía. Pero su lugar favorito para vivir eran los grandes árboles Vraids. Un Vraid se podía elevar más de sesenta veces el tamaño de un Vortis medio y podía albergar el hogar de varias familias. Los Vraids tenían la cualidad de ser huecos en su interior, lo que facilitaba las tareas de asentamiento de esta raza tan peculiar. De corteza rojiza y ancha como muros de defensa, tenían la peculiaridad de que sus raíces penetraban en la tierra directamente desde ellas. En su interior era habitual ver pasarelas pegadas a su corteza construidas por los habitantes del bosque subiendo en forma de espiral, estas pasarelas hechas habitualmente con madera de árboles de acebo de los exteriores de Vórdigem subían para facilitar la llegada a los Vortis que habitaban en las zonas superiores de los Vraids.
Por lo general, Vórdigem era un extenso bosque de cientos de colores donde el verde y azul reinaban en plantas, árboles y suelo. Un bosque, no obstante, cambiante, que en las diferentes estaciones alteraba su aspecto, al menos en parte. Pero su centro se encontraba en Vordígenam, la principal ciudad de los Vortis, un complejo natural al que llamaban capital los habitantes de los bosques. Compuesta por miles de Vraids, tenía además, cientos o quizás miles de agujeros en los suelos convertidos en hogares, cuevas talladas de forma maravillosa también utilizadas como lugares para habitar, algunas, en su interior tenían una talla tan exquisita que parecían haber sido esculpidas por los primeros nacidos, tallas con formas irregulares que en lugar de subir por las paredes, recorrían el techo desde un lado a otro, simulando ser enredaderas en las que crecían flores de loto y rosas de diferentes colores, claveles morados y rojos y orquídeas azules moteadas de plata y nácar.
El suelo de Vordígenam estaba tapizado por una hierba fina y húmeda que al rocío de la mañana tornaba en un azul verdoso del que brotaban falsas amapolas de color púrpura y que desprendían olores de modesta madreselva y dama de noche suave. Los amaneceres de Vordígenam ensanchaba los corazones de los visitantes no muy asiduos a la capital del bosque, pues el sol entraba por las oquedades de entre las hojas de los infinitos Vraids que en él se encontraban, y podía verse un tapiz azul verdoso decorado por miles de lunares púrpuras y todo bañados por luces y sombras que obsequiaba a los visitantes con una de las vistas más maravillosas de todos los bosques de Earalia.
Los Vortis, de los que no llamaba la atención su fortaleza, aunque sí su profundo conocimiento de la naturaleza y su poder para manipularla, eran seres sencillos, con aspecto más bien desaliñado. De pieles ásperas y arrugadas que a veces se parecían demasiado a la madera vieja, sus tonos podían ir desde el gris apagado de sus habitantes más ancianos hasta el verde oliva de los más jóvenes, rara vez un Vortis solía sobrepasar en altura el cuello de un hombre de tamaño medio y más rara vez aun no se alzaban por encima de sus vientres, de brazos y piernas extremadamente flacos daban a ojos de las demás razas una apariencia de fragilidad que después no era tal, y, aunque eran flacas sus extremidades no lo eran sus vientres que solían tener un cierto gracejo por tener similitud con el de los bebés humanos debido a su abultamiento que en comparación con sus brazos y piernas daban a los Vortis un aspecto entrañable a ojos de las demás razas de Earalia. De cara y testa también semi arrugadas debido a la morfología de su piel, solían carecer de cabello por sobre sus cabezas y no tenían mas que una mata dispersa y repartida por todo el cuero cabelludo, con ojos pequeños a modo de hombres orientales, sus colores solían ser negros y marrones aunque en raras ocasiones podían ser incluso de color amarillo gutagamba. Sus orejas tenían un tamaño pequeño y carecían de nariz como la mayoría de seres, se limitaba a dos orificios redondos de pequeño tamaño sobre sus labios y bajo sus ojos, más cercanos a éstos que a sus bocas, que eran también pequeñas, con finos labios, no más gruesos que un cordel de tendido, sus dientes no eran afilados pues rara vez un Vortis comía carne, todos eran similares en sus vestimentas e iban ataviados con túnicas de capucha con colores apagados en las estaciones frías y alegres y vivos en las estaciones más cálidas.
Vordígenam tenía vida y alegría durante casi todo el año y pocos lugares albergaba su belleza y su pureza, pero en el centro, tanto del bosque como de la vida de los Vortis vivía Lidam.
Lidam era todo para los Vortis, aunque para las demás razas era sólo un árbol, el único de su especie, para los habitantes del bosque era una reliǵión, su universo y en torno a él giraba toda su existencia. Lidam no tenía un tamaño superior al de un árbol común y era, por lo tanto, mucho más pequeño que los Vraids. Los años de los Vortis se contaban desde que Lidam cobró vida y se alzó por sobre sus cabezas hace ya más de 3600 ciclos. Poco se sabe de su concepción aunque mucho había escrito sobre su historia, sus hazañas e incluso sobre su futuro. Al parecer los Vortis más sabios y ancianos cobraban cierta habilidad para leer en sus ramas y hojas lo que Lidam les tenía que decir y así es como inspiraban sus historias.
Lidam tenía una copa ancha y dispersa, tronco no más ancho que un roble adulto y raíces onduladas que asomaban sobre la tierra por su parte intermedia para profundizar con vehemencia en el suelo sobre el que se alzaba con majestuosidad. El ancestral árbol marcaba el tiempo de los Vortis y él manejaba el ritmo de sus ciclos anuales y los dividía en cuatro como cuatro eran sus estaciones.
Cuando caía al suelo la primera hoja de Lidam, comenzaba el otoño para los habitantes del bosque, a estas alturas de su ciclo, el trimilenario árbol lucía un color pardo en varios tonos, más oscuro en las ramas, y este era el primer indicio de que Lidam empezaba a morir. Una agonía lenta que entristecía a todos los Vortis, el aire seco y fresco arañaba el tronco de Lidam y lo peinaba con tanta fuerza que hacía caer sus hojas al suelo cada vez más rápido, el olor a fresco del bosque tornaba en olores a vainilla y resina. Los Vortis celebraban la última fiesta de su ciclo anual (Vordiminio) en la que se celebraba que Lidam les había permitido vivir un año más y los había cuidado y les había procurado cosechas y materiales, carne y pescado y vestimentas de pieles y algodón, los caminos se llenaban de hojas secas de árboles secundarios, pues los Vraids no las pierden y las hojas de Lidam nunca caían en los caminos y siempre danzaban al viento hasta aterrizar sobre las cosechas para alimentarlas.Y donde caían las hojas nunca se perdía la siembra y los alimentos crecían fuertes y tenían propiedades saciantes y olores a fresco.
La pérdida de las hojas no era más que el último acto del orgulloso altruismo de Lidam. Para los Vortis la caída de su última hoja era un evento de gran importancia porque nunca sabían si el rey de los árboles volvería a tornar a la vida, y los vortis se reunían alrededor de él para verla caer y observar dónde se posaba su último suspiro, y en el lugar que caía, nunca consumían el alimento de esa cosecha si no que lo otorgaban como ofrenda a las bestias de crianza, y esas bestias crecían fuertes y siempre daban las mejores leches, la mejores carnes y las pieles que más abrigaban.
Con la pérdida del último aliento de Lidam daba comienzo el invierno para los Vortis y el árbol tornaba durante una luna de los colores pardos al color blanco de la muerte con una corona vacía de ropajes. Durante esos días el tronco del rey se abría en canal y mostraba los últimos latidos de su corazón rojo que durante todo el año había regado de sabia y dones las hojas y el bosque y por unas horas latía a los ojos tristes de los Vortis que sin remedio ni consuelo lo veían morir y contemplaban impotentes cómo daba su vida por el bosque un año más. Y cuando dejaba de latir y moría el rey, terminaba el año para los Vortis y se paraba el tiempo, pues no empezaría el siguiente hasta que Lidam retomara su vida con su nuevo primer latido, y todo en el bosque se tornaba triste, los habitantes componían melodías en acordes menores y a las canciones no le acompañaban instrumentos en sacro duelo por la muerte de Lidam, los ropajes de los Vortis no eran de colores cálidos durante su muerte y los Vortis andaban por sobre las hojas caídas descalzos como penitencia y respeto al rey. Los días quinto, séptimo y décimo primero después de la muerte, era común un ayuno total y solo se alimentaba a los enfermos y los recién nacidos y el resto del invierno la tristeza y la añoranza escoltaba a los Vortis.
Nadie sabía cuándo dejaría Lidam el mundo para no volver y ese miedo siempre persistía en los corazones de los Vortis y aunque su vida se alargaba ya a través de más de tres mil seiscientos años, una sensación de pérdida corría por sus venas durante el invierno por temor a que su muerte fuera definitiva. Sin embargo Lidam siempre volvía a la vida y así acababa el invierno y daba comienzo la primavera. Nadie sabía cómo con exactitud, pero un pulso de vida recorría a Lidam desde las raíces hasta su corazón y de pronto éste empezaba de nuevo con un profundo primer latido. De pronto, y en menos de unos minutos el corazón del rey de los árboles se encendía con un color rojo fuego y comenzaba a latir con profundidad y su herida mortal en mitad de su corteza se cerraba como una cremallera abrocha el cuero y durante unos días el tronco de Lidam cobraba un brillo escarlata que se mantenía en el tiempo hasta que la primera flor del rey brotaba en sus ramas. Prestas crecían sus hojas y sus flores a la llegada de la primavera y cubrían la copa del árbol con flores de legendaria belleza. En menos del paso de tres semanas, Lidam pasaba de un color blanco y frío y una herida que recordaba a la muerte, a una combinación de colores en sus ramas del verde de sus hojas al plateado de sus flores que mutaba durante la primavera pasando por el turquesa y acabando con el más maravilloso de los azules índigos, llegando así a su madurez y expulsando miles de esporas que se desprendían al aire y bailaban con los vientos que soplaban suaves del sur, y aunque nunca germinaban, la leyenda narraba que una de ellas lo haría en el lugar que será el próximo y último hogar de los Vortis. En primavera, en lo más alto de su copa Lidam dejaba siempre entre siete y once ramas al viento sin vestir, ese era el Don de madera que otorgaba al pueblo del bosque y que éste podía talar y quedarse en posesión. Los más hábiles ebanistas del bosque construían las poderosas armas de los Vortis, las varas con las que conseguían manipular la naturaleza, unas varas que se les otorgaba a los mayores y más sabios de entre todos los habitantes del bosque y que permanecían con ellos hasta el final de sus vidas.
Al llegar la estación estival Lidam ofrecía a los Vortis uno de sus mayores dones, pues cuando las temperaturas del bosque aumentaba, el rey de los árboles lloraba a través de sus hojas y flores con lágrimas de plata y oro dando apariencia como si un millón de cataratas de un solo hilo se derramara sobre el suelo del bosque. Los habitantes usaban el Don de Lidam para mezclarlo con agua y saciar su sed durante varias jornadas de trabajo bajo el sol del verano, y también lo mezclaban con plantas para acelerar la cura de las heridas profundas, apaciguaba los malestares del vientre y del mismo modo que saciaba la sed de los habitantes del bosque también saciaba la de las bestias de ganado. Y aunque el árbol era muy generoso con esta ofrenda, los habitantes del bosque tenían prohibido tomar sus lágrimas por codicia y romper esta ley estaba penado con la muerte.
La imagen de Lidam derramando sus lágrimas de oro y plata daba paso al final del estío y el principio del otoño, cuando a Lidam ya no le quedaban más dones que ofrecer y comenzaba a perder sus hojas para volver a acabar desnudo y así cumplir su ciclo un año más.
Del rey del bosque existen miles de historias y leyendas para todos los gustos, tres milenios dan para mucho más que para cumplir ciclos siempre de la misma manera y los Vortis las recogen en libros que guardan con celo en cofres de madera que custodia lo más profundo del bosque y que de cuando en cuando se desempolvan para colmar la memoria de los Vortis y de sus visitantes.
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