Una noche abrazada por el silencio.
Con sombras amontonándose entre las esquinas y la paz reinando las calles con su afilado temple.
Con la oscuridad petrificada bajo la mirada intensa de la luna en un mar sosegado y hermético.
Entre olas que irrumpen el cielo y susurran al viento, olas fugaces que amenazan la calma. Olas que acarician tu piel y rozan tu alma. Un instante hipnótico, bañado en plata.
Como un baile a fuego lento e íntimo, con tus manos rozando el silencio y tus labios besando el fuego.
Ardiente delirio que se desvanece con la llegada del amanecer.
El cielo se vuelve naranja y un pitido se hace eco en tus oídos.
Tu cerebro se nubla de un vapor ácido y metálico, burbujea hervido en fiebre, abrasado.
Tus pestañas se cubren de ceniza y sientes miedo e inquietud.
Tu pecho, encogido, pide a gritos que respires, pero solo hay humo que tragar. Y a cada inspiración más te pesa la cabeza.
Más lejos ves el cielo y más cerca te ves las manos. Te ahogas lentamente sintiendo como desapareces y como tu mirada pierde su color, apagándose.
La luz te ciega hasta el olvido, te aísla del denso viento y sientes frío, mucho frío.
Tu cuerpo se convierte en piedra y el tiempo se congela. Un pájaro dorado queda atrapado en tu interior deseando salir y luchar, pero solo puede llorar a la espera de renacer.
Lágrimas de sangre perdidas entre cenizas. Lágrimas que nadie puede ver.
Lágrimas de resiliencia.
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