Jubilado hace tiempo, aficionado desde pequeño al dibujo, vivía
solo en su barrio de siempre, alejado de su familia más cercana :
hermanos y sobrinos. Esquivo con la gente y consigo mismo, se sentaba
a dibujar en cualquier parte de su paseo por las mañanas, casi
siempre sin salir de sus calles repetidamente conocidas. Este
entramado de casas le había visto crecer hace ya setenta años. A
veces, pocas, se aventuraba a salir de su entorno pero al día
siguiente se quedaba en lo conocido como si le asustase haber mirado
demasiado cerca caras distintas y volvía a dibujar estrecho,
confiado en su barrio.

En su bolsa de paseo guardaba un cuaderno y dos lápices. Antes cuando
solo llevaba uno, al echar mano de él desaparecía por arte de magia
de esa gran incógnita de tela que colgaba infinita del hombro.
Ahora se aseguraba. Sentía que al llevar dos, uno de ellos al
menos, aparecería siempre.

Dibujaba sobre todo pájaros y ramas. Los dos volaban y él hubiese deseado
haber sabido volar.

Cuando llegaba la Navidad era imposible para él empuñar el lápiz. Los
gritos continuos de las luces vestidas de gala en esas fechas le
hacían daño. La retina sabedora del dolor intentaba calmarle.
Proyectaba entonces sobre el lienzo blanco de los ojos una película
suya de hace años, sin darse cuenta de que el dolor no vive solo
en las calles luminosas de fuera, sino también en los pasadizos
sempiternos, tristes, iluminados de dentro.

Sentado con el lápiz en sus manos, esos días, se quedaba quieto mientras
por sus ojos veía pasar la película en cuestión. Imágenes todas
en blanco y negro. El principio siempre era el mismo. Aparecía él
de pequeño, tendría unos seis años, elevaba las puntas de los
pies queriendo coger la estrella del árbol de Navidad bajo la mirada
arrulladora de su madre y los labios eternamente serios de su
padre. Sus hermanos mayores y pequeños reían a su lado su
ocurrencia. Después de este inicio la película seguía proyectando
imágenes de él al lado de esa estrella cada invierno, él cada vez
más alto, creciendo a su lado, repitiendo el mismo ritual cada
navidad. Llegó a rebasarla con el tiempo pero sin atreverse a
tocarla nunca.

Cuántas veces quiso acariciar también esa mano misteriosa de dedos
alargados, su propia estrella de su propio árbol, mientras crecía.
Iluminó su vida hasta que desapareció un día pero solo llegó a
hablarle de puntillas sin decirle nunca nada de frente. Arrimado,
embobado callaba las verdaderas palabras. Resplandecía demasiado.
Temía que al cogerla, tocarla, la luz del árbol entero se
apagaría, como siempre pensó que pasaría si rozaba la estrella
de su infancia. Hubiese sido un desastre para sus padres y hermanos.

Un veinticuatro de diciembre, en mitad de la mañana rodeado del
bullicio de las compras, de los pasos voceando alegres villancicos,
se dejó caer inerme, agotado en un banco de la calle. Con los dedos
agarrotados del frío sin hacer el ademán inútil de buscar el
lápiz en la bolsa, esperaba resignado ver pasar la película de
nuevo. El bálsamo, la estrella a su lado. Sin embargo el proyector
del iris no se puso esta vez en funcionamiento. Una figura conocida,
pasó delante de él parando el suave caminar de la cinta. Era un
hombre mayor, algo encorvado, llevaba un abrigo de paño azul marino
que recordaba los días de colegio. Los dos de uniforme jugando en el
patio o tirándose bolas de nieve por las calles del barrio y, más
tarde, como amigos cómplices sentados en butacas continuas del
cine. Ahora desaparecido sin remedio. Antonio recordó entonces el
olor de las palomitas en sus manos haciendo que las comía con
verdadero apetito mientras a su lado, el hombre de ahora, un
adolescente entonces, abrazaba o toqueteaba a cualquier muchacha de
la pandilla. Sin pensarlo dos veces al ver a su amigo, su estrella,
se levantó del banco y le siguió.

El hombre de azul se paró a mirar un escaparate lleno de adornos de
navidad con las manos comedidas en sus bolsillos. Antonio olvidó
entonces el dolor de las luces en sus ojos. Se paró al lado del
hombre. Uno miraba fijo el escaparate, quizás buscando un adorno más
para su casa. El otro miraba la estrella humana, perdida hace años.
Arrobado, paralizado, le observaba de soslayo temiendo que se
rompiese la magia si le hablaba. No podía arriesgarse a oscurecer el
árbol.

Los ojos de las estrellas suelen ver más que los nuestros. Sus pupilas
son alargadas como las puntas de la rosa de los vientos y así de
esta manera el hombre encontró a Antonio reflejado en el cristal.
Sonrío a su viejo amigo desde su reflejo mientras dejaba escapar una
de sus manos de los bolsillos. Lentamente la mano libre buscó la de
Antonio y éste la aceptó sin miedo.

Durante un buen rato permanecieron callados con la vista puesta en el
escaparate luminoso. Después siguieron juntos por el barrio
caminando de la mano. El árbol no se apagó al coger la estrella.

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